Tradicionalmente, suele situarse en Grecia el inicio de lo que en Occidente
denominamos “filosofía” y, más concretamente, en el
punto en que la “sabiduría” de los llamados presocráticos
se convierte en episteme. El salto cualitativo en el que se sitúa este
inicio no es otro que el que atañe al objeto de pensamiento: de pensar
el mundo a pensar cómo se piensa el mundo, un salto parecido al que los
vanguardistas hicieron con el arte a inicios del XIX cuando en vez de representar
el mundo trataron de representar el arte, valga decir el método de representación.
Esto es lo que culmina en la lógica de Aristóteles y se perpetúa
en la teoría del conocimiento, materia que, a mi juicio, ha sido y sigue
siendo la materia filosófica por excelencia.
No obstante, nuestra historia de la filosofía no es tan sólo una
historia de la teoría del conocimiento. Si considerásemos filosóficos
tan sólo aquellos discursos que atienden al discurso mismo, nos quedaríamos
con bien poco: con los griegos, especialmente con la epojé de los antiguos
escépticos, con el cogito cartesiano (no con lo que Descartes hizo después),
con la teoría del conocimiento de Hume, la refutación kantiana
de la metafísica, el Tractatus de Wittgenstein, y pocas cosas más.
La mayoría de los pensadores, quitando estos rasgos de genialidad, han
caído en la tentación de probar racionalmente algún que
otro mito que ayude a soportar el absurdo de la existencia.
En un principio, pues, nuestra filosofía fue “ciencia”, es
decir, búsqueda de leyes que gobiernan la naturaleza y/o con las que
gobernar a la naturaleza. Más tarde, cuando la ciencia se independizó,
la filosofía se circunscribió
a) al discurso metacientífico y al que atañe a los instrumentos
lógicos (metodológicos y lingüísticos) con los que
la ciencia trabaja. En ambos casos, estos discursos están al servicio
de la ciencia y no sobrepasan los límites de aquello que la razón
puede abarcar: las relaciones entre representaciones. Tratan, en ambos casos,
de la capacidad de representar y de sus límites. Es teoría del
conocimiento.
b) Al ámbito de la meta-física. Aquí es donde la razón pone de manifiesto su tendencia a extralimitarse. No le basta con establecer relaciones entre las representaciones sino que juega a establecer relaciones entre conceptos y esto, siempre que no se haga con fines metodológicos (lógica, matemática, etc.) , es un juego peligroso dada la extrema facilidad que tenemos para darle entidad a aquello que nombramos. De esta manera, llenamos el mundo de entes ficticios en los que terminamos creyendo y a partir de los cuales (cuando están bien trabados -un ejercicio “artístico”, por tanto), formamos “ideología”. –Una ideología, generalmente, es soportada por lo que Rorty denominaba “léxico último”: conceptos que tan sólo pueden definirse recurriendo a sí mismos.
Esto no constituiría problema alguno si no mediara el concepto de verdad.
Toda ideología -y todo sistema- se propone como verdadero. Es decir,
como explicación verdadera. ¿De qué? ¿Del mundo?
No (tengamos en cuenta que “el mundo” siempre se dice dentro de
un sistema): como explicación de un mundo ya interpretado: el universo
que se ha urdido a partir de una serie de conceptos cuya validez y referencialidad
no se cuestionan. (Así, por ejemplo, el de “ser”, un concepto
nuclear en nuestra metafísica y que no existe ni en India ni en China
–por mucho que se le intente hacer corresponder con conceptos como el
de atman o el de tao).
Esto no sería problema, vuelvo a decir, si entendiésemos un sistema
filosófico como una partida de ajedrez, más bella cuanto mejor
resuelta (en sus movimientos y en su estrategia) y la historia de la filosofía
como un tratado de ajedrez en el que se reseñen las mejores partidas
de los mejores maestros: aquellos que han sabido resolverlas de manera original
y “brillante” (otra metáfora estética).
Hay proposiciones, escribía Aristóteles, que no son ni verdaderas
ni falsas porque, a diferencia de las del conocimiento, no requieren ser creídas.
Aristóteles se refería al arte. Puede entenderse que las proposiciones
metafísicas son de esta clase. Las obras de arte no obtienen su validez
de su correspondencia con los hechos, sino de su lógica interna, no necesitan
establecer comparación con referente externo alguno; Tampoco lo necesitan
los sistemas metafísicas. Y en modo alguno podrían, pues, como
manifestaron los antiguos escépticos, no es posible validar una representación
más que mediante comparación con su referente y ¿qué
referente hay de la “Realidad” si no es el de otra representación
y así ad infinitum?
Así pues, construyamos. Admiremos las grandes construcciones como maravillosas obras de arte. (Un amigo mío, especialista en novelas de aventuras, me dijo una vez que la mejor novela de aventuras que había leído era la Fenomenología de Espíritu de Hegel). Y, entre las grandes construcciones, no nos quedemos con las nuestras tan sólo, veamos cómo se han ido construyendo éstas a lo largo de la historia, alimentándose unas de otras, no solamente dentro de la propia tradición sino también en las encrucijadas con otras. Está claro que “Aristóteles” (lo que llamamos “Aristóteles”) no habría existido sin Platón, pero es posible que tampoco habría existido la Estoa sin el samkhya –cosa que está por investigar- ni, por supuesto, el idealismo alemán (Schopenhauer, Schelling, el propio Hegel e incluso Nietzsche) sin el vedanta y el budismo que se dieron a conocer con las primeras traducciones de textos sánscritos en esa época.)
Luego, recordemos, también, que la filosofía de Occidente dejó
de ser griega muy pronto, pues en el siglo III a.C., en Alejandría, pasó
a ser judía. (Se tradujeron entonces al griego los textos bíblicos.
Filón de Alejandría era rabino; eran los tiempos de Calígula).
Luego pasó a ser cristiana y no logró desprenderse del lastre
de las religiones del desierto ni siquiera cuando, en el XIX, se impregnara
del pensamiento extremo oriental, recuperándose así, por un curioso
rodeo, algo de aquellos inicios en los que, durante la campaña de Alejandro,
los filósofos griegos entraron en contacto con las doctrinas indias.
Tampoco las doctrinas indias están libre de escolasticismo. Tengamos
presente que los sistemas filosóficos “tradicionales” son
sistemas metafísicos, es decir, sistemas de apoyo racional a las tradiciones
que, en principio, siempre son religiosas. Nada unifica mejor a los individuos
en un grupo que una creencia, por lo que las religiones siempre han sido y son
un instrumento político. La filosofía, por su parte, siempre ha
sido política: educa y unifica. Y generalmente ha sido y sigue siendo
mercenaria al servicio de las clases políticas (ahora empresariales)
que la requieren para fortalecer, mediante el aparato racional, las creencias
del grupo y, por ende, el poder de quienes gobiernan.
La filosofía india no es, sin duda, una excepción. Su peculiaridad
no reside en ello, sino, entre otros cosas, en que, en este caso, la religiosidad
soporta el aparato teórico más de lo que es soportada por él.
Una religiosidad que es, ante todo, experiencia, lo cual hace que en India se
tenga conciencia, más que en ningún otro lugar, del carácter
hermenéutico de toda construcción mítica o metafísica.
Por eso, lo que nosotros llamaríamos doctrinas o sistemas se llaman allí
“puntos de vista” (daranas). Cada sistema es un punto de vista,
una manera de ver, entender y formular la misma realidad que nunca se alcanza
a decir.
De igual manera, toda divinidad es considerada en India, ante todo, como un
aspecto del poder cósmico que lo atraviesa y lo conforma todo. Un poder
que puede denominarse Brahma, o ®iva, o ViŠu, según se
contemple uno u otro aspecto (el “aspecto” es la acción de
mirar: aspicere). Así, Brahma será la fuerza cósmica si
la miramos desde el punto de vista de la producción (brahman: de la raíz
brih: crecer, expandirse, al igual que la palabra griega físis que proviene
del verbo fyo con igual significado), ®ivá será el aspecto
destructor y ViŠu el conservador, aunque por separado cada uno de
esos aspectos posee las atribuciones de la tríada completa. Mientras
Brahma crece y se pronuncia, como veremos luego, ®ivá vibra y danza.
Dos formas de entender la realidad, formas que dan lugar, también, a
modos de experiencia, caminos distintos para los adeptos.
Por tanto no hay dogmas, hay experiencia: no se trata de creer, sino de experimentar
con la propia realidad y, en principio, con la observación de la propia
mente. Todos los sistemas tienen en común, una finalidad: liberarse de
la ilusión, y cada vía tiene su soporte práctico. Pero
vayamos por parte.
Los sistemas indios son muchos y variados, desde los sistemas ortodoxos (samkhya,
yoga, mimansa, vedanta, nyaya y vaisesika) pasando por la extraña heterodoxia
de la ortodoxia del ivaísmo, a las heterodoxias del budismo en
sus distintas ramas (hinayana y mahayana, con sus escuelas pricipales: la madhyamaka
o suñavada: doctrina del vacío y la yogacara o vijñanavada:
doctrina de “sólo la conciencia”) y del jainismo, y la muy
relegada heterodoxia materialista, el carvaka.
Son considerados sistemas heterodoxos aquellos que niegan alguno de los principios
de la tradición védica, es decir, la que se supone introdujeron
los arios, nómadas que colonizaron el subcontinente indio sometiendo
a las poblaciones autóctonas (drávidas), imponiendo su orden social
y religioso. A estos pueblos invasores pertenecían al menos tres de los
llamados Vedas (g, Atharva, Samma, Yajur), colecciones de himnos ritualísticos.
Del primero de ellos, el g Veda, se derivarían los textos progresivamente
más especulativos (Br€hmaŠas, AraŠyakas, Upaniads)
que configurarían el canon ortodoxo del vedanta (lit. “veda posterior”).
Los Vedas son himnos para ser recitados en los rituales. La función principal
del ritual era la de asentar el orden social de la casta sacerdotal aria, la
de los brahmanes. Los himnos védicos estaban dedicados a una multitud
de fuerzas cósmicas pero de lo que se trataba era de repetir el acto
de la creación del universo para perpetuarlo. Porque el universo se entendía
como expansión del sonido original. En un principio era el “verbo”,
dicen las escrituras bíblicas, pero un verbo que había de conjugarse,
es decir, que adoptaría las formas del soplo, su resonancia diversa,
para dar lugar al universo fenoménico. El Verbo es la palabra primordial
que es posibilidad de todas las palabras, como darían a entender, mucho
más tarde, los Gramáticos. En los tiempos védicos se entendía
que los sonidos de la fórmula ritual (brahman), los de la voz (v€c
) y los del soplo (pr€na) generan las cosas. Aquel, por tanto, que fuese
poseedor de la palabra, aquel que conociese la fuerza "ritual" de
la palabra, aquel podría, al entonarla, mantener el orden (ta)
del universo.
ta, la ley cósmica, superior a todos los dioses, era el principio que
regía todas las relaciones y, por tanto, de su observación dependía
el mantenimiento de la trama del universo. De ahí que la verdad (satya),
no fuese otra cosa que la "exactitud ritual" , es decir, la correcta
pronunciación del sonido, su correcta reproducción. Si la magia
tiene que ver con la pronunciación de los "encantamientos",
es porque el canto, el canto ritual, es la acción sagrada que permite
que las relaciones se mantengan y, con ello, el universo tal cual fue establecido
en un principio. Dichos encantamientos podrían igualmente transformar
dichas relaciones. (No es casual que la misma raíz indoeuropea que diera
lugar a la palabra "rito" diera también lugar a la palabra
"arte": la buena –correcta- organización de elementos
en un todo).
Brahman, como Bhaspati, el Señor del soplo, son términos
que, al parecer, derivan de dos raíces emparentadas: bh (o vh)
que significa expandirse, crecer, incrementarse, y vran (o braˆ) que significa
sonar. Y es desde ésta su condición sonora que el brahman, el
poder primordial que todo lo unifica, se expande multiplicándose en las
formas. Su poder, el poder que él es, el poder-brahman, es su magia (m€y€).
Es decir, la magia del brahman es su poder de transformación. El brahman
es el gran mago, el gran ilusionista. "Gracias a sus poderes mágicos
(m€y€ )", dice el texto , "Indra va bajo múltiples
formas. Tiene uncidos mil caballos". A lo que la Bhad€raŠyaka
Upaniad añade: "Él mismo, en verdad, es aquellos caballos.
Es brahman sin nada antes, sin nada después, sin interior, sin exterior,
y el €tman es brahman, el que todo lo percibe."
Las interpretaciones más filosóficas de las Upaniads transformarían
posteriormente los conceptos fundamentales de la tradición védica.
La equivalencia del brahman, el Absoluto neutro, poder primordial, con el €tman
(soplo vital, principio esencial, sí mismo) tendrá como resultado
la progresiva importancia de la idea de participación de todos los individuos
en el brahman, la cual conllevará la también progresiva pérdida
de la supremacía sacerdotal detentora de las fórmulas rituales.
A partir de ahí, parece ser que las prácticas de meditación
empezarían a tomar el relevo de las prácticas sacrificiales, y
se entenderá que la práctica ascética dirigida al conocimiento
de la propia esencia-brahman es, frente a la liturgia, un sacrificio de orden
superior.
Al paso de los siglos, con el desarrollo del vedanta, la magia (m€y€)
del brahman vendría a entenderse en sentido negativo, como ilusión
y como ignorancia. Perdería entonces el sentido dinámico de sus
inicios, su carácter de poder transformador, y el Mago se convertiría
en ilusionista, y el ilusionista en fuerza cegadora. Bajo el poder (de) M€y€,
el vedanta considera que el individuo está sumido en la ignorancia (avidya)
con respecto a lo que él mismo es, es decir, con respecto a su ser-brahman.
Y, así, es desde la perspectiva del individuo ciego, y sólo desde
ella, que es posible hablar, como lo hizo Schopenhauer, del poder m€y€
como del Mal, perspectiva que desemboca inevitablemente en una perspectiva dualista,
la cual se inserta muy bien en la tradición judeocristina a la que pertenecía
Schopenhauer, pero de la que tampoco, con el tiempo, se libraría el vedanta,
en una de sus vertientes, mucho más tardía y desde luego menos
extendida que la del advaita (no dualista).
El "Mal" como principio en sí no es concebible en la tradición
india, como tampoco lo es el "Bien". Bien y mal son cualidades de
la acción y determinan su corrección, ya sea con respecto a la
ley cósmica, ya sea en relación al grado de visión o de
ignorancia con que se actúa. El "mal" no es sino el término
que se utiliza para designar el sufrimiento que deriva de la ignorancia de nuestra
condición, la de la naturaleza de nuestra mente. El error es la identificación
de la conciencia con las impresiones mentales que, al sucederse, producen la
ilusión de una continuidad a la que llamamos "yo". El error,
antes que error, es equivocación: es la conciencia que se confunde con
alguno de sus reflejos en la mente, un error que se perpetúa por los
afectos que se pegan a las impresiones mentales.
Ya desde los primeros Upaniads la idea de "acción" (karman)
se modifica. De acción ritual, entendida como canto y encantamiento (mantenimiento
y preservación del universo en sus formas) pasa a entenderse como acción
correcta, es decir, acción sin deseo: la acción que, al no acumular
fuerza de proyección en la existencia, no la mantiene después
de la muerte, permitiendo la salida de la rueda de las existencias o, como lo
entiende el budismo, la ruptura de la cadena kármica. Ésta es
la acción sin atención a los resultados que propone el Bh€gavad
G…t€, la acción sin carga de voluntad personal, acción
libre, por tanto, de condicionamientos. (Noción que debería pensarse
en paralelo con la libertad moral kantiana y el “no-hacer”, wu-wei,
del taoísmo).
El texto siguiente, que puede considerarse un punto de partida de las interpretaciones
doctrinales del budismo, da cuenta de este giro en el entendimiento de la acción
y de su condición de enseñanza secreta:
"Y€jñavalkia, cuando un hombre muere, su voz penetra en el
fuego. su aliento en el viento, su vista en el sol, su mente en la luna, su
oído en las regiones del espacio, su cuerpo en la tierra, su conciencia
(€tman) en el espacio, los pelos de su cuerpo en las plantas, sus cabellos
en los árboles y su sangre y su semen se depositan en las aguas. Entonces
¿dónde queda el hombre?
"Querido Arthabh€ga, toma mi mano. Esto lo sabremos sólo tú
y yo. De esto no podemos hablar en público."
Y ambos, retirándose, conversaron. Y aquello de lo que hablaron fue la
acción (karman), y aquello que alabaron fue la acción.
Ciertamente uno se vuelve bueno con la buena acción y malo con la mala."
Al principio de transmigración es al que aquí se alude. Concepto
popular difícil de entender en el mismo sentido a nivel filosófico.
Desde el momento en que €tman (sí mismo) y brahman se identifican,
no es posible asumir la idea de un €tman individual similar al "alma"
si entiendo que "mi" alma es algo que "me" pertenece. Mi
alma, siendo mi principio esencial, no puede pertenecerme a mí, porque
yo tendría entonces que ser algo diferente de ella y, además,
superior a ella puesto que la "tengo". Cuando digo "yo tengo
un alma", ¿qué entiendo por "yo"? ¿Qué
soy "yo"? El €tman, el sí mismo no es distinto del €tman
o Sí mismo universal o cósmico, es el principio vital mismo.
En el texto citado, el €tman individual, el €tman entendido como conciencia
personal, se disuelve en el espacio en el momento de la muerte. Queda el soplo,
el aliento vital, la posibilidad de la vida. Nada individual permanece, nada
individual transmigra. ¿Por qué entonces hablan, los personajes
del texto, de la acción (karman) ? ¿Qué tiene que ver la
cualidad de la acción -buena o mala- si del individuo que la cumple no
permanece nada después de la muerte? Evidentemente, no se trata de entender
la bondad y la maldad de la acción según los parámetro
de un código moral a uso popular, sino de acuerdo con la finalidad última
de aquello de lo que se está tratando en el texto. Y de lo que se trata
es de la muerte del individuo y de lo que queda tras la muerte. La acción
"buena" será la que se realice sin carga personal, de tal manera
que la continua sucesión de estados (sams€ra) se vea interrumpida
y se libere la energía que, sin condicionamientos, puede volver a su
origen. La acción "mala", consecuentemente, será la
acción condicionada por los antiguos efectos que se realiza añadiendo
carga y alimentando la cadena; dicha acción será causa, a su vez,
de nuevos efectos.
La rueda de condicionamientos y la naturaleza ilusoria del yo serán los
temas claves del budismo, que querrá dejar claro que las consecuencias
de la acción son una energía que sigue su curso después
de terminada una existencia. El "yo", en realidad, no existe como
entidad; es una sucesión de dharmas : partículas elementales,
chispas que se suceden en una corriente ininterrumpida y procuran la ilusión
de un "algo", aquel soporte de las impresiones, como decía
Locke, al que denominamos "yo". Y de ser así, ¿qué
es, pues, lo que conozco cuando trato de conocerme a mí mismo?
La conciencia de la verdadera naturaleza de la mente –en orden a eliminar
el sufrimiento que toda existencia entraña- era el objetivo del budismo.
Ese conocimiento superior o "despertar" supone (y esto es común
a todos los sistemas, tanto ortodoxos como heterodoxos) la conciencia de la
condición ilusoria de la individualidad y, consecuentemente, la liberación
del ciclo de las existencias.
Los caminos de reintegración (a lo absoluto primordial) son, pues, caminos
que se proponen lograr la anulación de la conciencia habitual, es decir,
de todo conocimiento que implique la distinción entre el conocedor, lo
conocido y el conocimiento mismo.
Los caminos de reintegración son, por ello, caminos de liberación:
liberación de la ignorancia y liberación de los condicionamientos
que fuerzan a la existencia.
Estos caminos son denominados "yogas", es decir, "unión"
(de la raíz yug que significar unir, uncir), de la misma manera que la
palabra religión indica "religazón", "reunión"
(religare). Los yogas son, pues, disciplinas que procuran la reunión
de lo que está disgregado, es decir, la re-unión del individuo
en lo Absoluto. No se conocen fechas ciertas de la aparición de estas
técnicas, aunque parecen ser anteriores al budismo, si tenemos en cuenta
la mención, hecha en el Canon Pali, de los dos primeros guías
de Buda, Al€ra K€l€ma y Uddaka R€maputta, ambos maestros
de la doctrina samkhya, el primero de los cuales le enseñaría
las etapas de la meditación y la doctrina del €tman , mientras el
segundo le enseñaría la doctrina de la mente.
Existen distintos tipos de yoga: el hatha-yoga que trabaja con el cuerpo y
sus centros de energía, el karma-yoga o camino de la acción, el
bhakti-yoga o camino de la devoción, el ku‰alin…-yoga
o yoga de la energía, el jñana-yoga o camino del conocimiento,
y el r€ja-yoga, literalmente "yoga rey", que es el yoga mental.
En realidad, todas las prácticas llevan de alguna manera a aquello que
este último camino pretende realizar sin ningún rodeo: la íntima
comprensión de la naturaleza del yo. El hatha-yoga es una preparación
sistemática para la realización del yoga mental. A las técnicas
físicas (€sanas) y de control de la respiración (pr€‰€yama),
siguen las prácticas propiamente mentales a) la interiorización
o distanciamiento de la realidad sensible(prathy€h€ra), b) la concentración
de la mente en un objeto determinado (dh€ra‰€), c) la meditación
(dhy€na) que habría de desembocar, finalmente, en el momento de
unificación con lo Absoluto (sam€dhi) .
Probablemente el testimonio escrito más importante referente a las técnicas
del yoga, sea el Bh€gavad G…t€, cuya fuente inmediata es el
sistema ortodoxo más antiguo de la India: el samkhya. Esta escuela distingue
tres partes en lo que nosotros llamamos a grosso modo la mente: el manas, mente
propiamente dicha u órgano que aúna las percepciones, ahamk€ra,
la conciencia del yo, y la buddhi, o conciencia superior.
Así pues, el manas es un sentido más, el sexto, aquel que sintetiza
los datos aportados por los sentidos, procede a su selección y construye
la imagen mental que es pura descarga vibrátil. Ah€mkara reconoce
los datos cuando estos entran en contacto con experiencias anteriores y permite
así la "identificación" de la experiencia. Buddhi es
la conciencia superior que al vibrar golpea el manas permitiendo la comprensión
de lo percibido. La conciencia del yo no sería sino el efecto del reflejo
de la buddhi cuando golpea el manas.
La finalidad del yoga descrito por el Bh€gavad G…t€ es serenar
el manas y lograr así un estado de calma mental (amabh€va
: ama: calma + bh€va : sentimiento), un estado que permita la recuperación
del silencio inicial: el nirv€na que, literalmente, significa "no
soplo".
Pero es en el tratado de Patanjali (Yogas™tras), bastante posterior (c
s.II d.C.), donde se explicita con más claridad tanto el objetivo como
el procedimiento de las vías de meditación. Basta con detenerse
un momento en los primeros aforismos del Tratado para comprender lo que significa
el yoga mental, lo que pretende y lo que supone. El segundo s™tra dice
lo siguiente:
"El yoga es el cese (nirodha) de los procesos (vtti) de la mente
(chitta)."
Los procesos son las modificaciones o modulaciones mentales. La mente, en realidad,
no es otra cosa que esta sucesión de manifestaciones. La finalidad del
sistema de observación mental es procurar que estos procesos disminuyan
hasta lograr su extinción. Sólo entonces la conciencia es capaz
de aprehenderse a sí misma.
"Entonces (se produce) el establecimiento del veedor (drashtri) en su propia
naturaleza.
Fuera de ese caso (se da) la "identificación" (s€rupya)
(del veedor) con los procesos (vitti)." .
Es un lugar común, en la teoría del conocimiento de los sistemas
ortodoxos, decir que lo que percibe toma la forma de lo que percibe; si la conciencia
percibe una vasija, la conciencia es conciencia-de-la-vasija. Basta con añadirle
el peso de un "yo" para que la percepción se convierta en identificación.
Ver no es sino una proyección de energía. Quien, por tanto, detenga
su mirar en el contenido de cualquier impresión mental, se "identificará"
con ese contenido, tomará su forma, y no habrá distancia entre
el proceso y la conciencia. La conciencia, identificada, se pierde a sí
misma en la conciencia del objeto.
Si a esto le sumamos el hecho de que los objetos (mentales) van casi siempre
acompañados de una sensación de agrado o desagrado, se pasará
fácilmente de la identificación al apego, es decir, al deseo de
que lo que agrada permanezca o se repita y que lo que desagrada acabe y no se
repita. Las dos caras del deseo, el placer y la aversión, irán
conformando las "huellas" (v€sanas) que procuran el condicionamiento
a la vez que la ilusión de un "yo". El "yo" es la
conciencia "clavada" en los efectos.
Ahora bien, ¿cómo provocar el cese de la agitación mental?
El cese, dice Patanjali, se realiza mediante la práctica constante (abhy€sa)
y el desapego (vair€gya) (Y.S. 12). La práctica consiste en el esfuerzo
por mantener la distancia que permite no identificarse con los objetos y sus
estados correspondientes. Patanjali es consciente de que dicho esfuerzo habrá
de ser eliminado en cuanto se logre la detención del flujo de los pensamientos.
Este parece ser, no obstante, un problema de envergadura, pues, ciertamente,
mientras el esfuerzo permanezca, no dejará de haber proceso de pensamiento,
dado que el mismo esfuerzo es una intención que se mantiene presente
en la mente en forma de cuasi-pensamiento. El esfuerzo, aún siendo necesario,
es, en última instancia, otra manera, una de tantas, de decir "yo".
Sólo cuando desaparezca la intención podrá decirse que
se está en el fin.
Y, en ese momento, que será un no-momento, ya que el tiempo se mide y
se crea por la sucesión de los pensamientos, es decir, por los mismos
procesos mentales, en ese momento nada podrá decirse, pues la visión
se habrá reabsorbido en sí misma. En efecto, ¿qué
conciencia es aquella que no es conciencia de nada?
"Surgiendo de los elementos, [el conocimiento] perece con ellos. Después
de la muerte no hay conocimiento (samjña). Es lo que yo te digo".
Así habló Y€jñavalkia.
Y Maitrey… le dijo: "Señor, me has confundido al decir que
después de la muerte no hay conocimiento". Y€jñavalkia
le contestó: "No he dicho algo que pueda producir confusión.
Lo que he dicho es suficiente para que se comprenda.
Donde existe, por decirlo así, dualidad, ahí uno huele a otro,
uno ve a otro, uno oye a otro, uno le habla a otro, uno piensa a otro, uno conoce
a otro; pero, cuando todo se convirtió en el €tman de uno mismo,
entonces, ¿con qué olería a quién? ¿con qué
vería a quién? ¿con qué oiría a quién?
¿con qué hablaría y a quién? ¿con qué
pensaría y a quién? ¿con qué conocería y
a quién? ¿Cómo podría conocer a aquel, mediante
el cual conoce todo? ¿Cómo podría conocer a aquel que es
el que conoce?"
Ahí donde no hay diferencias no hay, no puede haber conocimiento pues
para que lo haya debe haber una distancia, la distancia entre el conocedor y
lo conocido, entre el sujeto y el objeto de conocimiento. En la Unidad (un ente
de razón, indudablemente, como toda ultimidad), al no haber diferencias,
tampoco puede haber ni nada por conocer ni nadie que pueda conocer.
Esta anulación de las diferencias, tanto por la vía de la unidad
€tman-brahman del yoga y el vedanta como por la vía de la condición
dhármica del yo, en el budismo es lo que perturba a quienes pretenden
hallar, por medio de una ideología o una doctrina religiosa, la seguridad
o la confianza en la perduración de su persona, la continuidad de su
conciencia personal. Una diferencia que puede establecerse entre las religiones
y la experiencia interior es que las primeras suelen convertir el contenido
hermenéutico de su tradición en un abecedario para la permanencia
del individuo que no se sabe ser el cúmulo de unos hábitos mentales.
La experiencia interior (religiosa en el sentido del yoga), en cambio, supone
el progresivo vaciamiento de las imágenes que han ido acumulándose
a lo largo de una existencia en una trayectoria, digamos, de la fuerza consciente.
Las religiones refuerzan la posesividad; la experiencia “religiosa”
la elimina. Las primeras aumentan el sufrimiento (la sed de perduración,
la sed de existencia, el apego a las sensaciones, tales eran las causas del
sufrimiento, según el buddha).
Más allá, la conciencia no diferenciada de Brahma: apenas un supuesto
desde el punto de vista racional; una realidad múltiple y cambiante,
una mutación infinita, un soplo, en el caso de ®iva, un ritmo, una
expansión sonora. ¿Qué es la conciencia de Brahma? ¿Cuál,
la de ®iva? ¿Qué ve la luz cuando deja de proyectarse?
El Uno, aquel que empezó a existir envuelto en nada a partir del calor
del deseo, tal vez él sepa cuáles son los orígenes de la
creación, o tal vez, tal vez tampoco lo sepa, dice el g Veda (10, 129)
después de formular el primero de los grandes mitos de creación
de la tradición védica. Tenía razón el poeta: del
Uno no puede decirse ni que sabe ni que no sabe. Y, sin embargo, desde el momento
en que lo nombramos, nombramos también sus límites, pues el irremediable
relativismo del lenguaje necesariamente opone un contrario a cualquier noción,
incluso a la que pretende ser omniabarcante. Al Absoluto se le opone lo que
no lo es, de tal manera que la noción de Absoluto se convierte en una
noción imposible, cargada de contradicción. Y a esto es a lo que
apunta el budismo desde sus inicios. Respecto a las ultimidades, Buda no habló.
(Se limitó a enseñar una flor).
Y es que los límites del pensamiento son los límites de lo existente
pues lo existente lo es siempre para la conciencia. La travesía del bosque
ha de detenerse irremediablemente en el límite. Más allá,
nada puede decirse porque, verdaderamente, no hay nada. Esa nada es "nada
para la conciencia", como tan lúcidamente entendió Nagarjuna,
el gran filósofo budista del S.VII.
Si algo pueden enseñarnos los sistemas de autoconocimiento de la tradición
india es a no creer que pueden traspasarse las barreras de la mente con la propia
mente. No es acumulando pensamientos que podrá lograrse el resultado
apetecido. La visión de la conciencia por sí misma no es, no puede
ser en ningún caso un pensamiento más; sería como añadirle
agua al río creyendo que esa fuese la manera de lograr ver el fondo de
su cauce.
No puedo dejar de referirme aquí, aunque sea brevemente, al universo
sivaísta, uno de los más hermosos que se hayan concebido y también
probablemente el más antiguo, pues arranca del culto a la fertilidad
(®iva es representado iconográficamente por una piedra fálica
que se erige generalmente sobre un zócalo en forma de vulva), aunque
su desarrollo, en sus formas cultuales como metafísicas, sea muy posterior.
La cosmología del sivaísmo de Cachemira es un desarrollo del antiguo
samkhya que contemplaba dos principios: purua y prakti. Purua
es el alma cósmica, el principio consciente (y también el hombre
arquetípico en las Upaniads); prakti es el principio femenino,
la materia primordial. Ambos principios se interpenetran, como la hule y el
pneuma de la física estoica primitiva. Purua es conciencia pura,
prakti su poder de objetivación. Así también ocurre
en la cosmología sivaísta, la cual añade, por encima de
purua y prakti, una serie de categorías suplementarias, empezando
por la primera gran dualidad: la de ®iva/®akti, que escinde la unidad
del Para-®iva.
El concepto de sakti (piedra fundamental del tantrismo) es indudablemente
el concepto más importante del sivaísmo y también el que
más representaciones populares ha tenido y, no menos importante, aunque
menos conocido, el de spanda.
®akti y spanda son términos en realidad sinónimos por cuanto
que se refieren a lo mismo, aunque tengan universos de significación
algo diferentes. Dicho muy brevemente, ambos simbolizan el Poder de ®iva,
pero mientras akti se personaliza, spanda conserva su carácter
metafísico. Spanda es "algo así como" un movimiento,
una pulsación.
La versión popular de los dos aspectos de la divinidad es la pareja ®iva-®akti.
®akti es personificada como la esposa de ®iva, y cambia de aspecto y
de nombre a los largo de la historia y según las circunstancias, es decir,
según el aspecto que el propio ®iva adopta.
Es frecuente hallar relatos o formas poéticas que hagan referencia a
la relación entre ®iva y su akti como si se tratara del ritual
amoroso de unos esposos. El Amrt€nubh€va ("Experiencia ambrosíaca")
de Sri Jñanadeva es un hermoso ejemplo. En él se describe cómo
®iva y ®akti consumen mutuamente su cuerpo, generándose luego
el uno al otro para mantener la dualidad. El universo nace de ellos y perdura
mientras uno de ellos sigue siendo objeto de gozo para el otro. En cambio, en
el momento en que la experiencia amorosa les vierte el uno en el otro dejando
de ser sujeto y objeto el uno para el otro, la unidad se recupera y el mundo
desaparece. ®iva es en su esencia perfecto vacío -la tradición
le llama digambara : vestido de espacio-; ella viste su desnudez, le da forma
y apariencia. Cuando él está dormido ella da nacimiento al universo;
luego le despierta, le prepara comida exquisita y él se la come toda,
incluido ella, que le ha servido. Así recupera ®iva su estado de
Absoluto; ella no puede sobrevivir, pues en el Absoluto no hay dualidad. Cuando
ella vela, él se pierde en la expansión de sí, cuando él
está despierto ella se reabsorbe en él. El acto estético
de ®iva -su danza- es proyección y expansión de la fuerza
condensada en un punto.
La existencia es la danza. ®akti es la danza. Nosotros somos parte de la
danza. ¿Qué ocurre con nosotros cuando la danza acaba? ¿Quién
lo sabe? Es cómo preguntar –y éste es un koan zen- qué
ocurre con mi puño cuando abro la mano.
De: Rasa
El proceso de las operaciones mentales en el Så?khya y en el Íivaísmo
de Cachemira.
La teoría de la percepción del Íivaísmo de Cachemira,
al que pertenecen tanto Abhinavagupta:la percepción en - como los demás
autores de los que él trata, asume la teoría del Så?khya,
uno de los seis sistemas ortodoxos del hinduísmo. En realidad, lo que
hace esta escuela ßivaísta es incluir la cosmovisión Så?khya
en un sistema metafísico más amplio y complicado en el que purußa
y prak®ti , los dos principios de la suprema energía en el Så?khya,
son englobados bajo unas esferas de energía superiores cuya última
unidad es denominada Íiva. Purußa y prak®ti se integran en
la jerarquía de los tattvas (elementos cósmicos) por debajo de
los poderes constrictores de Måyå : el poder de oscurecimiento o
limitación de la creación de ßakti que a su vez es el poder
de Íiva.
Según el Så?khya, las tres primeras formas de manifestación
de la prak®ti (fuerza de generación o principio de materialización)
son aquellas que conforman los medios de percepción, es decir, nuestra
posibilidad de conocer: buddhi, ahaµkåra y manas. Para comprender
lo que significa cada una de ellas debemos primero atender al proceso de conocimiento
mismo, desde la recepción sensorial hasta la configuración del
pensamiento capaz de dar lugar a la expresión linguística. Cuatro
son las operaciones que tienen lugar en dicho proceso: la primera es la recepción
de los datos sensoriales. Los sentidos procuran sensaciones que, para ser tales,
requieren de la atención. Estos datos no son en realidad sino especies
de descargas energéticas que en sí mismas no tienen ninguna significación
para la conciencia. Para que la tengan es preciso, en primer lugar, que se dé
una selección de datos y, en segundo lugar, una asimilación de
los mismos por parte de un sujeto. La segunda operación será,
por tanto, la selección de datos. En el Tantraloka IX , Abhinavagupta
habla de "deseo" para referirse a esta etapa. Se trata, en efecto,
de una proyección, por lo que probablemente podamos hablar aquí
de intencionalidad. Efectivamente, todo proceso selectivo tiene de por sí
una intención determinada: la de configurar o formar, es decir, la de
procurar figura y forma a unos elementos que se ofrecen en un marco de impulsos
muy amplio. La intención, pues, es la de formar una imagen mental; la
intencionalidad es la proyección de la conciencia que en ese nivel tiende
a formarla.
Hasta aquí tenemos un proceso de abstracción de la imagen. La
tercera operación será la de investir esa simple imagen de cualidades
que en sí misma no tiene ya que con los datos con los que se ha formado
no puede obtenerse sino un conocimiento parcial. El objeto es más de
lo que se nos ofrece en su presentación. Digamos, en terminología
husserliana, que a "lo dado" le falta "lo dable", es decir,
los datos que pueden aportarle nuestras experiencias anteriores. Para ello se
recurre a la memoria y son entonces las experiencias acumuladas las que van
a terminar de configurar el objeto en cuestión. La imagen pasará
a ser objeto de conocimiento. En este tercer momento se recurre, pues, a un
bagaje subjetivo: las experiencias pasadas que conforman una subjetividad personal.
Se trata de una etapa de asimilación de la imagen en la que se procede
a una proyección no ya del sujeto hacia el objeto (intencionalidad),
sino del objeto dentro del sujeto.
Pero no acaba aquí el proceso. Hasta ahora tenemos tan sólo una
imagen asimilada, es decir, un objeto acogido en su presencialidad, pero esta
configuración, si bien puede dar lugar, como experiencia poética,
a una intuición plena, no se ha convertido aún en expresión
conceptual. La universalización de la imagen es lo que caracteriza esta
última etapa.