Sergio Fernández de Villarán Lanza
Libertad y situación en Jean-Paul Sartre
Pues bajo los inviernos, hay uno tan infinitamente invierno
que si lo pasas, tu corazón resistirá.
R. M. Rilke
En el presente artículo intentaré hacer una exposición de uno de los aspectos más conocidos, y también más controvertidos, de la filosofía existencialista de Jean-Paul Sartre: sus ideas en torno a la libertad. Estas ideas se encuentran fundamentalmente en el capítulo uno de la cuarta parte de El ser y la nada, titulado «ser y hacer: la libertad». En mi exposición voy a centrarme en este capítulo, prescindiendo de todas las transformaciones y puntualizaciones que Sartre desarrolló sobre la noción de libertad en ulteriores etapas de su pensamiento.
El proceder de Sartre va a ser el siguiente: partiendo del hecho indubitable de que se dan acciones, analizará la idea de acción, intentando descubrir lo que comporta de manera necesaria. Se trata, por tanto, de un proceder similar al de Kant en su Crítica de la razón pura, donde daba por asumido que la ciencia es una realidad y preguntaba entonces por las condiciones que la hacían posible. Aquí la idea de acción se debe comprender desde la perspectiva total de El ser y la nada como investigación de las relaciones entre la conciencia y el ser. Está claro que la acción es una de esas relaciones cuyo análisis nos permite acercar-nos a una mayor comprensión de lo que puedan ser la conciencia y el ser. La acción debe verse como un concepto de gran riqueza ontológica. En primer lugar, toda acción es intencional, lo que quiere decir que puede comprenderse como el intento de realización de un proyecto. Aunque las consecuencias de una acción no puedan preverse enteramente, las acciones responden siempre a una intención: esto es, no se realizan por capricho o por entretenerse, sino porque se ha percibido en nuestra situación una falta, una carencia. Con esto Sartre se aleja de toda noción de la libertad como indiferencia, pero también de todo determinismo que pretenda explicar las acciones sin salir del ser, ya que desde bien temprano se hace intervenir en el dinamismo de la acción a la carencia, es decir, a la nada, al no-ser. No se puede negar que en nuestra existencia estamos complicados en la situación, entreverados en ella, reclamados por sus mil y una urgencias. Pero si la situación se nos aparece como insuficiente, imperfecta, plagada de carencias es porque la evaluamos a la luz de unos valores puestos a priori. «Se siguen de ello dos importantes consecuencias: 1. Ningún estado de hecho, cualquiera que fuere (estructura política o económica de la sociedad, "estado" psicológico, etc.) es susceptible de motivar por sí mismo ninguna acción. Pues una acción es una proyección del para-sí hacia algo que no es, y lo que es no puede en modo alguno determinar por sí mismo lo que no es. 2. Ningún estado de hecho puede determinar a la conciencia a captarlo como negatividad o como carencia». (El ser y la nada, cuarta parte, capítulo primero, p. 462. A partir de ahora daré la paginación de la edición de Altaya). Esto nos conduce a examinar el tema de los motivos, los móviles y los fines de la acción.
Por motivo de la acción entenderemos el conjunto de características objetivas de una cierta situación que hacen que para conseguir el fin A se deba proceder del modo B. Por móvil entenderemos el conjunto de deseos, emociones y pasiones que me impulsan a una determinada acción. Así, para explicar y comprender nuestras acciones se apela ordinariamente a razones y a pasiones. En oposición al determinismo, que da una interpretación cosista de los motivos y los móviles. La tesis de Sartre será que al principio de la acción no hay nada dado, porque la acción sólo se puede entender como un transcender allende lo dado hacia un fin que aún no es; la realidad humana no recibe sus fines ni de una entidad sobrenatural por ejemplo, completar la creación de Dios ni de una supuesta naturaleza interior. No hay ninguna misión esperando al ser humano. Ahora bien, si los fines no son dados eso significa que no son conocidos por nosotros, que no son posicionados; en el lenguaje técnico que Sartre utiliza, diremos que hay una conciencia no-tética de los fines, justamente en la medida en que esos fines o resultados que espero conseguir en el mundo me conciernen, es decir, en la medida en que son mis posibles, por los que yo he optado. Veámoslo con más detalle. Si he entendido bien a Sartre, el problema fundamental radica en la determinación de los fines hacia los que nos transcendemos. Tratándose de comprender un fragmento muy concreto y simple de nuestra existencia como agentes, puede valer un razonamiento hipotético que conecte de manera necesaria medios y fines; pongamos que se trate de mover la bola B y que, dada mi situación de estar jugando una partida de billar, tengo que hacerlo golpeando con el taco en la bola A. Para conseguir el fin que me he propuesto mover la bola B inserto mi acción como movimiento del taco al principio de una cadena causal que yo conozco previamente. Debido a mi larga experiencia como jugador de billar sé dónde y con qué fuerza tengo que golpear a la bola A para que se produzca el efecto deseado. Se trata de un problema meramente técnico y para resolverlo se aplica la razón instrumental. Ahora bien, fijémonos en que con todo este razonamiento aséptico de medios-fines lo único que se ha explicado es mi movimiento de golpear con el taco, pero no mi acción, que es jugar al billar. ¿Por qué juego al billar? Y aquí puede empezar a manifestarse una desagradable sensación en respuestas como «porque sí», o «porque me divierte». No tenemos que remontarnos muy lejos en una cadena medios-fines para que llegue un momento en que se haga difícil encontrar una explicación teleológica a nuestras acciones (se entiende: una explicación teleológica tal y como la he descrito, con los fines separados de nosotros). De hecho, en cuanto salimos del estrecho margen de la resolución de problemas técnicos el asunto se complica. Nuestra existencia no es para nosotros un problema técnico; conforme ampliamos el arco de vida a considerar, los fines dejan de ser logros concretos, resultados objetivos en la realidad. Esto es debido claramente a que nuestra existencia es vivida de un modo moral y afectivo. A esta idea de la indeterminación de los fines se puede acceder de un modo intuitivo: pregúntese cada cual por su proyecto de vida.
No se trata entonces de elegir, por capricho, entre un repertorio de fines últimos o proyectos vitales, posicionados conscientemente. La libertad no consiste en eso. El fin debe comprenderse como una transcendencia en la inmanencia. Tampoco debe pretenderse que no hay libertad porque una deliberación práctica y general, de carácter prudencial, nos determina en nuestro proyecto vital. «Es preciso, pues, defenderse contra la ilusión que hace de la libertad original una posición de motivos y móviles como objetos, y después una decisión a partir de estos móviles y estos motivos. Muy por el contrario, desde el momento en el que hay motivo y móvil, es decir, apreciación de las cosas y de las estructuras del mundo, hay ya posición de fines y, por consiguiente, elección. Pero esto no significa que la elección profunda sea inconsciente; se identifica con la conciencia que tenemos de nosotros mismos. Esta conciencia, como es sabido, sólo puede ser no-posicional: es conciencia-nosotros, puesto que no se distingue de nuestro ser. Y como nuestro ser es precisamente nuestra elección originaria, la conciencia (de) elección es idéntica a la conciencia que tenemos (de) nosotros» (p. 487). Sartre echa mano aquí de una idea básica que había establecido en la introducción de El ser y la nada: a toda conciencia posicional de objeto le acompaña indisolublemente una conciencia no-posicional (de) sí, y ambas conciencias son en realidad un único trascender. Ahora Sartre dispone de los instrumentos necesarios para abordar el problema de los motivos y los móviles de la acción. «Así, motivo y móvil son correlativos, exactamente como la conciencia no-tética de sí es el correlato ontológico de la conciencia tética del objeto. Así como la conciencia de algo es conciencia (de) sí, así también el móvil no es sino la captación del motivo en tanto que esta captación es consciente (de) sí» (p. 475). Por tanto el móvil no es un hecho psíquico que determine la aparición de otro hecho psíquico denominado decisión sino, sino que acompaña a esta decisión que es conciencia posicional de los motivos en tanto que tales como su correlato no posicional. El móvil no es sino la vivencia del proyecto, y no una misteriosa causa productora del mismo. La ambición de Clodoveo no puede distinguirse de su proyecto de conquistar la Galia. Tenía razón Gide cuando afirmaba que un sentimiento querido y un sentimiento experimentado no se pueden distinguir. Amar es el proyecto de amar.
Aquí es importante darse cuenta de lo tranquilizadora que es la idea del repertorio de fines entre los que elijo uno para mí. Puedo concebir los otros posibles, pero sólo a título de posibilidad lógica y abstracta: en el fondo, no presto demasiada atención a los otros posibles. Mi proyecto me aparece como el bueno, pero sólo desde la perspectiva de mi propia moral, que forma una unidad con mi proyecto y que ha sido elegida libremente por mí. Ese convencimiento será el principio para llegar a considerar a los otros posibles como realmente mis posibles, como el lado complementario de mi proyecto y que, de algún modo, forma parte también de él. Y según Sartre esa captación se verifica efectivamente en la angustia.
Conectada con la idea de que hay una conciencia no-tética de sí mismo como proyecto hacia un fin se encuentra la idea de que en el curso de nuestra existencia cotidiana no nos paramos mucho a pensar en los fines: simplemente descubrimos motivos para actuar en el mundo. Todas nuestras reflexiones y deliberaciones se han de realizar in fieri, sobre la marcha. «La libertad del para-sí está siempre comprometida: no se trata de una libertad que sería poder indeterminado y que preexistiría a su elección. No nos captamos jamás sino como elección en vías de hacerse. Pero la libertad es simplemente el hecho de que esa elección es simplemente incondicionada» (p. 504). Nos enteramos de nuestra libertad por nuestros actos, por nuestra existencia, pues la libertad no es una propiedad o cualidad abstracta que posean ciertos objetos, sino la textura misma de nuestro ser, el drama de una totalidad destotalizada, de un triple ek-stasis temporal, de una escisión dentro de la unidad. «Así en lo que llamaremos el mundo de lo inmediato, que se entrega a nuestra conciencia irreflexiva, no nos aparecemos primero para ser arrojados después a tales o cuales empresas; sino que nuestro ser está inmediatamente en situación, es decir, que urge en medio de esas empresas y se conoce primeramente en tanto que en ellas se refleja. Nos descubrimos, pues, en un mundo poblado de exigencias, en el seno de proyectos en curso de realización: escribo, voy a fumar, tengo cita esta noche con Pedro, no debo olvidarme de responder a Simón, no tengo derecho a ocultar por más tiempo la verdad a Claudio» (p. 74). Toda elección es elección vivida. Y si podemos hablar de móviles de la acción es por la fuerza de nuestro compromiso, y sólo por ella. No podemos esperar tener una conciencia analítica y detallada de lo que somos; este ha sido el error clásico de los defensores del libre albedrío: suponer que podemos tomar una distancia reflexiva respecto a nosotros mismos para hacernos con el timón de nuestra vida, de manera que seremos libres sólo si nos conocemos a nosotros mismos. En cambio, para Sartre somos libres en todo momento y el proyecto de recuperarse a uno mismo reflexivamente puede llegar a incurrir en mala fe (v. capítulo segundo de la primera parte para el concepto de mala fe en Sartre). Ninguna característica objetiva de la situación ni de mí mismo suponen un peso muerto que tire hacia abajo de nuestros proyectos. Acaso sea cierto que tenemos que adaptar nuestros proyectos a la realidad: nuestra existencia está en roce dialéctico con ella. Pero el proyecto es elegido libremente pese a que no se trata de ningún capricho accidental y de escasa importancia: está en juego nada más y nada menos que nuestra vida, y en este contexto la expresión es significativa. El proyecto soy yo. Conciencia y elección coinciden.
Como consecuencia de este replanteamiento del tema de la libertad Sartre va a negar la existencia de un conflicto entre la razón y las pasiones. Según cierta tesis, cuando estamos dominados por una pasión no somos libres. Sartre niega esa tesis. Podríamos decir que la esencia y el origen de una pasión es justamente el esfuerzo por realizar esa pasión, por cosificarla. Bajo la mirada del otro podemos ser un hombre apasionado-en-sí, sin más determinaciones: seré violento, cobarde, valiente, tímido, enamoradizo o triste. Pero desde la perspectiva de aquel que está viviendo la pasión, eso no sucede nunca. Ya hemos visto cómo el determinista habla de los móviles como si fueran cosas psíquicas que empujan a otras cosas psíquicas, sin darse cuenta de que no hay contenidos en la conciencia, y que el móvil, para serlo, ha de ser experimentado, esto es, ha de tenerse una conciencia de él, aunque sea no posicional. Volveremos sobre este asunto más adelante cuando hablemos de la idea de los irrealizables. Para Sartre, la tesis de un conflicto entre la razón y las pasiones es ininteligible. «¿Cómo concebir, en efecto, un ser que sea uno y que, sin embargo, se constituya por una parte como una serie de hechos determinados entre sí y que, por consiguiente, existen en exterioridad y por otra parte como una espontaneidad que se determina por sí misma a ser y sólo depende de sí misma?» (p. 468). El todo psíquico habría quedado escindido en dos bloques no homogéneos e incomunicados entre sí: ni la razón podría actuar sobre las pasiones ni las pasiones sobre la razón. Así que no hay término medio en el tema de la libertad: O el hombre es enteramente determinado o enteramente libre. Por otro lado, ¿es cierto que un hombre apasionado no es un hombre libre? En una época de dominio de la burguesía y de creciente cientifismo, los románticos apelaban a la pasión y a la naturaleza como fuentes de libertad frente a las opresoras convenciones y leyes humanas y frente a las exigencias antinaturales de la fría razón. Un ejemplo podría ser la concepción de la libertad que tenía el gran poeta alemán Schiller. Así que: «No hay, con respecto a la libertad ningún fenómeno psíquico privilegiado. Todas mis "maneras de ser" la ponen de manifiesto igualmente, puesto que todas ellas son maneras de ser mi propia nada» (p. 471). La voluntad y las pasiones deben verse como modos elegidos de determinarme a mí mismo respecto a unos fines que ya han sido también elegidos en plena libertad. «Así, la libertad, siendo asimilable a mi existencia, es fundamento de los fines que intentaré alcanzar, sea por la voluntad, sea por esfuerzos pasionales. No podría, pues, limitarse a los actos voluntarios. Por el contrario, las voliciones son, como las pasiones, ciertas actitudes subjetivas por las cuales intentamos alcanzar los fines propuestos por la libertad original. Por libertad original, claro está, no ha de entenderse una libertad anterior a la acción voluntaria o apasionada, sino un fundamento rigurosamente contemporáneo de la voluntad o de la pasión, que éstas, cada una a su manera, ponen de manifiesto. Tampoco habrá que oponer la libertad a la voluntad o a la pasión como el "yo profundo" de Bergson al yo superficial: el para-sí es todo él ipseidad y no podría haber un "yo profundo" a menos que se entienda por ello ciertas estructuras transcendentes de la psique. La libertad no es sino la existencia de nuestra voluntad o de nuestras pasiones, en cuanto esta existencia es nihilización de la facticidad, es decir, la existencia de un ser que es su ser en el modo de haber de serlo» (p. 470). Por lo tanto: «Cuando delibero los dados ya están echados. Y si debo llegar a deliberar es simplemente porque entra en mi proyecto originario darme cuenta de los móviles por medio de la deliberación más bien que por tal o cual otra forma de descubrimiento (por la pasión, por ejemplo, o simplemente por la acción que revela el conjunto organizado de los motivos y los fines, como mi lenguaje me enseña mi pensamiento). Hay, pues, una elección de la deliberación como procedimiento que me ha de anunciar lo que proyecto y, por consiguiente, lo que soy» (pp. 476-477). Más adelante tocaremos el tema paradójico de la ineficacia de la voluntad para alterar mis proyectos originales.
Sartre ahora puede contestar a un objetor que le pusiera su propio ejemplo personal: «yo no proyecto ningún ideal de vida, vivo en el instante, sólo me preocupo de lo inmediato.» Resulta que las personas que dicen vivir a salto de mata suelen ser las que más intensamente viven los acontecimientos y más se emocionan, pues han elegido vivir de ese modo el instante y no alcanzan a comprender que el tiempo cura todas las heridas. Así que son tan libres como los prudentes. Y si lo que nuestro objetor quiere decir es que no hay que pensar mucho en el ideal y llevarlo simplemente a la práctica, resulta que Sartre estaría de acuerdo con él (siempre y cuando no pretenda que de esta forma se encuentra sentido alguno a la vida: el que estas líneas escribe opina que aquí radica la divergencia crucial entre la noción de praxis de Hegel y la de Sartre). Sartre siempre defendió la acción concreta, la realización. Con el proyecto en mente se trata de concentrarse y actuar. El genio de Proust es el conjunto de las obras que Proust dejó escritas a su muerte. Incluso en algunos pasajes se cree percibir en Sartre una animadversión hacia aquellas personas que parecen conformarse con tener sus bellos sueños en la cabeza y que no intervienen en la realidad para llevarlos a cabo con una decisión enérgica y fuerte. Una parecida conminación a la acción puede encontrarse en el capítulo dedicado al hábito en los Principios de psicología de William James. Podemos ahora volver a una idea esbozada anteriormente: Toda reflexión se realiza sobre la marcha, toda elección es elección en vías de hacerse. Elegir supone un comienzo de realización y descubrimos nuestras verdaderas intenciones en lo que hemos hecho o intentado hacer. Es absurdo decir que yo quería A pero hice B. En este punto Sartre introduce una distinción entre libertad de elección y libertad de consecución: ser libre no significa en modo alguno tener siempre éxito en los propios proyectos. «No diremos que un cautivo es siempre libre de salir de la prisión, lo que sería absurdo, ni tampoco que es siempre libre de desear la liberación, lo que sería una perogrullada sin ningún alcance, sino que es siempre libre de tratar de evadirse (o de hacerse liberar), es decir, que cualquiera que fuere su condición, puede proyectar su evasión y mostrarse a sí mismo el valor de su proyecto por medio de un comienzo de acción» (p. 509). Así llegamos a esta conclusión: el proyecto son las acciones.
Recapitulemos algunos resultados. El proyecto soy yo. El proyecto son las acciones. Por tanto mi vida es simplemente lo que hago. «Una primera mirada a la realidad humana nos enseña que, para ella, el ser se reduce a hacer» (p. 501) «... motivo, móvil, acción y fin se constituyen en un solo surgimiento. Cada una de estas estructuras reclama como su significación a las otras. Pero la totalidad organizada de las tres no se explica ya por ninguna estructura singular, y su surgimiento como pura nihilización temporalizadora del en-sí se identifica con la libertad. La acción decide acerca de sus fines y sus móviles, y es la expresión de la libertad» (p. 464). Conciencia, elección y acción forman un complejo nihilizador. Y como antes habíamos visto que sentir es el proyecto de sentir, llegamos ahora a la conclusión de que el sentimiento se construye con acciones. Este es el peculiar conductismo de Sartre, y digo peculiar porque no se trata de reducir los fenómenos psíquicos a movimientos corporales, sino a acciones. Ser ambicioso, cobarde, tímido, fracasado, valiente, irascible, enamoradizo o frío es simplemente conducirse de tal o cual manera en tal o cual circunstancia. Y por tanto somos totalmente responsables de nuestra manera de ser.
Sartre va a continuar su análisis examinando cómo están imbricados entre sí libertad y facticidad. Alguien podría estar de acuerdo con todo lo que se ha dicho hasta ahora y seguir negando la libertad: topamos constantemente con lo dado como obstáculo y tenemos una facticidad limitante, nuestro cuerpo. El ejemplo que pone Sartre es el de la montaña que deseamos escalar: puede ocurrir que las adversidades sean tantas y tan grandes que nos hagan desistir de nuestro proyecto. Pero esto no afecta a la libertad, en primer lugar por la distinción que hemos establecido entre libertad de elección y libertad de consecución. Además, la montaña, en sí misma, considerada de un modo independiente de nuestros proyectos, es un ser-en-sí neutro: sólo por y desde nuestro proyecto de escalar la montaña, esta se revelará como muy difícil de escalar. Las adversidades, como sentidos de las cosas, advierten a la realidad por nuestros esfuerzos. La libertad surge precisamente porque nuestros fines, aunque son inmanentes a nosotros, no están a nuestro alcance de un modo inmediato. Si la realidad se plegara totalmente a nuestros deseos, no seríamos libres: «El sentido común convendrá con nosotros, en efecto, en que el ser llamado libre es el que puede realizar sus proyectos. Pero para que el acto pueda suponer realización, conviene que la simple proyección de un fin posible se distinga a priori de la realización de ese fin. Si bastara concebir para realizar, me vería sumido en un mundo semejante al del sueño, en que lo posible no se distingue de modo alguno de lo real. Estaría condenado, entonces, a ver modificarse el mundo a merced de los cambios de mi conciencia, y no podría practicar, con respecto a mi concepción, la "puesta entre paréntesis" y la suspensión del juicio que distinguieran una simple ficción de una elección real. Un objeto que apareciera desde el momento mismo en que es simplemente concebido, no sería ya ni elegido ni simplemente deseado. Si queda abolida la distinción entre el simple deseo, la representación que yo podría elegir y la elección, con ella desaparece también la libertad» (p. 508). Y es que ser libre no significa ser fundamento de uno mismo. En primer lugar, no nos hemos elegido a nosotros mismos como libres. La expresión que usa Sartre se ha hecho célebre: estamos condenados a ser libres. Si por la libertad escapamos al hecho, hay el hecho de escapar del hecho. En segundo lugar, por la libertad no puedo ser fundamento de mi propia existencia. La inserción de nuestra existencia en el seno del ser no es algo que imposibilite nuestra libertad, sino todo lo contrario: es lo que la hace posible. Necesitamos el ser como punto de apoyo para nuestros proyectos, como aquello que nos va a separar de nuestros fines, y por lo tanto, hace posible que nos trascendamos allende ese mismo ser hacia ellos, que todavía no son. Se puede encontrar un fundamento ontológico a esto: en la primera parte Sartre había establecido que la nada sólo puede existir infestando al ser, en su meollo, como un gusano. «En efecto: como la libertad es un escapar del ser, no podría producirse junto al ser, como lateralmente y en un proyecto de sobrevuelo, del mismo modo que uno no escapa de una cárcel en que no ha sido encerrado. Una proyección de sí al margen del ser no podría en ningún modo constituirse como nihilización de este ser. La libertad es un escapar de un alistamiento en el ser; es nihilización de un ser que ella es» (p. 511). Las situaciones del mundo en las que el hombre tiene que desarrollar su acción se generan por una especie de coparticipación entre una libertad proyectante y los seres-en-sí con sus cualidades particulares. Y resulta que «es imposible decretar a priori lo que corresponde al existente bruto y a la libertad en el carácter de obstáculo de un existente particular. En efecto, lo que es obstáculo para mí no lo será para otro. No hay un obstáculo absoluto, sino que el obstáculo revela su coeficiente de adversidad a través de las técnicas libremente inventadas, libremente adquiridas; lo revela también en función del valor del fin puesto por la libertad. Este peñasco no será obstáculo si quiero, a toda costa, llegar a lo alto de la montaña; en cambio me desalentará si he fijado libremente límites a mis deseos de cumplir la ascensión proyectada. Así el mundo, por coeficientes de adversidad, me revela mi manera de habérmelas con los fines que me asigno, de suerte que nunca puedo saber si me da la información sobre él o sobre mí» (pp. 513-514). A su vez, en la dificultad de la montaña, mi cuerpo se revelará como mal o bien entrenado. Y todo esto se habrá producido sólo en virtud de mi proyecto de escalada. «Para el abogado que, en la ciudad, defiende una causa, con el cuerpo disimulado bajo su toga, el peñasco no es ni difícil ni fácil de escalar: está fundido en la totalidad del mundo sin emerger en absoluto» (p. 514). «Así comenzamos a entrever la paradoja de la libertad: no hay libertad sino en situación y no hay situación sino por la libertad» (p. 514).
Sartre va a examinar a modo de ejemplo algunos elementos concretos que pueden formar parte de una situación humana: mi sitio, mi pasado, mis entornos, mi prójimo y mi muerte. La idea básica es, como hemos visto hace unas líneas, que libertad y situación son inseparables. A cada proyecto le corresponde una situación propia y no cabe evaluar la libertad desde otra situación distinta. Es absurdo, por ejemplo, decir que a los guerreros medievales les faltó la moderna artillería pesada. Es absurdo preguntarse qué hubiera sido de Descartes de haber nacido en la época de la física cuántica. Son absurdas todas las preguntas que empiezan «¿qué hubiera sido de mí si...?».
Yo centraré mi atención sólo en un tema concreto que Sartre trata al final del apartado «mi prójimo»: los irrealizables. Dado que vivimos en un mundo habitado por otros, toda situación humana «tiene un afuera», una cara en exterioridad que yo no puedo captar en modo alguno. Soy para el otro, independientemente de la actitud de asunción o rechazo que pueda tomar frente a esa alienación de mi situación. Sartre pone el siguiente ejemplo: supongamos que tras un largo exilio vuelvo a París. Mis amigos y allegados me dicen: «¡Por fin! ¡Has vuelto! ¡Ya estás en París!» En esa circunstancia yo me esfuerzo por intentar realizar mi situación de estar-en-París, y lo que verifico, de un modo frustrante, es que de ningún modo puedo realizar esa situación. Algo parecido sucede cuando no podemos despreciarnos verdaderamente a nosotros mismos después de haber cometido algo que nosotros mismos consideramos un error moral. Los irrealizables aparecerán como tales bajo la luz de un proyecto que intenta realizarlos, en un intento de asumir plenamente mi serpara-el-otro. Lo que de ninguna manera puede suceder es que yo me desentienda limpiamente de mi ser-para-el-otro. No puedo no asumirlo. Me sentiré orgulloso o avergonzado, admitiré la sanción moral del otro o me mostraré agresivo, seguro y cínico. Ese ser-para-el-otro no será nada fuera de mi libre manera de asumirlo, pero tendré que tomar alguna determinación respecto a él, respecto a ese límite externo de mi situación. Si elijo proyectarme en un mundo habitado por otros, elijo también necesariamente lo que Sartre llama «pasión de la libertad», que no es sino el hecho de que mi proyecto no es enteramente mío, no me pertenece por completo, sino que tiene una cara que pertenece a él a título tan justo como los elementos subjetivos de mi vivencia del proyecto, y que no es sino la perspectiva que los otros tienen de mi proyecto. Por la acción quedo comprometido ante los otros. Y Sartre indica que este es el origen de los imperativos morales, de todas las órdenes que me doy a mí mismo.
Para concluir esta exposición vamos a analizar con más detalle el carácter del ser humano como ser que proyecta y veremos qué entiende Sartre por psicoanálisis existencial. En primer lugar observemos que el hecho de que los seres humanos pueden comprenderse entre sí como agentes y puedan llegar a explicaciones de sus acciones aceptadas como válidas parece estar en contradicción con la libertad que les atribuimos. Si el ser humano es libre, entonces ¿qué hay que comprender?, ¿qué hay que explicar?, ¿soy libre de querer cualquier cosa en cualquier momento? Y en cada instante, cuando quiero explicar tal o cual proyecto, ¿he de toparme siempre con la irracionalidad de una elección libre y contingente? ¿Se reducirá nuestra existencia a un confuso montón de caprichos inexplicables? Nada de eso según Sartre. Ya hemos dicho que para Sartre la libertad no debe entenderse como indiferencia. Nuestros actos no se pueden comprender ni a partir del estado del mundo ni a partir del conjunto de mi pasado tomado como cosa irremediable. Y sin embargo, nuestros actos no son caprichosos. ¿Entonces? Sartre va a recurrir como instancia explicativa de los proyectos concretos a lo que llamará proyecto último y original. El proyecto original es nuestra manera de ser en el mundo; para hacernos una idea, podría ser algo similar a la personalidad o el carácter. En todo caso, es adoptado libremente. La idea de Sartre es que nuestro proyecto original determina muy precisamente cuál debe ser nuestra acción en diversas circunstancias. Naturalmente, siempre podemos, en sentido estricto, actuar de otro modo. Pero, ¿a qué precio? Como hemos visto anteriormente, el proyecto son las acciones, de manera que si cambiamos estas, cambiamos aquel. Actuar de un modo distinto al usual en una determinada circunstancia es siempre posible, pero conlleva forzosamente una profunda reelaboración de nuestro proyecto original. Entonces hay que buscar las significaciones profundas de nuestras acciones, hasta llegar al proyecto personal.
Aquí es importante no dejarse engañar por las apariencias, ya que la explicación que propone Sartre dista mucho de la explicación de la psicología empírica al uso. En esta, a la hora de explicar las acciones de un individuo se habla de un conjunto de tendencias generales, abstractas, típicas, que inhieren en ese individuo al modo de propiedades sobre una sustancia, y que combinadas y organizadas entre sí dan lugar al hecho concreto individual. «Lo único concreto es su combinación; en sí mismas son sólo esquemas. Lo abstracto se hace, por hipótesis, anterior a lo concreto y lo concreto no es sino una organización de cualidades abstractas; lo individual no es más que la intersección de esquemas universales» (p. 581). Sartre rechaza esta prioridad de lo abstracto respecto a lo concreto. Pero es que, además, con esta hipótesis, sigue sin explicarse lo concreto. Desde el punto de vista de Sartre, la psicología empírica se limita a verificar empíricamente el orden de aparición de las tendencias y postular gratuitamente una conexión ad hoc entre tendencias, sin hacérnosla inteligible en absoluto. Pueden llegar a ponerse de relieve conexiones comprensibles en abstracto entre tendencias generales, pero todos los hechos concretos se abandonan a lo fortuito, a lo que no tiene ni puede tener explicación: por ejemplo, el psiquiatra describe las estructuras generales del delirio, y deja sin atender los contenidos concretos del delirio de esta persona en este momento. Es curioso que Sartre va a intentar, con un procedimiento del psicoanálisis existencial, explicar lo concreto hasta en sus más mínimos detalles, como nunca hubiera imaginado hacerlo la psicología empírica. En realidad Sartre necesita explicar lo concreto en el ser humano para probar que la contingencia de lo concreto es de carácter metafísico y no meramente lógico.
Además, toda explicación psicológica termina en unos datos psicológicos primeros, y se pretende que es absurdo ir más allá de ellos. Por ejemplo, que Flaubert era ambicioso. El problema de las explicaciones psicológicas es que podemos tener muchas. Una vez que se a adquirido destreza en el mecanismo explicativo, el psicólogo puede detener sus análisis más acá o más allá. Para este psicólogo es un hecho que Flaubert era ambicioso; pero otro psicólogo puede muy fácilmente, con algo de ingenio, encontrar una explicación a la ambición de Flaubert. «Lo que exigimos y que jamás se nos intenta dar es, pues, algo verdaderamente irreductible, es decir, algo irreductible cuya irreductibilidad sea evidente para nosotros, y que no se ofrezca como el postulado del psicólogo y el resultado de su negativa o de su incapacidad de ir más lejos, sino que, al ser verificado, produzca en nosotros un sentimiento de satisfacción» (pp. 583-584). Por cierto, que remitirse a lo fisiológico no nos proporcionará esa satisfacción. No se trata de perseguir una cadena causal hasta un hipotético punto. «No es la indagación pueril de un "porqué" que no daría lugar a ningún otro "¿por qué?", sino, al contrario, es una exigencia fundada sobre una comprensión preontológica de la realidad humana y sobre la consiguiente negativa a considerar el hombre como analizable y como reducible a datos primeros, a deseos determinados, soportados por el sujeto como las propiedades por un objeto» (p. 584). Hay varias imágenes del ser humano que Sartre rechaza: sustrato no cualificado de deseos recibidos pasivamente; haz de tendencias irreductibles; la persona como sustancia metafísica, inútil y contradictoria; una polvareda de fenómenos vinculados entre sí por meras relaciones externas. La raíz del problema es que nos negamos a aplicar al ser humano el concepto de sustancia. Y sin embargo, el ser humano es una unidad. Hay que hablar de una unidad de responsabilidad, humana, que sea libre unificación. La unificación que confiere un proyecto original, que debe revelársenos como un absoluto no substancial.
Sartre compara su propia teoría de la libertad con la de Leibniz. Leibniz consideraba que cuando Adán cogió la manzana de manos de Eva, hubiera sido posible que no la cogiera. Pero entonces estaríamos en presencia de otro Adán y de otro mundo posible. Leibniz considera la libertad como la fusión organizada de tres modos diferentes: (1) Se determina racionalmente a cumplir un acto. (2) Es tal que ese acto se comprende plenamente por la naturaleza misma del que lo ha cumplido. (3) Es contingente, es decir, existe de tal suerte que hubieran sido posibles otros individuos que realizaran otros actos estando en la misma situación.
El acto de Adán emana necesariamente de la esencia de Adán: así es verdad que el acto depende de Adán y de nadie más. Pero su esencia no es elegida por Adán mismo, sino recibida de Dios. Para el existencialista, en cambio, la esencia es posterior a la existencia y se define por la elección de sus fines. También reconocemos con Leibniz que a otro Adán le corresponde otro mundo. «Pero no entendemos por "otro mundo" una organización de los composibles tal que otro Adán posible encontrara su lugar en él: simplemente, a otro ser-en-el-mundo de Adán, correspondería la revelación de otra faz del mundo» (p. 494). «Por último, para Leibniz, el gesto posible del otro Adán, al estar organizado en otro mundo posible, preexiste desde toda la eternidad, en tanto que posible, a la realización del Adán contingente y real. También aquí, para Leibniz, la esencia precede a la existencia, y el orden cronológico depende del orden eterno de lo lógico. Para nosotros, por el contrario, el posible no es sino pura e informe posibilidad de ser otro, en tanto que no sea existido como posible por un nuevo proyecto de Adán hacia posibilidades nuevas. Así, el posible de Leibniz, queda eternamente como posible abstracto, mientras que para nosotros el posible no aparece sino posibilitándose, es decir, viniendo a anunciar a Adán lo que es» (p. 494).
Hemos hablado de un proyecto original; pero, ¿cuál es?, ¿en qué consiste?, ¿tienen algo en común los proyectos originales de distintas personas? Sartre responderá a esta última pregunta afirmativamente. Y para especificar el proyecto original, va a recurrir a la caracterización ontológica que ya realizado del para-sí. El para-sí o conciencia es la carencia de ser. El proyecto original de todo ser humano es de índole metafísica. «El hombre es fundamentalmente deseo de ser y la existencia de este deseo no tiene que ser establecida por una inducción empírica: es el resultado de una descripción a priori del ser para-sí, puesto que el deseo es carencia y el para-sí es el ser que es para sí mismo su propia carencia de ser» (p. 588). Los proyectos particulares que concebimos son una expresión e intento de satisfacción simbólica de ese proyecto original. Por lo demás, el proyecto original no existe en absoluto fuera de esa manifestación simbólica: Sartre indica en numerosos pasajes que sólo se dan proyectos concretos de hombres concretos y en situaciones concretas. Un poco más adelante volveremos sobre este tema de las relaciones entre lo abstracto y lo concreto. Para especificar más el proyecto original debemos remitirnos a resultados que Sartre ha obtenido en partes anteriores de El ser y la nada. El para-sí es nihilización del en-sí; por esa nihilización, el para-sí consigue ser fundamento de su propia nada, pero lo que se perseguía con ella era escapar a la contingencia del en-sí, o sea, ser fundamento de su propio ser. «... el para-sí proyecta ser, en tanto que para sí, un ser que sea lo que es; el para-sí en tanto que ser que es lo que no es y que no es lo que es, proyecta ser lo que es; en tanto que conciencia, quiere tener la impermeabilidad y la densidad infinita del en-sí; en tanto que nihilización del en-sí y perpetua evasión de la contingencia y de la facticidad, quiere ser su propio fundamento. Por eso el posible es proyectado en general como aquello que le falta al para-sí para convertirse en en-sí-para-sí, y el valor fundamental que preside a este proyecto es, pre-cisamente, el en-sí-para-sí, es decir, el ideal de una conciencia que fuera funda-mento de su propio ser-en-sí por la pura conciencia que tomaría de sí misma» (p. 589). A este ideal de una conciencia causa sui se le puede llamar Dios. El proyecto original del ser humano es llegar a ser Dios. Ahora bien, si no podemos apartarnos de ese proyecto, entonces, ¿qué ocurre con la libertad? Sartre va a distinguir al menos tres planos: (1) El deseo de ser en general: una estructura abstracta y significante. Es la realidad humana en la persona, lo que permite afirmar que hay una verdad en el hombre y no sólo individualidades incomparables, lo que constituye su comunidad con el prójimo, Se expresará concretamente y en el mundo en un: (2) Deseo fundamental, que es la persona y que representa la manera en la que esta ha decidido libremente que el ser esté en cuestión en su ser. Es concreto. Y (3) una miriada de deseos empíricos, que son la simbolización del deseo fundamental.
Es preciso comprender que el deseo fundamental de ser no es una imposición; no es la esencia del ser humano. Ese deseo de ser coincide con la descripción metafísica de la libertad, y por lo tanto es sencillamente otra manera de decir que soy libre. La libertad es rigurosamente el ser que se hace carencia de ser.
Queda aún por resolver la conexión entre el proyecto original personal y la pluralidad de proyectos empíricos concretos. ¿Realmente todo acto concreto compromete nuestro proyecto original? ¿Teníamos que realizar ese acto concreto y no ningún otro para no romper con nuestro proyecto original? Sartre dice que la conexión entre el posible derivado y el posible fundamental no es una relación de deductibilidad. Es una conexión de totalidad a estructura parcial; y como demuestran los gestaltistas, podemos alterar algunas estructuras secundarias sin llegar a modificar el todo. Otros posibles habrían podido reemplazar a aquel sin que se alterara la significación total, es decir, habrían podido igualmente indicar esa totalidad como la forma que haría posible comprenderlos. Hubieran podido igualmente ser proyectados como medios para alcanzar la totalidad y a la luz de esa totalidad. La comprensión es la interpretación de una conexión de hecho y no la captación de una necesidad. Nos encontramos entonces que, con respecto a ciertos detalles últimos de nuestra existencia, nuestra libertad es efectivamente total e incondicionada. «Hay en ello, no un acto carente de móviles o de motivos, sino una invención espontánea de móviles y de motivos que, aunque situada en el marco de mi elección fundamental, la enriquece en cierta medida» (p. 495). Se da una cristalización de nuestro proyecto original a través de circunstancias concretas dadas. Partiendo del fondo del mundo entero, y en virtud de un proyecto particular, capto tal o cual esto concreto. Y partiendo del esto concreto, llego a un proyecto particular sobre el fondo de mi posibilidad última y total. Así, mi última y total posibilidad como integración originaria de todos mis posibles singulares, y el mundo como la totalidad que viene a los existentes por mi surgimiento al ser, son dos nociones rigurosamente correlativas. Sartre pone dos ejemplos para hacer más comprensible la relación entre mi proyecto original que recordemos que es tan concreto como mi persona y los proyectos particulares: no podemos captar el espacio sino a través de los cuerpos que lo informan, aunque el espacio sea una realidad singular y no un concepto; el objeto husserliano no se entrega sino por perfiles, aunque no se deja absorber enteramente por ninguno de ellos. El asunto, sin embargo, dista mucho de estar claro, como podemos constatar en el siguiente texto: «Lo que, por lo demás, hará particularmente delicada la apreciación rigurosa de la conexión entre el posible secundario y el posible fundamental es que no existe ningún baremo a priori al cual referirse para decidir sobre esa relación. Al contrario, el mismo para-sí elige considerar al posible secundario como significativo del posible fundamental. Allí donde tenemos la impresión de que el sujeto libre vuelve la espalda a su objetivo fundamental, introducimos a menudo el coeficiente de error del observador, es decir, usamos nuestros propios módulos para apreciar la relación entre el acto considerado y los fines últimos. Pero el para-sí, en su libertad, no inventa sólo sus fines primarios y secundarios, sino también, a la vez, todo el sistema de interpretación que permite poner en conexión los unos con los otros. En ningún caso, pues, podrá tratarse de establecer un sistema de comprensión universal de los posibles secundarios a partir de los posibles primarios, sino que, en cada caso, el sujeto debe proporcionar sus piedras de toque y sus criterios personales» (p. 496).
Hay una escuela psicológica que también ha buscado la significación profunda de nuestros actos: la freudiana. En efecto, para Freud un acto no puede limitarse a sí mismo: remite irremediablemente a estructuras más profundas. El acto es un símbolo de un deseo más profundo. Niega Freud un determinismo psíquico horizontal: se niega a interpretar la acción por el momento antecedente. Por estas similitudes, Sartre llama al método comparativo de descubrimiento de los proyectos originales personales psicoanálisis existencial. Ahora bien, entre el psicoanálisis empírico y el psicoanálisis existencial hay similitudes y diferencia que Sartre se encarga de enumerar:
Semejanzas. (1) Ambos sostienen que las manifestaciones objetivamente observables de la «vida psíquica» son simbolizaciones de estructuras fundamentales y globales que constituyen propiamente la persona. (2) No hay datos primeros: inclinaciones heredadas, carácter, etc. El psicoanálisis empírico postula que la afectividad primaria del individuo es una cera virgen antes de su historia. La libido no es nada fuera de sus fijaciones concretas, sino una posibilidad permanente de fijarse de cualquier modo sobre cualquier objeto. El ser humano es visto como una historialización permanente en una situación y se intenta reconstruir esa historia. (3) En el psicoanálisis empírico buscamos el complejo; en el psicoanálisis existencial buscamos el proyecto original. (4) El sujeto no está en una posición privilegiada para proceder sobre sí mismo a esas investigaciones.
Diferencias. (1) El psicoanálisis empírico pone en la base a la libido o voluntad de poder como instancia última e irreductible del análisis. Pero esta instancia es radicalmente contingente: no nos convence como definición del ser humano. El psicoanálisis existencial, en cambio, nos remite a una elección: contingente por ser elección, y última por ser carencia de ser. Además no es un término abstracto y general como la libido sino una elección que desde el origen es única y de absoluta concreción. Las conductas de detalle pueden expresar o particularizar esa elección, pero no pueden hacerla más concreta de lo que es. (2) No hay determinismo: el término último de la investigación existencial es una elección. No hay una acción mecánica del medio sobre el sujeto. «El medio no puede obrar sobre el sujeto sino en la medida exacta en que éste lo comprende, es decir, lo transforma en situación» (p. 595). (3) No estableceremos leyes generales de simbolismo e interpretación. (4) Puede haber cambios bruscos de la persona que afecten al proyecto original. (5) En el psicoanálisis empírico, las circunstancias exteriores del pasado decidirán si la libido queda fijada de tal o cual manera. Se comprende al sujeto desde su pasado. En el psicoanálisis existencial, al contrario, intentaremos comprender el acto como proyección hacia el futuro. (6) Sustituiremos el par inconsciente/consciente por el par conciencia irreflexiva/conciencia reflexiva. (7) sustituiremos la idea freudiana de «censura» por la noción de «mala fe».
Sartre aplicó el psicoanálisis existencial en algunos ensayos sobre Flaubert, Baudelaire y Genet. Se puede considerar que lo aplicó sobre sí mismo en Las palabras.
Finalmente, veamos cómo la voluntad puede ser de mala fe al intentar llevar un proyecto hasta sus últimas consecuencias. Sartre va a poner como ejemplo el complejo de inferioridad. Ya hemos visto que nada nos impide optar libremente por la inferioridad. Ahora bien, es evidente que nosotros debemos esforzarnos por vivir esa inferioridad como tal inferioridad: es decir, vivirla en la vergüenza, la cólera y la amargura. «Así, elegir la inferioridad no quiere decir contentarse con una aurea mediocritas dulcemente, sino producir y asumir las rebeliones y la desesperación que constituyen la revelación de esa inferioridad» (p. 497). Lo que intento es «realizar» esa inferioridad, y para ello debo mantener una distancia entre el fin perseguido voluntariamente y el fin alcanzado. Tengo que intentar demostrarme que soy inferior «a pesar mío». La persona con complejo de inferioridad es como Penélope, y destruye de noche lo que de día ha hecho. Así que debemos preguntarnos: ¿realmente estoy intentando mejorar? La mala fe empieza cuando no sólo intento ejecutar ese proyecto, sino además, intento vivirlo como yo creo que ese proyecto se puede vivir. Entonces estaré intentando realizar un irrealizable; me habré colocado fuera de mi proyecto justamente al pretender estar enteramente fusionado en él. Como esto me llevará a acciones contrarias a mi proyecto puede ser el inicio de un abandono del mismo y de una crisis vital que terminará en una nueva manera de ser el mundo, de relacionarme con él, conmigo mismo y con los otros.
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