Carlos Obarro, Araceli Villar

¿Qué es la filosofía?

 

El origen de los dos siguientes artículos está en la patente necesidad de una cierta autorreflexión sobre qué es lo que nos planteábamos hacer al decir que queríamos hacer filosofía. Intentan ser dos acercamientos, más o menos acertados, a eso que llamamos filosofía desde ópticas un tanto diferentes. Se trata también de un modesto intento de dar una base mínima a la labor que emprende esta revista, sin ánimo de determinar cuál ha de ser su dirección en el futuro.

 

I

Como en ningún otro tiempo la filosofía ha reflexionado sobre sí misma tanto como en el nuestro, su sentido y alcance es objeto de problematizaciones desde distintas corrientes y quizá sea esta toma de conciencia la que significa mayormente el quehacer filosófico.

Cuando pretendemos analizar las repercusiones de nuestro saber, nos encontramos con tres niveles de análisis en los que la filosofía se manifiesta de manera distinta tanto en las concepciones de pensamiento que la dirigen como en el resultado de sus aplicaciones en estos ámbitos.

Los niveles a los que nos referimos son, por una parte el de la filosofía como saber académico, el segundo el del mundo de la vida, esto es nuestro maniobrar diario con los hombres y con las cosas, y por último el de la práctica filosófica propiamente, el reducido ámbito de la creación investigación.

En el primer nivel al que nos referimos, el académico, nos encontramos con un panorama de disciplinas desmembradas e incomunicadas entre sí, abarcando el saber filosófico como histórico únicamente e incapaz de hacer de manera nueva las viejas preguntas. A una disciplina como la metafísica se la coloca como se puede entre otras, haciendo resaltar lo incómodo de su posición. Esta falta de acomodación de la metafísica no es casual, como veremos una vez hayamos analizado los niveles restantes en los que la filosofía despliega su alcance.

En el mundo de la vida se dan dos modos de comprensión filosófica muy diferentes que se corresponden a su vez con ámbitos del hacer del hombre muy distintos. Una de las formas de comprensión es la de la racionalidad crítica heredera de la racionalidad ilustrada, en cuyos fundamentos se mantiene una idea reificadora del ser, el ser objetivable que pervive en esta concepción a pesar de las duras críticas que a esta idea se han hecho a lo largo de este siglo, tanto por irracionalismos filosóficos como por sus evidentes fracasos en lo político.

La pervivencia de las categorías de una concepción del mundo racionalista se mantienen en campos como el trabajo, el ocio, las relaciones sociales y la aplicación científica en la técnica. El modo desplegarse estas categorías desde la racionalidad crítica es por medio de la designación y ordenación de los elementos de estos campos. Así comprobamos cómo en mayor medida de nuestro ocio, por ejemplo, se ve determinado en tiempo y modo; y así desde las instituciones y grandes complejos publicitarios sabemos cuáles son nuestros días de fiesta y a dónde tenemos que ir para pasar aventuras en paraísos inhóspitos.

El otro modo de acceso al mundo es desde la comprensión hermenéutica heredera de la ontología heideggeriana en la que el ser está atravesado por el lenguaje y la historia, condiciones éstas que hacen que su apertura al mundo se realice desde la interpretación, lo que se refleja en aquellos campos donde esta corriente ha afianzado su influencia.

Estos campos de actuación hermenéutica pueden ser el arte, la cultura y la comunicación. En el arte se produce la ruptura de la obra propiamente como marco cerrado y organizado de experiencias, para pasar a ser el lugar de la interpretación por excelencia, al margen de la obra. La verdad del ser que se expresa en toda expresión artística es la plataforma de las múltiples e inagotables interpretaciones.

A este respecto la denuncia formulada, ya en los años sesenta, por la escritora Susan Sontang en su artículo Contra la la interpretación nos muestra la perversión que implica una mirada ya predispuesta a buscar el sentido más allá de la obra, y en muchos casos pasando por la destrucción de la misma. Búsqueda de un sentido que en cuanto ya no sujeto a un análisis guiado por la lógica de la propia obra se convierte en un recurso fácil de ideologías, visiones y afirmaciones pseudometafísicas.

En el ámbito de la cultura, nos encontramos con un panorama en el que el relativismo, marco de nuestras relaciones interculturales, propuesto ya por Levi-Strauss en su famoso discurso ante la ONU, ha ido haciendo mella poco a poco en nuestro imaginario desvirtuando la legitimidad para intervenir en otras culturas, deslegitimados sólo ante el discurso, no en nuestro imaginario de homo-economico, de tal forma que nuestra idea de justicia y de progreso, ideas que han sido directrices en nuestra acción, se relativizan también con el consiguiente desamparo y confusión de nuestras conciencias. Desamparo y confusión propios de quien ya no encuentra enclaves desde donde desarrollar una acción, un discurso, un modo de ser, al que ya no le es posible manejar las mismas palabras, pues lleva encima dos mil quinientos años de autocrítica. Esta es una cualidad más que esencial en nuestra cultura occidental, la capacidad de construir, pero sobre todo de destruir nuestros pilares de actuación y discurso, es el germen y la semilla de nuestra cultura.

Y por último en la comunicación donde se bombardea mensajes-interpretaciones al margen de la posible verdad que se revele en estos. Es el esplendor de la interpretación y lo efímero de ésta. Comunicación que eleva ídolos tan efímeros como las imágenes que nos los presentan, modelos de actitud, modelos de vida, ¿qué vida? Información-desinformación, o los canales de información, lo importante es estar en antena, o navegando, no qué es lo que emitas o pesques, bien, a partir de la barbarie como de de las contradicciones puede derivarse cualquier cosa y eso, como mínimo, nos permite que emerjan cosas.

En el último nivel de nuestro análisis, el de la práctica filosófica propiamente, se percibe un panorama más o menos unificado por lo que se ha venido a llamar la koiné hermenéutica: la intuición de su comprensión histórica ha provocado la aceptación desde prácticamente todas las demás corrientes de parte o la totalidad de sus presupuestos. Esto que podría parecer un marco definido y estable desde el que trabajar se presenta a nosotros más como el límite de nuestro pensamiento. Límite en cuanto a las consecuencias que hemos analizado en el maniobrar en el mundo con sus categorías, lo que proporciona una eclosión del ser en tanto que interpretación que se desvirtúa hasta convertirse en un sinsentido y en la renuncia a la búsqueda de la verdad, situación que junto al descrédito de una metafísica racionalista provocan el silencio que en torno a ésta se está desarrollando, silencio que se reflejaba en la falta de trabajos y problematizaciones referentes a la metafísica.

Y límite también en tanto que no podemos pensar más allá de los presupuestos que desde la hermenéutica se han instaurado, la hipóstasis que del lenguaje y de nuestra finitud ha hecho es condición a la que ya no podemos renunciar, de manera que ¿cómo pensar después de la hermenéutica? Este es, como herederos de la sospecha, el límite de nuestro pensamiento y por tanto la tarea que se nos impele a realizar desde el "sapere aude" kantiano, nuestro compromiso frente a la totalización de nuestro pensar y a la conclusión del deseo que mueve a la filosofía, deseo que ya los griegos intuyeron con su asombrosa lucidez, no tiene objeto.

Araceli Villar

 

 

II

Cuando se toma el hacer filosófico como algo diferente de lo que marca el mero concepto dogmático de un conocimiento "sistemático" de carácter omniabarcante y universalizable a priori, de carácter estático y sincrónico (válido para todo tiempo y lugar); se cae en la cuenta de que la necesidad básica que, para una adecuada fundamentación de la labor propia de dicho hacer, lleva constantemente a una siempre renovada redefinición del mismo y, por consiguiente, de su marco de estudio, conceptos, métodos y objetivos. De esta forma, el hacer filosófico se nos presenta, en primer lugar, como una praxis, una actividad, una labor no definida de forma concluyente sino en constante redefinición.

¿Debemos hablar entonces, por empezar por algún lado, de "Filosofía" o de filosofías? Es claro que si cosificamos lo propiamente filosófico en la forma de teorías o concepciones globales del mundo (es decir, como auténticas Weltanschaung), haciéndonos conscientes a un tiempo de que todas ellas son, en principio, construcciones teóricas, susceptibles por tanto de crítica (en principio, y como mínimo, por su misma teoricidad), insuficientes por ello y (como mínimo a nivel hipotético) mejorables, nos vemos llevados a afirmar de nuevo la necesidad de redefinición constante. Redefinición que, en este caso, nos conduce a suponer, por una parte, que las "filosofías" o teorías filosóficas con que nos encontramos no son totalmente inconmensurables con otras teorías o concepciones (puesto que toda labor de redefinición implica la existencia de alguna nueva teoría o concepción desde la que llevarse a cabo) y, por otro lado, que es factible la aplicación positiva de una reflexión metafilosófica capaz de redefinir las distintas concepciones filosóficas haciendo que cobren un mayor grado de autoconsciencia. Pero, entonces, ¿cuál es el fundamento de dicha reflexión metafilosófica? ¿No precisaría, a su vez, de una metarreflexión? Como vemos esta posición nos lleva pronto a una recursión al infinito.

Por el contrario, el concebir el quehacer filosófico como una auténtica praxis que aborda el problema del conocimiento nos evita este problema y nos permite abordar, asimismo, el hacer filosófico en su carácter diacrónico y dinámico. La filosofía no puede obviar el hecho de ser una praxis que se hace en el tiempo y que, inevitablemente, está sujeta a una determinación histórica. La Filosofia que se cree enteramente por encima de su propia historicidad cae víctima de su propio carácter de existente histórico. Sin duda esto no debe ser un obstáculo para afirmar que si el hacer filosófico ha de tener un papel en el conocimiento, inevitablemente ese papel debe darse en el presente, evitando en la medida de lo posible la retrodicción pero recordando, a un tiempo, que si los problemas planteados en el pasado de la tradición filosófica tienen algún sentido esto es en la medida en que estos problemas se mantienen vivos en medio de la problemática presente y aportan algo a las tentativas de resolución de la misma.

En cualquier caso, está claro que cualquier tipo de reflexión metafilosófica debe verse no como mera autojustificación ad hoc de un cuerpo de doctrinas o disciplinas sino más bien en tanto elemento que permite una propedéutica, una delimitación del campo de estudio en que ha de desarrollarse la reflexión filosófica y, en última instancia, por su potencial heurístico o fertilidad para la misma. Es decir, una metafilosofia tiene un papel en tanto que elemento const,ructivo y debe evitar, en la medida de lo posible, convertirse en simple círculo vicioso dedicado a la autodefensa del hacer de una determinada comunidad intelectual (defecto en que a menudo cae la filosofía académica).

Un factor a considerar es el carácter de la Filosofia, tanto en su papel de disciplina como en el de praxis filosófica. ¿Se puede hablar de filosofía autónoma o, más bien, ha de verse como un hacer heterónomo y ligado a determinaciones de diverso tipo? Sin duda, la pretensión de autonomía gnoseológica (unida a una pretensión de objetividad, de intersubjetividad incluso y de neutralidad valorativa) es algo que encontramos a menudo, explícita o implícitamente, en la praxis filosófica. No obstante, son muchas las determinaciones que confluyen sobre dicha praxis. En principio, y como señala la tradición de la hermenéutica, la propia determinación espacio-temporal, que liga el hacer filosófico dentro del marco de una tradición y de una comunidad cultural determinada geográfica e históricamente así como dentro de un marco lingüístico concreto. Asimismo, toda actividad dedicada al conocimiento conlleva un interés pragmático que, sin duda, proviene de instancias ideológicas externas a la propia praxis filosófica y que empañan su pretendida neutralidad valorativa (de forma frecuentemente inadvertida para el propio individuo) ¿Esto debe llevarnos a pensar, con Gadamer, que la filosofía debe contentarse con un papel de continuador reflexivo de la propia tradición cultural, de la que nunca ha de poder escapar, o, por el contrario, en la perspectiva de un Habermas, la propia autoconciencia crítica permite a la praxis filosófica escapar, en cierta medida, a las determinaciones fruto de la ideología enculturada por la pertenencia a una tradición cultural y lingüística, manteniendo una cierta autonomía? En cualquier caso, y aunque sólo sea a nivel metodológico, la praxis filosófica conlleva siempre una cierta pretensión de autonomía, como ya he dicho, sin la cual el hacer filosófico no tendría sentido fuera de su reducción a otras disciplinas o perspectivas cognoscitivo-pragmáticas.

Esto nos lleva al problema de la reducción, muy discutido a lo largo del siglo XX a raíz de las propuestas positivistas. En principio, una postura reduccionista, tanto subordinada como subordinante, implica una jerarquización de los distintos saberes o disciplinas que sin duda proviene de instancias valorativas de origen externo a la estructura propiamente interna de los mismos. Asimismo, no está claro el que la reducción de conceptos y teorías procedentes de un ámbito teórico a otro distinto no altere el contenido semántico que la utilización de dichos conceptos conlleva dentro del marco de una praxis cognoscitiva determinada. Por ello, es en principio rechazable una postura reduccionista de la filosofía en una concepción piramidal de los saberes de tipo jerárquico. Lo cual no implica, sin embargo, que la praxis filosófica deba configurarse como una especie de compartimento estanco ajeno al acontecer de otros saberes o disciplinas sino que por el contrario su praxis debe ser fruto de la colaboración y el diálogo con los restantes campos del saber. La forma más adecuada en que esto podría llevarse a cabo plantea el debate ya conocido de si la praxis filosófica encuentra su cauce más adecuado como disciplina académica autónoma o si por el contrario debe ser fruto de la colaboración interdisciplinar organizada del conjunto de las restantes especialidades académicas.

Pero ¿cuál es el status que ocupa la praxis filosófica frente a otro tipo de praxis dedicadas a la obtención de conocimiento? ¿Es un tipo de ciencia? Sin duda no en el sentido que le atribuimos a las llamadas ciencias exactas. La praxis filosófica es, sin duda, mucho más refractaria a cualquier intento axiomatizador que cualquier tipo de ciencia, aspecto este que la pone más cerca de las llamadas ciencias humanas que de las ciencias empíricas o exactas. Por otra parte, la crítica filosófica aborda también lo que de meramente valorativo-ideológico, arbitrario o instrumental hay en los criterios predictivos o retrodictivos de las diversas ciencias ¿Debe entonces concebirse la filosofía como reflexión meramente metacientífica, ya que no es posible atribuirle un carácter o una metodología científicas? Pero esto supondría atribuirle un carácter subordinado con respecto a las ciencias que ya habíamos visto como rechazable ¿Pueden, mas bien, atribuírseles campos y funciones diferentes dentro del conocimiento conforme, por ejemplo, a la distinción que desde Droysen y, más modernamente, Gadamer se da entre explicación y comprensión? Evidentemente, el hacer filosófico aspira a algo más que una simple explicación de los fenómenos (que muy podría llevarse a cabo desde posturas instrumentalistas, convencionalistas...). Pretende llegar a una comprensión lo más amplia posible de la realidad, incluso yendo más allá del simple aspecto fenoménico ele la misma. Sin duda, la praxis filosófica, de acuerdo con esto, aspira a ser algo más que una mera retórica literaria de argumentación persuasiva -pese a intentos de revalorización de la retórica como el de Chaïm Perelmann- (aunque a menudo se haga un uso más o menos afortunado de la argumentación retórica).

Si afirmamos la pretensión por parte de la filosofia de llegar a una comprensión profunda de la realidad, tendremos que preguntarnos qué tipo de comprensión es la propia de dicha praxis filosófica. ¿Se trata de una comprensión de tipo analítico, dialéctico, hermenéutico...? ¿O se trata de una comprensión que, en la medida en que se hace autoconsciente del potencial y límites de todos estos caminos, los engloba en un tipo de comprensión más amplia? En cualquier caso, ¿se puede mantener, al hablar de esta comprensión, que busca su hacer en un saber especulativo-teórico o en el elemento empírico-práxico? Sin duda, cuando hablamos de especulación teórica no podemos concebirla como mero discurso ideologizante sino más bien como una búsqueda de modelos conceptuales que puedan aplicarse a la realidad de forma que nos proporcionen la comprensión deseada de la misma. Sin duda, la especulación teórica no puede, si quiere verdaderamente proporcionarnos una comprensión de lo real, estar totalmente desligada del elemento empírico, pero ello sin olvidar desde luego que todo dato empírico está mediado en su comprensión por nosotros por una precomprensión implícita que parte de la internalización por parte nuestra de un universo linguístico y cultural. Cosa que, sin duda, es achacable también a la especulación teórica y que, dado que esta constituye inevitablemente un instrumento de guía para nuestra acción, afecta en última instancia a nuestra praxis vital. ¿Quiere esto decir que los elementos que toman parte en nuestra comprensión no pueden, en el límite, escapar a un subjetivismo relativista de nuestro hacer filosófico?
Desde el punto de vista, por ejemplo, de un Habermas este problema quedaría salvado por el hecho de que la reflexión crítica, al hacerse autoconsciente de sus limitaciones, es capaz de superar el cerco de las mismas a través del diálogo que establece de forma intersubjetiva en el seno de una comunidad de personas que buscan una solución intersubjetivamente válida a los problemas. Sin duda el papel de la crítica viene establecido por su carácter dialógico, puesto que una crítica monológica no puede ir más allá de las fronteras que la propia tradición linguístico-cultural le marca.

En cualquier caso, si es posible una crítica autoconsciente y autocrítica por parte de la filosofía, en todo caso no resulta suficiente por sí misma sino que ha de ir siempre ligada, si pretende tener un potencial heurístico de cara al saber, a un elemento constructivo que sea capaz de formular una alternativa plausible frente a lo criticado. En este sentido, y parafraseando a Habermas, podríamos hablar de teorías crítica con respecto a la praxis filosófica.
¿Podemos, por último, hablar hoy de un pensamiento postmoderno o postmetafisico, en conexión con las teorías del fin de la historia? En mi opinión, esta postura solo podría sostenerse a un nivel hipotético y teórico. Si sostenemos la determinación histórica de todo saber filosófico no será posible mantener esta postura ¿Es posible llegar a una "ahistoricidad" filosófica fruto de nuestra autoconciencia de estar determinados históricamente ? Claramente no, pues esa misma autoconsciencia es histórica y contingente. En este sentido, sería más apropiado hablar del filosofar como una ''metafisica'' en tanto que no puede dejar de ser un saber de segundo grado que se enfrenta a nuestras preconcepciones previas en torno a la physis y, por otro lado, pretende ser un saber radical que vaya más allá de lo que fenomenicamente nos muestra ésta.

 

 

 

||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| gárgola vacas 1997