PAREYSON, Luigi, Dostoievski. Filosofía, novela y experiencia religiosa, traducción y prólogo de Constanza Giménez, Madrid, Encuentro, 2008, 295 pp., ISBN 978-84-7490-890-9.

 

Luigi Pareyson es quizá uno de los filósofos más importantes del siglo XX, tanto por su obra como por la de sus discípulos Eco, Vattimo o Givone. ¿Son ellos los que han hecho grande a Pareyson? Sin duda, pero buena parte del pensamiento de estos está, tal cual, ya presente en Pareyson. Hermenéutica, estética, existencialismo... todos estos elementos confluyen en la obra de este filósofo italiano, y de un modo especial, la obra de Dostoievski, una “filosofía de la libertad”, al decir de Pareyson, quien, perfecto conocedor de la obra del escritor ruso, estudia los arquetipos que laten en los diversos personajes, que siempre, o casi siempre, se mueven en el territorio trágico de la ambigüedad del hombre, ubicado en la libertad de elección entre el bien y el mal, que le lleva a encontrar la única “justificación” del mal en la kénosis del Dios cristiano, que asume el mal en sí mismo para librar al hombre de sí mismo.

La obra está dividida en dos partes, tal como dejó Pareyson indicado esquemáticamente cuando falleció. La primera, “Primera mirada”, recoge un curso universitario dictado por él sobre el pensamiento ético de Dostoievski en 1967. Pareyson pretendía profundizarlo mediante sucesivas investigaciones, que son las que quedan apuntadas en la segunda parte (de tal título), lo cual se nota, ya que esta segunda parte repite muchas de las ideas delineadas en la primera. Las pretensiones de Pareyson con este libro nos las relatan Giuseppe Riconda y Gianni Vattimo en el prefacio del libro. El mal, la libertad, Dios son los grandes temas de Dostoievski, que confluyen todos ellos en lo que Dostoievski denomina tal como insiste en repetidas ocasiones Pareyson, “el momento ateo de la divinidad”, en el combate que Dios y el demonio mantienen en el corazón del hombre.

Pareyson comienza narrando el periplo vital de Dostoievski y apunta que la obra de Dostoievski no se entretiene en descripciones naturalistas, sino sólo en lugares que son cajas de resonancia del drama humano, espacios espirituales, al igual que los tiempos. Los personajes dostoievskianos nunca trabajan, no hacen, simplemente son. Y ahí es donde Dostoievski explora el subsuelo, ese ámbito que después entrevería el psicoanálisis, de manera que se convierte en un pneumatólogo, un investigador del espíritu humano, plasmado en los grandes personajes del príncipe Mishkin, Kirilov, los hermanos Karamazov y su padre, Raskolnikov, el Gran Inquisidor, las mujeres de las distintas novelas. Todo ello convierte a Dostoievski en un enorme filósofo, sin sistema, pero de una agudeza sin igual, en el que se delinea la idea del superhombre, que, en realidad, acaba convertido en un sub-hombre. Frente a la dialéctica del XIX, Dostoievski no cree que el mal pueda ser superado, que sea un momento necesario destinado a ser sintetizado, neutralizado y redimido en un estadio feliz aún por venir. Es una realidad efectiva que confiere a la existencia humana un carácter trágico. La razón sólo satisface lo racional, pero el hombre es mucho más que eso. Es culpable, a diferencia del resto del mundo. El hombre es el único ser que no es inocente. La conciencia diabólica unida a la libertad ilimitada son sus fuentes. El alter ego del hombre es esa parte de maldad que trata de objetivar y ocultar, y que en Dostoievski a veces se da en la forma de la dualidad de personajes, como Ivan Karamazov y Smerdiakov. El mal, para Dostoievski, es un parásito, que carece de existencia propia y necesita del ser humano para propagarse y mantenerse, y es la libertad del hombre la que le proporciona sus medios, porque si negamos la libertad humana, negamos no sólo su libertad, sino también su responsabilidad y dignidad. El mal, según el Gran Inquisidor, es el “espíritu del no ser y de la autodestrucción”. En toda persona conviven bien y mal, y ese es uno de los motivos conductores de la obra de Dostoievski. Cada quien es culpable de todo, por todos, delante de todos y sólo de la solidaridad en la culpabilidad surge la reciprocidad del perdón y la universalidad del amor (p. 123). El bien queda representado por el príncipe Mishkin, el idiota, el siervo, el único hombre bueno que no induce a la comedia. La redención exige dolor, pero no de modo dialéctico, sino a través de la libertad y con cabida para el perdón divino. A través de la belleza, uno puede redimirse, pero la belleza también puede traer consigo la destrucción: es una realidad ambigua. Para Dostoievski hay más semejanza y más facilidad de pasar del ateísmo a la fe que de la indiferencia a la fe (y viceversa). Y es que, para Pareyson, el corazón de la filosofía de Dostoievski es la concepción de la libertad como el núcleo más profundo del hombre y la condición de todos los demás bienes o valores. Y esa es la tragedia de la libertad, que es libertad de bien y de mal, que el bien no es tal si es impuesto.

En la segunda parte, las profundizaciones, Pareyson vuelve a la idea del mal como negación, aunque da la impresión de que en estas notas se inclina más por una versión dialéctica del mal, como momento necesario, que había sido negada en la primera parte, si bien también la niega. Parece oscilar más. Dostoievski retrocede un paso más atrás de la libertad y la cree fundada en la experiencia de Dios, como parece traslucirse de Los hermanos Karamazov: sin Dios no cabe distinción entre bien y mal y entonces todo está permitido. Dostoievski critica el schillerismo , la exaltación ingenua de la bondad y la belleza, de los buenos sentimientos, las grandes ideas morales, la espera del advenimiento de la humanidad perfecta y feliz y la realización del paraíso en la tierra. Además, Pareyson insiste en que no se puede interpretar a Dostoievski sin intervenir en el discurso, no es puede hablar de él sin hablar de él. Ésa es la verdadera hermenéutica. Pareyson insiste en el carácter filosófico de Dostoievski, al que considera una de las cumbres de la filosofía contemporánea, especialmente en su desarrollo de la penumatología y su oposición al sufrimiento inútil. Y deja sus últimas páginas para analizar el discurso de Ivan Karamazov sobre el rechazo de una creación en la que los niños sufren. El texto de la rebelión impugna la creación, y el que le sigue, la leyenda del gran inquisidor, impugna la redención. Pero ese ateísmo nihilista recupera el valor y el sentido del mundo, como hace el Cristo al cargar con todo el sufrimiento, aceptándolo, sin dar explicación alguna, el momento ateo de la divinidad abandonada por Dios mismo en la cruz. “Hoy en día, termina Pareyson, nadie puede ser seriamente cristiano sin tener en cuenta a Dostoievski, así como a Kierkegaard” (p. 295). En resumen, una obra excelente sin más calificativos, a la que se añade el esfuerzo de la traductora por verter al español también las referencias bibliográficas a las ediciones españolas, lo cual favorece mucho al lector hispanoparlante.

 

Sixto J. Castro