HICKEY, Dave, The Invisible Dragon (revised and expanded). Essays on Beauty, Chicago and London, The University of Chicago Press, 2009, 123 pp., ISBN 978-0-226-33318-2

 

Esta obra, según el autor, está dedicada a la memoria de Andy Warhol, Robert Mapplethorpe, Gilles Deleuze, Michael Foucault y Jacques Derrida. Se trata de una serie de artículos y conferencias, previamente publicados, cuyos orígenes se remontan a 1989 y llegan hasta 2002. Esta es una versión revisada y aumentada de la primera edición de 1993. Toda la obra es una especie de giro constante en torno al tema privilegiado de la belleza que, para el autor, es el tema de los 90 (y cabe pensar que también de después).

En las imágenes, la belleza es la agencia que causa placer visual en el espectador, y dado que el placer es la ocasión verdadera para mirar algo, cualquier teoría de las imágenes que no se base en el placer del espectador da por sentado la eficacia del arte y la condena a la inconsecuencia. Si nuestra crítica aspira a algo, la eficacia de las imágenes debe ser la causa de nuestra crítica y no su consecuencia, el sujeto de la crítica y no su objeto.

Para los que exponen el alma interna de las cosas al escrutinio público la sinceridad, o la apariencia de la misma, es todo, y “la belleza es la bestia negra, la serpiente en el jardín. Roba el poder de la institución, seduce a su congregación y provoca la consternación de los artistas que se han comprometido con el insoportable tedio de la franca honestidad. El argumento de tales artistas contra la belleza se reduce a una simple queja: la belleza vende”. El arte bello vende. Si se vende a sí mismo, es una mercancía idolátrica; si vende otra cosa, es un anuncio seductor. Pero ellos afirman que el arte no es idolatría ni publicidad. Sin embargo, la idolatría y la publicidad son arte y las mayores obras de arte siempre son inevitablemente un poco de ambas. (¿Qué debemos hacer entonces con esas obras de arte invendibles que la institución compra a precios tan generosos porque carecen de atributos vendibles? ¿No es la institución misma un mercado?).

Hickey critica a los mediadores de la belleza, que se han convertido en sacerdotes de una nueva iglesia, quizá “vengando” la persecución que sufrió Robert Mapplethorpe con motivo de su X-Portfolio, como queda claro en el segundo capítulo de este libro. Hickey se pregunta por lo que llama la “institución terapéutica”, una nube de burocracias que forman una confederación laxa de museos, universidades, despachos, fundaciones, publicaciones y fundaciones. "Después de siglos de burócratas empleando imágenes para validar, esencializar, y desintoxicar las instituciones, para glorificar sus batallas, celebrar a sus reyes y publicitar sus doctrinas, ahora tenemos una institución para validar, esencializar y desentoxicar nuestras imágenes –para glorificar las batallas del arte, celebrar los reyes del arte y publicar las doctrinas del arte– y por supuesto para neutralizar el poder del arte" (p. 54). Esta es la institución terapéutica.

Hablamos de la belleza con cualquiera, en cualquier lugar y a cualquier hora, porque la conocemos cuando la vemos, y la recordamos –dado que la ausencia de la belleza informa nuestro reconocimiento de lo banal y lo grotesco, la existencia de los cuales pocos tienen la temeridad de cuestionar–. Hay una cierta consideración, pues, de la belleza como trascendental (Hickey afirma que “Ee simple acto de gustar (liking) algo lleva consigo la inferencia de que hemos reconocido nuestra semejanza (likeness) en el mundo que está más allá de nosotros. Los encuentros con la belleza son sorpresas placenteras, momentos positivos en la historia de nuestras respuestas libres al mundo”, p. 82), lo cual suena bastante escolástico.

Hickey elabora la idea de la gracia como santidad visiblemente confirmada (por la luminosidad), lo que recuerda la insistencia de Quintiliano de que, a diferencia de la filosofía, la elocuencia encarnada del orador nunca puede ser falsificada. Esto traduce el "argumento del ojo" de Ruskin (la idea de que la belleza sólo necesita ser vista para ser creída). Un objeto en estado de gracia, una oración que encarna la verdadera elocuencia, y una obra de arte en un estado autónomo de calidad, bondad o belleza se caracterizan casi de modo idéntico: la obra de arte, la oración y el icono se presume que encarnan una condición de autoridad extrahistórica de una vez y en el futuro. La cuestión es la misma para los santos y las pinturas: ¿cuál es la fuente de este valor investido? ¿Deriva el estado de gracia del santo de Dios directamente o de la iglesia? ¿Deriva la autoridad de la pintura de Dios, que autorizó la institución que auspició su creación? ¿Del artista que la creó? ¿De Dios, que inspiró al artista? ¿Del iconógrafo que determinó su contenido? ¿De la eficacia devocional de las historias, fundada en la Palabra, que nos cuenta? ¿O quizá una pintura deriva su autoridad de un electorado de observadores que han experimentado su poder, se han puesto de acuerdo sobre su hermosura, y públicamente confirmado su autoridad en palabra y acto? En la historia del comentario de arte, todas estas fuentes de autoridad han sido apasionadamente defendidas, excepto la última, que es la que Hickey quiere defender: la idea de que el poder del arte puede venir de sus observadores.

Aunque no lo dice expresamente, está claro que para Hickey la belleza es un valor, porque siempre se elige lo que se considera más bello o lo que habiéndolo sido, aunque ahora no lo sea, puede llegar a serlo de nuevo (p. 102). La utilidad de la belleza como recurso legítimo reside en su capacidad para colocarnos como criaturas físicas en una relación viva, ética con otros seres humanos en el mundo físico. Por eso, las intenciones y valores que informan estos objetos no tienen relación con ningún significado que puedan adquirir.

Hay un error en la identificación de la foto en la p. 99, que no es la “Incredulidad de Santo Tomás”, de Caravaggio, sino “El entierro de Cristo”. Se trata, en fin, de un interesantísimo conjunto de ensayos, ya clásico, sobre lo que va siendo, poco a poco, el tema de nuestro tiempo.

 

Sixto J. Castro