Valladolid, 2 de marzo de 2004
EL FORMALISMO KANTIANO
Felix Duque
Resumen realizado por José Chillón

Es posible que una de las indicaciones más fecundas de toda la conferencia de Félix Duque con motivo de la celebración del II centenario de la muerte de Kant, hayan sido las propuestas ‘hermenéuticas’ de cómo acercarse a la lectura del filósofo. Es esencial, según Duque, desterrar el extremo consistente en la valoración de Kant exclusivamente por su capacidad para adelantarse como precursor a las situaciones del presente (como si la actualidad tuviera una importancia superior al pasado) y es necesario pasar a preguntarse cómo habría reaccionado el pensador en cuestión, ante las crisis actuales. Esta propuesta de ‘violentar los textos’ para encontrar respuestas anteriores a preguntas actuales, está legitimado en la capacidad que tienen los pensadores, y en este caso Kant, para ser recurrentes; y es que puede decirse, en palabras de Duque que, “cada época tiene el Kant que se merece”. Tras los atentados del 11-S (‘lucha de civilizaciones’ según Hungtinton) es preciso releer al Kant que sitúa en la diferencia de lenguas y en las distintas religiones, las causas determinantes de los grandes conflictos o cataclismos humanos.
Es posible que esa ‘fusión de horizontes’ que propone la hermenéutica, en el caso de la obra de Kant pueda llevarse a cabo con el mismo estilo kantiano acroamático: es decir considerando la obra kantiana como una especie de diálogo formal de preguntas y respuestas, de analogías que provienen del magma vital y que permiten después el diálogo por medio de los conceptos, o de metáforas como la de la ‘ligera paloma’ que escenifican la implacable lucha humana contra todo aquello que finalmente nos vencerá: “toda una imagen especialmente aprovechable en ámbitos como el de la política, la ciencia o la religión”, sostiene Duque.
Es preciso pues, cifrar el camino esencial de acercamiento a Kant en lo que para él supone la consideración del hombre como un ‘monstruo’ que provoca estupor. La recreación de la figura griega del to deinotaton está encarnada ahora por el hombre ante quien Kant se enfrenta en su propuesta de una historia de la humanidad en clave cosmopolita: el hombre en cuanto aspirante a la racionalidad y en cuanto sometido a las leyes naturales; el hombre que a través de la ley moral y de la libertad crea el futuro. En el fondo, la pregunta kantiana esencial queda sin resolver. Si la respuesta a la cuestión por las posibilidades del conocimiento la ofrece la Crítica de la razón pura y las propuestas para la acción humana las trata en la Crítica de la razón práctica así como el tratamiento de la esperanza humana y de la fundamentación teleológica son el motivo central de la Crítica del Juicio, el problema medular sigue sin encontrar una cuarta crítica que ofrezca un tratamiento sistemático de la pregunta que, dejando atrás ya las cuestiones entrelazadas con flexiones de verbos modales (puedo, me cabe, me es permitido) asuma el reto de contestar qué es el hombre.
La exposición de Duque no trata en ningún caso de salvar la crítica fundamental vertida eternamente sobre Kant y su parcelación del hombre y de las dimensiones humanas. Y esta es precisamente la cuestión principal de la segunda parte de la conferencia. En Kant se ha producido una visión del hombre basada en una inversión entre el orden del saber y el de la existencia. El hombre ha vivido en sus carnes la eterna polémica entre la conceptualización del entendimiento establecida fehacientemente en las categorías (Krv B 106) y los principios inmutables de la ley moral en mí de la ética, y la realidad de la vida humana cuyas ‘andaduras’ obligan a diseñar unos carriles legales que posibiliten al hombre ese acercamiento a la racionalidad. Las instituciones, en la medida en que cumplen este cometido, pueden verse como una segunda naturaleza humana, dirá Duque, una especie de salvación del ‘espíritu objetivo’ en la conceptualización posterior de Hegel. Se observa por tanto, según la interpretación de la obra kantiana de Duque, que es el género humano el depositario de la auténtica eternidad de cada hombre, y que, tomado este en singular, sobresale enseguida un pesimismo antropológico como el recogido en las tesis cuarta y quinta de su libro sobre la posibilidad de reconstruir una historia en clave cosmopolita. Y es que tanto en la consideración kantiana de que tomados los hombres uno a uno deberían morir pero asumidos como género deberían vivir o en su pensamiento sobre cómo el hombre, en cuanto miembro de una especie animal, necesita un amo, subyace un pesimismo de alguna manera insuperable. Sin embargo, y puesto que la necesidad de un amo nos aboca irremediablemente al despotismo, la estrategia kantiana consiste ahora en establecer dos grandes estructuras, dos límites a este monstruo que es el hombre. Esto es, si el hombre es un individuo, la posibilidad de realizar acciones conjuntas precisa del presupuesto de que en nosotros hay algo que piensa. Un razonamiento que según Duque alejaría a todo individuo de presumir de una decisión definitiva (la imposibilidad de que nadie se pueda arrogar, parafraseando el evangelio joánico, el ser el camino, la verdad...), un presupuesto, según el conferenciante, necesario también para la comunicabilidad de la ciencia. Pero todavía hay otra estructura limitadora de este monstruo: la ley que prescribe la libertad. En este sentido, si hay una ley que prescribe la libertad, es porque el hombre no tiene en sus manos la posibilidad de manejar su destino. A este respecto, sostiene Duque que el kantismo no es un humanismo en la medida en que el imperativo categórico no tiene su razón última en el individuo como tal: es la razón la que se dice a sí misma cómo quiere ser. De hecho, dirá Duque, “cuando el hombre se pone manos a la obra con su libertad, en Kant, esta se transforma en ansia de riqueza, ansia de poder y ansia de fama”.
El intento por satisfacer todas estas `versiones’ de la libertad externa provoca un movimiento exactamente contrario que transforma la disponibilidad de la libertad pretendida en reglas de convivencia. Y el ansia de riqueza se constriñe así mediante reglas técnicas de habilidad. El ansia de poder, tras la consideración quasi hobbesiana de que con la violencia no se va demasiado lejos, en consejos pragmáticos de la prudencia (a base de imperativos hipotéticos que de nuevo nos recuerdan a la conceptualización de Hobbes sobre las leyes naturales que orientan la convivencia pacífica). Por su parte, el ansia de fama, en la medida en que sólo se puede llevar a cabo mediante la consideración del otro como encarnando a toda la humanidad, exige el respeto al imperativo categórico, por cierto, un imperativo que al obligarnos a tratar al otro como fin en sí mismo, nos convierte a nosotros mismos en medio, abiertos además, a recibir de los otros la posibilidad para la propia realización.
Pero puede que el hombre, a pesar de todo, siga enfrascado en ese conflicto descrito antes; en ese caso es la naturaleza, de nuevo, quien obliga. Por eso parece que Félix Duque le otorga a Kant el pensamiento de una especie de pedagogía de la guerra y de los cataclismos naturales en la medida en que, estas guerras, irían rebajando las ansias de poder del hombre para orientarlos a una federación de pueblos libres, a esa paz perpetua. En definitiva, la insociable sociabilidad humana tan acentuada por Kant, refleja la tensión existente entre los deseos de soledad y la conciencia de que una especie desvalida como la humana no tiene más remedio que conjuntarse al estilo de la convivencia de los puerco espines de Schopenhauer: es posible mediante una coincidencia casi milimétrica entre las púas de unos y los poros de los otros, que los instrumentos de ataque de los primeros sirvan como defensa y relleno de los vacíos de los segundos.
Lo que nos queda de Kant, tras esta situación, es descender a nosotros mismos dominando al monstruo que hay en nuestro interior, dominando lo patológico (en el sentido etimológico del término, es decir, lo pasional) del hombre en cuanto individuo. La única salida reside en la presentación de una ley sin contenido, una ley puramente formal al estilo de la ciencia (considerada esta en su enfoque estructuralista, es decir sólo consciente de fórmulas, relaciones, estructuras... nunca cosas como tales). La ley moral no puede mostrar un contenido que interese a los hombres. Y en el fondo, dirá Duque, “la ley moral implica la conexión universal del hombre con cada hombre en la medida que me pide dejar de ser yo para convertirme en un representante de la humanidad”, una incorporación a la totalidad en la que desaparezcan mis intereses (egoístas, se supone). En definitiva la disponibilidad de la libertad externa nos conduce indefectiblemente a las reglas, al ámbito de la legalidad (ansia de poder) y a la moralidad. Sólo el camino de la legalidad, del derecho racional es expresión de la moralidad. Y para que el hombre entre por esta vía de la legalidad hacia la moralidad son necesarios dos postulados, dos presupuestos que Duque se encarga de desmitificar. La inmortalidad del alma en cuanto postulado de que cada obra humana se lleve a cabo como generando tiempo sin que de iure se den cortes temporales (aunque la experiencia corrobore lógicamente lo contrario). Una lectura del postulado kantiano que sólo es posible desde una consideración de la libertad como generadora de tiempo y no como coartadora del mismo. Y el postulado sobre la existencia de Dios en la medida en que presupone que la manera de estar a gusto en la naturaleza se deriva de la dignidad de las propias obras humanas. De hecho, si la felicidad consiste en la adecuación entre el hombre y la naturaleza, no es muy coherente pensar desde aquí en una vida post mortem. En cualquier caso, el pensamiento kantiano recoge la esencia de la Revolución sin aplacarse ante sus ideales aun a pesar del terror jacobino. Por ello según Duque, la auténtica felicidad kantiana, según esos presupuestos, consiste en la realización del Reino de Dios en la tierra, como expresión máxima del ideal revolucionario.


José Chillón