HAGMAN, George, Aesthetic Experience. Beauty, Creativity and the Search for the Ideal, Amsterdam-New York, Rodopi, 2005, 168 pp., 22 x 15 cm., ISBN 90-420-1856-9.

 

El autor nos dice que este libro está dirigido a gente interesada en la aproximación psicoanalítica al arte y a la experiencia estética, que es una experiencia más amplia de lo que habitualmente se piensa, ya que todos organizamos nuestras vidas estéticamente, seamos conscientes de ello o no.

Hagman comienza subrayando la importancia de la experiencia estética en razón de su base común en manifestaciones arcaicas de la experiencia diádica. Las formas maduras de experiencia estética y de creatividad implican un tipo de “rematriación”. Esto lo analiza el autor con detalle en los primeros capítulos, que exploran tanto la tradición freudiana de la experiencia en términos simbólico/interpretativos, como los acercamientos en clave del desarrollo humano. Freud vio la experiencia estética como sublimación de deseos sexuales prohibidos, un desplazamiento y una transformación (desexualización o neutralización) de la libido, a la cual, aunque se le niegue la expresión directa, se le permite descargarse de modos alternativos y culturalmente valorados. El resultado es el placer estético. El vínculo cercano entre el arte (una institución cultural altamente idealizada) y los procesos y las fantasías regresivos parece apoyar la aproximación de la sublimación. Desde este punto de vista, el simbolismo, un componente fundamental de la mayoría de las formas de expresión estética, es el mismo proceso que el que ocurre en un trabajo onírico, con lo que se abre el arte a la interpretación psicoanalítica. Hagman estudia también el papel de la idealización, arraigada también en la conexión afectiva existente entre el niño y el cuidador, en la vida psicológica y en la experiencia estética. La idealización de la organización formal de la interacción es la que garantiza un gran valor a los gestos, formas, sonidos, colores y ritmos que caracterizan la interacción padre-hijo. Igualmente, analiza la psicología del trabajo creativo, que es intersubjetivo: en él la subjetividad es externalizada y el artista entra en relación con su objeto, que es investido con cualidades de la propia experiencia subjetiva del artista. Y no se olvida el autor de la belleza, cuya fuente es la añorada experiencia de perfección que se da en el vínculo temprano existente entre la madre y el niño. Para Hagman, la belleza es un aspecto de la idealización, en la que un objeto o sonido se cree que poseen cualidades de perfección formal; discute, en este contexto, distintos aspectos al respecto, especialmente la no explicada reverencia de Freud por la belleza como un rasgo primario de la vida civilizada. Acto seguido Hagman estudia el opuesto, la fealdad, que entiende como la provocación y proyección de fantasías inconscientes que alteran el sentido de la experiencia estética, de tal modo que las cualidades formales de la experiencia (su forma, textura y color) se convierten en fuentes de los sentimientos más molestos y repulsivos. La fealdad es un fracaso de la sublimación, el colapso de la idealización y tiene un carácter sintomático en las patologías. Pero tanto el artista como el psicoanalista confrontan la fealdad, y mediante el proceso creativo o psicoanalítico respectivamente, dan forma y perfección a la desintegración y el desorden, de modo que finalmente, la fealdad sucumbe ante la belleza. Por otra parte, si la belleza es la estética de la preocupación maternal, la organización de los elementos ideales que componen la escena formal de la interacción entre la madre y el niño, y viene caracterizada por la integración y el significado claro, el poder, la carencia de forma, la oscuridad y la inmensidad juegan un papel importante en la estética paternal, la estética de lo sublime, que tiene que ver con el primer encuentro del niño con el falo paterno. Finalmente, Hagman muestra e integra los múltiples niveles de subjetividad que conforman la vida estética de la humanidad. La experiencia estética está elaborada por medio de múltiples niveles de subjetividad: el metasubjetivo (social), el intersubjetivo (relacional) y el personal (subjetivo). Es la rica interrelación entre estos niveles lo que compone la complejidad y la profundidad de la vida estética. Y ahí enfatiza algo bien importante: que los actos creativos son inteligibles sólo desde dentro de la cultura y del entorno del cual emergen. La cultura proporciona el lenguaje del arte. El arte no puede concebirse fuera del entorno cultural en el que no sólo se promulgan las formas y los métodos del arte, sino también los patrones generales que definen la cualidad. Tomamos nuestro lenguaje artístico de la cultura, que se convierte en el horizonte en el que la experiencia estética es posible e inteligible.

Se trata de una obra muy interesante. Aunque no se esté de acuerdo con toda la aproximación psicoanalítica, no hay duda de que hay elementos más que valiosos en esta tradición, que Hagman expone con mucha claridad y amenidad, enfatizando de modo especial el papel central de la niñez temprana en la emergencia y estructuración del sentido de la forma estética.

Hay que señalar una pequeña confusión del autor, al desarrollar las tesis kantianas sobre la experiencia estética (p. 14), entre el carácter apriorístico de los juicios de gusto y el ideal de lo bello, que Hagman no diferencia con claridad, pero eso es una cuestión menor, casi de pasada, que no afecta a la obra en su conjunto. No deja de ser curiosa, por llamativa, la referencia a Ferenczi, para quien la experiencia estética surge de la defensa frente al erotismo anal: la preocupación con el desorden de las heces se transforma en una elegancia estructural y en una elegancia formal. Da que pensar.

 

Sixto J. Castro