KIVY, Peter, The Performance of Reading. An Essay in the Philosophy of Literature, Malden-Oxford, Blackwell, 2006, 155 pp., 23,5 x 16 cm., ISBN 978-1-4051-4692-0.

 

Lo que motiva esta obra es una analogía, que Kivy cree válida, entre la lectura silenciosa de obras de literatura y la interpretación (performance) de obras musicales. Para demostrar el validez de su analogía (descriptiva, no normativa), Kivy hace uso de la distinción de Nelson Goodman entre obras de arte autográficas y alográficas, a partir de la cual concluye que, al igual que los ejemplares del tipo de la música, el drama y las demás artes interpretativas son sus interpretaciones, los ejemplares de las obras literarias son las lecturas de las mismas. Ello, en su opinión, apoya la analogía que persigue demostrar, la cual encuentra también su base en la constatación, que Kivy hace a partir de la lectura del libro III de la República de Platón y del Ión de éste mismo, de que, durante mucho tiempo, las épicas homéricas y otras obras semejantes fueron experimentadas como arte interpretativo (performance art), en el sentido de que, al menos hasta las Confesiones de San Agustín, no se habla de la lectura silenciosa. De este modo, en la época arcaica, la lectura no se identificaba con una diánoia interior, sino que constituía una auténtica performance en el sentido más propio del término. De ahí que “toda la historia de la literatura de ficción, hasta hace relativamente poco, ha tenido sólo un cauce: el cauce representativo. Y en cierto momento, no mucho antes del período moderno, se dividió en dos ramas: la rama representativa, propiamente llamada, y la rama ‘lee para ti mismo’, con la novela como su obra central” (p. 17).

Mas contemporáneamente, la representación lectora es silenciosa. Para explicar cómo funciona, Kivy acude al ejemplo de la interpretación musical y de la lectura silenciosa de la partitura, que arroja luz sobre cómo puede decirse que una lectura es una performance, pero al mismo tiempo muestra las diferencias entre ambas, con las que Kivy tiene que lidiar, especialmente con aquella que afirma que, dado que la interpretación de una obra musical por un músico es ella misma una obra de arte, habría que concluir que cada lectura particular de una novela es ella misma una obra de arte. Y a pesar de que Kivy no quiere defender ni vincularse a ninguna definición de arte para salvar la aparente incongruencia de considerar una lectura como una obra de arte, se ve llevado a insistir en determinados elementos (o creencias, como él dice) que deben estar presentes en toda obra de arte, a saber, ser pública, ser extraordinaria y ser hecha por alguien especial (pp. 76-78). Mas el autor ni continúa ni desarrolla estas intuiciones teóricas, sino que prefiere poner ejemplos de lo que todos estaríamos de acuerdo en considerar representaciones (performances) y obras de arte que requieren al menos de una representación mínima, u obras de arte que están en el límite, para probar su hipótesis (pp. 79-80). De todos ellos se ve obligado a concluir que el carácter artístico de algo es evaluativo (p. 82) –con lo que estoy muy de acuerdo, aunque parece una consecuencia indeseada en el desarrollo de la obra–, sin que ello constituya un contraejemplo para el estatus artístico de al menos algunas lecturas silenciosas, por extraño que eso pueda sonar. Pero, ¿qué lecturas son artísticas? ¿Lo son las lecturas de una obra filosófica? Parece que no y, de nuevo, tenemos que echar mano de una teoría del arte. Kivy hace uso de la que Danto propone en La transfiguración del lugar común, lo cual de muestra que, aun cuando demos por supuesto que sabemos qué es arte y qué no, a la hora de justificar cualquier propuesta estética (como la que Kivy nos ofrece aquí) es imprescindible contar con una definición de arte, lo cual saben bien los filósofos de tradición analítica, a pesar de que la tradición continental haya pretendido abdicar hace tiempo de tal pregunta.

Finalmente, surge la cuestión anexa de la verdad literaria (en los parágrafos finales, a modo de añadido bienvenido, pero ya innecesario para el argumento central). Kivy defiende que “parte de la finalidad de algunas, pero en ningún caso de todas las obras literarias, es la expresión de proposiciones verdaderas” (p. 100), lo que denomina “teoría de la plausibilidad literaria”. De ahí deduce que “el valor proposicional no es una condición necesaria ni suficiente para que una obra literaria sea una obra de arte buena o grande. Es sólo un valor entre los muchos que una obra literaria puede poseer” (p. 103). Contra los que afirman que las verdades que las obras literarias revelan son banales, Kivy argumenta que son banales para la clase académica, pero no para todo el mundo, y además, su valor radica en cómo están expresadas. Tras ello, Kivy vuelve atrás y retoma el análisis con el que empezó, a saber, la distinción goodmaniana: ya que, dentro de las artes alográficas hay dos tipos (las representativas y las no representativas) que él ha reducido en sus análisis a sólo las representativas –puesla lectura silenciosa también es una performing art–, podemos seguir adelante y eliminar la distinción entre artes autográficas y alográficas y concluir que todas las artes son alográficas, desarrollando, en parte, una intuición de Sibley. Pero eso nos deja a las puertas de un problema de envergadura, que Kivy no trata en la presente obra, a saber, el de la originalidad y unicidad de la obra. En todo caso, la tesis de Kivy queda más que probada, mas las implicaciones que, de seguirla, se derivan, aún tienen que dar lugar a mucha literatura.

 

Sixto J. Castro