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MIGUEL
DE CERVANTES SAAVEDRA inicio
Novela
DE
CASAMIENTO
ENGAÑOSO (Ed. Javier Blasco)
Salía
del Hospital de la Resurrección, que está en
Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, un soldado que,por servirle su
espada de báculo y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de
su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso,
debía de haber sudado en veinte días todo el
humor que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo
pinitos y dando traspiés, como convaleciente; y, al
entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él venía
un su amigo, a quien no había visto en más de seis meses;
el cual, santiguándose como si viera alguna mala visión,
llegándose a él, le dijo:
-¿Qué
es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que
está vuesa merced en esta tierra? ¡Como quien soy que le hacía
en Flandes, antes terciando allá la pica que arrastrando
aquí la espada! ¿Qué color, qué flaqueza es
ésa?
A lo
cual respondió Campuzano:
-A lo
si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralta, el verme
en ella le responde; a las demás preguntas no tengo qué decir,
sino que salgo de aquel hospital de sudar catorce cargas de bubas
que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía,
que non debiera.
-¿Luego
casóse vuesa merced? -replicó Peralta.
-Sí,
señor -respondió Campuzano.
-Sería
por amores -dijo Peralta-, y tales casamientos traen consigo aparejada
la ejecución del arrepentimiento.
-No sabré
decir si fue por amores -respondió el alférez-, aunque sabré
afirmar que fue por dolores, pues de mi casamiento, o cansamiento,
saqué tantos en el cuerpo y en el alma, que los del cuerpo, para
entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores, y los del alma no hallo remedio
para aliviarlos siquiera. Pero, porque no estoy para tener largas pláticas
en la calle, vuesa merced me perdone; que otro día con más
comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más
nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído
en todos los días de su vida.
-No ha
de ser así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga conmigo
a mi posada, y allí haremos penitencia juntos; que
la olla es muy de enfermo, y, aunque está tasada para dos, un pastel
suplirá con mi criado; y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas
de jamón de Rute nos harán la salva, y,
sobre todo, la buena voluntad con que lo ofrezco, no sólo esta vez,
sino todas las que vuesa merced quisiere.
Agradecióselo
Campuzano y aceptó el convite y los ofrecimientos.
Fueron
a San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su casa,
diole lo prometido y ofrecióselo de nuevo, y pidióle, en
acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le había encarecido.
No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a decir desta manera:
-«Bien
se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, como
yo hacía en esta ciudad camarada con el capitán
Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.»
-Bien
me acuerdo -respondió Peralta.
-«Pues
un día -prosiguió Campuzano- que acabábamos de comer
en aquella posada de la Solana, donde vivíamos, entraron dos mujeres
de gentil parecer con dos criadas: la una se puso a hablar con el capitán
en pie, arrimados a una ventana; y la otra se sentó en una silla
junto a mí, derribado el manto hasta la barba, sin dejar ver
el rostro más de aquello que concedía la raridad del
manto; y, aunque le supliqué que por cortesía me hiciese
merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa que
me encendió más el deseo de verla. Y, para acrecentarle más,
o ya fuese de industria acaso, sacó la señora
una muy blanca mano con muy buenas sortijas. Estaba yo entonces bizarrísimo,
con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el
sombrero con plumas y cintillo, el vestido de colores, a fuer de soldado,
y tan gallardo, a los ojos de mi locura, que me daba a entender que las
podía matar en el aire. Con todo esto, le rogué
que se descubriese, a lo que ella me respondió: "No seáis
importuno: casa tengo, haced a un paje que me siga; que, aunque yo soy
más honrada de lo que promete esta respuesta, todavía, a
trueco de ver si responde vuestra discreción a vuestra gallardía,
holgaré de que me veáis". Beséle las manos por la
grande merced que me hacía, en pago de la cual le prometí
montes de oro. Acabó el capitán su plática; ellas
se fueron, siguiólas un criado mío. Díjome el capitán
que lo que la dama le quería era que le llevase unas cartas a Flandes
a otro capitán,que decía ser su primo, aunque él sabía
que no era sino su galán.
»Yo
quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y
muerto por el rostro que deseaba ver; y así, otro día,
guiándome mi criado, dióseme libre entrada. Hallé
una casa muy bien aderezada y una mujer de hasta treinta años, a
quien conocí por las manos. No era hermosa en estremo, pero éralo
de suerte que podía enamorar comunicada, porque tenía un
tono de habla tan suave que se entraba por los oídos en el alma.
Pasé con ella luengos y amorosos coloquios, blasoné, hendí,
rajé, ofrecí, prometí y hice todas las demonstraciones
que me pareció ser necesarias para hacerme bienquisto con ella.
Pero, como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos
y razones, parecía que les daba atento oído antes que crédito
alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores
cuatro días que continué en visitalla, sin que llegase a
coger el fruto que deseaba.
»En
el tiempo que la visité, siempre hallé la casa desembarazada,
sin que viese visiones en ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos;
servíala una moza más taimada que simple. Finalmente, tratando
mis amores como soldado que está en víspera de mudar, apuré
a mi señora doña Estefanía de Caicedo (que éste
es el nombre de la que así me tiene) y respondíome: "Señor
alférez Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme
a vuesa merced por santa: pecadora he sido, y aun ahora lo soy, pero
no de manera que los vecinos me murmuren ni los apartados me noten.
Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna, y con
todo esto vale el menaje de mi casa, bien validos, dos mil y quinientos
escudos; y éstos en cosas que, puestas en almoneda,
lo que se tardare en ponellas se tardará en convertirse en dineros.
Con esta hacienda busco marido a quien entregarme y a quien tener obediencia;
a quien, juntamente con la enmienda de mi vida, le entregaré una
increíble solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe
cocinero más goloso ni que mejor sepa dar el punto a los guisados
que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero poner
a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora
en la sala; en efeto, sé mandar y sé hacer que
me obedezcan. No desperdicio nada y allego mucho; mi real no vale
menos, sino mucho más cuando se gasta por mi orden. La ropa blanca
que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros;
estos pulgares y los de mis criadas la hilaron; y si pudiera tejerse en
casa, se tejiera. Digo estas alabanzas míasporque no acarrean
vituperio cuando es forzosa la necesidad de decirlas.
Finalmente,
quiero decir que yo busco marido que me ampare, me mande y me honre, y
no galán que me sirva y me vitupere.
Si vuesa
merced gustare de aceptar la prenda que se le ofrece,
aquí estoy mo iente y corriente, sujeta a todo aquello que
vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas
de casamenteros,y no hay ninguno tan bueno para concertar el todo como
las mismas partes".
»Yo,
que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañares,
haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la
imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme tan a la vista
la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin
hacer otros discursos de aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía
echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bien
afortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera,
para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era
tan poca que no valiese, con aquella cadena que traía al cuello
y con otras joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas
galas de soldado, más de dos mil ducados, que juntos con los
dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos
a vivir a una aldea de donde yo era natural y adonde tenía algunas
raíces; hacienda tal que, sobrellevada con el dinero, vendiendo
los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida alegre y descansada.
»En
resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y
se dio traza como los dos hiciésemos información de solteros,
y en los tres días de fiesta que vinieron luego juntos en una Pascua
se hicieron las amonestaciones, y al cuarto día nos desposamos,
hallándose presentes al desposorio dos amigos míos y un mancebo
que ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente
con palabras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas las
que hasta entonces a mi nueva esposa había dado, con intención
tan torcida y traidora que la quiero callar; porque, aunque estoy diciendo
verdades, no son verdades de confesión, que no pueden dejar
de decirse.
»Mudó
mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer; encerré
en él, delante della, mi magnífica cadena; mostréle
otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con otros tres
o cuatro cintillos de diversas suertes; hícele patentes mis
galas y mis plumas, y entreguéle para el gasto de casa hasta cuatrocientos
reales que tenía. Seis días gocé del pan de la boda,
espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé
ricas alhombras, ahajé sábanas de holanda, alumbréme
con candeleros de plata; almorzaba en la cama, levantábame
a las once, comía a las doce y a las dos sesteaba en el estrado;
bailábanme doña Estefanía y la moza el agua delante.
Mi mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo,
se había vuelto un corzo. El rato que doña Estefanía
faltaba de mi lado, la habían de hallar en la cocina, toda solícita
en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me avivasen el apetito.
Mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez de flores,
según olían, bañados en la agua de ángeles
y de azahar que sobre ellos se derramaba.
»Pasáronse
estos días volando, como se pasan los años, que están
debajo de la jurisdición del tiempo; en los cuales días,
por verme tan regalado y tan bien servido, iba mudando en buena la mala
intención con que aquel negocio había comenzado. Al cabo
de los cuales, una mañana -que aún estaba con doña
Estefanía en la cama- llamaron con grandes golpes a la puerta de
la calle. Asomóse la moza a la ventana y, quitándose al momento,
dijo: "¡Oh, que sea ella la bien venida! ¿Han visto, y cómo
ha venido más presto de lo que escribió el otro día?"
"¿Quién es la que ha venido, moza?", le pregunté.
"¿Quién? -respondió ella-. Es mi señora doña
Clementa Bueso, y viene con ella el señor don Lope Meléndez
de Almendárez, con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña
que llevó consigo". "¡Corre, moza, bien haya yo, y ábrelos!
-dijo a este punto doña Estefanía-; y vos, señor,
por mi amor que no os alborotéis ni respondáis por mí
a ninguna cosa que contra mí oyéredes". "Pues, ¿quién
ha de deciros cosa que os ofenda, y más estando yo delante? Decidme:
¿qué gente es ésta?, que me parece que os ha alborotado
su venida". "No tengo lugar de responderos -dijo doña Estefanía-:
sólo sabed que todo lo que aquí pasare es fingido y que tira
a cierto designio y efeto que después sabréis".
»Y,
aunque quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña
Clementa Bueso, que se entró en la sala, vestida de raso verde prensado,
con muchos pasamanos de oro, capotillo de lo mismo y con la misma
guarnición, sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas, y
con rico cintillo de oro, y con un delgado velo cubierta la mitad del rostro.
Entró con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez,
no menos bizarro que ricamente vestido de camino. La dueña Hortigosa
fue la primera que habló, diciendo: "¡Jesús! ¿Qué
es esto? ¿Ocupado el lecho de mi señora doña Clementa,
y más con ocupación de hombre? ¡Milagros veo hoy en
esta casa! ¡A fe que se ha ido bien del pie a la mano
la señora doña Estefanía, fiada en la amistad de mi
señora!" "Yo te lo prometo, Hortigosa -replicó doña
Clementa-; pero yo me tengo la culpa. ¡Que jamás escarmiente
yo en tomar amigas que no lo saben ser si no es cuando les viene a cuento!"
A todo lo cual respondió doña Estefanía: "No reciba
vuesa merced pesadumbre, mi señora doña Clementa Bueso, y
entienda que no sin misterio vee lo que vee en esta su casa: que, cuando
lo sepa, yo sé que quedaré desculpada y vuesa merced sin
ninguna queja".
»En
esto, ya me había puesto yo en calzas y en jubón;
y, tomándome doña Estefanía por la mano, me llevó
a otro aposento, y allí me dijo que aquella su amiga quería
hacer una burla a aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía
casarse; y que la burla era darle a entender que aquella casa y cuanto
estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote;
y que hecho el casamiento se le daba poco que se descubriese el engaño,
fiada en el grande amor que el don Lope la tenía. "Y luego se me
volverá lo que es mío, y no se le tendrá a mal a ella,
ni a otra mujer alguna, de que procure buscar marido honrado, aunque sea
por medio de cualquier enbuste".
»Yo
le respondí que era grande estremo de amistad el que quería
hacer, y que primero se mirase bien en ello, porque después podría
ser tener necesidad de valerse de la justicia para cobrar su hacienda.
Pero ella me respondió con tantas razones, representando tantas
obligaciones que la obligaban a servir a doña Clementa, aun en cosas
de más importancia, que, mal de mi grado y con remordimiento
de mi juicio, hube de condecender con el gusto de doña Estefanía,
asegurándome ella que solos ocho días podía durar
el embuste, los cuales estaríamos en casa de otra amiga suya. Acabámonos
de vestir ella y yo, y luego, entrándose a despedir de la señora
doña Clementa Bueso y del señor don Lope Meléndez
de Almendárez, hizo a mi criado que se cargase el baúl y
que la siguiese, a quien yo también seguí,sin despedirme
de nadie.
»Paró
doña Estefanía en casa de una amiga suya, y, antes que entrásemos
dentro, estuvo un buen espacio hablando con ella, al cabo del cual salió
una moza y dijo que entrásemos yo y mi criado. Llevónos a
un aposento estrecho, en el cual había dos camas tan juntas que
parecían una, a causa que no había espacio que las dividiese,
y las sábanas de entrambas se besaban. En efeto, allí estuvimos
seis días, y en todos ellos no se pasó hora que no tuviésemos
pendencia, diciéndole la necedad que había hecho en haber
dejado su casa y su hacienda, aunque fuera a su misma madre.
»En
esto, iba yo y venía por momentos, tanto que la huéspeda
de casa, un día que doña Estefanía dijo que iba a
ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de mí
qué era la causa que me movía a reñir tanto con ella,
y qué cosa había hecho que tanto se la afeaba, diciéndole
que había sido necedad notoria más que amistad perfeta. Contéle
todo el cuento, y cuando llegué a decir que me había casado
con doña Estefanía, y la dote que trujo y la simplicidad
que había hecho en dejar su casa y hacienda a doña Clementa,
aunque fuese con tan sana intención como era alcanzar tan principal
marido como don Lope, se comenzó a santiguar y a hacerse cruces
con tanta priesa, y con tanto "¡Jesús, Jesús, de la
mala hembra!", que me puso en gran turbación; y al fin me dijo:
"Señor alférez, no sé si voy contra mi conciencia
en descubriros lo que me parece que también la cargaría si
lo callase; pero, a Dios y a ventura, sea lo que fuere, ¡viva la
verdad y muera la mentira! La verdad es que doña Clementa Bueso
es la verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os hicieron
la dote; la mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía:
que ni ella tiene casa, ni hacienda, ni otro vestido del que trae puesto.
Y el haber tenido lugar y espacio para hacer este embuste fue que doña
Clementa fue a visitar unos parientes suyos a la ciudad de Plasencia, y
de allí fue a tener novenas en Nuestra Señora de Guadalupe,
y en este entretanto dejó en su casa a doña Estefanía,
que mirase por ella, porque, en efeto, son grandes amigas; aunque, bien
mirado, no hay que culpar a la pobre señora,pues ha sabido granjear
a una tal persona como la del señora, pues ha sabido granjear a
una tal persona como la del señor alférez por marido".
»Aquí
dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme,
y sin duda lo hiciera si tantico se descuidara el ángel de mi guarda
en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que
era cristiano y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperación,
por ser pecado de demonios. Esta consideración o buena inspiración
me conhortó algo; pero no tanto que dejase de tomar mi capa y espada
y salir a buscar a doña Estefanía, con prosupuesto
de hacer en ella un ejemplar castigo; pero la suerte, que no sabré
decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó que en ninguna parte
donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuime
a San Llorente, encomendéme a Nuestra Señora, sentéme
sobre un escaño, y con la pesadumbre me tomó un sueño
tan pesado, que no despertara tan presto si no me despertaran.
»Fui
lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla
con tanto reposo como señora de su casa; no le osé decir
nada, porque estaba el señor don Lope delante. Volví en casa
de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña Estefanía
como yo sabía toda su maraña y embuste; y que ella le preguntó
qué semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había
respondido que muy malo, y que, a su parecer, había salido yo con
mala intención y con peor determinación a buscarla. Díjome,
finalmente, que doña Estefanía se había llevado cuanto
en el baúl tenía, sin dejarme en él sino un solo vestido
de camino. ¡Aquí fue ello! ¡Aquí me tuvo de nuevo
Dios de su mano! Fui a ver mi baúl, y halléle abierto
y como sepultura que esperaba cuerpo difunto, y a buena razón había
de ser el mío, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar
tamaña desgracia.»
-Bien
grande fue -dijo a esta sazón el licenciado Peralta- haberse llevado
doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo; que, como suele
decirse, todos los duelos...,etc.
-Ninguna
pena me dio esa falta -respondió el alférez-, pues también
podré decir: "Pensóse don Simueque que me engañaba
con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de un lado".
-No sé
a qué propósito puede vuesa merced decir eso -respondió
Peralta.
-El propósito
es -respondió el alférez- de que toda aquella balumba
y aparato de cadenas, cintillos y brincos podía valer hasta
diez o doce escudos.
-Eso
no es posible -replicó el licenciado-; porque la que el señor
alférez traía al cuello mostraba pesar más de docientos
ducados.
-Así
fuera -respondió el alférez- si la verdad respondiera al
parecer; pero como no es todo oro lo que reluce, las cadenas,
cintillos, joyas y brincos, con sólo ser de alquimia se contentaron;
pero estaban tan bien hechas, que sólo el toque o el
fuego podía descubrir su malicia.
-Desa
manera -dijo el licenciado-, entre vuesa merced y la señora doña
Estefania, pata es la traviesa.
-Y tan
pata -respondió el alférez-, que podemos volver a barajar;
pero el daño está, señor licenciado, en que ella se
podrá deshacer de mis cadenas y yo no de la falsía de su
término; y en efeto, mal que me pese, es prenda mía.
-Dad
gracias a Dios, señor Campuzano -dijo Peralta-, que fue prenda
con pies, y que se os ha ido, y que no estáis obligado a buscarla.
-Así
es -respondió el alférez-; pero, con todo eso, sin que la
busque, la hallo siempre en la imaginación, y, adondequiera que
estoy, tengo mi afrenta presente.
-No sé
qué responderos -dijo Peralta-, si no es traeros a la memoria dos
versos de Petrarca, que dicen:
Ché,
qui prende dicleto di far fiode;
Non si de
lamentar si altri l'ingana.
Que responden
en nuestro castellano: "Que el que tiene costumbre y gusto de engañar
a otro no se debe quejar cuando es engañado".
-Yo no
me quejo -respondió el alférez-, sino lastímome: que
el culpado no por conocer su culpa deja de sentir la pena del castigo.
Bien veo que quise engañar y fui engañado, porque me hirieron
por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el sentimiento
que no me queje de mí mismo. «Finalmente, por venir a lo que
hace más al caso a mi historia (que este nombre se le puede dar
al cuento de mis sucesos), digo que supe que se había llevado a
doña Estefanía el primo que dije que se halló a nuestros
desposorios, el cual de luengos tiempos atrás era su amigo a todo
ruedo. No quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba. Mudé
posada y mudé el pelo dentro de pocos días, porque comenzaron
a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron
los cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad
que llaman lupicia, y por otro nombre más claro, la pelarela. Halléme
verdaderamente hecho pelón, porque ni tenía barbas
que peinar ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso
de mi necesidad, y, como la pobreza atropella a la honra, y a unos lleva
a la horca y a otros al hospital, y a otros les hace entrar por las puertas
de sus enemigos con ruegos y sumisiones (que es una de las mayores miserias
que puede suceder a un desdichado), por no gastar en curarme los vestidos
que me habían de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en
que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me entré
en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré
sano si me guardo: espada tengo, lo demás Dios lo remedie.»
Ofreciósele
de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había
contado.
-Pues
de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta -dijo el alférez-;
que otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación,
pues van fuera de todos los términos de naturaleza: no quiera vuesa
merced saber más, sino que son de suerte que doy por bien empleadas
todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital,
donde vi lo que ahora diré,que es lo que ahora ni nunca vuesa merced
podrá creer, ni habrá persona en el mundo que lo crea.
Todos
estos preámbulos y encarecimientos que el alférez hacía,
antes de contar lo que había visto, encendían el deseo de
Peralta de manera que, con no menores encarecimientos, le pidió
que luego luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.
-Ya vuesa
merced habrá visto -dijo el alférez- dos perros que con dos
lanternas andan de noche con los hermanos de la Capacha, alumbrándoles
cuando piden limosna.
-Sí
he visto -respondió Peralta.
-También
habrá visto o oído vuesa merced -dijo el alférez-
lo que dellos se cuenta: que si acaso echan limosna de las ventanas y se
cae en el suelo, ellos acuden luego a alumbrar y a buscar lo que se cae,
y se paran delante de las ventanas donde saben que tienen costumbre de
darles limosna; y, con ir allí con tanta mansedumbre que más
parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones, guardando
la casa con grande cuidado y vigilancia.
-Yo he
oído decir -dijo Peralta- que todo es así, pero eso no me
puede ni debe causar maravilla.
-Pues
lo que ahora diré dellos es razón que la cause, y que, sin
hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode
a creerlo; y es que yo oí y casi vi con mis ojos a
estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza,
estar una noche, que fue la penúltima que acabé de sudar,
echados detrás de mi cama en unas esteras viejas; y, a la mitad
de aquella noche, estando a escuras y desvelado, pensando en mis pasados
sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve
con atento oído escuchando, por ver si podía venir en conocimiento
de los que hablaban y de lo que hablaban; y a poco rato vine a conocer,
por lo que hablaban, los que hablaban, y eran los dos perros, Cipión
y Berganza.
Apenas
acabó de decir esto Campuzano, cuando, levantándose el licenciado,
dijo:
-Vuesa
merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano, que hasta aquí
estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había
contado; y esto que ahora me cuenta de que oyó hablar los perros
me ha hecho declarar por la parte de no creelle ninguna cosa. Por amor
de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates a
persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo.
-No me
tenga vu sa merced por tan ignorante -replicó Campuzano- que no
entienda que, si no es por milagro, no pueden hablar los animales; que
bien sé que si los tordos, picazas y papagayos hablan, no
son sino las palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua
estos animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por
esto pueden hablar y responder con discurso concertado, como estos perros
hablaron; y así, muchas veces, después que los oí,
yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo, y he querido
tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto, con
todos mis cinco sentidos, tales cuales nuestro Señor fue servido
dármelos, oí, escuché, noté y, finalmente,
escribí, sin faltar palabra, por su concierto; de donde se puede
tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo.
Las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes, y más para
ser tratadas por varones sabios que para ser dichas por bocas de perros.
Así que, pues yo no las pude inventar de mío, a mi pesar
y contra mi opinión, vengo a creer que no soñaba y que los
perros hablaban.
-¡Cuerpo
de mí! -replicó el licenciado-. ¡Si se nos ha vuelto
el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las calabazas, o
el de Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y unos
animales con otros!
-Uno
dellos sería yo, y el mayor -replicó el alférez-,
si creyese que ese tiempo ha vuelto; y aun también lo sería
si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me atreveré
a jurar con juramento que oblige y aun fuerce, a que lo crea la misma incredulidad.
Pero, puesto caso que me haya engañado, y que mi verdad sea sueño,
y el porfiarla disparate, ¿no se holgará vuesa merced, señor
Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean
quien fueren, hablaron?
-Como
vuesa merced -replicó el licenciado- no se canse más en persuadirme
que oyó hablar a los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio,
que por ser escrito y notado del buen ingenio del señor alférez,
ya le juzgo por bueno.
-Pues
hay en esto otra cosa -dijo el alférez-: que, como yo estaba tan
atento y tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada
la memoria (merced a las muchas pasas y almendras que había comido),
todo lo tomé de coro; y, casi por las mismas palabras que
había oído, lo escribí otro día, sin buscar
colores retóricas para adornarlo, ni qué añadir
ni quitar para hacerle gustoso. No fue una noche sola la plática,
que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más
de una, que es la vida de Berganza; y la del compañero Cipión
pienso escribir (que fue la que se contó la noche segunda) cuando
viere, o que ésta se crea, o, a lo menos, no se desprecie. El coloquio
traigo en el seno; púselo en forma de coloquio por ahorrar de
dijo Cipión, respondió Berganza, que suele alargar la escritura.
Y, en
diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio81 y le puso en las manos
del licenciado, el cual le tomó riyéndose, y como haciendo
burla de todo lo que había oído y de lo que pensaba leer.
-Yo me
recuesto -dijo el alférez- en esta silla en tanto que vuesa merced
lee, si quiere, esos sueños o disparates,que no tienen otra cosa
de bueno si no es el poderlos dejar cuando enfaden.
-Haga
vuesa merced su gusto -dijo Peralta-, que yo con brevedad me despediré
desta letura.
Recostóse
el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio
vio que estaba puesto este título:
MIGUEL DE CERVANTES
SAAVEDRA
[NOVELA
DEL
COLOQUIO DE
LOS PERROS]
NOVELA Y COLOQUIO
QUE PASO ENTRE CIPION Y BERGANZA,
PERROS DEL
HOSPITAL DE LA RESURECCION,
QUE ESTA EN
LA CIUDAD DE VALLADOLID,
FUERA DE LA
PUERTA DEL CAMPO,
A QUIEN COMUNMENTE
LLAMAN
"LOS PERROS
DE MAHUDES"
Ed. Javier
Blasco
CIPION.-Berganza
amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la confianza y retirémonos
a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos
desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho.
BERGANZA.-Cipión
hermano, óyote hablar y sé que te hablo, y no puedo creerlo,
por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
CIPION.-Así
es la verdad, Berganza; y viene a ser mayor este milagro en que no solamente
hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces
de razón, estando tan sin ella que la diferencia que hay del animal
bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto, irracional.
BERGANZA.-Todo
lo que dices, Cipión, entiendo, y el decirlo tú y entenderlo
yo me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien es verdad que,
en el discurso de mi vida, diversas y muchas veces he oído decir
grandes prerrogativas nuestras: tanto que parece que algunos han querido
sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas
cosas, que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que
tenemos un no sé qué de entendimiento capaz de discurso.
CIPION.-Lo
que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el agradecimiento
y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar por símbolo
de la amistad; y así, habrás visto (si has mirado en ello)
que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los
que allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen
entre los dos, a los pies, una figura de perro, en señal que se
guardaron en la vidad amistad y fidelidad inviolable.
BERGANZA.-Bien
sé que ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado con
los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han
estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores
sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé
también que, después del elefante, el perro tiene el
primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego, el caballo, y el
último, la jimia.
CIPION.-Ansí
es, pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir jamás
que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por donde
me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso cae debajo del
número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando
se muestran y parecen, tiene averiguado la experiencia que alguna
calamidad grande amenaza a las gentes.
BERGANZA.-Desa
manera, no haré yo mucho en tener por señal portentosa lo
que oí decir los días pasados a un estudiante, pasando por
Alcalá de Henares.
CIPION.-¿Qué
le oíste decir?
BERGANZA.-Que
de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad,
los dos mil oían Medicina.
CIPION.-Pues,
¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA.-Infiero,
o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que
sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre.
[CIPION]
.-Pero, sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo
que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría
humana que lo pueda prevenir; y así, no hay para qué ponernos
a disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será
que este buen día, o buena noche, la metamos en nuestra casa;
y, pues la tenemos tan buena en estas esteras y no sabemos cuánto
durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della y hablemos
toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto,
de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA.-Y
aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso tuve deseo
de hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria; y allí,
de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban. Empero,
ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la habla,
pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome
priesa a decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada
y confusamente, porque no sé cuándo me volverán a
pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPION.-Sea
ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes
tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas,
y si mañana en la noche estuviéremos con habla, yo te contaré
la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las
propias que en procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA.-Siempre,
Cipión, te he tenido por discreto y por amigo; y ahora más
que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los míos,
y como discreto has repartido el tiempo donde podamos manifestallos. Pero
advierte primero si nos oye alguno.
CIPION.-Ninguno,
a lo que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando
sudores; pero en esta sazón más estará para
dormir que para ponerse a escuchar a nadie.
BERGANZA.-Pues
si puedo hablar con ese seguro, escucha; y si te cansare lo que te
fuere diciendo, o me reprehende o manda que calle.
CIPION.-Habla
hasta que amanezca, o hasta que seamos sentidos; que yo te escucharé
de muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA.-«Paréceme
que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla y en su Matadero, que está
fuera de la Puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo
que después te diré) que mis padres debieron de ser alanos
de aquellos que crían los ministros de aquella confusión,
a quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue
uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y colérico,
como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás
me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía
de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciésemos
presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en
esto.»
CIPION.-No
me maravillo, Berganza; que, como el hacer mal viene de natural cosecha,
fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA.-¿Qué
te diría, Cipión hermano, de lo que vi en aquel Matadero
y de las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero, has de presuponer
que todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor,
es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al Rey ni a su justicia;
los más, amancebados; son aves de rapiña carniceras: mantiénense
ellos y sus amigas de lo que hurtan. Todas las mañanas que son días
de carne, antes que amanezca, están en el Matadero gran cantidad
de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías,
vuelven llenas de pedazos de carne, y las criadas con criadillas y lomos
medio enteros. No hay res alguna que se mate de quien no lleve esta gente
diezmos y primicias de lo más sabroso y bien parado. Y, como
en Sevilla no hay obligado de la carne, cada uno puede traer la que
quisiere; y la que primero se mata, o es la mejor, o la de más baja
postura, y con este concierto hay siempre mucha abundancia. Los dueños
se encomiendan a esta buena gente que he dicho, no para que no les hurten
(que esto es imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas
que hacen en las reses muertas, que las escamondan y podan como si
fuesen sauces o parras. Pero ninguna cosa me admiraba más ni me
parecía peor que el ver que estos jiferos con la misma facilidad
matan a un hombre que a una vaca; por quítame allá esa paja,
a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas por la
barriga de una persona, como si acocotasen un toro.Por maravilla
se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a veces sin muertes;
todos se pican de valientes, y aun tienen sus puntas de rufianes;
no hay ninguno que no tenga su ángel de guarda en la plaza de San
Francisco, granjeado con lomos y lenguas de vaca.
Finalmente,
oí decir a un hombre discreto que tres cosas tenía el Rey
por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero.
CIPION.-Si
en contar las condiciones de los amos que has tenido y las faltas
de sus oficios te has de estar, amigo Berganza, tanto como esta vez, menester
será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera por un año,
y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu
historia. Y quiérote advertir de una cosa, de la cual verás
la experiencia cuando te cuente los sucesos de mi vida; y es que los cuentos
unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de
contarlos (quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos
y ornamentos de palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos
de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con
mudar la voz, se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se
vuelven agudos y gustosos; y no se te olvide este advertimiento, para aprovecharte
dél en lo que te queda por decir.
BERGANZA.-Yo
lo haré así, si pudiere y si me da lugar la grande tentación
que tengo de hablar; aunque me parece que con grandísima dificultad
me podré ir a la mano.
CIPION.-Vete
a la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la
humana vida.
BERGANZA.-«Digo,
pues, que mi amo me enseñó a llevar una espuerta en la boca
y a defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñóme
también la casa de su amiga, y con esto se escusó la venida
de su criada al Matadero, porque yo le llevaba las madrugadas lo que él
había hurtado las noches. Y un día que, entre dos luces,
iba yo diligente a llevarle la porción, oí que me llamaban
por mi nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza hermosa
en estremo; detúveme un poco, y ella bajó a la puerta de
la calle, y me tornó a llamar. Lleguéme a ella, como si fuera
a ver lo que me quería, que no fue otra cosa que quitarme lo que
llevaba en la cesta y ponerme en su lugar un chapín viejo.
Entonces dije entre mí: "La carne se ha ido a la carne". Díjome
la moza, en habiéndome quitado la carne: "Andad avilán,
o como os llamáis, y decid a Nicolás el Romo, vuestro amo,
que no se fíe de animales, y que del lobo un pelo, y ése
de la espuerta". Bien pudiera yo volver a quitar lo que me quitó,
pero no quise, por no poner mi boca jifera y sucia en aquellas manos limpias
y blancas.»
CIPION.-Hiciste
muy bien, por ser prerrogativa de la hermosura que siempre se le
tenga respecto.
BERGANZA.-«Así
lo hice yo; y así, me volví a mi amo sin la porción
y con el chapín. Parecióle que volví presto, vio el
chapín, imaginó la burla, sacó uno de cachas
y tiróme una puñalada que, a no desviarme, nunca tú
oyeras ahora este cuento, ni aun otros muchos que pienso contarte. Puse
pies en polvorosa, y, tomando el camino en las manos y en los
pies, por detrás de San Bernardo, me fui por aquellos campos de
Dios adonde la fortuna quisiese llevarme.
»Aquella
noche dormí al cielo abierto, y otro día me deparó
la suerte un hato o rebaño de ovejas y carneros. Así como
le vi, creí que había hallado en él el centro de mi
reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los perros guardar
ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es amparar
y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco
pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado guardaban,
cuando diciendo "¡To, to!" me llamó; y yo, que otra cosa no
deseaba, me llegué a él bajando la cabeza y meneando la cola.
Trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme
en ella, miróme las presas, conoció mi edad, y dijo
a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro
de casta. Llegó a este instante el señor del ganado sobre
una yegua rucia a la jineta, con lanza y adarga: que más
parecía atajador de la costa que señor de ganado. Preguntó
el pastor: "¿Qué perro es éste, que tiene señales
de ser bueno?" "Bien lo puede vuesa merced creer -respondió el pastor-,
que yo le he cotejado bien y no hay señal en él que no muestre
y prometa que ha de ser un gran perro. Agora se llegó aquí
y no sé cúyo sea, aunque sé que no es de los
rebaños de la redonda". "Pues así es -respondió
el señor-, ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se murió,
y denle la ración que a los demás, y acaríciale,porque
tome cariño al hato y se quede en él". En diciendo esto,
se fue; y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas
de puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo
gran cantidad de sopas en leche. Y, asimismo, me puso nombre, y me llamó
Barcino.
»Vime
harto y contento con el segundo amo y con el nuevo oficio; mostréme
solícito y diligente en la guarda del rebaño, sin apartarme
dél sino las siestas, que me iba a pasarlas o ya a la sombra de
algún árbol, o de algún ribazo o peña, o a
la de alguna mata, a la margen de algún arroyo de los muchos que
por allí corrían. Y estas horas de mi sosiego no las pasaba
ociosas, porque en ellas ocupaba la memoria en acordarme de muchas cosas,especialmente
en la vida que había tenido en el Matadero,y en la que tenía
mi amo y todos los como él, que están sujetos a cumplir los
gustos impertinentes de sus amigas.»
¡Oh,
qué de cosas te pudiera decir ahora de las que aprendí en
la escuela de aquella jifera dama de mi amo! Pero habrélas de callar,
porque no me tengas por largo y por murmurador.
CIPION.-Por
haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos que era
difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré
que murmures un poco de luz y no de sangre; quiero decir que señales
y no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada: que no es buena
la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno;
y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA.-Yo
tomaré tu consejo, y esperaré con gran deseo que llegue el
tiempo en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer
y enmendar los defetos que tengo en contar los míos, bien se puede
esperar que contará los suyos de manera que enseñen y deleiten
a un mismo punto.
«Pero,
anudando el roto hilo de mi cuento, digo que en aquel silencio y soledad
de mis siestas, entre otras cosas, consideraba que no debía de ser
verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores;
a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros
cuando yo iba a su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo
que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con gaitas,
zampoñas, rabeles y chirumbelas, y con otros instrumentos
extraordinarios. Deteníame a oírla leer, y leía cómo
el pastor de Anfriso cantaba estremada y divinamente, alabando a
la sin par Belisarda, sin haber en todos los montes de Arcadia árbol
en cuyo tronco no se hubiese sentado a cantar, desde que salía el
sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en los de Tetis;
y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la tierra
sus negras y escuras alas, él no cesaba de sus bien cantadas y mejor
lloradas quejas. No se le quedaba entre renglones el pastor Elicio, más
enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores
ni a su ganado, se entraba en los cuidados ajenos. Decía también
que el gran pastor de Fílida, único pintor de un retrato,
había sido más confiado que dichoso. De los desmayos de Sireno
y arrepentimiento de Diana decía que daba gracias a Dios y a la
sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella máquina
de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. Acordábame
de otros muchos libros que deste jaez la había oído leer,
pero no eran dignos de traerlos a la memoria.»
CIPION.-Aprovechándote
vas, Berganza, de mi aviso: murmura, pica y pasa, y sea tu intención
limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA.-En
estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la intención;
pero si acaso por descuido o por malicia murmurare, responderé a
quien me reprehendiere lo que respondió Mauleón, poeta tonto
y académico de burla de la Academia de los Imitadores, a uno
que le preguntó que qué quería decir Deum de Deo;
y respondió que "dé donde diere".
CIPION.-Esa
fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres
ser, nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA.-«Digo
que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron
ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás
de aquella marina, tenían de aquellos que había oído
leer que tenían los pastores de los libros; porque si los míos
cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un
"Cata el lobo dó va, Juanica" y otras cosas semejantes; y
esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía
el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos;
y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas,
que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban
o gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose
o remendando sus abarcas; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas,
Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni
Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine
a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros
son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos,
y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera a guna reliquia
de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas
selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas
fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros,
y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá
resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.»
CIPION.-Basta,
Berganza; vuelve a tu senda y camina.
BERGANZA.-Agradézcotelo,
Cipión amigo; porque si no me avisaras, de manera se me iba calentando
la boca que no parara hasta pintarte un libro entero destos que me
tenían engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga
todo con mejores razones y con mejor discurso que ahora.
CIPION.-Mírate
a los pies y desharás la rueda, Berganza; quiero decir que
mires que eres un animal que carece de razón, y si ahora muestras
tener alguna, ya hemos averiguado entre los dos ser cosa sobrenatural y
jamás vista.
BERGANZA.-Eso
fuera ansí si yo estuviera en mi primera ignorancia; mas ahora que
me ha venido a la memoria lo que te había de haber dicho al principio
de nuestra plática, no sólo no me maravillo de lo que hablo,
pero espántome de lo que dejo de hablar.
CIPION.-Pues,
¿ahora no puedes decir lo que ahora se te acuerda?
BERGANZA.-Es
una cierta historia que me pasó con una grande hechicera, discípula
de la Camacha de Montilla.
CIPION.-Digo
que me la cuentes antes que pases más adelante en el cuento de tu
vida.
BERGANZA.-
Eso no haré yo, por cierto, hasta su tiempo: ten paciencia y escucha
por su orden mis sucesos,que así te darán más gusto,
si ya no te fatiga querer saber los medios antes de los principios.
CIPION.-Sé
breve, y cuenta lo que quisieres y como quisieres.
BERGANZA.-«Digo,
pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado, por parecerme
que comía el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad,
raíz y madre de todos los vicios, no tenía que ver conmigo,
a causa que si los días holgaba, las noches no dormía, dándonos
asaltos a menudo y tocándonos a arma los lobos; y, apenas
me habían dicho los pastores "¡al lobo, Barcino!", cuando
acudía, primero que los otros perros, a la parte que me señalaban
que estaba el lobo: corría los valles, escudriñaba los montes,
desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos, y a
la mañana volvía al hato, sin haber hallado lobo ni rastro
dél, anhelando, cansado, hecho pedazos y los pies abiertos de los
garranchos; y hallaba en el hato, o ya una oveja muerta, o un carnero
degollado y medio comido del lobo. Desesperábame de ver de cuán
poco servía mi mucho cuidado y diligencia. Venía el señor
del ganado; salían los pastores a recebirle con las pieles de la
res muerta; culpaba a los pastores por negligentes, y mandaba castigar
a los perros por perezosos: llovían sobre nosotros palos, y sobre
ellos reprehensiones; y así, viéndome un día castigado
sin culpa, y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para
coger el lobo, determiné de mudar estilo, no desviándome
a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño, sino
estarme junto a él; que, pues el lobo allí venía,
allí sería más cierta la presa.
»Cada
semana nos tocaban a rebato, y en una escurísima noche tuve
yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase.
Agachéme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros,
adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron
de un carnero de los mejores del aprisco, y le mataron de manera que verdaderamente
pareció a la mañana que había sido su verdugo el lobo.
Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los
lobos y que despedazaban el ganado los mismos que le habían de guardar.
Al punto, hacían saber a su amo la presa del lobo, dábanle
el pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos lo más y
lo mejor. Volvía a reñirles el señor, y volvía
también el castigo de los perros. No había lobos, menguaba
el rebaño; quisiera yo descubrillo, hallábame mudo. Todo
lo cual me traía lleno de admiración y de congoja. "¡Válame
Dios! -decía entre mí-, ¿quién podrá
remediar esta maldad? ¿Quién será poderoso a dar a
entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza
roba y el que os guarda os mata?"»
CIPION.-Y
decías muy bien, Berganza, porque no hay mayor ni más sotil
ladrón que el doméstico, y así, mueren muchos
más de los confiados que de los recatados; pero el daño está
en que es imposible que puedan pasar bien las gentes en el mundo si no
se fía y se confía. Mas quédese aquí esto,
que no quiero que parezcamos predicadores. Pasa adelante.
BERGANZA.-«Paso
adelante, y digo que determiné dejar aquel oficio, aunque parecía
tan bueno, y escoger otro donde por hacerle bien, ya que no fuese remunerado,no
fuese castigado. Volvíme a Sevilla, y entré a servir a un
mercader muy rico.»
CIPION.-¿Qué
modo tenías para entrar con amo? Porque, según lo que se
usa, con gran dificultad el día de hoy halla un hombre de bien señor
a quien servir. Muy diferentes son los señores de la tierra del
Señor del cielo: aquéllos, para recebir un criado, primero
le espulgan el linaje, examinan la habilidad, le marcan la apostura,
y aun quieren saber los vestidos que tiene; pero, para entrar a servir
a Dios, el más pobre es más rico; el más humilde,
de mejor linaje; y, con sólo que se disponga con limpieza de corazón
a querer servirle, luego le manda poner en el libro de sus gajes, señalándoselos
tan aventajados que, de muchos y de grandes, apenas pueden caber en su
deseo.
BERGANZA.-Todo
eso es predicar, Cipión amigo.
CIPION.-Así
me lo parece a mí, y así, callo.
BERGANZA.-A
lo que me preguntaste del orden que tenía para entrar con amo, digo
que ya tú sabes que la humildad es la basa y fundamento de
todas virtudes, y que sin ella no hay alguna que lo sea. Ella allana inconvenientes,
vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines nos conduce;
de los enemigos hace amigos, templa la cólera de los airados y menoscaba
la arrogancia de los soberbios; es madre de la modestia y hermana de la
templanza; en fin, con ella no pueden atravesar triunfo que les sea
de provecho los vicios, porque en su blandura y mansedumbre se embotan
y despuntan las flechas de los pecados.
«Désta,
pues, me aprovechaba yo cuando quería entrar a servir en alguna
casa, habiendo primero considerado y mirado muy bien ser casa que pudiese
mantener y donde pudiese entrar un perro grande. Luego arrimábame
a la puerta, y cuando, a mi parecer, entraba algún forastero, le
ladraba, y cuando venía el señor bajaba la cabeza y, moviendo
la cola, me iba a él, y con la lengua le limpiaba los zapatos. Si
me echaban a palos, sufríalos, y con la misma mansedumbre volvía
a hacer halagos al que me apaleaba, que ninguno segundaba, viendo mi porfía
y mi noble término. Desta manera, a dos porfías me quedaba
en casa: servía bien, queríanme luego bien, y nadie me despidió,
si no era que yo me despidiese, o, por mejor decir, me fuese; y tal vez
hallé amo que éste fuera el día que yo estuviera en
su casa, si la contraria suerte no me hubiera perseguido.»
CIPION.-De
la misma manera que has contado entraba yo con los amos que tuve, y parece
que nos leímos los pensamientos.
BERGANZA.-Como
en esas cosas nos hemos encontrado, si no me engaño, y yo te las
diré a su tiempo, como tengo prometido; y ahora escucha lo que me
sucedió después que dejé el ganado en poder de aquellos
perdidos.
«Volvíme
a Sevilla, como dije, que es amparo de pobres y refugio de desechados,
que en su grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se
echan de ver los grandes. Arriméme a la puerta de una gran casa
de un mercader, hice mis acostumbradas diligencias, y a pocos lances me
quedé en ella. Recibiéronme para tenerme atado detrás
de la puerta de día y suelto de noche; servía con gran cuidado
y diligencia; ladraba a los forasteros y gruñía a los que
no eran muy conocidos; no dormía de noche, visitando los corrales,
subiendo a los terrados, hecho universal centinela de la mía
y de las casas ajenas. Agradóse tanto mi amo de mi buen servicio,
que mandó que me tratasen bien y me diesen ración de pan
y los huesos que se levantasen o arrojasen de su mesa, con las sobras de
la cocina, a lo que yo me mostraba agradecido, dando infinitos saltos cuando
veía a mi amo, especialmente cuando venía de fuera; que eran
tantas las muestras de regocijo que daba y tantos los saltos, que mi amo
ordenó que me desatasen y me dejasen andar suelto de día
y de noche. Como me vi suelto, corrí a él, rodeéle
todo, sin osar llegarle con las manos, acordándome de la fábula
de Isopo, cuando aquel asno, tan asno que quiso hacer a su señor
las mismas caricias que le hacía una perrilla regalada suya, que
le granjearon ser molido a palos. Parecióme que en esta fábula
se nos dio a entender que las gracias y donaires de algunos no están
bien en otros.»
Apode
el truhán, juegue de manos y voltee el histrión, rebuzne
el pícaro, imite el canto de los pájaros y los diversos gestos
y acciones de los animales y los hombres el hombre bajo que se hubiere
dado a ello, y no lo quiera hacer el hombre principal, a quien ninguna
habilidad déstas le puede dar crédito ni nombre honroso.
CIPION.-Basta;
adelante, Berganza, que ya estás entendido.
BERGANZA.-¡Ojalá
que como tú me entiendes me entendiesen aquellos por quien lo digo;
que no sé qué tengo de buen natural, que me pesa infinito
cuando veo que un caballero se hace chocarrero y se precia que sabe jugar
los cubiletes y las agallas, y que no hay quien como él sepa
bailar la chacona! Un caballero conozco yo que se alababa que, a
ruegos de un sacristán, había cortado de papel treinta y
dos florones para poner en un monumento sobre paños negros, y destas
cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba a sus amigos a verlas
como si los llevara a ver las banderas y despojos de enemigos que sobre
la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas.
«Este
mercader, pues, tenía dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta
catorce años, los cuales estudiaban gramática en el estudio
de la Compañía de Jesús; iban con autoridad,
con ayo y con pajes, que les llevaban los libros y aquel que llaman vademécum.
El verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacía sol, en
coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza
con que su padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no
llevaba otro criado que un negro, y algunas veces se desmandaba a ir en
un machuelo aun no bien aderezado.»
CIPION.-Has
de saber, Berganza, que es costumbre y condición de los mercaderes
de Sevilla, y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza,
no en sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son
mayores en su sombra que en sí mismos. Y, como ellos por maravilla
atienden a otra cosa que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente;
y, como la ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta
por sus hijos, y así los tratan y autorizan como si fuesen hijos
de algún príncipe; y algunos hay que les procuran títulos,
y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal
de la plebeya.
BERGANZA.-Ambición
es, pero ambición generosa, la de aquel que pretende mejorar su
estado sin perjuicio de tercero.
CIPION.-Pocas
o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño
de tercero.
BERGANZA.-Ya
hemos dicho que no hemos de murmurar.
CIPION.-Sí,
que yo no murmuro de nadie.
BERGANZA.-Ahora
acabo de confirmar por verdad lo que muchas veces he oído decir.
Acaba un maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de caluniar
veinte buenos, y si alguno le reprehende por lo que ha dicho, responde
que él no ha dicho nada, y que si ha dicho algo, no lo ha dicho
por tanto, y que si pensara que alguno se había de agraviar, no
lo dijera. A la fe, Cipión, mucho ha de saber, y muy sobre los estribos
ha de andar el que quisiere sustentar dos horas de conversación
sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en
mí que, con ser un animal, como soy, a cuatro razones que digo,
me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas
y murmurantes; por lo cual vuelvo a decir lo que otra vez he dicho:
que el hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres y lo
mamamos en la leche. Vese claro en que, apenas ha sacado el niño
el brazo de las fajas, cuando levanta la mano con muestras de querer vengarse
de quien, a su parecer, le ofende; y casi la primera palabra articulada
que habla es llamar puta a su ama o a su madre.
CIPION.-Así
es verdad, y yo confieso mi yerro y quiero que me le perdones, pues te
he perdonado tantos. Echemos pelillos a la mar, como dicen los muchachos,
y no murmuremos de aquí adelante; y sigue tu cuento, que le dejaste
en la autoridad con que los hijos del mercader tu amo iban al estudio de
la Compañía de Jesús.
BERGANZA.-A
El me encomiendo en todo acontecimiento; y, aunque el dejar de murmurar
lo tengo por dificultoso, pienso usar de un remedio que oí decir
que usaba un gran jurador, el cual, arrepentido de su mala costumbre, cada
vez que después de su arrepentimiento juraba, se daba un pellizco
en el brazo, o besaba la tierra, en pena de su culpa; pero, con todo esto,
juraba. Así yo, cada vez que fuere contra el precepto que me has
dado de que no murmure y contra la intención que tengo de no murmurar,
me morderé el pico de la lengua de modo que me duela y me acuerde
de mi culpa para no volver a ella.
CIPION.-Tal
es ese remedio, que si usas dél espero que te has de morder tantas
veces que has de quedar sin lengua, y así, quedarás imposibilitado
de murmurar.
BERGANZA.-A
lo menos, yo haré de mi parte mis diligencias, y supla las faltas
el cielo.
«Y
así, digo que los hijos de mi amo se dejaron un día un cartapacio
en el patio, donde yo a la sazón estaba; y, como estaba enseñado
a llevar la esportilla del jifero mi amo, así del vademécum
y fuime tras ellos, con intención de no soltalle hasta el estudio.
Sucedióme todo como lo deseaba: que mis amos, que me vieron venir
con el vademécum en la boca, asido sotilmente de las cintas, mandaron
a un paje me le quitase; mas yo no lo consentí ni le solté
hasta que entré en el aula con él, cosa que causó
risa a todos los estudiantes. Lleguéme al mayor de mis amos, y,
a mi parecer, con mucha crianza se le puse en las manos, y quedéme
sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando de hito en hito
al maestro que en la cátedra leía. No sé qué
tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco o nada
della, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la
solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban
a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud,
porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud,
que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los
reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los
animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con
cordura; y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de
los vicios y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos
ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.»
CIPION.-Muy
bien dices, Berganza; porque yo he oído decir desa bendita gente
que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en
todo él, y para guiadores y adalides del camino del cielo, pocos
les llegan. Son espejos donde se mira la honestidad, la católica
dotrina, la singular prudencia, y, finalmente, la humildad profunda, basa
sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza.
BERGANZA.-Todo
es así como lo dices.
«Y,
siguiendo mi historia, digo que mis amos gustaron de que les llevase siempre
el vademécum, lo que hice de muy buena voluntad; con lo cual tenía
una vida de rey, y aun mejor, porque era descansada, a causa que los estudiantes
dieron en burlarse conmigo, y domestiquéme con ellos de tal manera,
que me metían la mano en la boca y los más chiquillos subían
sobre mí. Arrojaban los bonetes o sombreros, y yo se los volvía
a la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo. Dieron en darme
de comer cuanto ellos podían, y gustaban de ver que, cuando me daban
nueces o avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras
y comiendo lo tierno. Tal hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me
trujo en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí
como si fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla
los molletes y mantequillas, de quien era tan bien servido, que más
de dos Antonios se empeñaron o vendieron para que yo almorzase.
Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que
es lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque
si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las
vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo, porque corren
parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo
y holgándose.
»Desta
gloria y desta quietud me vino a quitar una señora que, a mi parecer,
llaman por ahí razón de estado; que, cuando con ella
se cumple, se ha de descumplir con otras razones muchas. Es el caso que
aquellos señores maestros les pareció que la media hora que
hay de lición a lición la ocupaban los estudiantes, no en
repasar las liciones, sino en holgarse conmigo; y así, ordenaron
a mis amos que no me llevasen más al estudio. Obedecieron, volviéronme
a casa y a la antigua guarda de la puerta, y, sin acordarse señor
el viejo de la merced que me había hecho de que de día y
de noche anduviese suelto, volví a entregar el cuello a la cadena
y el cuerpo a una esterilla que detrás de la puerta me pusieron.»
¡Ay,
amigo Cipión, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el
pasar de un estado felice a un desdichado! Mira: cuando las miserias
y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se acaban presto,
con la muerte, o la continuación dellas hace un hábito y
costumbre en padecellas, que suele en su mayor rigor servir de alivio;
mas, cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin pensarlo y de improviso,
se sale a gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre, y de
allí a poco se vuelve a padecer la suerte primera y a los primeros
trabajos y desdichas, es un dolor tan riguroso que si no acaba la vida,
es por atormentarla más viviendo.
«Digo,
en fin, que volví a mi ración perruna y a los huesos que
una negra de casa me arrojaba, y aun éstos me dezmaban dos gatos
romanos: que, como sueltos y ligeros, érales fácil
quitarme lo que no caía debajo del distrito que alcanzaba mi cadena.»
Cipión
hermano, así el cielo te conceda el bien que deseas, que, sin que
te enfades, me dejes ahora filosofar un poco; porque si dejase de decir
las cosas que en este instante me han venido a la memoria de aquellas que
entonces me ocurrieron, me parece que no sería mi historia cabal
ni de fruto alguno.
CIPION.-Advierte,
Berganza, no sea tentación del demonio esa gana de filosofar que
dices te ha venido, porque no tiene la murmuración mejor velo para
paliar y encubrir su maldad disoluta que darse a entender el murmurador
que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir
mal es reprehensión y el descubrir los defetos ajenos buen celo.
Y no hay vida de ningún murmurante que, si la consideras y escudriñas,
no la halles llena de vicios y de insolencias. Y debajo de saber esto,
filosofea ahora cuanto quisieres.
BERGANZA.-Seguro
puedes estar, Cipión, de que más murmure, porque así
lo tengo prosupuesto.
«Es,
pues, el caso, que como me estaba todo el día ocioso y la ociosidad
sea madre de los pensamientos, di en repasar por la memoria algunos latines
que me quedaron en ella de muchos que oí cuando fui con mis amos
al estudio, con que, a mi parecer, me hallé algo más mejorado
de entendimiento, y determiné, como si hablar supiera, aprovecharme
dellos en las ocasiones que se me ofreciesen; pero en manera diferente
de la que se suelen aprovechar algunos ignorantes.»
Hay algunos
romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando
con algún latín breve y compendioso, dando a entender
a los que no lo entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar
un nombre ni conjugar un verbo.
CIPION.-
Por menor daño tengo ése que el que hacen los que verdaderamente
saben latín, de los cuales hay algunos tan imprudentes que, hablando
con un zapatero o con un sastre, arrojan latines como agua.
BERGANZA.-Deso
podremos inferir que tanto peca el que dice latines delante de quien los
ignora, como el que los dice ignorándolos.
CIPION.-Pues
otra cosa puedes advertir, y es que hay algunos que no les escusa el ser
latinos de ser asnos.
BERGANZA.-Pues,
¿quién lo duda? La razón está clara,pues cuando
en tiempo de los romanos hablaban todos latín, como lengua materna
suya, algún majadero habría entre ellos, a quien no escusaría
el hablar latín dejar de ser necio.
CIPION.-Para
saber callar en romance y hablar en latín, discreción es
menester, hermano Berganza.
BERGANZA.-Así
es, porque también se puede decir una necedad en latín como
en romance, y yo he visto letrados tontos, y gramáticos pesados,
y romancistas vareteados con sus listas de latín, que con mucha
facilidad pueden enfadar al mundo, no una sino muchas veces.
CIPION.-Dejemos
esto, y comienza a decir tus filosofías.
BERGANZA.-Ya
las he dicho: éstas son que acabo de decir.
CIPION.-¿Cuáles?
BERGANZA.-Estas
de los latines y romances, que yo comencé y tú acabaste.
CIPION.-¿Al
murmurar llamas filosofar? ¡Así va ello! Canoniza, canoniza,
Berganza, a la maldita plaga de la murmuración, y dale el nombre
que quisieres, que ella dará a nosotros el de cínicos,
que quiere decir perros murmuradores; y por tu vida que calles ya y sigas
tu historia.
BERGANZA.-¿Cómo
la tengo de seguir si callo?
CIPION.-Quiero
decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo,
según la vas añadiendo colas.
BERGANZA.-Habla
con propiedad: que no se llaman colas las del pulpo.
CIPION.-Ese
es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar las
cosas por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso
nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos que templen la asquerosidad
que causa el oírlas por sus mismos nombres. Las honestas palabras
dan indicio de la honestidad del que las pronuncia o las escribe.
BERGANZA.-Quiero
creerte; «y digo que, no contenta mi fortuna de haberme quitado de
mis estudios y de la vida que en ellos pasaba, tan regocijada y compuesta,
y haberme puesto atraillado tras de una puerta, y de haber trocado
la li eralidad de los estudiantes en la mezquinidad de la negra, ordenó
de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenía.»
Mira,
Cipión, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado
las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos
rincones de la tierra.
«Dígolo
porque la negra de casa estaba enamorada de un negro, asimismo esclavo
de casa, el cual negro dormía en el zaguán, que es entre
la puerta de la calle y la de en medio, detrás de la cual yo estaba;
y no se podían juntar sino de noche, y para esto habían hurtado
o contrahecho las llaves; y así, las más de las noches
bajaba la negra, y, tapándome la boca con algún pedazo de
carne o queso, abría al negro, con quien se daba buen tiempo,
facilitándolo mi silencio, y a costa de muchas cosas que la negra
hurtaba. Algunos días me estragaron la conciencia las dádivas
de la negra, pareciéndome que sin ellas se me apretarían
las ijadas y daría de mastín en galgo. Pero, en efeto, llevado
de mi buen natural, quise responder a lo que a mi amo debía, pues
tiraba sus gajes y comía su pan, como lo deben hacer no sólo
los perros honrados, a quien se les da renombre de agradecidos, sino todos
aquellos que sirven.»
CIPION.-Esto
sí, Berganza, quiero que pase por filosofía, porque son razones
que consisten en buena verdad y en buen entendimiento; y adelante y no
hagas soga, 122 por no decir cola, de tu historia.
BERGANZA.-Primero
te quiero rogar me digas, si es que lo sabes, qué quiere decir filosofía;
que, aunque yo la nombro, no sé lo que es; sólo me doy a
entender que es cosa buena.
CIPION.-
Con brevedad te la diré. Este nombre se compone de dos nombres
griegos, que son filos y sofía; filos quiere decir amor, y sofía,
la ciencia; así que filosofía significa `amor de la ciencia',
y filósofo, `amador de la ciencia'.
BERGANZA.-Mucho
sabes, Cipión. ¿Quién diablos te enseñó
a ti nombres griegos?
CIPION.-Verdaderamente,
Berganza, que eres simple, pues desto haces caso; porque éstas son
cosas que las saben los niños de la escuela, y también hay
quien presuma saber la lengua griega sin saberla, como la latina ignorándola.
BERGANZA.-Eso
es lo que yo digo, y quisiera que a estos tales los pusieran en una prensa,
y a fuerza de vueltas les sacaran el jugo de lo que saben, porque no anduviesen
engañando el mundo con el oropel de sus gregüescos rotos
y sus latines falsos, como hacen los portugueses con los negros de Guinea.
CIPION.-Ahora
sí, Berganza, que te puedes morder la lengua, y tarazármela
yo, porque todo cuanto decimos es murmurar.
BERGANZA.-Sí,
que no estoy obligado a hacer lo que he oído decir que hizo uno
llamado Corondas, tirio, el cual puso ley que ninguno entrase en
el ayuntamiento de su ciudad con armas, so pena de la vida. Descuidóse
desto, y otro día entró en el cabildo ceñida la espada;
advirtiéronselo y, acordándose de la pena por él puesta,
al momento desenvainó su espada y se pasó con ella el pecho,
y fue el primero que puso y quebrantó la ley y pagó la pena.
Lo que yo dije no fue poner ley, sino prometer que me mordería la
lengua cuando murmurase; pero ahora no van las cosas por el tenor y rigor
de las antiguas: hoy se hace una ley y mañana se rompe, y quizá
conviene que así sea. Ahora promete uno de enmendarse de sus vicios,
y de allí a un momento cae en otros mayores. Una cosa es alabar
la disciplina y otra el darse con ella, y, en efeto, del dicho al
hecho hay gran trecho. Muérdase el diablo, que yo no quiero
morderme ni hacer finezas detrás de una estera, donde de nadie soy
visto que pueda alabar mi honrosa determinación.
CIPION.-Según
eso, Berganza, si tú fueras persona, fueras hipócrita, y
todas las obras que hicieras fueran aparentes, fingidas y falsas, cubiertas
con la capa de la virtud, sólo porque te alabaran, como todos los
hipócritas hacen.
BERGANZA.-No
sé lo que entonces hiciera; esto sé que quiero hacer ahora:
que es no morderme, quedándome tantas cosas por decir que no sé
cómo ni cuándo podré acabarlas; y más, estando
temeroso que al salir del sol nos hemos de quedar a escuras, faltándonos
la habla.
CIPION.-Mejor
lo hará el cielo. Sigue tu historia y no te desvíes
del camino carretero con impertinentes digresiones; y así,
por larga que sea, la acabarás presto.
BERGANZA.-«Digo,
pues, que, habiendo visto la insolencia, ladronicio y deshonestidad de
los negros, determiné, como buen criado, estorbarlo, por los mejores
medios que pudiese; y pude tan bien, que salí con mi intento. Bajaba
la negra, como has oído, a refocilarse con el negro, fiada en que
me enmudecían los pedazos de carne, pan o queso que me arrojaba...»
¡Mucho
pueden las dádivas, Cipión!
CIPION.-Mucho.
No te diviertas, pasa adelante.
BERGANZA.-Acuérdome
que cuando estudiaba oí decir al precetor un refrán latino,
que ellos llaman adagio, que decía: Habet bovem in lingua.
CIPION.-¡Oh,
que en hora mala hayáis encajado vuestro latín! ¿Tan
presto se te ha olvidado lo que poco ha dijimos contra los que entremeten
latines en las conversaciones de romance?
BERGANZA.-Este
latín viene aquí de molde; que has de saber que los
atenienses usaban, entre otras, de una moneda sellada con la figura de
un buey, y cuando algún juez dejaba de decir o hacer lo que era
razón y justicia, por estar cohechado, decían: "Este tiene
el buey en la lengua".
CIPION.-La
aplicación falta.
BERGANZA.-¿No
está bien clara, si las dádivas de la negra me tuvieron muchos
días mudo, que ni quería ni osaba ladrarla cuando bajaba
a verse con su negro enamorado? Por lo que vuelvo a decir que pueden mucho
las dádivas.
CIPION.-Ya
te he respondido que pueden mucho, y si no fuera por no hacer ahora una
larga digresión, con mil ejemplos probara lo mucho que las dádivas
pueden; mas quizá lo diré, si el cielo me concede tiempo,
lugar y habla para contarte mi vida.
BERGANZA.-Dios
te dé lo que deseas, y escucha.
«Finalmente,
mi buena intención rompió por las malas dádivas de
la negra; a la cual, bajando una noche muy escura a su acostumbrado pasatiempo,
arremetí sin ladrar,porque no se alborotasen los de casa, y en un
instante le hice pedazos toda la camisa y le arranqué un pedazo
de muslo: burla que fue bastante a tenerla de veras más de ocho
días en la cama, fingiendo para con sus amos no sé qué
enfermedad. Sanó, volvió otra noche, y yo volví a
la pelea con mi perra, y, sin morderla, la arañé todo
el cuerpo como si la hubiera cardado como manta. Nuestras batallas eran
a la sorda, de las cuales salía siempre vencedor, y la negra,
malparada y peor contenta. Pero sus enojos se parecían bien
en mi pelo y en mi salud: alzóseme con la ración y
los huesos, y los míos poco a poco iban señalando los nudos
del espinazo. Con todo esto, aunque me quitaron el comer, no me pudieron
quitar el ladrar. Pero la negra, por acabarme de una vez, me trujo una
esponja frita con manteca; conocí la maldad; vi que era peor que
comer zarazas, porque a quien la come se le hincha el estómago
y no sale dél sin llevarse tras sí la vida. Y, pareciéndome
ser imposible guardarme de las asechanzas de tan indignados enemigos, acordé
de poner tierra en medio, quitándomeles delante de los ojos.
»Halléme
un día suelto, y sin decir adiós a ninguno de casa, me puse
en la calle, y a menos de cien pasos me deparó la suerte al alguacil
que dije al principio de mi historia, que era grande amigo de mi
amo Nicolás el Romo; el cual, apenas me hubo visto, cuando me conoció
y me llamó por mi nombre; también le conocí yo y,
al llamarme, me llegé a él con mis acostumbradas ceremonias
y caricias. Asióme del cuello y dijo a dos corchetes suyos:
"Este es famoso perro de ayuda, que fue de un grande amigo mío;
llevémosle a casa". Holgáronse los corchetes, y dijeron que
si era de ayuda a todos sería de provecho. Quisieron asirme para
llevarme, y mi amo dijo que no era menester asirme, que yo me iría,
porque le conocía.
»Háseme
olvidado decirte que las carlancas con puntas de acero que saqué
cuando me desgarré y ausenté del ganado me las quitó
un gitano en una venta, y ya en Sevilla andaba sin ellas; pero el alguacil
me puso un collar tachonado todo de latón morisco.»
Considera,
Cipión, ahora esta rueda variable de la fortuna mía:
ayer me vi estudiante y hoy me vees corchete.
CIPION.-Así
va el mundo, y no hay para qué te pongas ahora a esagerar los vaivenes
de fortuna, como si hubiera mucha diferencia de ser mozo de un jifero a
serlo de un corchete. No puedo sufrir ni llevar en paciencia oír
las quejas que dan de la fortuna algunos hombres que la mayor que tuvieron
fue tener premisas y esperanzas de llegar a ser escuderos. ¡Con qué
maldiciones la maldicen! ¡Con cuántos improperios la deshonran!
Y no por más de que porque piense el que los oye que de alta, próspera
y buena ventura han venido a la desdichada y baja en que los miran.
BERGANZA.-Tienes
razón; «y has de saber que este alguacil tenía amistad
con un escribano, con quien se acompañaba; estaban los dos amancebados
con dos mujercillas, no de poco más a menos, sino de menos
en todo; verdad es que tenían algo de buenas caras, pero mucho de
desenfado y de taimería putesca. Estas les servían de red
y de anzuelo para pescar en seco,en esta forma: vestíanse de suerte
que por la pinta descubrían la figura, y a tiro de arcabuz
mostraban ser damas de la vida libre; andaban siempre a caza de estranjeros,
y, cuando llegaba la vendeja a Cádiz y a Sevilla, llegaba
la huella de su ganancia, no quedando bretón con quien no
embistiesen; y, en cayendo el grasiento con alguna destas limpias,
avisaban al alguacil y al escribano adónde y a qué posada
iban, y, en estando juntos, les daban asalto y los prendían por
amancebados; pero nunca los llevaban a la cárcel, a causa que los
estranjeros siempre redimían la vejación con dineros.
«Sucedió,
pues, que la Colindres, que así se llamaba la amiga del alguacil,
pescó un bretón unto y bisunto; concertó con
él cena y noche en su posada; dio el cañuto a su amigo;
y, apenas se habían desnudado, cuando el alguacil, el escribano,
dos corchetes y yo dimos con ellos. Alborotáronse los amantes; esageró
el alguacil el delito; mandólos vestir a toda priesa para llevarlos
a la cárcel; afligióse el bretón; terció, movido
de caridad, el escribano, y a puros ruegos redujo la pena a solos cien
reales. Pidió el bretón unos follados de camuza que
había puesto en una silla a los pies de la cama, donde tenía
dineros para pagar su libertad, y no parecieron los follados, ni podían
parecer; porque, así como yo entré en el aposento,
llegó a mis narices un olor de tocino que me consoló todo;
descubríle con el olfato, y halléle en una faldriquera de
los follados. Digo que hallé en ella un pedazo de jamón famoso,
y, por gozarle y poderle sacar sin rumor, saqué los follados a la
calle, y allí me entregué en el jamón a toda mi voluntad,
y cuando volví al aposento hallé que el bretón daba
voces diciendo en lenguaje adúltero y bastardo, aunque se entendía,
que le volviesen sus calzas, que en ellas tenía cincuenta
escuti d'oro in oro. Imaginó el escribano o que la Colindres
o los corchetes se los habían robado; el alguacil pensó lo
mismo; llamólos aparte, no confesó ninguno, y diéronse
al diablo todos.Viendo yo lo que pasaba, volví a la calle donde
había dejado los follados, para volverlos, pues a mí no me
aprovechaba nada el dinero; no los hallé,porque ya algún
venturoso que pasó se los había llevado.
Como
el alguacil vio que el bretón no tenía dinero para el cohecho,
se desesperaba, y pensó sacar de la huéspeda de casa
lo que el bretón no tenía; llamóla, y vino medio desnuda,
y, como oyó las voces y quejas del bretón, y a la Colindres
desnuda y llorando, al alguacil en cólera y al escribano enojado
y a los corchetes despabilando lo que hallaban en el aposento, no
le plugo mucho. Mandó el alguacil que se cubriese y se viniese con
él a la cárcel, porque consentía en su casa hombres
y mujeres de mal vivir. ¡Aquí fue ello! Aquí sí
que fue cuando se aumentaron las voces y creció la confusión;
porque dijo la huéspeda: "Señor alguacil y señor escribano,
no conmigo tretas, que entrevo toda costura; no conmigo dijes
ni poleos: callen la boca y váyanse con Dios; si no, por mi
santiguada que arroje el bodegón por la ventana y que saque
a plaza toda la chirinola desta historia; que bien conozco a la señora
Colindres y sé que ha muchos meses que es su cobertor el señor
alguacil; y no hagan que me aclare más, sino vuélvase el
dinero a este señor, y quedemos todos por buenos; porque yo soy
mujer honrada y tengo un marido con su carta de ejecutoria, y con
a perpenan rei de memoria, con sus colgaderos de plomo, Dios sea
loado, y hago este oficio muy limpiamente y sin daño de barras.
El arancel tengo clavado donde todo el mundo le vea; y no conmigo
cuentos, que, por Dios, que sé despolvorearme. ¡Bonita
soy yo para que por mi orden entren mujeres con los huéspedes!
Ellos tienen las llaves de sus aposentos, y yo no soy quince, que
tengo de ver tras siete paredes".
»Pasmados
quedaron mis amos de haber oído la arenga de la huéspeda
y de ver cómo les leía la historia de sus vidas; pero, como
vieron que no tenían de quién sacar dinero si della no, porfiaban
en llevarla a la cárcel. Quejábase ella al cielo de la sinrazón
y justicia que la hacían, estando su marido ausente y siendo
tan principal hidalgo. El bretón bramaba por sus cincuenta escuti.
Los corchetes porfiaban que ellos no habían visto los follados,
ni Dios permitiese lo tal. El escribano, por lo callado, insistía
al alguacil que mirase los vestidos de la Colindres, que le daba sospecha
que ella debía de tener los cincuenta escuti, por tener de costumbre
visitar los escondrijos y faldriqueras de aquellos que con ella se
envolvían. Ella decía que el bretón estaba borracho
y que debía de mentir en lo del dinero. En efeto, todo era confusión,
gritos y juramentos, sin llevar modo de apaciguarse, ni se apaciguaran
si al instante no entrara en el aposento el teniente de asistente,
que, viniendo a visitar aquella posada, las voces le llevaron adonde era
la grita.
Preguntó
la causa de aquellas voces; la huéspeda se la dio muy por menudo:
dijo quién era la ninfa Colindres, que ya estaba vestida;
publicó la pública amistad suya y del alguacil; echó
en la calle sus tretas y modo de robar; disculpóse a sí
misma de que con su consentimiento jamás había entrado en
su casa mujer de mala sospecha; canonizóse por santa y a su marido
por un bendito, y dio voces a una moza que fuese corriendo y trujese de
un cofre la carta ejecutoria de su marido, para que la viese el señor
tiniente, diciéndole que por ella echaría de ver que mujer
de tan honrado marido no podía hacer cosa mala; y que si tenía
aquel oficio de casa de camas, era a no poder más: que Dios sabía
lo que le pesaba, y si quisiera ella tener alguna renta y pan cuotidiano
para pasar la vida, que tener aquel ejercicio. El teniente, enfadado de
su mucho hablar y presumir de ejecutoria, le dijo: "Hermana camera, yo
quiero creer que vuestro marido tiene carta de hidalguía con que
vos me confeséis que es hidalgo mesonero". "Y con mucha honra -respondió
la huéspeda-. Y, ¿qué linaje hay en el mundo, por
bueno que sea, que no tenga algún dime y direte?" "Lo que yo os
digo, hermana, es que os cubráis, que habéis de venir a la
cárcel". La cual nueva dio con ella en el suelo; arañóse
el rostro; alzó el grito; pero, con todo eso, el teniente, demasiadamente
severo, los llevó a todos a la cárcel; conviene a saber:
al bretón, a la Colindres y a la huéspeda.Después
supe que el bretón perdió sus cincuenta escuti, y más
diez, en que le condenaron en las costas; la huéspeda pagó
otro tanto, y la Colindres salió libre por la puerta afuera.
Y el
mismo día que la soltaron pescó a un marinero, que pagó
por el bretón, con el mismo embuste del soplo; porque veas, Cipión,
cuántos y cuán grandes inconvenientes nacieron de mi golosina.»
CIPION.-Mejor
dijeras de la bellaquería de tu amo.
BERGANZA.-Pues
escucha, que aún más adelante tiraban la barra, puesto
que me pesa de decir mal de alguaciles y de escribanos.
CIPION.-Sí,
que decir mal de uno no es decirlo de todos; sí, que muchos y muy
muchos escribanos hay buenos, fieles y legales, y amigos de hacer
placer sin daño de tercero; sí, que no todos entretienen
los pleitos, ni avisan a las partes, ni todos llevan más de sus
derechos,ni todos van buscando e inquiriendo las vidas ajenas para ponerlas
en tela de juicio, ni todos se aúnan con el juez para "háceme
la barba y hacerte he el copete", ni todos los alguaciles se conciertan
con los vagamundos y fulleros, ni tienen todos las amigas de tu amo para
sus embustes. Muchos y muy muchos hay hidalgos por naturaleza y de hidalgas
condiciones; muchos no son arrojados, insolentes, ni mal criados, ni rateros,
como los que andan por los mesones midiendo las espadas a los estranjeros,
y, hallándolas un pelo más de la marca, destruyen a
sus dueños. Sí, que no todos como prenden sueltan, y son
jueces y abogados cuando quieren.
BERGANZA.-«Más
alto picaba mi amo; otro camino era el suyo; presumía de valiente
y de hacer prisiones famosas; sustentaba la valentía sin peligro
de su persona, pero a costa de su bolsa. Un día acometió
en la Puerta de Jerez él solo a seis famosos rufianes, sin
que yo le pudiese ayudar en nada, porque llevaba con un freno de cordel
impedida la boca (que así me traía de día, y de noche
me le quitaba). Quedé maravillado de ver su atrevimiento, su brío
y su denuedo; así se entraba y salía por las seis espadas
de los rufos como si fueran varas de mimbre; era cosa maravillosa
ver la ligereza con que acometía, las estocadas que tiraba, los
reparos, la cuenta, el ojo alerta porque no le tomasen las espaldas.
Finalmente, él quedó en mi opinión y en la de todos
cuantos la pendencia miraron y supieron por un nuevo Rodamonte, habiendo
llevado a sus enemigos desde la Puerta de Jerez hasta los mármoles
del Colegio de Mase Rodrigo, que hay más de cien pasos. Dejólos
encerrados, y volvió a coger los trofeos de la batalla, que fueron
tres vainas, y luego se las fue a mostrar al asistente, que, si mal no
me acuerdo, lo era entonces el licenciado Sarmiento de Valladares,
famoso por la destruición de La Sauceda. Miraban a mi amo por las
calles do pasaba, señalándole con el dedo, como si
dijeran: "Aquél es el valiente que se atrevió a reñir
solo con la flor de los bravos de la Andalucía".
En dar
vueltas a la ciudad, para dejarse ver, se pasó lo que quedaba del
día, y la noche nos halló en Triana, en una calle junto al
Molino de la Pólvora; y, habiendo mi amo avizorado (como en
la jácara se dice) si alguien le veía, se entró en
una casa, y yo tras él, y hallamos en un patio a todos los jayanes
de la pendencia, sin capas ni espadas, y todos desabrochados; y uno, que
debía de ser el huésped, tenía un gran jarro de vino
en la una mano y en la otra una copa grande de taberna, la cual, colmándola
de vino generoso y espumante, brindaba a toda la compañía.
Apenas hubieron visto a mi amo, cuando todos se fueron a él con
los brazos abiertos, y todos le brindaron, y él hizo la razón
a todos, y aun la hiciera a otros tantos si le fuera algo en ello, por
ser de condición afable y amigo de no enfadar a nadie por pocas
cosas.»
Quererte
yo contar ahora lo que allí se trató, la cena que cenaron,
las peleas que se contaron, los hurtos que se refirieron, las damas que
de su trato se calificaron y las que se reprobaron, las alabanzas que los
unos a los otros se dieron, los bravos ausentes que se nombraron, la destreza
que allí se puso en su punto, levantándose en mitad de la
cena a poner en prática las tretas que se les ofrecían,
esgrimiendo con las manos, los vocablos tan exquisitos de que usaban; y,
finalmente, el talle de la persona del huésped, a quien todos
respetaban como a señor y padre, sería meterme en un laberinto
donde no me fuese posible salir cuando quisiese.
»Finalmente,
vine a entender con toda certeza que el dueño de la casa, a quien
llamaban Monipodio, era encubridor de ladrones y pala de rufianes,
y que la gran pendencia de mi amo había sido primero concertada
con ellos, con las circunstancias del retirarse y de dejar las vainas,
las cuales pagó mi amo allí, luego, de contado, con todo
cuanto Monipodio dijo que había costado la cena, que se concluyó
casi al amanecer, con mucho gusto de todos. Y fue su postre dar soplo a
mi amo de un rufián forastero que, nuevo y flamante, había
llegado a la ciudad; debía de ser más valiente que ellos,
y de envidia le soplaron. Prendióle mi amo la siguiente noche,
desnudo en la cama: que si vestido estuviera, yo vi en su talle que no
se dejara prender tan a mansalva. Con esta prisión que sobrevino
sobre la pendencia, creció la fama de mi cobarde, que lo era mi
amo más que una liebre, y a fuerza de meriendas y tragos sustentaba
la fama de ser valiente, y todo cuanto con su oficio y con sus inteligencias
granjeaba se le iba y desaguaba por la canal de la valentía.
»Pero
ten paciencia, y escucha ahora un cuento que le sucedió, sin añadir
ni quitar de la verdad una tilde. Dos ladrones hurtaron en Antequera un
caballo muy bueno; trujéronle a Sevilla, y para venderle sin peligro
usaron de un ardid que, a mi parecer, tiene del agudo y del discreto. Fuéronse
a posar a posadas diferentes, y el uno se fue a la justicia y pidió
por una petición que Pedro de Losada le debía cuatrocientos
reales prestados, como parecía por una cédula firmada de
su nombre, de la cual hacía presentación. Mandó el
tiniente que el tal Losada reconociese la cédula, y que si la reconociese,
le sacasen prendas de la cantidad o le pusiesen en la cárcel; tocó
hacer esta diligencia a mi amo y al escribano su amigo; llevóles
el ladrón a la posada del otro, y al punto reconoció su firma
y confesó la deuda, y señaló por prenda de la ejecución
el caballo, el cual visto por mi amo, le creció el ojo; y
le marcó por suyo si acaso se vendiese. Dio el ladrón
por pasados los términos de la ley, y el caballo se puso en venta
y se remató en quinientos reales en un tercero que mi amo echó
de manga para que se le comprase. Valía el caballo tanto y
medio más de lo que dieron por él. Pero, como el bien
del vendedor estaba en la brevedad de la venta, a la primer postura remató
su mercaduría. Cobró el un ladrón la deuda que
no le debían, y el otro la carta de pago que no había menester,
y mi amo se quedó con el caballo, que para él fue peor que
el Seyano lo fue para sus dueños.
Mondaron
luego la haza los ladrones, y, de allí a dos días,
después de haber trastejado mi amo las guarniciones y otras
faltas del caballo, pareció sobre él en la plaza de
San Francisco, más hueco y pomposo que aldeano vestido de fiesta.
Diéronle
mil parabienes de la buena compra, afirmándole que valía
ciento y cincuenta ducados como un huevo un maravedí; y él,
volteando y revolviendo el caballo, representaba su tragedia en el teatro
de la referida plaza. Y, estando en sus caracoles y rodeos, llegaron dos
hombres de buen talle y de mejor ropaje, y el uno dijo: "¡Vive Dios,
que éste es Piedehierro, mi caballo, que ha pocos días que
me le hurtaron en Antequera!". Todos los que venían con él,
que eran cuatro criados, dijeron que así era la verdad: que aquél
era Piedehierro, el caballo que le habían hurtado. Pasmóse
mi amo, querellóse el dueño, hubo pruebas, y fueron las que
hizo el dueño tan buenas, que salió la sentencia en su favor
y mi amo fue desposeído del caballo. Súpose la burla y la
industria de los ladrones, que por manos e intervención de
la misma justicia vendieron lo que habían hurtado, y casi todos
se holgaban de que la codicia de mi amo le hubiese rompido el saco.
»Y
no paró en esto su desgracia; que aquella noche, saliendo a rondar
el mismo asistente, por haberle dado noticia que hacia los barrios de San
Ju ián andaban ladrones, al pasar de una encrucijada vieron pasar
un hombre corriendo, y dijo a este punto el asistente, asiéndome
por el collar y zuzándome. "¡Al ladrón, Gavilán!
¡Ea, Gavilán, hijo, al ladrón, al ladrón!" Yo,
a quien ya tenían cansado las maldades de mi amo, por cumplir lo
que el señor asistente me mandaba sin discrepar en nada, arremetí
con mi propio amo, y sin que pudiese valerse, di con él en el suelo;
y si no me le quitaran, yo hiciera a más de a cuatro vengados; quitáronme
con mucha pesadumbre de entrambos. Quisieran los corchetes castigarme,
y aun matarme a palos, y lo hicieran si el asistente no les dijera: "No
le toque nadie, que el perro hizo lo que yo le mandé".
»Entendióse
la malicia, y yo, sin despedirme de nadie, por un agujero de la muralla
salí al campo, y antes que amaneciese me puse en Mairena,
que es un lugar que está cuatro leguas de Sevilla. Quiso mi buena
suerte que hallé allí una compañía de soldados
que, según oí decir, se iban a embarcar a Cartagena. Estaban
en ella cuatro rufianes de los amigos de mi amo, y el atambor era
uno que había sido corchete y gran chocarrero, como lo suelen ser
los más atambores. Conociéronme todos y todos me hablaron;
y así, me preguntaban por mi amo como si les hubiera de responder;
pero el que más afición me mostró fue el atambor,
y así, determiné de acomodarme con él, si él
quisiese, y seguir aquella jornada, aunque me llevase a Italia o a Flandes;
porque me parece a mí, y aun a ti te debe parecer lo mismo, que,
puesto que dice el refrán "quien necio es en su villa, necio es
en Castilla", el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los
hombres discretos.»
CIPION.-Es
eso tan verdad, que me acuerdo haber oído decir a un amo que tuve
de bonísimo ingenio que al famoso griego llamado Ulises le dieron
renombre de prudente por sólo haber andado muchas tierras y comunicado
con diversas gentes y varias naciones; y así, alabo la intención
que tuviste de irte donde te llevasen.
BERGANZA.-«Es,
pues, el caso que el atambor, por tener con qué mostrar más
sus chacorrerías, comenzó a enseñarme a bailar al
son del atambor y a hacer otras monerías, tan ajenas de poder aprenderlas
otro perro que no fuera yo como las oirás cuando te las diga.
»Por
acabarse el distrito de la comisión, se marchaba poco a poco; no
había comisario que nos limitase; el capitán era mozo, pero
muy buen caballero y gran cristiano; el alférez no hacía
muchos meses que había dejado la Corte y el tinelo; el sargento
era matrero y sagaz y grande harriero de compañías,
desde donde se levantan hasta el embarcadero. Iba la compañía
llena de rufianes churrulleros, los cuales hacían algunas
insolencias por los lugares do pasábamos, que redundaban en maldecir
a quien no lo merecía. Infelicidad es del buen príncipe ser
culpado de sus súbditos por la culpa de sus súbditos,
a causa que los unos son verdugos de los otros, sin culpa del señor;
pues, aunque quiera y lo procure no puede remediar estos daños,
porque todas o las más cosas de la guerra traen consigo aspereza,
riguridad y desconveniencia.
»En
fin, en menos de quince días, con mi buen ingenio y con la diligencia
que puso el que había escogido por patrón, supe saltar por
el Rey de Francia y a no saltar por la mala tabernera. Enseñóme
a hacer corvetas como caballo napolitano y a andar a la redonda como mula
de atahona, con otras cosas que, si yo no tuviera cuenta en no adelantarme
a mostrarlas, pusiera en duda si era algún demonio en figura de
perro el que las hacía. Púsome nombre del "perro sabio",
y no habíamos llegado al alojamiento cuando, tocando su atambor,
andaba por todo el lugar pregonando que todas las personas que quisiesen
venir a ver las maravillosas gracias y habilidades del perro sabio en tal
casa o en tal hospital las mostraban, a ocho o a cuatro maravedís,
según era el pueblo grande o chico. Con estos encarecimientos no
quedaba persona en todo el lugar que no me fuese a ver, y ninguno había
que no saliese admirado y contento de haberme visto. Triunfaba mi
amo con la mucha ganancia, y sustentaba seis camaradas como unos
reyes. La codicia y la envidia despertó en los rufianes voluntad
de hurtarme, y andaban buscando ocasión para ello: que esto del
ganar de comer holgando tiene muchos aficionados y golosos; por esto hay
tantos titereros en España, tantos que muestran retablos,
tantos que venden alfileres y coplas, que todo su caudal, aunque le vendiesen
todo, no llega a poderse sustentar un día; y, con esto, los unos
y los otros no salen de los bodegones y tabernas en todo el año;
por do me doy a entender que de otra parte que de la de sus oficios sale
la corriente de sus borracheras. Toda esta gente es vagamunda, inúti
y sin provecho; esponjas del vino y gorgojos del pan.»
CIPION.-No
más, Berganza; no volvamos a lo pasado: sigue, que se va la noche,
y no querría que al salir del sol quedásemos a la sombra
del silencio.
BERGANZA.-Tenle
y escucha.
»Como
sea cosa fácil añadir a lo ya inventado, viendo mi amo cuán
bien sabía imitar el corcel napolitano, hízome unas cubiertas
de guadamací y una silla pequeña, que me acomodó
en las espaldas, y sobre ella puso una figura liviana de un hombre con
una lancilla de correr sortija, y enseñóme a correr
derechamente a una sortija que entre dos palos ponía; y el día
que había de correrla pregonaba que aquel día corría
sortija el perro sabio y hacía otras nuevas y nunca vistas galanterías,
las cuales de mi santiscario, como dicen, las hacía por no
sacar mentiroso a mi amo.
»Llegamos,
pues, por nuestras jornadas contadas a Montilla, villa del famoso y gran
cristiano Marqués de Priego, señor de la casa de Aguilar
y de Montilla. Alojaron a mi amo, porque él lo procuró, en
un hospital; echó luego el ordinario bando, y, como ya la
fama se había adelantado a llevar las nuevas de las habilidades
y gracias del perro sabio, en menos de una hora se llenó el patio
de gente. Alegróse mi amo viendo que la cosecha iba de guilla,
y mostróse aquel día chacorrero en demasía.
Lo primero en que comenzaba la fiesta era en los saltos que yo daba por
un aro de cedazo, que parecía de cuba: conjurábame
por las ordinarias preguntas, y cuando él bajaba una varilla de
membrillo que en la mano tenía, era señal del salto; y cuando
la tenía alta, de que me estuviese quedo. El primer conjuro deste
día (memorable entre todos los de mi vida) fue decirme: "Ea, Gavilán
amigo, salta por aquel viejo verde que tú conoces que se escabecha
las barbas; y si no quieres, salta por la pompa y el aparato de doña
Pimpinela de Plafagonia, que fue compañera de la moza gallega que
servía en Valdeastillas. ¿No te cuadra el conjuro,
hijo Gavilán? Pues salta por el bachiller Pasillas, que se
firma licenciado sin tener grado alguno. ¡Oh, perezoso estás!
¿Por qué no saltas? Pero ya entiendo y alcanzo tus marrullerías:
ahora salta por el licor de Esquivias, famoso al par del de Ciudad
Real, San Martín y Ribadavia". Bajó la varilla y salté
yo,y noté sus malicias y malas entrañas.
»Volvióse
luego al pueblo y en voz alta dijo: "No piense vuesa merced, senado
valeroso, que es cosa de burla lo que este perro sabe: veinte y cuatro
piezas le tengo enseñadas que por la menor dellas volaría
un gavilán; quiero decir que por ver la menor se pueden caminar
treinta leguas. Sabe bailar la zarabanda y chacona mejor que su inventora
misma; bébese una azumbre de vino sin dejar gota; entona un sol
fa mi re tan bien como un sacristán; todas estas cosas, y otras
muchas que me quedan por decir, las irán viendo vuesas mercedes
en los días que estuviere aquí la compañía;
y por ahora dé otro sa to nuestro sabio, y luego entraremos en lo
grueso". Con esto suspendió el auditorio, que había llamado
senado, y les encendió el deseo de no dejar de ver todo lo que yo
sabía.
»Volvióse
a mí mi amo y dijo: "Volved, hijo Gavilán, y con gentil agilidad
y destreza deshaced los saltos que habéis hecho; pero ha de ser
a devoción de la famosa hechicera que dicen que hubo en este lugar".
Apenas hubo dicho esto, cuando alzó la voz la hospitalera, que era
una vieja, al parecer, de más de sesenta años, diciendo:
"¡Bellaco, charlatán, embaidor y hijo de puta, aquí
no hay hechicera alguna! Si lo decís por la Camacha, ya ella
pagó su pecado, y está donde Dios se sabe; si lo decís
por mí, chacorrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida; y
si he tenido fama de haberlo sido, merced a los testigos falsos,
y a la ley del encaje, y al juez arrojadizo y mal informado, ya sabe
todo el mundo la vida que hago en penitencia, no de los hechizos que no
hice, sino de otros muchos pecados: otros que como pecadora he cometido.
Así que, socarrón tamborilero, salid del hospital: si no,
por vida de mi santiguada que os haga salir más que de paso".
Y, con esto, comenzó a dar tantos gritos y a decir tantas y tan
atropelladas injurias a mi amo, que puso en confusión
y sobresalto; finalmente, no dejó que pasase adelante la fiesta
en ningún modo. No le pesó a mi amo del alboroto, porque
se quedó con los dineros y aplazó para otro día y
en otro hospital lo que en aquél había faltado. Fuese la
gente maldiciendo a la vieja, añadiendo al nombre de hechicera el
de bruja, y el de barbuda sobre vieja. Con todo esto, nos quedamos en el
hospital aquella noche; y, encontrándome la vieja en el corral solo,me
dijo: "¿Eres tú, hijo Montiel? ¿Eres tú, por
ventura, hijo?".
Alcé
la cabeza y miréla muy de espacio; lo cual visto por ella,
con lágrimas en los ojos se vino a mí y me echó los
brazos al cuello, y si la dejara me besara en la boca; pero tuve asco y
no lo consentí.»
CIPION.-
Bien hiciste, porque no es regalo, sino tormento, el besar ni dejar besarse
de una vieja.
BERGANZA.-Esto
que ahora te quiero contar te lo había de haber dicho al principio
de mi cuento, y así escusáramos la admiración que
nos causó el vernos con habla.
«Porque
has de saber que la vieja me dijo: "Hijo Montiel,vente tras mí y
sabrás mi aposento, y procura que esta noche nos veamos a solas
en él, que yo dejaré abierta la puerta; y sabe que tengo
muchas cosas que decirte de tu vida y para tu provecho". Bajé yo
la cabeza en señal de obedecerla, por lo cual ella se acabó
de enterar en que yo era el perro Montiel que buscaba, según después
me lo dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la noche,
por ver en lo que paraba aquel misterio, o prodigio, de haberme hablado
la vieja; y, como había oído llamarla de hechicera, esperaba
de su vista y habla grandes cosas. Llegóse, en fin, el punto de
verme con ella en su aposento,que era escuro, estrecho y bajo, y solamente
claro con la débil luz de un candil de barro que en él estaba;
atizóle la vieja, y sentóse sobre una arquilla, y llegóme
junto a sí, y, sin hablar palabra, me volvió a abrazar, y
yo volví a tener cuenta con que no me besase. Lo primero que me
dijo fue:
»"Bien
esperaba yo en el cielo que, antes que estos mis ojos se cerrasen con el
último sueño, te había de ver, hijo mío; y,
ya que te he visto, venga la muerte y lléveme desta cansada vida.
Has de saber, hijo, que en esta villa vivió la más famosa
hechicera que hubo en el mundo, a quien llamaron la Camacha de Montilla;
fue tan única en su oficio, que las Eritos, las Circes, las
Medeas, de quien he oído decir que están las historias
llenas, no la igualaron. Ella congelaba las nubes cuando quería,
cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba volvía
sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante
de lejas tierras, remediaba maravillosamente las doncellas que habían
tenido algún descuido en guardar su entereza, cubría a las
viudas de modo que con honestidad fuesen deshonestas, descasaba las casadas
y casaba las que ella quería. Por diciembre tenía rosas frescas
en su jardín y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros
en una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un
espejo, o en la uña de una criatura, los vivos o los muertos que
le pedían que mostrase. Tuvo fama que convertía los hombres
en animales, y que se había servido de un sacristán seis
años,en forma de asno, real y verdaderamente, lo que yo nunca
he podido alcanzar cómo se haga, porque lo que se dice de aquellas
antiguas magas, que convertían los hombres en bestias, dicen los
que más saben que no era otra cosa sino que ellas, con su mucha
hermosura y con sus halagos, atraían los hombres de manera a que
las quisiesen bien, y los sujetaban de suerte, sirviéndose dellos
en todo cuanto querían,que parecían bestias.
Pero
en ti, hijo mío, la experiencia me muestra lo contrario: que sé
que eres persona racional y te veo en semejanza de perro, si ya no es que
esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que
hace parecer una cosa por otra.
Sea lo
que fuere, lo que me pesa es que yo ni tu madre, que fuimos discípulas
de la buena Camacha, nunca llegamos a saber tanto como ella; y no por falta
de ingenio, ni de habilidad, ni de ánimo, que antes nos sobraba
que faltaba, sino por sobra de su malicia, que nunca quiso enseñarnos
las cosas mayores, porque las reservaba para ella.
»"Tu
madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la
Camacha fue famosa; yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sabia
como las dos, a lo menos de tan buenos deseos como cualquiera dellas. Verdad
es que el ánimo que tu madre tenía de hacer y entrar en un
cerco y encerrarse en él con una legión de demonios, no le
hacía ventaja la misma Camacha. Yo fui siempre algo medrosilla;
con conjurar media legión me contentaba, pero, con paz sea
dicho de entrambas, en esto de conficionar las unturas con que las brujas
nos untamos, a ninguna de las dos diera ventaja, ni la daré a cuantas
hoy siguen y guardan nuestras reglas. Que has de saber, hijo, que como
yo he visto y veo que la vida, que corre sobre las ligeras alas del tiempo,
se acaba, he querido dejar todos los vicios de la hechicería, en
que estaba engolfada muchos años había, y sólo me
he quedado con la curiosidad de ser bruja, que es un vicio dificultosísimo
de dejar. Tu madre hizo lo mismo: de muchos vicios se apartó, muchas
buenas obras hizo en esta vida, pero al fin murió bruja; y no murió
de enfermedad alguna, sino de dolor de que supo que la Camacha, su maestra,
de envidia que la tuvo porque se le iba subiendo a las barbas en
saber tanto como ella (o por otra pendenzuela de celos, que nunca pude
averiguar), estando tu madre preñada y llegándose la hora
del parto, fue su comadre la Camacha, la cual recibió en sus manos
lo que tu madre parió, y mostróle que había parido
dos perritos; y, así como los vio, dijo: `¡Aquí hay
maldad, aquí hay bellaquería!'.
`Pero,
hermana Montiela, tu amiga soy; yo encubriré este parto, y atiende
tú a estar sana, y haz cuenta que esta tu desgracia queda sepultada
en el mismo silencio; no te dé pena alguna este suceso, que ya sabes
tú que puedo yo saber que si no es con Rodríguez, el ganapán
tu amigo, días ha que no tratas con otro; así que, este perruno
parto de otra parte viene y algún misterio contiene.
Admiradas
quedamos tu madre y yo, que me hallé presente a todo, del
estraño suceso. La Camacha se fue y se llevó los cachorros;
yo me quedé con tu madre para asistir a su regalo, la cual no podía
creer lo que le había sucedido.
»"Llegóse
el fin de la Camacha, y, estando en la última hora de su vida, llamó
a tu madre y le dijo como ella había convertido a sus hijos en perros
por cierto enojo que con ella tuvo; pero que no tuviese pena, que ellos
volverían a su ser cuando menos lo pensasen; mas que no podía
ser primero que ellos por sus mismos ojos viesen lo siguiente:
Volverán
en su forma verdadera
cuando vieren
con presta diligencia
derribar los
soberbios levantados,
y alzar a los
humildes abatidos,
con poderosa
mano para hacello.
»"Esto
dijo la Camacha a tu madre al tiempo de su muerte, como ya te he dicho.
Tomólo tu madre por escrito y de memoria, y yo lo fijé en
la mía para si sucediese tiempo de poderlo decir a alguno de vosotros;
y, para poder conoceros, a todos los perros que veo de tu color los llamo
con el nombre de tu madre, no por pensar que los perros han de saber el
nombre, sino por ver si respondían a ser llamados tan diferentemente
como se llaman los otros perros. Y esta tarde, como te vi hacer tantas
cosas y que te llaman el perro sabio, y también como alzaste la
cabeza a mirarme cuando te llamé en el corral, he creído
que tú eres hijo de la Montiela, a quien con grandísimo gusto
doy noticia de tus sucesos y del modo con que has de cobrar tu forma primera;
el cual modo quisiera yo que fuera tan fácil como el que se dice
de Apu eyo en El asno de oro, que consistía en sólo
comer una rosa. Pero este tuyo va fundado en acciones ajenas y no en tu
diligencia. Lo que has de hacer,hijo, es encomendarte a Dios allá
en tu corazón, y espera que éstas, que no quiero llamarlas
profecías, sino adivinanzas, han de suceder presto y prósperamente;
que, pues la buena de la Camacha las dijo, sucederán sin duda alguna,
y tú y tu hermano, si es vivo, os veréis como deseáis.
»"De
lo que a mí me pesa es que estoy tan cerca de mi acabamiento que
no tendré lugar de verlo. Muchas veces he querido preguntar a mi
cabrón qué fin tendrá vuestro suceso, pero no
me he atrevido, porque nunca a lo que le preguntamos responde a derechas,
sino con razones torcidas y de muchos sentidos. Así que, a este
nuestro amo y señor no hay que preguntarle nada, porque con una
verdad mezcla mil mentiras; y, a lo que yo he colegido de sus respuestas,
él no sabe nada de lo por venir ciertamente, sino por conjeturas.
Con todo esto, nos trae tan engañadas a las que somos brujas,que,
con hacernos mil burlas, no le podemos dejar. Vamos a verle muy lejos de
aquí, a un gran campo, donde nos juntamos infinidad de gente,
brujos y brujas, y allí nos da de comer desabridamente, y
pasan otras cosas que en verdad y en Dios y en mi ánima que no me
atrevo a contarlas, según son sucias y asquerosas, y no quiero
ofender tus castas orejas. Hay opinión que no vamos a estos convites
sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes
de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido.
Otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima;
y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que
nosotras no sabemos cuándo vamos de una o de otra manera, porque
todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay
diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente. Algunas experiencias
desto han hecho los señores inquisidores con algunas de nosotras
que han tenido presas,y pienso que han hallado ser verdad lo que digo.
»"Quisiera
yo, hijo, apartarme deste pecado, y para ello he hecho mis diligencias:
heme acogido a ser hospitalera; curo a los pobres, y algunos se mueren
que me dan a mí la vida con lo que me mandan o con lo que
se les queda entre los remiendos, por el cuidado que yo tengo de espulgarlos
los vestidos. Rezo poco y en público, murmuro mucho y en secreto.
Vame mejor con ser hipócrita que con ser pecadora declarada: las
apariencias de mis buenas obras presentes van borrando en la memoria de
los que me conocen las malas obras pasadas. En efeto, la santidad fingida
no hace daño a ningún tercero, sino al que la usa. Mira,
hijo Montiel, este consejo te doy: que seas bueno en todo cuanto pudieres;
y si has de ser malo, procura no parecerlo en todo cuanto pudieres. Bruja
soy, no te lo niego; bruja y hechicera fue tu madre, que tampoco te lo
puedo negar; pero las buenas apariencias de las dos podían acreditarnos
en todo el mundo. Tres días antes que muriese habíamos estado
las dos en un valle de los Montes Perineos en una gran gira, y, con
todo eso, cuando murió fue con tal sosiego y reposo, que si no fueron
algunos visajes que hizo un cuarto de hora antes que rindiese el alma,
no parecía sino que estaba en aquélla como en un tálamo
de flores. Llevaba atravesados en el corazón sus dos hijos, y nunca
quiso, aun en el artículo de la muerte, perdonar a la Camacha: tal
era ella de entera y firme en sus cosas.Yo le cerré los ojos y fui
con ella hasta la sepultura; allí la dejé para no verla más,
aunque no tengo perdida la esperanza de verla antes que me muera, porque
se ha dicho por el lugar que la han visto algunas personas andar por los
cimenterios y encrucijadas en diferentes figuras, y quizá alguna
vez la toparé yo, y le preguntaré si manda que haga alguna
cosa en descargo de su conciencia".
»Cada
cosa destas que la vieja me decía en alabanza de la que decía
ser mi madre era una lanzada que me atravesaba el corazón, y quisiera
arremeter a ella y hacerla pedazos entre los dientes; y si lo dejé
de hacer fue porque no le tomase la muerte en tan mal estado. Finalmente,
me dijo que aquella noche pensaba untarse para ir a uno de sus usados convites,
y que cuando allá estuviese pensaba preguntar a su dueño
algo de lo que estaba por sucederme. Quisiérale yo preguntar qué
unturas eran aquellas que decía, y parece que me leyó el
deseo, pues respondió a mi intención como si se lo hubiera
preguntado, pues dijo:
»"Este
ungüento con que las brujas nos untamos es compuesto de jugos de yerbas
en todo estremo fríos, y no es, como dice el vulgo, hecho con la
sangre de los niños que ahogamos. Aquí pudieras también
preguntarme qué gusto o provecho saca el demonio de hacernos matar
las criaturas tiernas, pues sabe que, estando bautizadas, como inocentes
y sin pecado, se van al cielo, y él recibe pena particular con cada
alma cristiana que se le escapa; a lo que no te sabré responder
otra cosa sino lo que dice el refrán: "que tal hay que se quiebra
dos ojos porque su enemigo se quiebre uno"; y por la pesadumbre que da
a sus padres matándoles los hijos, que es la mayor que se puede
imaginar. Y lo que más le importa es hacer que nosotras cometamos
a cada paso tan cruel y perverso pecado; y todo esto lo permite Dios
por nuestros pecados, que sin su permisión yo he visto por experiencia
que no puede ofender el diabo a una hormiga; y es tan verdad esto que,
rogándole yo una vez que destruyese una viña de un mi enemigo,
me respondió que ni aun tocar a una hoja della no podía,
porque Dios no quería; por lo cual podrás venir a entender,
cuando seas hombre, que todas las desgracias que vienen a las gentes, a
los reinos, a las ciudades y a los pueblos: las muertes repentinas, los
naufragios, las caídas, en fin, todos los males que llaman de daño,
vienen de la mano del Altísimo y de su voluntad permitente; y los
daños y males que llaman de culpa vienen y se causan por nosotros
mismos. Dios es impecable, de do se infiere que nosotros somos autores
del pecado, formándole en la intención, en la palabra y en
la obra; todo permitiéndolo Dios, por nuestros pecados, como ya
he dicho.
»"Dirás
tú ahora, hijo, si es que acaso me entiendes, que quién me
hizo a mí teóloga, y aun quizá dirás entre
ti: `¡Cuerpo de tal con la puta vieja! ¿Por qué no
deja de ser bruja, pues sabe tanto, y se vuelve a Dios, pues sabe que está
más prompto a perdonar pecados que a permitirlos?' A esto te respondo,
como si me lo preguntaras, que la costumbre del vicio se vuelve en naturaleza;
y éste de ser brujas se convierte en sangre y carne, y en medio
de su ardor, que es mucho, trae un frío que pone en el alma tal,
que la resfría y entorpece aun en la fe, de donde nace un olvido
de sí misma, y ni se acuerda de los temores con que Dios la amenaza
ni de la gloria con que la convida; y, en efeto, como es pecado de carne
y de deleites, es fuerza que amortigüe todos los sentidos, y los embelese
y absorte, sin dejarlos usar sus oficios como deben; y así, quedando
el alma inútil, floja y desmazalada, no puede levantar la
consideración siquiera a tener algún buen pensamiento; y
así, dejándose estar sumida en la profunda sima de su miseria,
no quiere alzar la mano a la de Dios, que se la está dando, por
sola su misericordia, para que se levante. Yo tengo una destas almas que
te he pintado: todo lo veo y todo lo entiendo, y como el deleite
me tiene echados grillos a la voluntad, siempre he sido y seré mala.
»"Pero
dejemos esto y volvamos a lo de las unturas; y digo que son tan frías,
que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas, y
quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía
pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces,
acabadas de untar, a nuestro parecer, mudamos forma, y convertidas en gallos,
lechuzas o cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera,
y allí cobramos nuestra primera forma y gozamos de los deleites
que te dejo de decir, por ser tales; que la memoria se escandaliza en acordarse
dellos, y así, la lengua huye de contarlos; y, con todo esto, soy
bruja, y cubro con la capa de la hipocresía todas mis muchas faltas.
Verdad es que si algunos me estiman y honran por buena, no faltan muchos
que me dicen, no dos dedos del oído, el nombre de las fiestas,
que es el que les imprimió la furia de un juez colérico que
en los tiempos pasados tuvo que ver conmigo y con tu madre, depositando
su ira en las manos de un verdugo que, por no estar sobornado, usó
de toda su plena potestad y rigor con nuestras espaldas. Pero esto ya pasó,
y todas las cosas se pasan; las memorias se acaban, las vidas no vuelven,
las lenguas se cansan, los sucesos nuevos hacen olvidar los pasados.
Hospitalera
soy, buenas muestras doy de mi proceder, buenos ratos me dan mis unturas,
no soy tan vieja que no pueda vivir un año, puesto que tengo setenta
y cinco; y, ya que no puedo ayunar, por la edad, ni rezar, por los vaguidos,
ni andar romerías, por la flaqueza de mis piernas, ni dar limosna,
porque soy pobre, ni pensar en bien, porque soy amiga de murmurar, y para
haberlo de hacer es forzoso pensarlo primero, así que siempre mis
pensamientos han de ser malos, con todo esto, sé que Dios es bueno
y misericordioso y que El sabe lo que ha de ser de mí, y basta;
y quédese aquí esta plática, que verdaderamente me
entristece.
Ven,
hijo, y verásme untar, que todos los duelos con pan son buenos,
el buen día, meterle en casa, pues mientras se ríe
no se llora; quiero decir que, aunque los gustos que nos da el demonio
son aparentes y falsos, todavía nos parecen gustos, y el deleite
mucho mayor es imaginado que gozado, aunque en los verdaderos gustos debe
de ser al contrario".
»Levantóse,
en diciendo esta larga arenga, y, tomando el candil, se entró en
otro aposentillo más estrecho; seguíla, combatido de mil
varios pensamientos y admirado de lo que había oído y de
lo que esperaba ver. Colgó la Cañizares el candil de la pared
y con mucha priesa se desnudó hasta la camisa, y, sacando de un
rincón una olla vidriada, metió en ella la mano, y, murmurando
entre dientes, se untó desde los pies a la cabeza, que tenía
sin toca. Antes que se acabase de untar me dijo que, ora se quedase su
cuerpo en aquel aposento sin sentido, ora desapareciese dél, que
no me espantase, ni dejase de aguardar allí hasta la mañana,
porque sabría las nuevas de lo que me quedaba por pasar hasta ser
hombre. Díjele bajando la cabeza que sí haría, y con
esto acabó su untura y se tendió en el suelo como muerta.
Llegué mi boca a la suya y vi que no respiraba poco ni mucho.»
Una verdad
te quiero confesar, Cipión amigo: que me dio gran temor verme encerrado
en aquel estrecho aposento con aquella figura delante, la cual te la pintaré
como mejor supiere.
»Ella
era larga de más de siete pies; toda era notomía de
huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga,
que era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le colgaba
hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas
y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los dientes,
la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la cabeza desgreñada,
la mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos; finalmente,toda
era flaca y endemoniada. Púseme de espacio a mirarla y apriesa comenzó
a apoderarse de mí el miedo, considerando la mala visión
de su cuerpo y la peor ocupación de su alma. Quise morderla, por
ver si volvía en sí, y no hallé parte en toda ella
que el asco no me lo estorbase; pero, con todo esto, la así de un
carcaño y la saqué arrastrando al patio; mas ni por esto
dio muestras de tener sentido. Allí, con mirar el cielo y verme
en parte ancha, se me quitó el temor; a lo menos, se templó
de manera que tuve ánimo de esperar a ver en lo que paraba la ida
y vuelta de aquella mala hembra, y lo que me contaba de mis sucesos. En
esto me preguntaba yo a mí mismo: "¿quién hizo a esta
mala vieja tan discreta y tan mala? ¿De dónde sabe ella cuáles
son males de daño y cuáles de culpa? ¿Cómo
entiende y habla tanto de Dios, y obra tanto del diablo? ¿Cómo
peca tan de malicia, no escusándose con ignorancia?"
»En
estas consideraciones se pasó la noche y se vino el día,
que nos halló a los dos en mitad del patio: ella no vuelta en sí
y a mí junto a ella, en cuclillas, atento, mirando su espantosa
y fea catadura. Acudió la gente del hospital, y, viendo aquel retablo,
unos decían: "Ya la bendita Cañizares es muerta; mirad cuán
disfigurada y flaca la tenía la penitencia"; otros, más considerados,
la tomaron el pulso, y vieron que le tenía, y que no era muerta,
por do se dieron a entender que estaba en éxtasis y arrobada, de
puro buena. Otros hubo que dijeron: "Esta puta vieja sin duda debe de ser
bruja, y debe de estar untada; que nunca los santos hacen tan deshonestos
arrobos, y hasta ahora, entre los que la conocemos, más fama tiene
de bruja que de santa". Curiosos hubo que se llegaron a hincarle alfileres
por las carnes, desde la punta hasta la cabeza: ni por eso recordaba
la dormilona, ni volvió en sí hasta las siete del día;
y, como se sintió acribada de los alfileres, y mordida de los carcañares,
y magullada del arrastramiento fuera de su aposento, y a vista de tantos
ojos que la estaban mirando, creyó, y creyó la verdad, que
yo había sido el autor de su deshonra; y así, arremetió
a mí, y, echándome ambas manos a la garganta, procuraba ahogarme
diciendo: "¡Oh bellaco, desagradecido, ignorante y malicioso! ¿Y
es éste el pago que merecen las buenas obras que a tu madre hice
y de las que te pensaba hacer a ti?" Yo, que me vi en peligro de perder
la vida entre las uñas de aquella fiera arpía, sacudíme,
y, asiéndole de las luengas faldas de su vientre, la zamarreé
y arrastré por todo el patio; ella daba voces que la librasen de
los dientes de aquel maligno espíritu.
»Con
estas razones de la mala vieja, creyeron los más que yo debía
de ser algún demonio de los que tienen ojeriza continua con los
buenos cristianos, y unos acudieron a echarme agua bendita, otros no osaban
llegar a quitarme, otros daban voces que me conjurasen; la vieja gruñía,
yo apretaba los dientes, crecía la confusión, y mi amo, que
ya había llegado al ruido, se desesperaba oyendo decir que yo era
demonio. Otros, que no sabían de exorcismos, acudieron a tres o
cuatro garrotes, con los cuales comenzaron a santiguarme los lomos;
escocióme la burla, solté la vieja, y en tres saltos me puse
en la calle, y en pocos más salí de la villa, perseguido
de una infinidad de muchachos, que iban a grandes voces diciendo: "¡
Apártense que rabia el perro sabio !"; otros decían: "¡
No rabia, sino que es demonio en figura de perro !" Con este molimiento,
a campana herida salí del pueblo, siguiéndome muchos
que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas
que me habían visto hacer como por las palabras que la vieja dijo
cuando despertó de su maldito sueño.
»Dime
tanta priesa a huir y a quitarme delante de sus ojos, que creyeron que
me había desparecido como demonio: en seis horas anduve doce leguas,
y llegué a un rancho de gitanos que estaba en un campo junto a Granada.
Allí me reparé un poco, porque algunos de los gitanos me
conocieron por el perro sabio, y con no pequeño gozo me acogieron
y escondieron en una cueva, porque no me hallasen si fuese buscado; con
intención, a lo que después entendí, de ganar conmigo
como lo hacía el atambor mi amo. Veinte días estuve con ellos,
en los cuales supe y noté su vida y costumbres, que por ser notables
es forzoso que te las cuente.»
CIPION.-
Antes, Berganza, que pases adelante, es bien que reparemos en lo que te
dijo la bruja, y averigüemos si puede ser verdad la grande mentira
a quien das crédito. Mira, Berganza, grandísimo disparate
sería creer que la Camacha mudase los hombres en bestias y
que el sacristán en forma de jumento la serviese los años
que dicen que la sirvió. Todas estas cosas y las semejantes son
embelecos, mentiras o apariencias del demonio; y si a nosotros nos parece
ahora que tenemos algún entendimiento y razón, pues hablamos
siendo verdaderamente perros, o estando en su figura, ya hemos dicho que
éste es caso portentoso y jamás visto, y que, aunque le tocamos
con las manos, no le habemos de dar crédito hasta tanto que el suceso
dél nos muestre lo que conviene que creamos. ¿Quiéreslo
ver más claro? Considera en cuán vanas cosas y en cuán
tontos puntos dijo la Camacha que consistía nuestra restauración;
y aquellas que a ti te deben parecer profecías no son sino palabras
de consejas o cuentos de viejas, como aquellos del caballo sin cabeza y
de la varilla de virtudes, con que se entretienen al fuego las dilatadas
noches del invierno; porque, a ser otra cosa, ya estaban cumplidas, si
no es que sus palabras se han de tomar en un sentido que he oído
decir se llama al górico, el cual sentido no quiere decir lo que
la letra suena, sino otra cosa que, aunque diferente, le haga semejanza;
y así, decir:
Volverán
a su forma verdadera
cuando vieren
con presta diligencia
derribar los
soberbios levantados,
y alzar a los
humildes abatidos,
por mano poderosa
para hacello,
tomándolo
en el sentido que he dicho, paréceme que quiere decir que cobraremos
nuestra forma cuando viéremos que los que ayer estaban en la cumbre
de la rueda de la fortuna, hoy están hollados y abatidos a
los pies de la desgracia, y tenidos en poco de aquellos que más
los estimaba . Y, asimismo, cuando viéremos que otros que no ha
dos horas que no tenían deste mundo otra parte que servir en él
de número que acrecentase el de las gentes, y ahora están
tan encumbrados sobre la buena dicha que los perdemos de vista; y si primero
no parecían por pequeños y encogidos, ahora no los podemos
alcanzar por grandes y levantados. Y si en esto consistiera volver nosotros
a la forma que dices, ya lo hemos visto y lo vemos a cada paso; por do
me doy a entender que no en el sentido alegórico, sino en el literal,
se han de tomar los versos de la Camacha; ni tampoco en éste consiste
nuestro remedio, pues muchas veces hemos visto lo que dicen y nos
estamos tan perros como vees; así que, la Camacha fue burladora
falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa
y bellaca, con perdón sea dicho, si acaso es nuestra madre de entrambos,
o tuya, que yo no la quiero tener por madre. Digo, pues, que el verdadero
sentido es un juego de bolos, donde con presta diligencia derriban los
que están en pie y vuelven a alzar los caídos, y esto por
la mano de quien lo puede hacer. Mira, pues, si en el discurso de nuestra
vida habremos visto jugar a los bolos, y si hemos visto por esto haber
vuelto a ser hombres, si es que lo somos.
BERGANZA.-Digo
que tienes razón, Cipión hermano, y que eres más discreto
de lo que pensaba; y de lo que has dicho vengo a pensar y creer que todo
lo que hasta aquí hemos pasado y lo que estamos pasando es sueño,
y que somos perrros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien de la
habla que tenemos y de la excelencia tan grande de tener discurso humano
todo el tiempo que pudiéremos; y así, no te canse el oírme
contar lo que me pasó con los gitanos que me escondieron en la cueva.
CIPION.-De
buena gana te escuho, por obligarte a que me escuches cuando te cuente,
si el cielo fuere servido, los sucesos de mi vida.
BERGANZA.-«La
que tuve con los gitanos fue considerar en aquel tiempo sus muchas
malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se
ejercitan, así gitanas como gitanos, desde el punto casi que salen
de las mantillas y saben andar. ¿Vees la multitud que hay dellos
esparcida por España? Pues todos se conocen y tienen noticia los
unos de los otros, y trasiegan y trasponen los hurtos déstos en
aquéllos y los de aquéllos en éstos. Dan la obediencia,
mejor que a su rey, a uno que llaman Conde, al cual, y a todos los
que dél suceden, tienen el sobrenombre de Maldonado; y no porque
vengan del apellido deste noble linaje, sino porque un paje de un caballero
deste nombre se enamoró de una gitana, la cual no le quiso conceder
su amor si no se hacía gitano y la tomaba por mujer. Hízolo
así el paje, y agradó tanto a los demás gitanos, que
le alzaron por señor y le dieron la obediencia; y, como en señal
de vasallaje, le acuden con parte de los hurtos que hacen, como sean de
importancia.
»Ocúpanse,
por dar color a su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo
instrumentos con que facilitan sus hurtos; y así, los verás
siempre traer a vender por las calles tenazas, barrenas, martillos; y ellas,
trébedes y badiles. Todas ellas son parteras, y en esto llevan ventaja
a las nuestras, porque sin costa ni ad erentes sacan sus partos a luz,
y lavan las criaturas con agua fría en naciendo; y, desde que nacen
hasta que mueren, se curten y muestran a sufrir las inclemencias y rigores
del cielo; y así, verás que todos son alentados, volteadores,
corredores y bailadores. Cásanse siempre entre ellos, porque no
salgan sus malas costumbres a ser conocidas de otros; ellas guardan el
decoro a sus maridos, y pocas hay que les ofendan con otros que no sean
de su generación. Cuando piden limosna, más la sacan
con invenciones y chocarrerías que con devociones; y, a título
que no hay quien se fíe dellas, no sirven y dan en ser holgazanas.
Y pocas o ninguna vez he visto, si mal no me acuerdo, ninguna gitana a
pie de altar comulgando, puesto que muchas veces he entrado en las iglesias.
»Son
sus pensamientos imaginar cómo han de engañar y dónde
han de hurtar; confieren sus hurtos y el modo que tuvieron en hacellos;
y así, un día contó un gitano delante de mí
a otros un engaño y hurto que un día había hecho a
un labrador, y fue que el gitano tenía un asno rabón,
y en el pedazo de la cola que tenía sin cerdas le ingirió
otra peluda, que parecía ser suya natural. Sacóle al mercado,
comprósele un labrador por diez ducados, y, en habiéndosele
vendido y cobrado el dinero, le dijo que si quería comprarle otro
asno hermano del mismo, y tan bueno como el que llevaba, que se le vendería
por más buen precio. Respondióle el labrador que fuese por
él y le trujese, que él se le compraría, y que en
tanto que volviese llevaría el comprado a su posada. Fuese el labrador,
siguióle el gitano, y sea como sea, el gitano tuvo maña de
hurtar al labrador el asno que le había vendido, y al mismo instante
le quitó la cola postiza y quedó con la suya pelada. Mudóle
la albarda y jáquima, y atrevióse a ir a buscar al
labrador para que se le comprase, y hallóle antes que hubiese echado
menos el asno primero, y a pocos lances compró el segundo. Fuésele
a pagar a la posada, donde halló menos la bestia a la bestia; y,
aunque lo era mucho, sospechó que el gitano se le había hurtado,
y no quería pagarle. Acudió el gitano por testigos, y trujo
a los que habían cobrado la alcabala del primer jumento, y
juraron que el gitano había vendido al labrador un asno con una
cola muy larga y muy diferente del asno segundo que vendía.A todo
esto se halló presente un alguacil, que hizo las partes del
gitano con tantas veras que el labrador hubo de pagar el asno dos veces.
Otros
muchos hurtos contaron, y todos, o los más, de bestias, en quien
son ellos graduados y en lo que más se ejercitan.
Finalmente,
ella es mala gente, y, aunque muchos y muy prudentes jueces han salido
contra ellos, no por eso se enmiendan.
»A
cabo de veinte días, me quisieron llevar a Murcia; pasé por
Granada, donde ya estaba el capitán, cuyo atambor era mi amo. Como
los gitanos lo supieron, me encerraron en un aposento del mesón
donde vivían; oíles decir la causa, no me pareció
bien el viaje que llevaban, y así, determiné soltarme, como
lo hice; y, saliéndome de Granada, di en una huerta de un morisco,
que me acogió de buena voluntad, y yo quedé con mejor, pareciéndome
que no me querría para más de para guardarle la huerta: oficio,
a mi cuenta, de menos trabajo que el de guardar ganado. Y, como no había
allí altercar sobre tanto más cuanto al salario, fue
cosa fácil hallar el morisco criado a quien mandar y yo amo a quien
servir. Estuve con él más de un mes, no por el gusto de la
vida que tenía,sino por el que me daba saber la de mi amo, y por
ella la de todos cuantos moriscos viven en España.»
¡Oh
cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipión amigo,
desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin en dos semanas!
Y si las hubiera de particularizar, no acabara en dos meses; mas, en efeto,
habré de decir algo; y así, oye en general lo que yo vi y
noté en particular desta buena gente.
»Por
maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la
sagrada ley cristiana; todo su intento es acuñar y guardar dinero
acuñado, y para conseguirle trabajan y no comen; en entrando el
real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel perpetua
y a escuridad eterna; de modo que, ganando siempre y gastando nunca, llegan
y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España. Ellos
son su hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas; todo lo llegan,
todo lo esconden y todo lo tragan. Considérese que ellos son muchos
y que cada día ganan y esconden, poco o mucho,y que una calentura
lenta acaba la vida como la de un tabardillo; y, como van creciendo,
se van aumentando los escondedores, que crecen y han de crecer en infinito,
como la experiencia lo muestra. Entre ellos no hay castidad, ni entran
en religión ellos ni ellas: todos se casan, todos multiplican, porque
el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación. No los
consume la guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabaje; róbannos
a pie quedo, y con los frutos de nuestras heredades, que nos revenden,
se hacen ricos. No tienen criados, porque todos lo son de sí mismos;
no gastan con sus hijos en los estudios, porque su ciencia no es otra que
la del robarnos. De los doce hijos de Jacob que he oído decir que
entraron en Egipto, cuando los sacó Moisés de aquel
cautiverio, salieron seiscientos mil varones,sin niños y mujeres.
De aquí se podrá inferir lo que multiplicarán las
déstos, que, sin comparación, son en mayor número.»
CIPION.-Buscado
se ha remedio para todos los daños que has apuntado y bosquejado
en sombra: que bien sé que son más y mayores los que
callas que los que cuentas, y hasta ahora no se ha dado con el que conviene;
pero celadores prudentísimos tiene nuestra república que,
considerando que España cría y tiene en su seno tantas víboras
como moriscos, ayudados de Dios, hallarán a tanto daño cierta,
presta y segura salida. Di adelante.
BERGANZA.-«Como
mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta, sustentábame
con pan de mijo y con algunas sobras de zahínas, común
sustento suyo; pero esta miseria me ayudó a llevar el cielo por
un modo tan estraño como el que ahora oirás.
»Cada
mañana, juntamente con el alba, amanecía sentado al pie de
un granado, de muchos que en la huerta había, un mancebo, al parecer
estudiante, vestido de bayeta, no tan negra ni tan peluda que no
pareciese parda y tundida. Ocupábase en escribir en un cartapacio
y de cuando en cuando se daba palmadas en la frente y se mordía
las uñas, estando mirando al cielo; y otras veces se ponía
tan imaginativo, que no movía pie ni mano, ni aun las pestañas:
tal era su embelesamiento. Una vez me llegué junto a él,
sin que me echase de ver; oíle murmurar entre dientes, y al cabo
de un buen espacio dio una gran voz, diciendo: "¡Vive el Señor
que es la mejor octava que he hecho en todos los días de mi vida!"
Y, escribiendo apriesa en su cartapacio, daba muestras de gran contento;
todo lo cual me dio a entender que el desdichado era poeta. Hícele
mis acostumbradas caricias,por asegurarle de mi mansedumbre; echéme
a sus pies, y él, con esta seguridad, prosiguió en sus pensamientos
y tornó a rascarse la cabeza y a sus arrobos, y a volver a escribir
lo que había pensado. Estando en esto, entró en la huerta
otro mancebo, galán y bien aderezado, con unos papeles en la mano,
en los cuales de cuando en cuando leía. Llegó donde estaba
el primero y díjole: "¿Habéis acabado la primera jornada?"
"Ahora le di fin -respondió el poeta-, la más gallardamente
que imaginarse puede". "¿De qué manera?", preguntó
el segundo.
"Désta
-respondió el primero-: Sale Su Santidad del Papa vestido de pontifical,
con doce cardenales, todos vestidos de morado, porque cuando sucedió
el caso que cuenta la historia de mi comedia era tiempo de mutatio caparum,
en el cual los cardenales no se visten de rojo, sino de morado; y así,
en todas maneras conviene, para guardar la propiedad, que estos mis cardenales
salgan de morado; y éste es un punto que hace mucho al caso para
la comedia; y a buen seguro dieran en él, y así hacen a cada
paso mil impertinencias y disparates. Yo no he podido errar en esto, porque
he leído todo el ceremonial romano, por sólo acertar en estos
vestidos". "Pues,¿de dónde queréis vos -replicó
el otro- que tenga mi autor vestidos morados para doce cardenales?"
"Pues si me quita uno tan sólo -respondió el poeta-, así
le daré yo mi comedia como volar. ¡Cuerpo de tal! ¿Esta
apariencia tan grandiosa se ha de perder? Imaginad vos desde aquí
lo que parecerá en un teatro un Sumo Pontífice con doce graves
cardenales y con otros ministros de acompañamiento que forzosamente
han de traer consigo. ¡Vive el cielo que sea uno de los mayores y
más altos espectáculos que se haya visto en comedia, aunque
sea la del Ramillete de Daraja!"
»Aquí
acabé de entender que el uno era poeta y el otro comediante. El
comediante aconsejó al poeta que cercenase algo de los cardenales,
si no quería imposibilitar al autor el hacer la comedia. A lo que
dijo el poeta que le agradeciesen que no había puesto todo el cónclave
que se halló junto al acto memorable que pretendía traer
a la memoria de las gentes en su felicísima comedia. Rióse
el recitante y dejóle en su ocupación por irse a la suya,
que era estudiar un papel de una comedia nueva. El poeta, después
de haber escrito algunas coplas de su magnífica comedia, con mucho
sosiego y espacio sacó de la faldriquera algunos mendrugos de pan
y obra de veinte pasas, que, a mi parecer, entiendo que se las conté,y
aun estoy en duda si eran tantas, porque juntamente con ellas hacían
bulto ciertas migajas de pan que las acompañaban. Sopló y
apartó las migajas, y una a una se comió las pasas y los
palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos,
que morados con la borra de la faldriquera, parecían mohosos, y
eran tan duros de condición que, aunque él procuró
enternecerlos, paseándolos por la boca una y muchas veces, no fue
posible moverlos de su terquedad; todo lo cual redundó en mi provecho,
porque me los arrojó, diciendo: "¡To, to! Toma, que buen provecho
te hagan". "¡Mirad -dije entre mí- qué néctar
o ambrosía me da este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen
los dioses y su Apolo allá en el cielo!" En fin, por la mayor parte,
grande es la miseria de los poetas, pero mayor era mi necesidad, pues me
obligó a comer lo que él desechaba.
En tanto
que duró la composición de su comedia, no dejó de
venir a la huerta ni a mí me faltaron mendrugos, porque los repartía
conmigo con mucha liberalidad, y luego nos íbamos a la noria, donde,
yo de bruces y él con un cangilón, satisfacíamos la
sed como unos monarcas.
Pero
faltó el poeta y sobró en mí la hambre tanto, que
determiné dejar al morisco y entrarme en la ciudad a buscar ventura,
que la halla el que se muda.
»Al
entrar de la ciudad vi que salía del famoso monasterio de San Jerónimo
mi poeta, que como me vio se vino a mí con los brazos abiertos,
y yo me fui a él con nuevas muestras de regocijo por haberle hallado.
Luego, al instante comenzó a desembaular pedazos de pan, más
tiernos de los que solía llevar a la huerta, y a entregarlos a mis
dientes sin repasarlos por los suyos: merced que con nuevo gusto satisfizo
mi hambre. Los tiernos mendrugos, y el haber visto salir a mi poeta del
monasterio dicho, me pusieron en sospecha de que tenía las musas
vergonzantes, como otros muchos las tienen.
»Encaminóse
a la ciudad, y yo le seguí con determinación de tenerle por
amo si él quisiese, imaginando que de las sobras de su castillo
se podía mantener mi real; porque no hay mayor ni mejor bolsa
que la de la caridad, cuyas liberales manos jamás están pobres;
y así, no estoy bien con aquel refrán que dice: "Más
da el duro que el desnudo", como si el duro y avaro diese algo, como
lo da el liberal desnudo, que, en efeto, da el buen deseo cuando más
no tiene. De lance en lance, paramos en la casa de un autor de comedias
que, a lo que me acuerdo, se llamaba Angulo el Malo,
de otro Angulo, no autor, sino representante, el más gracioso que
entonces tuvieron y ahora tienen las comedias. Juntóse toda la compañía
a oír la comedia de mi amo, que ya por tal le tenía; y, a
la mitad de la jornada primera, uno a uno y dos a dos, se fueron saliendo
todos, excepto el autor y yo, que servíamos de oyentes. La comedia
era tal, que, con ser yo un asno en esto de la poesía, me pareció
que la había compuesto el mismo Satanás, para total ruina
y perdición del mismo poeta, que ya iba tragando saliva, viendo
la soledad en que el auditorio le había dejado; y no era mucho,
si el alma, présaga, le decía allá dentro la desgracia
que le estaba amenazando, que fue volver todos los recitantes, que pasaban
de doce, y, sin hablar palabra, asieron de mi poeta, y si no fuera porque
la autoridad del autor, llena de ruegos y voces, se puso de por medio,
sin duda le mantearan.Quedé yo del caso pasmado; el autor, desabrido;
los farsantes, alegres, y el poeta, mohíno; el cual, con mucha paciencia,
aunque algo torcido el rostro, tomó su comedia, y, encerrándosela
en el seno, medio murmurando, dijo: "No es bien echar las margaritas a
los puercos". Y con esto se fue con mucho sosiego.
»Yo,
de corrido, ni pude ni quise seguirle; y acertélo, a causa
que el autor me hizo tantas caricias que me obligaron a que con él
me quedase, y en menos de un mes salí grande entremesista y gran
farsante de figuras mudas. Pusiéronme un freno de orillos y enseñáronme
a que arremetiese en el teatro a quien ellos querían; de modo que,
como los entremeses solían acabar por la mayor parte en palos, en
la compañía de mi amo acababan en zuzarme, y yo derribaba
y atropellaba a todos, con que daba que reír a los ignorantes y
mucha ganancia a mi dueño.»
¡Oh
Cipión, quién te pudiera contar lo que vi en ésta
y en otras dos compañías de comediantes en que anduve! Mas,
por no ser posible reducirlo a narración sucinta y breve, lo habré
de dejar para otro día, si es que ha de haber otro día en
que nos comuniquemos ¿Vees cuán larga ha sido mi plática?
¿Vees mis muchos y diversos sucesos? ¿Consideras mis caminos
y mis amos tantos? Pues todo lo que has oído es nada, comparado
a lo que te pudiera contar de lo que noté, averigüé
y vi desta gente: su proceder, su vida, sus costumbres, sus ejercicios,
su trabajo, su ociosidad, su ignorancia y su agudeza, con otras infinitas
cosas: unas para decirse al oído y otras para aclamallas en público,
y todas para hacer memoria dellas y para desengaño de muchos que
idolatran en figuras fingidas y en bellezas de artificio y de transformación.
CIPION.-Bien
se me trasluce, Berganza, el largo campo que se te descubría para
dilatar tu plática, y soy de parecer que la dejes para cuento particular
y para sosiego no sobresaltado.
BERGANZA.-Sea
así, y escucha.
«Con
una compañía llegué a esta ciudad de Valladolid, donde
en un entremés me dieron una herida que me llegó casi al
fin de la vida; no pude vengarme, por estar enfrenado entonces, y después,
a sangre fría, no quise: que la venganza pensada arguye crueldad
y mal ánimo. Cansóme aquel ejercicio, no por ser trabajo,
sino porque veía en él cosas que juntamente pedían
enmienda y castigo; y, como a mí estaba más el sentillo que
el remediallo, acordé de no verlo; y así, me acogí
a sagrado, como hacen aquellos que dejan los vicios cuando no pueden
ejercitallos, aunque más vale tarde que nunca. Digo, pues,
que, viéndote una noche llevar la linterna con el buen cristiano
Mahudes, te consideré contento y justa y santamente ocupado; y lleno
de buena envidia quise seguir tus pasos, y con esta loable intención
me puse delante de Mahudes, que luego me eligió para tu compañero
y me trujo a este hospital. Lo que en él me ha sucedido no es tan
poco que no haya menester espacio para contallo, especialmente lo que oí
a cuatro enfermos que la suerte y la necesidad trujo a este hospital, y
a estar todos cuatro juntos en cuatro camas apareadas.»
Perdóname,
porque el cuento es breve, y no sufre dilación, y viene aquí
de molde.
CIPION.-Sí
perdono. Concluye, que, a lo que creo, no debe de estar lejos el día.
BERGANZA.-«Digo
que en las cuatro camas que están al cabo desta enfermería,
en la una estaba un alquimista, en la otra un poeta, en la otra un
matemático y en la otra uno de los que llaman arbitristas.»
CIPION.-Ya
me acuerdo haber visto a esa buena gente.
BERGANZA.-«Digo,
pues, que una siesta de las del verano pasado, estando cerradas las ventanas
y yo cogiendo el aire debajo de la cama del uno dellos, el poeta se comenzó
a quejar lastimosamente de su fortuna, y, preguntándole el matemático
de qué se quejaba, respondió que de su corta suerte. "¿Cómo,
y no será razón que me queje -prosiguió-, que, habiendo
yo guardado lo que Horacio manda en su Poética, que no salga a luz
la obra que, después de compuesta, no hayan pasado diez años
por ella, y que tenga yo una de veinte años de ocupación
y doce de pasante, grande en el sujeto, admirable y nueva en la
nvención, grave en el verso, entretenida en los episodios, maravillosa
en la división, porque el principio responde al medio y al fin,
de manera que constituyen el poema alto, sonoro, heroico, deleitable y
sustancioso; y que, con todo esto, no hallo un príncipe a quien
dirigirle? Príncipe, digo, que sea inteligente, liberal y magnánimo.
¡Mísera edad y depravado siglo nuestro!" "¿De
qué trata el libro?", preguntó el alquimista. Respondió
el poeta: "Trata de lo que dejó de escribir el Arzobispo Turpín
del Rey Artús de Inglaterra, con otro suplemento de la Historia
de la demanda del Santo Brial, y todo en verso heroico, parte en
octavas y parte en verso suelto; pero todo esdrújulamente, digo
en esdrújulos de nombres sustantivos, sin admitir verbo alguno."
"A mi
-respondió el alquimista- poco se me entiende de poesía;
y así, no sabré poner en su punto la desgracia de que vuesa
merced se queja, puesto que, aunque fuera mayor, no se igualaba a la mía,
que es que, por faltarme instrumento, o un príncipe que me apoye
y me dé a la mano los requisitos que la ciencia de la alquimia pide,
no estoy ahora manando en oro y con más riquezas que los Midas,
que los Crasos y Cresos".
"¿Ha
hecho vuesa merced -dijo a esta sazón el matemático-, señor
alquimista, la experiencia de sacar plata de otros metales?" "Yo -respondió
el alquimista- no la he sacado hasta agora, pero realmente sé que
se saca, y a mí no me faltan dos meses para acabar la piedra filosofal,
con que se puede hacer plata y oro de las mismas piedras". "Bien han exagerado
vuesas mercedes sus desgracias -dijo a esta sazón el matemático-;
pero, al fin, el uno tiene libro que dirigir y el otro está en potencia
propincua de sacar la piedra filosofal; más, ¿qué
diré yo de la mía, que es tan sola que no tiene dónde
arrimarse? Veinte y dos años ha que ando tras hallar el punto
fijo, y aquí lo dejo y allí lo tomo; y, pareciéndome
que ya lo he hallado y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando
no me cato, me hallo tan lejos dél, que me admiro. Lo mismo
me acaece con la cuadratura del círculo: que he llegado tan al remate
de hallarla, que no sé ni puedo pensar cómo no la tengo ya
en la faldriquera; y así, es mi pena semejable a las de Tántalo,
que está cerca del fruto y muere de hambre, y propincuo al agua
y perece de sed. Por momentos pienso dar en la coyuntura de la verdad,
y por minutos me hallo tan lejos della, que vuelvo a subir el monte que
acabé de bajar, con el canto de mi trabajo a cuestas, como otro
nuevo Sísifo".
»Había
hasta este punto guardado silencio el arbitrista, y aquí le rompió
diciendo: "Cuatro quejosos tales que lo pueden ser del Gran Turco
ha juntado en este hospital la pobreza, y reniego yo de oficios y ejercicios
que ni entretienen ni dan de comer a sus dueños. Yo, señores,
soy arbitrista, y he dado a Su Majestad en diferentes tiempos muchos y
diferentes arbitrios, todos en provecho suyo y sin daño del reino;
y ahora tengo hecho un memorial donde le suplico me señale
persona con quien comunique un nuevo arbitrio que tengo: tal, que ha de
ser la total restauración de sus empeños; pero, por lo que
me ha sucedido con otros memoriales, entiendo que éste también
ha de parar en el carnero. Mas, porque vuesas mercedes no me tengan
por mentecapto, aunque mi arbitrio quede desde este punto público,
le quiero decir, que es éste: Hase de pedir en Cortes que todos
los vasallos de Su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años,
sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser
el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que
en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres
que han de gastar aquel día, se reduzga a dinero, y se dé
a Su Majestad, sin defraudalle un ardite, so cargo de juramento; y con
esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado.
Porque si se hace la cuenta, como yo la tengo hecha, bien hay en España
más de tres millones de personas de la dicha edad, fuera de los
enfermos, más viejos o más muchachos, y ninguno déstos
dejará de gastar, y esto contado al menorete, cada día
real y medio; y yo quiero que sea no más de un real,que no puede
ser menos, aunque coma alholvas.
Pues
¿paréceles a vuesas mercedes que sería barro tener
cada mes tres millones de reales como ahechados? Y esto antes sería
provecho que daño a los ayunantes, porque con el ayuno agradarían
al cielo y servirían a su Rey; y tal podría ayunar que le
fuese conveniente para su salud. Este es arbitrio limpio de polvo y de
paja, y podríase coger por parroquias, sin costa de comisarios,
que destruyen la república". Riyéronse todos del arbitrio
y del arbitrante, y él también se riyó de sus disparates;
y yo quedé admirado de haberlos oído y de ver que, por la
mayor parte, los de semejantes humores venían a morir en los
hospitales.»
CIPION.-Tienes
razón, Berganza. Mira si te queda más que decir.
BERGANZA.-Dos
cosas no más, con que daré fin a mi plática, que ya
me parece que viene el día.
«Yendo
una noche mi mayor a pedir limosna en casa del corregidor desta ciudad,
que es un gran caballero y muy gran cristiano, hallámosle solo;
y parecióme a mí tomar ocasión de aquella soledad
para decirle ciertos advertimientos que había oído decir
a un viejo enfermo deste hospital, acerca de cómo se podía
remediar la perdición tan notoria de las mozas vagamundas, que por
no servir dan en malas, y tan malas, que pueblan los veranos todos
los hospitales de los perdidos que las siguen: plaga intolerable y que
pedía presto y eficaz remedio. Digo que, queriendo decírselo,
alcé la voz, pensando que tenía habla, y en lugar de pronunciar
razones concertadas ladré con tanta priesa y con tan levantado tono
que, enfadado el corregidor, dio voces a sus criados que me echasen de
la sala a palos; y un lacayo que acudió a la voz de su señor,
que fuera mejor que por entonces estuviera sordo, asió de una cantimplora
de cobre que le vino a la mano, y diómela tal en mis costillas,
que hasta ahora guardo las reliquias de aquellos golpes.»
CIPION.-¿Y
quéjaste deso, Berganza?
BERGANZA.-Pues,
¿no me tengo de quejar, si hasta ahora me duele, como he dicho,
y si me parece que no merecía tal castigo mi buena intención?
CIPION.-Mira,
Berganza, nadie se ha de meter donde no le llaman, ni ha de querer usar
del oficio que por ningún caso le toca. Y has de considerar que
nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido, ni el pobre
humilde ha de tener presumpción de aconsejar a los grandes y a los
que piensan que se lo saben todo. La sabiduría en el pobre está
asombrada; que la necesidad y miseria son las sombras y nubes que
la escurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la tratan
con menosprecio.
BERGANZA.-Tienes
razón, y, escarmentando en mi cabeza, de aquí adelante seguiré
tus consejos.
«Entré
asimismo otra noche en casa de una señora principal, la cual tenía
en los brazos una perrilla destas que llaman de falda, tan pequeña
que la pudiera esconder en el seno; la cual, cuando me vio, saltó
de los brazos de su señora y arremetió a mí ladrando,
y con tan gran denuedo, que no paró hasta morderme de una pierna.
Volvíla a mirar con respecto y con enojo, y dije entre mí:
"Si yo os cogiera, animalejo ruin, en la calle, o no hiciera caso de vos
o os hiciera pedazos entre los dientes". Consideré en ella que hasta
los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son
favorecidos, y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos.»
CIPION.-Una
muestra y señal desa verdad que dices nos dan algunos hombrecillos
que a la sombra de sus amos se atreven a ser insolentes; y si acaso la
muerte o otro accidente de fortuna derriba el árbol donde se arriman,
luego se descubre y manifiesta su poco valor; porque, en efeto, no son
de más quilates sus prendas que los que les dan sus dueños
y valedores. La virtud y el buen entendimiento siempre es una y siempre
es uno: desnudo o vestido, solo o acompañado. Bien es verdad que
puede padecer acerca de la estimación de las gentes, mas no en la
realidad verdadera de lo que merece y vale. Y, con esto, pongamos fin a
esta plática, que la luz que entra por estos resquicios muestra
que es muy entrado el día, y esta noche que viene, si no nos ha
dejado este grande beneficio de la habla, será la mía, para
contarte mi vida.
BERGANZA.-Sea
ansí, y mira que acudas a este mismo puesto.
El acabar
el Coloquio el licenciado y el despertar el alférez fue todo a un
tiempo; y el licenciado dijo:
-Aunque
este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está
tan bien compuesto que puede el señor alférez pasar adelante
con el segundo.
-Con
ese parecer -respondió el alférez- me animaré y disporné
a escribirle, sin ponerme más en disputas con vuesa merced si hablaron
los perros o no.
A lo
que dijo el licenciado:
-Señor
Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio
del Coloquio y la invención, y basta. Vámonos al Espolón
a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento.
-Vamos
-dijo el alférez.
Y, con
esto, se fueron.
EL VIEJO CELOSO
Salen DOÑA LORENZA y CRISTINA, su criada, y HORTIGOSA, su vecina.
DOÑA LORENZA
Milagro ha sido éste, señora Hortigosa, el no haber dado
la vuelta a la llave mi duelo, mi yugo y mi desesperación. Éste
es el primero día, después que me casé con él,
que hablo con persona de fuera de casa; que fuera le vea yo desta vida
a él y a quien con él me casó.
HORTIGOSA
Ande, mi señora doña Lorenza, no se queje tanto; que
con una caldera vieja se compra otra nueva.
DOÑA LORENZA
Y aun con esos y otros semejantes villancicos o refranes me engañaron
a mí; que malditos sean sus dineros, fuera de las cruces; malditas
sus joyas, malditas sus galas, y maldito todo cuanto me da y promete. ¿De
qué me sirve a mí todo aquesto, si en mitad de la riqueza
estoy pobre, y en medio de la abundancia con hambre?
CRISTINA
En verdad, señora tía, que tienes razón; que más
quisiera yo andar con un trapo atrás y otro adelante, y tener un
marido mozo, que verme casada y enlodada con ese viejo podrido que tomaste
por esposo.
DOÑA LORENZA
¿Yo le tomé, sobrina? A la fe, diómele quien pudo;
y yo, como muchacha, fui más presta al obedecer que al contradecir;
pero, si yo tuviera tanta experiencia destas cosas, antes me tarazara la
lengua con los dientes que pronunciar aquel sí, que se pronuncia
con dos letras y da que llorar dos mil años; pero yo imagino que
no fue otra cosa sino que había de ser ésta, y que, las que
han de suceder forzosamente, no hay prevención ni diligencia humana
que las prevenga.
CRISTINA
¡Jesús y del mal viejo! Toda la noche: "Daca el orinal,
toma el orinal; levántate, Cristinica, y caliéntame unos
paños, que me muero de la ijada; dame aquellos juncos, que me fatiga
la piedra". Con más ungüentos y medicinas en el aposento que
si fuera una botica; y yo, que apenas sé vestirme, tengo de servirle
de enfermera. ¡Pux, pux, pux, viejo clueco, tan potroso como celoso,
y el más celoso del mundo!
DOÑA LORENZA
Dice la verdad mi sobrina.
CRISTINA
¡Pluguiera a Dios que nunca yo la dijera en esto!
HORTIGOSA
Ahora bien, señora doña Lorenza, vuesa merced haga lo
que le tengo aconsejado, y verá cómo se halla muy bien con
mi consejo. El mozo es como un ginjo verde; quiere bien, sabe callar y
agradecer lo que por él se hace; y, pues los celos y el recato del
viejo no nos dan lugar a demandas ni a respuestas, resolución y
buen ánimo: que, por la orden que hemos dado, yo le pondré
al galán en su aposento de vuesa merced y le sacaré, si bien
tuviese el viejo más ojos que Argos y viese más que un zahorí,
que dicen que vee siete estados debajo de la tierra.
DOÑA LORENZA
Como soy primeriza, estoy temerosa, y no querría, a trueco del
gusto, poner a riesgo la honra.
CRISTINA
Eso me parece, señora tía, a lo del cantar de Gómez
Arias:
Señor Gómez Arias,
doleos de mí;
soy niña y muchacha,
nunca en tal me vi.
DOÑA LORENZA
Algún espíritu malo debe de hablar en ti, sobrina, según
las cosas que dices.
CRISTINA
Yo no sé quién habla; pero yo sé que haría
todo aquello que la señora Hortigosa ha dicho, sin faltar punto.
DOÑA LORENZA
¿Y la honra, sobrina?
CRISTINA
¿Y el holgarnos, tía?
DOÑA LORENZA
¿Y si se sabe?
CRISTINA
¿Y si no se sabe?
DOÑA LORENZA
¿Y quién me asegurará a mí que no se sepa?
HORTIGOSA
¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria;
y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas.
CRISTINA
Mire, señora Hortigosa, tráyanosle galán, limpio,
desenvuelto, un poco atrevido, y, sobre todo, mozo.
HORTIGOSA
Todas esas partes tiene el que he propuesto, y otras dos más:
que es rico y liberal.
DOÑA LORENZA
Que no quiero riquezas, señora Hortigosa; que me sobran las
joyas, y me ponen en confusión las diferencias de colores de mis
muchos vestidos; hasta eso no tengo que desear, que Dios le dé salud
a Cañizares: más vestida me tiene que un palmito, y con más
joyas que la vedriera de un platero rico. No me clavara él las ventanas,
cerrara las puertas, visitara a todas horas la casa, desterrara della los
gatos y los perros, solamente porque tienen nombre de varón; que,
a trueco de que no hiciera esto, y otras cosas no vistas en materia de
recato, yo le perdonara sus dádivas y mercedes.
HORTIGOSA
¿Que tan celoso es?
DOÑA LORENZA
Digo que le vendían el otro día una tapicería
a bonísimo precio, y por ser de figuras no la quiso, y compró
otra de verduras por mayor precio, aunque no era tan buena. Siete puertas
hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de la calle,
y todas se cierran con llave; y las llaves no me ha sido posible averiguar
dónde las esconde de noche.
CRISTINA
Tía, la llave de loba creo que se la pone entre las faldas de
la camisa.
DOÑA LORENZA
No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y jamás le
he visto ni sentido que tenga llave alguna.
CRISTINA
Y más, que toda la noche anda como trasgo por toda la casa;
y si acaso dan alguna música en la calle, les tira de pedradas porque
se vayan: es un malo, es un brujo; es un viejo, que no tengo más
que decir.
DOÑA LORENZA
Señora Hortigosa, váyase, no venga el gruñidor
y la halle conmigo, que sería echarlo a perder todo; y lo que ha
de hacer, hágalo luego; que estoy tan aburrida, que no me falta
sino echarme una soga al cuello, por salir de tan mala vida.
HORTIGOSA
Quizá con esta que ahora se comenzará, se le quitará
toda esa mala gana y le vendrá otra más saludable y que más
la contente.
CRISTINA
Así suceda, aunque me costase a mí un dedo de la mano:
que quiero mucho a mi señora tía, y me muero de verla tan
pensativa y angustiada en poder deste viejo y reviejo, y más que
viejo; y no me puedo hartar de decille viejo.
DOÑA LORENZA
Pues en verdad que te quiere bien, Cristina.
CRISTINA
¿Deja por eso de ser viejo? Cuanto más, que yo he oído
decir que siempre los viejos son amigos de niñas.
HORTIGOSA
Así es la verdad, Cristina, y adiós, que, en acabando
de comer, doy la vuelta. Vuesa merced esté muy en lo que dejamos
concertado, y verá cómo salimos y entramos bien en ello.
CRISTINA
Señora Hortigosa, hágame merced de traerme a mí
un frailecico pequeñito, con quien yo me huelgue.
HORTIGOSA
Yo se le traeré a la niña pintado.
CRISTINA
¡Que no le quiero pintado, sino vivo, vivo, chiquito como unas
perlas!
DOÑA LORENZA
¿Y si lo vee tío?
CRISTINA
Diréle yo que es un duende, y tendrá dél miedo,
y holgaréme yo.
HORTIGOSA
Digo que yo le trairé, y adiós.
Vase HORTIGOSA.
CRISTINA
Mire tía: si Hortigosa trae al galán y a mi frailecico,
y si señor los viere, no tenemos más que hacer sino cogerle
entre todos y ahogarle, y echarle en el pozo o enterrarle en la caballeriza.
DOÑA LORENZA
Tal eres tú, que creo lo harías mejor que lo dices.
CRISTINA
Pues no sea el viejo celoso, y déjenos vivir en paz, pues no
le hacemos mal alguno, y vivimos como unas santas.
Éntranse.
Entran CAÑIZARES, viejo, y un COMPADRE suyo.
CAÑIZARES
Señor compadre, señor compadre: el setentón que
se casa con quince, o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar
el otro mundo lo más presto que le sea posible. Apenas me casé
con doña Lorencica, pensando tener en ella compañía
y regalo, y persona que se hallase en mi cabecera, y me cerrase los ojos
al tiempo de mi muerte, cuando me embistieron una turbamulta de trabajos
y desasosiegos; tenía casa, y busqué casar; estaba posado,
y desposéme.
COMPADRE
Compadre, error fue, pero no muy grande; porque, según el dicho
del Apóstol, mejor es casarse que abrasarse.
CAÑIZARES
¡Que no había que abrasar en mí, señor compadre,
que con la menor llamarada quedara hecho ceniza! Compañía
quise, compañía busqué, compañía hallé,
pero Dios lo remedie, por quién Él es.
COMPADRE
¿Tiene celos, señor compadre?
CAÑIZARES
Del sol que mira a Lorencita, del aire que le toca, de las faldas que
la vapulan.
COMPADRE
¿Dale ocasión?
CAÑIZARES
Ni por pienso, ni tiene por qué, ni cómo, ni cuándo,
ni adónde: las ventanas, amén de estar con llave, las guarnecen
rejas y celosías; las puertas jamás se abren; vecina no atraviesa
mis umbrales, ni los atravesará mientras Dios me diere vida. Mirad,
compadre: no les vienen los malos aires a las mujeres de ir a lo[s] jubileos
ni a las procesiones, ni a todos los actos de regocijos públicos;
donde ellas se mancan, donde ellas se estropean y adonde ellas se dañan,
es en casa de las vecinas y de las amigas; más maldades encubre
una mala amiga, que la capa de la noche; más conciertos se hacen
en su casa y más se concluyen, que en una semblea.
COMPADRE
Yo así lo creo; pero si la señora doña Lorenza
no sale de casa, ni nadie entra en la suya, ¿de qué vive
descontento mi compadre?
CAÑIZARES
De que no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica en lo
que le falta; que será un mal caso, y tan malo, que en sólo
pensallo le temo, y de temerle me desespero, y de desesperarme vivo con
disgusto.
COMPADRE
Y con razón se puede tener ese temer, porque las mujeres querrían
gozar enteros los frutos del matrimonio.
CAÑIZARES
La mía los goza doblados.
COMPADRE
Ahí está el daño, señor [com]padre.
CAÑIZARES
No, no, ni por pienso; porque es más simple Lorencica que una
paloma, y hasta agora no entiende nada desas filaterías; y adiós,
señor compadre, que me quiero entrar en casa.
COMPADRE
Yo quiero entrar allá, y ver a mi señora doña
Lorenza.
CAÑIZARES
Habéis de saber, compadre, que los antiguos latinos usaban de
un refrán, que decía: Amicus usque ad aras, que quiere decir:
"El amigo, hasta el altar"; infiriendo que el amigo ha de hacer por su
amigo todo aquello que no fuere contra Dios; y yo digo que mi amigo, usque
ad portam, hasta la puerta; que ninguno ha de pasar mis quicios; y adiós,
señor compadre, y perdóneme.
Éntrase CAÑIZARES.
COMPADRE
En mi vida he visto hombre más recatado, ni más celoso,
ni más impertinente; pero éste es de aquellos que traen la
soga arrastrando, y de los que siempre vienen a morir del mal que temen.
Éntrase el COMPADRE.
Salen DOÑA LORENZA y CRISTINICA.
CRISTINA
Tía, mucho tarda tío, y más tarda Hortigosa.
[DOÑA] LORENZA Mas, que nunca él acá viniese,
ni ella tampoco; porque él me enfada y ella me tiene confusa.
CRISTINA
Todo es probar, señora tía; y, cuando no saliere bien,
darle del codo.
DOÑA LORENZA
¡Ay, sobrina! Que estas cosas, o yo sé poco o sé
que todo el daño está en probarlas.
CRISTINA
A fe, señora tía, que tiene poco ánimo, y que,
si yo fuera de su edad, que no me espantaran hombres armados.
DOÑA LORENZA
Otra vez torno a decir, y diré cien mil veces, que Satanás
habla en tu boca; mas ¡ay! ¿Cómo se ha entrado señor?
CRISTINA
Debe de haber abierto con la llave maestra.
DOÑA LORENZA
Encomiendo yo al diablo sus maestrías y sus llaves.
Entra CAÑIZARES.
CAÑIZARES
¿Con quién hablábades, doña Lorenza?
DOÑA LORENZA
Con Cristinica hablaba.
CAÑIZARES
Miradlo bien, doña Lorenza.
DOÑA LORENZA
Digo que hablaba con Cristinica: ¿con quién había
de hablar? ¿Tengo yo, por ventura, con quién?
CAÑIZARES
No querría que tuviésedes algún soliloquio con
vos misma,que redundase en mi perjuicio.
DOÑA LORENZA
Ni entiendo esos circunloquios que decís, ni aun los quiero
entender; y tengamos la fiesta en paz.
CAÑIZARES
Ni aun las vísperas no querría yo tener en guerra con
vos; pero, ¿quién llama a aquella puerta con tanta priesa?
Mira,Cristinica, quien es, y, si es pobre, dale limosna y des- pídele.
CRISTINA
¿Quién está ahí?
HORTIGOSA
La vecina Hortigosa es, señora Cristina.
CAÑIZARES
¿Hortigosa y vecina? Dios sea conmigo.
Pregúntale, Cristina, lo que quiere, y dáselo, con condición
que no atraviese esos umbrales.
CRISTINA
¿Y qué quiere, señora vecina?
CAÑIZARES
El nombre de vecina me turba y sobresalta; llámala por su proprio
nombre, Cristina.
CRISTINA
Responda: y ¿qué quiere, señora Hortigosa?
HORTIGOSA
Al señor Cañizares quiero suplicar un poco, en que me
va la honra, la vida y el alma.
CAÑIZARES
Decidle, sobrina, a esa señora, que a mí me va todo eso
y más en que no entre acá dentro.
DOÑA LORENZA
¡Jesús, y qué condición tan extravagante!
¿Aquí no estoy delante de vos? ¿Hanme de comer de
ojo? ¿Hanme de llevar por los aires?
CAÑIZARES
¡Entre con cien mil Bercebuyes, pues vos lo queréis!
CRISTINA
Entre, señora vecina.
CAÑIZARES
¡Nombre fatal para mí es el de vecina!
Entra HORTIGOSA, y trai un guadamecí y en las pieles de las cuatro
esquinas han de venir pintados Rodamonte, Mandricardo, Rugero y Gradaso;
y Rodamonte venga pintado como arrebozado.
HORTIGOSA
Señor mío de mi alma, movida y incitada de la buena fama
de vuesa merced, de su gran caridad y de sus muchas limosnas, me he atrevido
de venir a suplicar a vuesa merced me haga tanta merced, caridad y limosna
y buena obra de comprarme este guadamecí, porque tengo un hijo preso
por unas heridas que dio a un tundidor, y ha mandado la justicia que declare
el cirujano, y no tengo con qué pagalle, y corre peligro no le echen
otros embargos, que podrían ser muchos, a causa que es muy travieso
mi hijo; y querría echarle hoy o mañana, si fuese posible,
de la cárcel. La obra es buena, el guadamecí nuevo, y, con
todo eso, le daré por lo que vuesa merced quisiere darme por él,
que en más está la monta, y como esas cosas he perdido yo
en esta vida. Tenga vuesa merced desa punta, señora mía,
y descojámosle, porque no vea el señor Cañizares que
hay engaño en mis palabras; alce más, señora mía,
y mire cómo es bueno de caída, y las pinturas de los cuadros
parece que están vivas.
Al alzar y mostrar el guadamecí, entra por detrás dél
un GALAN; y, como CAÑIZARES vee los retratos, dice:
CAÑIZARES
¡Oh, qué lindo Rodamonte! ¿Y qué quiere
el señor rebozadito en mi casa? Aun si supiese que tan amigo soy
yo destas cosas y destos rebocitos, espantarse ía.
CRISTINA
Señor tío, yo no sé nada de rebozados; y si él
ha entrado en casa, la señora Hortigosa tiene la culpa; que a mí,
el diablo me lleve si dije ni hice nada para que él entrase; no,
en mi conciencia, aun el diablo sería si mi señor tío
me echase a mí la culpa de su entrada.
CAÑIZARES
Ya yo lo veo, sobrina, que la señora Hortigosa tiene la culpa;
pero no hay de qué maravillarme, porque ella no sabe mi condición,
ni cuán enemigo soy de aquestas pinturas.
DOÑA LORENZA
Por las pinturas lo dice, Cristinica, y no por otra cosa.
CRISTINA
Pues por esas digo yo. ¡Ay, Dios sea conmigo! Vuelto se me ha
el ánima al cuerpo, que ya andaba por los aires.
DOÑA LORENZA
¡Quemado vea yo ese pico de once varas! En fin, quien con muchachos
se acuesta, etc.
CRISTINA
¡Ay, desgraciada, y en qué peligro pudiera haber puesto
toda esta baraja!
CAÑIZARES
Señora Hortigosa, yo no soy amigo de figuras rebozadas ni por
rebozar; tome este doblón, con el cual podrá remediar su
necesidad, y váyase de mi casa lo más presto que pudiere,
y ha de ser luego, y llévese su guadamecí.
HORTIGOSA
Viva vuesa merced más años que Matute el de Jerusalén,
en vida de mi señora doña... no sé cómo se
llama, a quien suplico me mande, que la serviré de noche y de día,
con la vida y con el alma, que la debe de tener ella como la de una tortolica
simple.
CAÑIZARES
Señora Hortigosa, abrevie y váyase, y no se esté
agora juzgando almas ajenas.
HORTIGOSA
Si vuesa merced hubiere menester algún pegadillo para la madre,
téngolos milagrosos; y, si para mal de muelas, sé unas palabras
que quitan el dolor como con la mano.
CAÑIZARES
Abrevie, señora Hortigosa, que doña Lorenza, ni tiene
madre, ni dolor de muelas; que todas las tiene sanas y enteras, que en
su vida se ha sacado muela alguna.
HORTIGOSA
Ella se las sacará, placiendo al cielo, porque le dará
muchos años de vida; y la vejez es la total destruición de
la dentadura.
CAÑIZARES
¡Aquí de Dios! ¿Que no será posible que
me deje esta vecina? ¡Hortigosa, o diablo, o vecina, o lo que eres,
vete con Dios y déjame en mi casa!
HORTIGOSA
Justa es la demanda, y vuesa merced no se enoje, que ya me voy.
Vase HORTIGOSA.
CAÑIZARES
¡Oh vecinas, vecinas! Escaldado quedo aun de las buenas palabras
desta vecina, por haber salido por boca de vecina.
DOÑA LORENZA
Digo que tenéis condición de bárbaro y de salvaje;
y ¿qué ha dicho esta vecina para que quedéis con la
ojeriza contra ella? Todas vuestras buenas obras las hacéis en pecado
mortal: dístesle dos docenas de reales, acompañados con otras
dos docenas de injurias, ¡boca de lobo, lengua de escorpión
y silo de malicias!
CAÑIZARES
No, no, a mal viento va esta parva; no me parece bien que volváis
tanto por vuestra vecina.
CRISTINA
Señora tía, éntrese allí dentro y desenójese,
y deje a tío, que parece que está enojado.
DOÑA LORENZA
Así lo haré, sobrina; y aun quizá no me verá
la cara en estas dos horas; y a fe que yo se la dé a beber, por
más que la rehúse.
Éntrase DOÑA LORENZA.
CRISTINA
Tío, ¿no ve cómo ha cerrado de golpe? Y creo que
va a buscar una tranca para asegurar la puerta.
DOÑA LORENZA, por dentro.
[DOÑA LORENZA] ¿Cristinica? ¿Cristinica?
CRISTINA
¿Qué quiere, tía?
DOÑA LORENZA
¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena
suerte! Mozo, bien dispuesto, pelinegro, y que le huele la boca a mil azahares.
CRISTINA
¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!
¿Está loca, tía?
DOÑA LORENZA
No estoy sino en todo mi juicio; y en verdad que, si le vieses, que
se te alegrase el alma.
CRISTINA
¡Jesús, y qué locuras y qué niñe[r]ías!
Ríñala, tío, porque no se at[r]eva, ni aun burlando,
a decir deshonestidades.
CAÑIZARES
¿Bobear, Lorenza? Pues a fe que no estoy yo de gracia para sufrir
esas burlas.
DOÑA LORENZA
Que no son sino veras, y tan veras, que en este género no pueden
ser mayores.
CRISTINA
¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!
Y dígame, tía, ¿está ahí también
mi frailecito?
DOÑA LORENZA
No, sobrina; pero otra vez vendrá si quiere Hortigosa, la vecina.
CAÑIZARES
Lorenza, di lo que quisieres, pero no tomes en tu boca el nombre de
vecina, que me tiemblan las carnes en oírle.
DOÑA LORENZA
También me tiemblan a mí por amor de la vecina.
CRISTINA
¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!
DOÑA LORENZA
Ahora echo de ver quién eres, viejo maldito; que hasta aquí
he vivido engañada contigo.
CRISTINA
Ríñala, tío, ríñala, tío;
que se desvergüenza mucho.
DOÑA LORENZA
Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía
llena de agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel
pintado.
CRISTINA
¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!
Despedácela, tío.
CAÑIZARES
No la despedazaré yo a ella, sino a la puerta que la encubre.
DOÑA LORENZA
No hay para qué: vela aquí abierta; entre, y verá
como es verdad cuanto le he dicho.
CAÑIZARES
Aunque sé que te burlas, sí entraré para desenojarte.
Al entrar CAÑIZARES, danle con una bacía de agua en los
ojos; él vase a limpiar; acuden sobre él CRISTINA y DOÑA
LORENZA, y en este ínterim sale el galán y vase.
CAÑIZARES
¡Por Dios, que por poco me cegaras, Lorenza! Al diablo se dan
las burlas que se arremeten a los ojos.
DOÑA LORENZA
¡Mirad con quién me casó mi suerte, sino con el
hombre más malicioso del mundo! ¡Mirad cómo dio crédito
a mis mentiras, por su [...], fundadas en materia de celos, que menoscabada
y asendereada sea mi ventura! Pagad vosotros, cabellos, las deudas deste
viejo; llorad vosotros,ojos, las culpas deste maldito; mirad en lo que
tiene mi honra y mi crédito, pues de las sospechas hace certezas,
de las mentiras verdades, de las burlas veras y de los entretenimientos
maldiciones. ¡Ay, que se me arranca el alma!
CRISTINA
Tía, no dé tantas voces, que se juntará la vecindad.
De dentro.
JUSTICIA
¡Abran esas puertas! Abran luego; si no, echarélas en
el suelo.
DOÑA LORENZA
Abre, Cristinica, y sepa todo el mundo mi inocencia y la maldad deste
viejo.
CAÑIZARES
¡Vive Dios, que creí que te burlabas! ¡Lorenza,
calla!
Entran el ALGUACIL y los MUSICOS, y el BAILARIN y HORTIGOSA.
ALGUACIL
¿Qué es esto? ¿Qué pendencia es ésta?
¿Quién daba aquí voces?
CAÑIZARES
Señor, no es nada; pendencias son entre marido y mujer, que
luego se pasan.
MUSICOS
¡Por Dios, que estábamos mis compañeros y yo, que
somos músicos, aquí pared y medio, en un desposorio, y a
las voces hemos acudido, con no pequeño sobresalto, pensando que
era otra cosa.
HORTIGOSA
Y yo también, en mi ánima pecadora.
CAÑIZARES
Pues en verdad, señora Hortigosa, que si no fuera por ella,que
no hubiera sucedido nada de lo sucedido.
HORTIGOSA
Mis pecados lo habrán hecho; que soy tan desdichada, que, sin
saber por dónde ni por dónde no, se me echan a mí
las culpas que otros cometen.
CAÑIZARES
Señores, vuesas mercedes todos se vuelvan norabuena, que yo
les agradezco su buen deseo; que ya yo y mi esposa quedamos en paz.
DOÑA LORENZA
Sí quedaré, como le pida primero perdón a la vecina,
si alguna cosa mala pensó contra ella.
CAÑIZARES
Si a todas las vecinas de quien yo pienso mal hubiese de pedir perdón,
sería nunca acabar; pero, con todo eso, yo se le pido a la señora
Hortigosa.
HORTIGOSA
Y yo le otorgo para aquí y para delante de Pero García.
MUSICOS
Pues, en verdad, que no habemos de haber venido en balde: toquen mis
compañeros, y baile el bailarín, y regocíjense las
paces con esta canción.
CAÑIZARES
Señores, no quiero música: yo la doy por recebida.
MUSICOS
Pues aunque no la quiera.
El agua de por San Juan
quita vino y no da pan.
Las riñas de por San Juan
todo el año paz nos dan.
Llover el trigo en las eras,
las viñas estando en cierne,
no hay labrador que gobierne
bien sus cubas y paneras;
mas las riñas más de veras,
si suceden por San Juan
todo el año paz nos dan.
Baila.
Por la canícula ardiente
está la cólera a punto;
pero, pasando aquel punto,
menos activa se siente.
Y así, el que dice no miente,
que las riñas por San Juan
todo el año paz nos dan.
Baila.
Las riñas de los casados
como aquesta siempre sean,
para que después se vean,
sin pensar regocijados.
Sol que sale tras nublados,
es contento tras afán:
las riñas de por San Juan
todo el año paz nos dan.
CAÑIZARES
Porque vean vuesas mercedes las revueltas y vueltas en que me ha puesto
una vecina, y si tengo razón de estar mal con las vecinas.
DOÑA LORENZA
Aunque mi esposo está mal con las vecinas, yo beso a vuesas
mercedes las manos, señoras vecinas.
CRISTINA
Y yo también; mas si mi vecina me hubiera traído mi frailecico,
yo la tuviera por mejor vecina; y adiós, señoras vecinas.
Fin de los entremeses
EN MADRID,
por la viuda de Alonso Martín
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Año MDCXV
EL CELOSO EXTREMEÑO
DEL
CELOSO EXTREMEÑO
No ha muchos años que de un lugar de Estremadura salió
un hidalgo, nacido de padres nobles, el cual, como un otro Pródigo,
por diversas partes de España, Italia y Flandes anduvo gastando
así los años como la hacienda; y, al fin de muchas peregrinaciones,
muertos ya sus padres y gastado su patrimonio, vino a parar a la gran ciudad
de Sevilla, donde halló ocasión muy bastante para acabar
de consumir lo poco que le quedaba. Viéndose, pues, tan falto de
dineros, y aun no con muchos amigos,se acogió al remedio a que otros
muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias,
refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados,
salvoconduto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien
llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres
libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos.
En fin, llegado el tiempo en que una flota se partía para
Tierrafirme, acomodándose con el almirante della, aderezó
su matalotaje y su mortaja de esparto; y, embarcándose en Cádiz,
echando la bendición a España, zarpó la flota, y con
general alegría dieron las velas al viento, que blando y próspero
soplaba, el cual en pocas horas les encubrió la tierra y les descubrió
las anchas y espaciosas llanuras del gran padre de las aguas, el mar Océano.
Iba nuestro pasajero pensativo, revolviendo en su memoria los
muchos y diversos peligros que en los años de su peregrinación
había pasado, y el mal gobierno que en todo el discurso de su vida
había tenido; y sacaba de la cuenta que a sí mismo se iba
tomando una firme resolución de mudar manera de vida, y de tener
otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle, y de
proceder con más recato que hasta allí con las mujeres.
La flota estaba como en calma cuando pasaba consigo esta tormenta
Felipo de Carrizales, que éste es el nombre del que ha dado materia
a nuestra novela. Tornó a soplar el viento, impeliendo con tanta
fuerza los navíos que no dejó a nadie en sus asientos; y
así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse
llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje
fue tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste,
llegaron al puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace
a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando
pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años; y
en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó
a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.
Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural
deseo que todos tienen de volver a su patria, pospuestos grandes intereses
que se le ofrecían, dejando el Pirú, donde había granjeado
tanta hacienda, trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada,
por quitar inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó
en Sanlúcar; llegó a Sevilla, tan lleno de años como
de riquezas; sacó sus partidas sin zozobras; buscó sus amigos:
hallólos todos muertos; quiso partirse a su tierra, aunque ya había
tenido nuevas que ningún pariente le había dejado la muerte.
Y si cuando iba a Indias, pobre y menesteroso, le iban combatiendo muchos
pensamientos, sin dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar,
no menos ahora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por
diferente causa: que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía
sosegar de rico; que tan pesada carga es la riqueza al que no está
usado a tenerla ni sabe usar della,como lo es la pobreza al que continuo
la tiene. Cuidados acarrea el oro y cuidados la falta dél; pero
los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y los otros
se aumentan mientras más parte se alcanzan.
Contemplaba Carrizales en sus barras, no por miserable, porque
en algunos años que fue soldado aprendió a ser liberal, sino
en lo que había de hacer dellas, a causa que tenerlas en ser era
cosa infrutuosa, y tenerlas en casa, cebo para los codiciosos y despertador
para los ladrones.
Habíase muerto en él la gana de volver al inquieto
trato de las mercancías, y parecíale que, conforme a los
años que tenía, le sobraban dineros para pasar la vida, y
quisiera pasarla en su tierra y dar en ella su hacienda a tributo, pasando
en ella los años de su vejez en quietud y sosiego, dando a Dios
lo que podía, pues había dado al mundo más de lo que
debía. Por otra parte, consideraba que la estrecheza de su patria
era mucha y la gente muy pobre, y que el irse a vivir a ella era ponerse
por blanco de todas las importunidades que los pobres suelen dar al rico
que tienen por vecino, y más cuando no hay otro en el lugar a quien
acudir con sus miserias. Quisiera tener a quien dejar sus bienes después
de sus días, y con este deseo tomaba el pulso a su fortaleza, y
parecíale que aún podía llevar la carga del matrimonio;
y, en viniéndole este pensamiento, le sobresaltaba un tan gran miedo,
que así se le desbarataba y deshacía como hace a la niebla
el viento; porque de su natural condición era el más celoso
hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación
de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a
sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia que
de todo en todo propuso de no casarse.
Y, estando resuelto en esto, y no lo estando en lo que había
de hacer de su vida, quiso su suerte que, pasando un día por una
calle, alzase los ojos y viese a una ventana puesta una doncella, al parecer
de edad de trece a catorce años, de tan agradable rostro y tan hermosa
que, sin ser poderoso para defenderse, el buen viejo Carrizales rindió
la flaqueza de sus muchos años a los pocos de Leonora, que así
era el nombre de la hermosa doncella. Y luego, sin más detenerse,
comenzó a hacer un gran montón de discursos; y, hablando
consigo mismo, decía:
-Esta muchacha es hermosa, y a lo que muestra la presencia desta
casa, no debe de ser rica; ella es niña, sus pocos años pueden
asegurar mis sospechas; casarme he con ella; encerraréla y haréla
a mis mañas, y con esto no tendrá otra condición que
aquella que yo le enseñare. Y no soy tan viejo que pueda perder
la esperanza de tener hijos que me hereden. De que tenga dote o no, no
hay para qué hacer caso, pues el cielo me dio para todos; y los
ricos no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto: que el
gusto alarga la vida, y los disgustos entre los casados la acortan. Alto,
pues: echada está la suerte, y ésta es la que el cielo quiere
que yo tenga.
Y así hecho este soliloquio, no una vez, sino ciento,
al cabo de algunos días habló con los padres de Leonora,
y supo como, aunque pobres, eran nobles; y, dándoles cuenta de su
intención y de la calidad de su persona y hacienda, les rogó
le diesen por mujer a su hija. Ellos le pidieron tiempo para informarse
de lo que decía, y que él también le tendría
para enterarse ser verdad lo que de su nobleza le habían dicho.
Despidiéronse, informáronse las partes, y hallaron ser ansí
lo que entrambos dijeron; y, finalmente, Leonora quedó por esposa
de Carrizales, habiéndola dotado primero en veinte mil ducados:
tal estaba de abrasado el pecho del celoso viejo. El cual, apenas dio el
sí de esposo, cuando de golpe le embistió un tropel de rabiosos
celos, y comenzó sin causa alguna a temblar y a tener mayores cuidados
que jamás había tenido. Y la primera muestra que dio de su
condición celosa fue no querer que sastre alguno tomase la medida
a su esposa de los muchos vestidos que pensaba hacerle; y así, anduvo
mirando cuál otra mujer tendría, poco más a menos,
el talle y cuerpo de Leonora, y halló una pobre, a cuya medida hizo
hacer una ropa, y, probándosela su esposa, halló que le venía
bien; y por aquella medida hizo los demás vestidos, que fueron tantos
y tan ricos, que los padres de la desposada se tuvieron por más
que dichosos en haber acertado con tan buen yerno, para remedio suyo y
de su hija. La niña estaba asombrada de ver tantas galas, a causa
que las que ella en su vida se había puesto no pasaban de una saya
de raja y una ropilla de tafetán.
La segunda señal que dio Filipo fue no querer juntarse
con su esposa hasta tenerla puesta casa aparte, la cual aderezó
en esta forma: compró una en doce mil ducados, en un barrio principal
de la ciudad, que tenía agua de pie y jardín con muchos naranjos;
cerró todas las ventanas que miraban a la calle y dioles vista al
cielo, y lo mismo hizo de todas las otras de casa. En el portal de la calle,
que en Sevilla llaman casapuerta, hizo una caballeriza para una mula, y
encima della un pajar y apartamiento donde estuviese el que había
de curar della, que fue un negro viejo y eunuco; levantó las paredes
de las azuteas de tal manera, que el que entraba en la casa había
de mirar al cielo por línea recta, sin que pudiesen ver otra cosa;
hizo torno que de la casapuerta respondía al patio.
Compró un rico menaje para adornar la casa, de modo que
por tapicerías, estrados y doseles ricos mostraba ser de un gran
señor. Compró, asimismo, cuatro esclavas blancas, y herrólas
en el rostro, y otras dos negras bozales. Concertóse con un despensero
que le trujese y comprase de comer, con condición que no durmiese
en casa ni entrase en ella sino hasta el torno, por el cual había
de dar lo que trujese. Hecho esto, dio parte de su hacienda a censo, situada
en diversas y buenas partes, otra puso en el banco, y quedóse con
alguna, para lo que se le ofreciese. Hizo, asimismo, llave maestra para
toda la casa, y encerró en ella todo [l]o que suele comprarse en
junto y en sus sazones, para la provisión de todo el año;
y, teniéndolo todo así aderezado y compuesto, se fue a casa
de sus suegros y pidió a su mujer, que se la entregaron no con pocas
lágrimas, porque les pareció que la llevaban a la sepultura.
La tierna Leonora aún no sabía lo que la había
acontecido; y así, llorando con sus padres, les pidió su
bendición, y, despidiéndose dellos, rodeada de sus esclavas
y criadas, asida de la mano de su marido, se vino a su casa; y, en entrando
en ella, les hizo Carrizales un sermón a todas, encargándoles
la guarda de Leonora y que por ninguna vía ni en ningún modo
dejasen entrar a nadie de la segunda puerta adentro, aunque fuese al negro
eunuco. Y a quien más encargó la guarda y regalo de Leonora
fue a una dueña de mucha prudencia y gravedad, que recibió
como para aya de Leonora, y para que fuese superintendente de todo lo que
en la casa se hiciese, y para que mandase a las esclavas y a otras dos
doncellas de la misma edad de Leonora, que para que se entretuviese con
las de sus mismos años asimismo había recebido. Prometióles
que las trataría y regalaría a todas de manera que no sintiesen
su encerramiento, y que los días de fiesta, todos, sin faltar ninguno,
irían a oír misa; pero tan de mañana, que apenas tuviese
la luz lugar de verlas. Prometiéronle las criadas y esclavas de
hacer todo aquello que les mandaba, sin pesadumbre, con prompta voluntad
y buen ánimo. Y la nueva esposa, encogiendo los hombros, bajó
la cabeza y dijo que ella no tenía otra voluntad que la de su esposo
y señor, a quien estaba siempre obediente.
Hecha esta prevención y recogido el buen estremeño
en su casa, comenzó a gozar como pudo los frutos del matrimonio,
los cuales a Leonora, como no tenía experiencia de otros, ni eran
gustosos ni desabridos; y así, pasaba el tiempo con su dueña,
doncellas y esclavas, y ellas, por pasarle mejor, dieron en ser golosas,
y pocos días se pasaban sin hacer mil cosas a quien la miel y el
azúcar hacen sabrosas. Sobrábales para esto en grande abundancia
lo que habían menester, y no menos sobraba en su amo la voluntad
de dárselo, pareciéndole que con ello las tenía entretenidas
y ocupadas, sin tener lugar donde ponerse a pensar en su encerramiento.
Leonora andaba a lo igual con sus criadas, y se entretenía
en lo mismo que ellas, y aun dio con su simplicidad en hacer muñecas
y en otras niñerías, que mostraban la llaneza de su condición
y la terneza de sus años; todo lo cual era de grandísima
satisfación para el celoso marido, pareciéndole que había
acertado a escoger la vida mejor que se la supo imaginar, y que por ninguna
vía la industria ni la malicia humana podía perturbar su
sosiego. Y así, sólo se desvelaba en traer regalos a su esposa
y en acordarle le pidiese todos cuantos le viniesen al pensamiento, que
de todos sería servida. Los días que iba a misa, que, como
está dicho, era entre dos luces, venían sus padres y en la
iglesia hablaban a su hija,delante de su marido, el cual les daba tantas
dádivas que, aunque tenían lástima a su hija por la
estrecheza en que vivía, la templaban con las muchas dádivas
que Carrizales, su liberal yerno, les daba.
Levantábase de mañana y aguardaba a que el despensero
viniese, a quien de la noche antes, por una cédula que ponían
en el torno, le avisaban lo que había de traer otro día;
y, en viniendo el despensero, salía de casa Carrizales, las más
veces a pie, dejando cerradas las dos puertas, la de la calle y la de en
medio, y entre las dos quedaba el negro. Ibase a sus negocios, que eran
pocos, y con brevedad daba la vuelta; y, encerrándose, se entretenía
en regalar a su esposa y acariciar a sus criadas, que todas le querían
bien, por ser de condición llana y agradable, y, sobre todo,por
mostrarse tan liberal con todas.
Desta manera pasaron un año de noviciado y hicieron profesión
en aquella vida, determinándose de llevarla hasta el fin de las
suyas: y así fuera si el sagaz perturbador del género humano
no lo estorbara; como ahora oiréis.
Dígame ahora el que se tuviere por más discreto
y recatado qué más prevenciones para su seguridad podía
haber hecho el anciano Felipo, pues aun no consintió que dentro
de su casa hubiese algún animal que fuese varón. A los ratones
della jamás los persiguió gato, ni en ella se oyó
ladrido de perro: todos eran del género femenino. De día
pensaba, de noche no dormía; él era la ronda y centinela
de su casa y el Argos de lo que bien quería. Jamás entró
hombre de la puerta adentro del patio. Con sus amigos negociaba en la calle.
Las figuras de los paños que sus salas y cuadras adornaban, todas
eran hembras, flores y boscajes. Toda su casa olía a honestidad,
recogimiento y recato: aun hasta en las consejas que en las largas noches
del invierno en la chimenea sus criadas contaban, por estar él presente,
en ninguna ningún género de lascivia se descubría.
La plata de las canas del viejo, a los ojos de Leonora, parecían
cabellos de oro puro, porque el amor primero que las doncellas tienen se
les imprime en el alma como el sello en la cera. Su demasiada guarda le
parecía advertido recato: pensaba y creía que lo que ella
pasaba pasaban todas las recién casadas. No se desmandaban sus pensamientos
a salir de las paredes de su casa, ni su voluntad deseaba otra cosa más
de aquella que la de su marido quería; sólo los días
que iba a misa veía las calles, y esto era tan de mañana
que, si no era al volver de la iglesia, no había luz para mirallas.
No se vio monasterio tan cerrado, ni monjas más recogidas,
ni manzanas de oro tan guardadas; y con todo esto, no pudo en ninguna manera
prevenir ni escusar de caer en lo que recelaba; a lo menos, en pensar que
había caído.
Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana,
a quien comúnmente suelen llamar gente de barrio. Estos son los
hijos de vecino de cada colación, y de los más ricos della;
gente baldía, atildada y meliflua, de la cual y de su traje y manera
de vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí,
había mucho que decir; pero por buenos respectos se deja.
Uno destos galanes, pues, que entre ellos es llamado virote (mozo
soltero, que a los recién casados llaman mantones), asestó
a mirar la casa del recatado Carrizales; y, viéndola siempre cerrada,
le tomó gana de saber quién vivía dentro; y con tanto
ahínco y curiosidad hizo la diligencia que de todo en todo vino
a saber lo que deseaba. Supo la condición del viejo, la hermosura
de su esposa y el modo que tenía en guardarla; todo lo cual le encendió
el deseo de ver si sería posible expunar, por fuerza o por industria,
fortaleza tan guardada. Y, comunicándolo con dos virotes y un mantón,
sus amigos, acordaron que se pusiese por obra; que nunca para tales obras
faltan consejeros y ayudadores.
Dificultaban el modo que se tendría para intentar tan
dificultosa hazaña; y, habiendo entrado en bureo muchas veces, convinieron
en esto: que, fingiendo Loaysa, que así se llamaba el virote, que
iba fuera de la ciudad por algunos días, se quitase de los ojos
de sus amigos, como lo hizo; y, hecho esto, se puso unos calzones de lienzo
limpio y camisa limpia; pero encima se puso unos vestidos tan rotos y remendados,
que ningún pobre en toda la ciudad los traía tan astrosos.
Quitóse un poco de barba que tenía, cubrióse un ojo
con un parche, vendóse una pierna estrechamente, y, arrimándose
a dos muletas, se convirtió en un pobre tullido: tal, que el más
verdadero estropeado no se le igualaba.
Con este talle se ponía cada noche a la oración
a la puerta de la casa de Carrizales, que ya estaba cerrada, quedando el
negro, que Luis se llamaba, cerrado entre las dos puertas. Puesto allí
Loaysa, sacaba una guitarrilla algo grasienta y falta de algunas cuerdas,
y, como él era algo músico, comenzaba a tañer algunos
sones alegres y regocijados, mudando la voz por no ser conocido. Con esto,
se daba priesa a cantar romances de moros y moras, a la loquesca, con tanta
gracia, que cuantos pasaban por la calle se ponían a escucharle;
y siempre, en tanto que cantaba, estaba rodeado de muchachos; y Luis, el
negro, poniendo los oídos por entre las puertas, estaba colgado
de la música del virote, y diera un brazo por poder abrir la puerta
y escucharle más a su placer: tal es la inclinación que los
negros tienen a ser músicos. Y, cuando Loaysa quería que
los que le escuchaban le dejasen, dejaba de cantar y recogía su
guitarra, y, acogiéndose a sus muletas, se iba.
Cuatro o cinco veces había dado música al negro
(que por solo él la daba), pareciéndole que, por donde se
había de comenzar a desmoronar aquel edificio, había y debía
ser por el negro; y no le salió vano su pensamiento, porque, llegándose
una noche, como solía, a la puerta, comenzó a templar su
guitarra, y sintió que el negro estaba ya atento; y, llegándose
al quicio de la puerta, con voz baja, dijo:
-¿Será posible, Luis, darme un poco de agua, que
perezco de sed y no puedo cantar?
-No -dijo el negro-, porque no tengo la llave desta puerta, ni
hay agujero por donde pueda dárosla.
-Pues, ¿quién tiene la llave? -preguntó
Loaysa.
-Mi amo -respondió el negro-, que es el más celoso
hombre del mundo. Y si él supiese que yo estoy ahora aquí
hablando con nadie, no sería más mi vida. Pero, ¿quién
sois vos que me pedís el agua?
-Yo -respondió Loaysa- soy un pobre estropeado de una
pierna, que gano mi vida pidiendo por Dios a la buena gente; y, juntamente
con esto, enseño a tañer a algunos morenos y a otra gente
pobre; y ya tengo tres negros, esclavos de tres veinticuatros, a quien
he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en cualquier
baile y en cualquier taberna, y me lo han pagado muy rebién.
-Harto mejor os lo pagara yo -dijo Luis- a tener lugar de tomar
lición; pero no es posible, a causa que mi amo, en saliendo por
la mañana, cierra la puerta de la calle, y cuando vuelve hace lo
mismo, dejándome emparedado entre dos puertas.
-¡Por Dios!, Luis -replicó Loaysa, que ya sabía
el nombre del negro-, que si vos diésedes traza a que yo entrase
algunas noches a daros lición, en menos de quince días os
sacaría tan diestro en la guitarra que pudiésedes tañer
sin vergüenza alguna en cualquiera esquina; porque os hago saber que
tengo grandísima gracia en el enseñar, y más, que
he oído decir que vos tenéis muy buena habilidad; y, a lo
que siento y puedo juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada,
debéis de cantar muy bien.
-No canto mal -respondió el negro-; pero, ¿qué
aprovecha?, pues no sé tonada alguna, si no es la de La Estrella
de Venus y la de Por un verde prado, y aquélla que ahora se usa
que dice:
A los hierros de una reja
la turbada mano asida...
-Todas ésas son aire -dijo Loaysa- para las que yo os podría
enseñar, porque sé todas las del moro Abindarráez,
con las de su dama Jarifa, y todas las que se cantan de la historia del
gran sofí Tomunibeyo, con las de la zarabanda a lo divino, que son
tales, que hacen pasmar a los mismos portugueses; y esto enseño
con tales modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a aprender,
apenas habréis comido tres o cuatro moyos de sal, cuando ya os veáis
músico corriente y moliente en todo género de guitarra.
A esto suspiró el negro y dijo:
-¿Qué aprovecha todo eso, si no sé cómo
meteros en casa?
-Buen remedio -dijo Loaysa-: procurad vos tomar las llaves a
vuestro amo, y yo os daré un pedazo de cera, donde las imprimiréis
de manera que queden señaladas las guardas en la cera; que, por
la afición que os he tomado, yo haré que un cerrajero amigo
mío haga las llaves, y así podré entrar dentro de
noche y enseñaros mejor que al Preste Juan de las Indias, porque
veo ser gran lástima que se pierda una tal voz como la vuestra,
faltándole el arrimo de la guitarra; que quiero que sepáis,
hermano Luis, que la mejor voz del mundo pierde de sus quilates cuando
no se acompaña con el instrumento, ora sea de guitarra o clavicímbano,
de órganos o de arpa; pero el que más a vuestra voz le conviene
es el instrumento de la guitarra, por ser el más mañero y
menos costoso de los instrumentos.
-Bien me parece eso -replicó el negro-; pero no puede
ser, pues jamás entran las llaves en mi poder, ni mi amo las suelta
de la mano de día, y de noche duermen debajo de su almohada.
-Pues haced otra cosa, Luis -dijo Loaysa-, si es que tenéis
gana de ser músico consumado; que si no la tenéis, no hay
para qué cansarme en aconsejaros.
-¡Y cómo si tengo gana! -replicó Luis-. Y
tanta, que ninguna cosa dejaré de hacer, como sea posible salir
con ella, a trueco de salir con ser músico.
-Pues ansí es -dijo el virote-, yo os daré por
entre estas puertas, haciendo vos lugar quitando alguna tierra del quicio;
digo que os daré unas tenazas y un martillo, con que podáis
de noche quitar los clavos de la cerradura de loba con mucha facilidad,
y con la misma volveremos a poner la chapa, de modo que no se eche de ver
que ha sido desclavada; y, estando yo dentro, encerrado con vos en vuestro
pajar, o adonde dormís, me daré tal priesa a lo que tengo
de hacer, que vos veáis aun más de lo que os he dicho, con
aprovechamiento de mi persona y aumento de vuestra suficiencia. Y de lo
que hubiéremos de comer no tengáis cuidado, que yo llevaré
matalotaje para entrambos y para más de ocho días; que discípulos
tengo yo y amigos que no me dejarán mal pasar.
-De la comida -replicó el negro- no habrá de qué
temer, que, con la ración que me da mi amo y con los relieves que
me dan las esclavas, sobrará comida para otros dos. Venga ese martillo
y tenazas que decís, que yo haré por junto a este quicio
lugar por donde quepa, y le volveré a cubrir y tapar con barro;
que, puesto que dé algunos golpes en quitar la chapa, mi amo duerme
tan lejos desta puerta que será milagro, o gran desgracia nuestra,
si los oye.
-Pues, a la mano de Dios -dijo Loaysa-: que de aquí a
dos días tendréis, Luis, todo lo necesario para poner en
ejecución nuestro virtuoso propósito; y advertid en no comer
cosas flemosas, porque no hacen ningún provecho, sino mucho daño
a la voz.
-Ninguna cosa me enronquece tanto -respondió el negro-
como el vino, pero no me lo quitaré yo por todas cuantas voces tiene
el suelo.
-No digo tal -dijo Loaysa-, ni Dios tal permita. Bebed, hijo
Luis, bebed, y buen provecho os haga, que el vino que se bebe con medida
jamás fue causa de daño alguno.
-Con medida lo bebo -replicó el negro-: aquí tengo
un jarro que cabe una azumbre justa y cabal; éste me llenan las
esclavas, sin que mi amo lo sepa, y el despensero, a solapo, me trae una
botilla, que también cabe justas dos azumbres, con que se suplen
las faltas del jarro.
-Digo -dijo Loaysa- que tal sea mi vida como eso me parece, porque
la seca garganta ni gruñe ni canta.
-Andad con Dios -dijo el negro-; pero mirad que no dejéis
de venir a cantar aquí las noches que tardáredes en traer
lo que habéis de hacer para entrar acá dentro, que ya me
comen los dedos por verlos puestos en la guitarra.
-Y ¡cómo si vendré! -replicó Loaysa-.
Y aun con tonadicas nuevas.
-Eso pido -dijo Luis-; y ahora no me dejéis de cantar
algo, porque me vaya a acostar con gusto; y, en lo de la paga, entienda
el señor pobre que le he de pagar mejor que un rico.
-No reparo en eso -dijo Loaysa-; que, según yo os enseñaré,
así me pagaréis, y por ahora escuchad esta tonadilla, que
cuando esté dentro veréis milagros.
-Sea en buen hora -respondió el negro.
Y, acabado este largo coloquio, cantó Loaysa un romancito
agudo, con que dejó al negro tan contento y satisfecho, que ya no
veía la hora de abrir la puerta.
Apenas se quitó Loaysa de la puerta, cuando, con más
ligereza que el traer de sus muletas prometía, se fue a dar cuenta
a sus consejeros de su buen comienzo, adivino del buen fin que por él
esperaba. Hallólos y contó lo que con el negro dejaba concertado,y
otro día hallaron los instrumentos, tales que rompían cualquier
clavo como si fuera de palo.
No se descuidó el virote de volver a dar música
al negro, ni menos tuvo descuido el negro en hacer el agujero por donde
cupiese lo que su maestro le diese, cubriéndolo de manera que, a
no ser mirado con malicia y sospechosamente, no se podía caer en
el agujero.
La segunda noche le dio los instrumentos Loaysa, y Luis probó
sus fuerzas; y, casi sin poner alguna, se halló rompidos los clavos
y con la chapa de la cerradura en las manos: abrió la puerta y recogió
dentro a su Orfeo y maestro; y, cuando le vio con sus dos muletas, y tan
andrajoso y tan fajada su pierna, quedó admirado. No llevaba Loaysa
el parche en el ojo, por no ser necesario, y, así como entró,
abrazó a su buen discípulo y le besó en el rostro,
y luego le puso una gran bota de vino en las manos, y una caja de conserva
y otras cosas dulces, de que llevaba unas alforjas bien proveídas.
Y, dejando las muletas, como si no tuviera mal alguno, comenzó a
hacer cabriolas, de lo cual se admiró más el negro, a quien
Loaysa dijo:
-Sabed, hermano Luis, que mi cojera y estropeamiento no nace
de enfermedad, sino de industria, con la cual gano de comer pidiendo por
amor de Dios, y ayudándome della y de mi música paso la mejor
vida del mundo, en el cual todos aquellos que no fueren industriosos y
tracistas morirán de hambre; y esto lo veréis en el discurso
de nuestra amistad.
-Ello dirá -respondió el negro-; pero demos orden
de volver esta chapa a su lugar, de modo que no se eche de ver su mudanza.
-En buen hora -dijo Loaysa.
Y, sacando clavos de sus alforjas, asentaron la cerradura de
suerte que estaba tan bien como de antes, de lo cual quedó contentísimo
el negro; y, subiéndose Loaysa al aposento que en el pajar tenía
el negro, se acomodó lo mejor que pudo.
Encendió luego Luis un torzal de cera y, sin más
aguardar, sacó su guitarra Loaysa; y, tocándola baja y suavemente,
suspendió al pobre negro de manera que estaba fuera de sí
escuchándole. Habiendo tocado un poco, sacó de nuevo colación
y diola a su discípulo; y, aunque con dulce, bebió con tan
buen talante de la bota, que le dejó más fuera de sentido
que la música. Pasado esto, ordenó que luego tomase lición
Luis, y, como el pobre negro tenía cuatro dedos de vino sobre los
sesos, no acertaba traste; y, con todo eso, le hizo creer Loaysa que ya
sabía por lo menos dos tonadas; y era lo bueno que el negro se lo
creía, y en toda la noche no hizo otra cosa que tañer con
la guitarra destemplada y sin las cuerdas necesarias.
Durmieron lo poco que de la noche les quedaba, y, a obra de las
seis de la mañana, bajó Carrizales y abrió la puerta
de en medio, y también la de la calle, y estuvo esperando al despensero,
el cual vino de allí a un poco, y, dando por el torno la comida
se volvió a ir, y llamó al negro, que bajase a tomar cebada
para la mula y su ración; y, en tomándola, se fue el viejo
Carrizales,dejando cerradas ambas puertas, sin echar de ver lo que en la
de la calle se había hecho, de que no poco se alegraron maestro
y discípulo.
Apenas salió el amo de casa, cuando el negro arrebató
la guitarra y comenzó a tocar de tal manera que todas las criadas
le oyeron, y por el torno le preguntaron:
-¿Qué es esto, Luis? ¿De cuándo acá
tienes tú guitarra, o quién te la ha dado?
-¿Quién me la ha dado? -respondió Luis-.
El mejor músico que hay en el mundo, y el que me ha de enseñar
en menos de seis días más de seis mil sones.
-¿Y, dónde está ese músico? -preguntó
la dueña.
-No está muy lejos de aquí -respondió el
negro-; y, si no fuera por vergüenza y por el temor que tengo a mi
señor, quizá os le enseñara luego, y a fe que os holgásedes
de verle.
-¿Y, adónde puede él estar que nosotras
le podamos ver -replicó la dueña-, si en esta casa jamás
entró otro hombre que nuestro dueño?
-Ahora bien -dijo el negro-, no os quiero decir nada hasta que
veáis lo que yo sé y él me ha enseñado en el
breve tiempo que he dicho.
-Por cierto -dijo la dueña- que, si no es algún
demonio el que te ha de enseñar, que yo no sé quién
te pueda sacar músico con tanta brevedad.
-Andad -dijo el negro-, que lo oiréis y lo veréis
algún día.
-No puede ser eso -dijo otra doncella-, porque no tenemos ventanas
a la calle para poder ver ni oír a nadie.
-Bien está -dijo el negro-; que para todo hay remedio
si no es para escusar la muerte; y más si vosotras sabéis
o queréis callar.
-¡Y cómo que callaremos, hermano Luis! -dijo una
de las esclavas-. Callaremos más que si fuésemos mudas; porque
te prometo, amigo, que me muero por oír una buena voz, que después
que aquí nos emparedaron, ni aun el canto de los pájaros
habemos oído.
Todas estas pláticas estaba escuchando Loaysa con grandísimo
contento, pareciéndole que todas se encaminaban a la consecución
de su gusto, y que la buena suerte había tomado la mano en guiarlas
a la medida de su voluntad.
Despidiéronse las criadas con prometerles el negro que,
cuando menos se pensasen, las llamaría a oír una muy buena
voz; y, con temor que su amo volviese y le hallase hablando con ellas,
las dejó y se recogió a su estancia y clausura. Quisiera
tomar lición, pero no se atrevió a tocar de día, por
que su amo no le oyese, el cual vino de allí a poco espacio, y,
cerrando las puertas según su costumbre, se encerró en casa.
Y, al dar aquel día de comer por el torno al negro, dijo Luis a
una negra que se lo daba, que aquella noche, después de dormido
su amo, bajasen todas al torno a oír la voz que les había
prometido, sin falta alguna. Verdad es que antes que dijese esto había
pedido con muchos ruegos a su maestro fuese contento de cantar y tañer
aquella noche al torno, porque él pudiese cumplir la palabra que
había dado de hacer oír a las criadas una voz estremada,
asegurándole que sería en estremo regalado de todas ellas.
Algo se hizo de rogar el maestro de hacer lo que él más deseaba;
pero al fin dijo que haría lo que su buen discípulo pedía,
sólo por darle gusto, sin otro interés alguno. Abrazóle
el negro y diole un beso en el carrillo, en señal del contento que
le había causado la merced prometida; y aquel día dio de
comer a Loaysa tan bien como si comiera en su casa, y aun quizá
mejor, pues pudiera ser que en su casa le faltara.
Llegóse la noche, y en la mitad della, o poco menos, comenzaron
a cecear en el torno, y luego entendió Luis que era la cáfila,
que había llegado; y, llamando a su maestro, bajaron del pajar,
con la guitarra bien encordada y mejor templada. Preguntó Luis quién
y cuántas eran las que escuchaban. Respondiéronle que todas,
sino su señora, que quedaba durmiendo con su marido, de que le pesó
a Loaysa; pero, con todo eso, quiso dar principio a su disignio y contentar
a su discípulo; y, tocando mansamente la guitarra, tales sones hizo
que dejó admirado al negro y suspenso el rebaño de las mujeres
que le escuchaba.
Pues, ¿qué diré de lo que ellas sintieron
cuando le oyeron tocar el Pésame dello y acabar con el endemoniado
son de la zarabanda, nuevo entonces en España? No quedó vieja
por bailar, ni moza que no se hiciese pedazos, todo a la sorda y con silencio
estraño, poniendo centinelas y espías que avisasen si el
viejo despertaba. Cantó asimismo Loaysa coplillas de la seguida,
con que acabó de echar el sello al gusto de las escuchantes, que
ahincadamente pidieron al negro les dijese quién era tan milagroso
músico. El negro les dijo que era un pobre mendigante: el más
galán y gentil hombre que había en toda la pobrería
de Sevilla. Rogáronle que hiciese de suerte que ellas le viesen,
y que no le dejase ir en quince días de casa, que ellas le regalarían
muy bien y darían cuanto hubiese menester. Preguntáronle
qué modo había tenido para meterle en casa. A esto no les
respondió palabra; a lo demás dijo que, para poderle ver,
hiciesen un agujero pequeño en el torno, que después lo taparían
con cera; y que, a lo de tenerle en casa, que él lo procuraría.
Hablólas también Loaysa, ofreciéndoseles
a su servicio, con tan buenas razones, que ellas echaron de ver que no
salían de ingenio de pobre mendigante. Rogáronle que otra
noche viniese al mismo puesto; que ellas harían con su señora
que bajase a escucharle, a pesar del ligero sueño de su señor,
cuya ligereza no nacía de sus muchos años, sino de sus muchos
celos. A lo cual dijo Loaysa que si ellas gustaban de oírle sin
sobresalto del viejo, que él les daría unos polvos que le
echasen en el vino, que le harían dormir con pesado sueño
más tiempo del ordinario.
-¡Jesús, valme -dijo una de las doncellas-, y si
eso fuese verdad, qué buena ventura se nos habría entrado
por las puertas, sin sentillo y sin merecello! No serían ellos polvos
de sueño para él, sino polvos de vida para todas nosotras
y para la pobre de mi señora Leonora, su mujer, que no la deja a
sol ni a sombra, ni la pierde de vista un solo momento. ¡Ay, señor
mío de mi alma, traiga esos polvos: así Dios le dé
todo el bien que desea! Vaya y no tarde; tráigalos, señor
mío, que yo me ofrezco a mezclarlos en el vino y a ser la escanciadora;
y pluguiese a Dios que durmiese el viejo tres días con sus noches,
que otros tantos tendríamos nosotras de gloria.
-Pues yo los trairé -dijo Loaysa-; y son tales, que no
hacen otro mal ni daño a quien los toma si no es provocarle a sueño
pesadísimo.
Todas le rogaron que los trujese con brevedad, y, quedando de
hacer otra noche con una barrena el agujero en el torno, y de traer a su
señora para que le viese y oyese, se despidieron; y el negro, aunque
era casi el alba, quiso tomar lición, la cual le dio Loaysa, y le
hizo entender que no había mejor oído que el suyo en cuantos
discípulos tenía: y no sabía el pobre negro, ni lo
supo jamás, hacer un cruzado.
Tenían los amigos de Loaysa cuidado de venir de noche
a escuchar por entre las puertas de la calle, y ver si su amigo les decía
algo, o si había menester alguna cosa; y, haciendo una señal
que dejaron concertada, conoció Loaysa que estaban a la puerta,
y por el agujero del quicio les dio breve cuenta del buen término
en que estaba su negocio, pidiéndoles encarecidamente buscasen alguna
cosa que provocase a sueño, para dárselo a Carrizales; que
él había oído decir que había unos polvos para
este efeto. Dijéronle que tenían un médico amigo que
les daría el mejor remedio que supiese, si es que le había;
y, animándole a proseguir la empresa y prometiéndole de volver
la noche siguiente con todo recaudo, apriesa se despidieron.
Vino la noche, y la banda de las palomas acudió al reclamo
de la guitarra. Con ellas vino la simple Leonora, temerosa y temblando
de que no despertase su marido; que, aunque ella, vencida deste temor,
no había querido venir, tantas cosas le dijeron sus criadas, especialmente
la dueña, de la suavidad de la música y de la gallarda disposición
del músico pobre (que, sin haberle visto, le alababa y le subía
sobre Absalón y sobre Orfeo), que la pobre señora, convencida
y persuadida dellas, hubo de hacer lo que no tenía ni tuviera jamás
en voluntad. Lo primero que hicieron fue barrenar el torno para ver al
músico, el cual no estaba ya en hábitos de pobre, sino con
unos calzones grandes de tafetán leonado, anchos a la marineresca;
un jubón de lo mismo con trencillas de oro, y una montera de raso
de la misma color, con cuello almidonado con grandes puntas y encaje; que
de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había
de ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.
Era mozo y de gentil disposición y buen parecer; y, como
había tanto tiempo que todas tenían hecha la vista a mirar
al viejo de su amo, parecióles que miraban a un ángel. Poníase
una al agujero para verle, y luego otra; y por que le pudiesen ver mejor,
andaba el negro paseándole el cuerpo de arriba abajo con el torzal
de cera encendido. Y, después que todas le hubieron visto, hasta
las negras bozales, tomó Loaysa la guitarra, y cantó aquella
noche tan estremadamente, que las acabó de dejar suspensas y atónitas
a todas, así a la vieja como a las mozas; y todas rogaron a Luis
diese orden y traza cómo el señor su maestro entrase allá
dentro, para oírle y verle de más cerca, y no tan por brújula
como por el agujero, y sin el sobresalto de estar tan apartadas de su señor,
que podía cogerlas de sobresalto y con el hurto en las manos; lo
cual no sucedería ansí si le tuviesen escondido dentro.
A esto contradijo su señora con muchas veras, diciendo
que no se hiciese la tal cosa ni la tal entrada, porque le pesaría
en el alma, pues desde allí le podían ver y oír a
su salvo y sin peligro de su honra.
-¿Qué honra? -dijo la dueña-. ¡El
Rey tiene harta! Estése vuesa merced encerrada con su Matusalén
y déjenos a nosotras holgar como pudiéremos. Cuanto más,
que este señor parece tan honrado que no querrá otra cosa
de nosotras más de lo que nosotras quisiéremos.
-Yo, señoras mías -dijo a esto Loaysa-, no vine
aquí sino con intención de servir a todas vuesas mercedes
con el alma y con la vida, condolido de su no vista clausura y de los ratos
que en este estrecho género de vida se pierden. Hombre soy yo, por
vida de mi padre, tan sencillo, tan manso y de tan buena condición,
y tan obediente, que no haré más de aquello que se me mandare;
y si cualquiera de vuesas mercedes dijere: "Maestro, siéntese aquí;
maestro, pásese allí; echaos acá, pasaos acullá",
así lo haré, como el más doméstico y enseñado
perro que salta por el Rey de Francia.
-Si eso ha de ser así -dijo la ignorante Leonora-, ¿qué
medio se dará para que entre acá dentro el señor maeso?
-Bueno -dijo Loaysa-: vuesas mercedes pugnen por sacar en cera
la llave desta puerta de en medio, que yo haré que mañana
en la noche venga hecha otra, tal que nos pueda servir.
-En sacar esa llave -dijo una doncella-, se sacan las de toda
la casa, porque es llave maestra.
-No por eso será peor -replicó Loaysa.
-Así es verdad -dijo Leonora-; pero ha de jurar este señor,
primero, que no ha de hacer otra cosa cuando esté acá dentro
sino cantar y tañer cuando se lo mandaren, y que ha de estar encerrado
y quedito donde le pusiéremos.
-Sí juro -dijo Loaysa.
-No vale nada ese juramento -respondió Leonora-: que ha
de jurar por vida de su padre, y ha de jurar la cruz y besalla que lo veamos
todas.
-Por vida de mi padre juro, -dijo Loaysa-, y por esta señal
de cruz, que la beso con mi boca sucia.
Y, haciendo la cruz con dos dedos, la besó tres veces.
Esto hecho, dijo otra de las doncellas:
-Mire, señor, que no se le olvide aquello de los polvos,
que es el tuáutem de todo.
Con esto cesó la plática de aquella noche, quedando
todos muy contentos del concierto. Y la suerte, que de bien en mejor encaminaba
los negocios de Loaysa, trujo a aquellas horas, que eran dos después
de la medianoche, por la calle a sus amigos; los cuales, haciendo la señal
acostumbrada, que era tocar una trompa de París, Loaysa los habló
y les dio cuenta del término en que estaba su pretensión,
y les pidió si traían los polvos o otra cosa, como se la
había pedido, para que Carrizales durmiese. Díjoles, asimismo,
lo de la llave maestra. Ellos le dijeron que los polvos, o un ungüento,
vendría la siguiente noche, de tal virtud que,untados los pulsos
y las sienes con él, causaba un sueño profundo, sin que dél
se pudiese despertar en dos días, si no era lavándose con
vinagre todas las partes que se habían untado; y que se les diese
la llave en cera, que asimismo la harían hacer con facilidad. Con
esto se despidieron, y Loaysa y su discípulo durmieron lo poco que
de la noche les quedaba, esperando Loaysa con gran deseo la venidera, por
ver si se le cumplía la palabra prometida de la llave. Y, puesto
que el tiempo parece tardío y perezoso a los que en él esperan,
en fin, corre a las parejas con el mismo pensamiento, y llega el término
que quiere, porque nunca para ni sosiega.
Vino, pues, la noche y la hora acostumbrada de acudir al torno,
donde vinieron todas las criadas de casa, grandes y chicas, negras y blancas,
porque todas estaban deseosas de ver dentro de su serrallo al señor
músico; pero no vino Leonora, y, preguntando Loaysa por ella, le
respondieron que estaba acostada con su velado, el cual tenía cerrada
la puerta del aposento donde dormía con llave, y después
de haber cerrado se la ponía debajo de la almohada; y que su señora
les había dicho que, en durmiéndose el viejo, haría
por tomarle la llave maestra y sacarla en cera, que ya llevaba preparada
y blanda, y que de allí a un poco habían de ir a requerirla
por una gatera.
Maravillado quedó Loaysa del recato del viejo, pero no
por esto se le desmayó el deseo. Y, estando en esto, oyó
la trompa de París; acudió al puesto; halló a sus
amigos, que le dieron un botecico de ungüento de la propiedad que
le habían significado; tomólo Loaysa y díjoles que
esperasen un poco, que les daría la muestra de la llave; volvióse
al torno y dijo a la dueña, que era la que con más ahínco
mostraba desear su entrada, que se lo llevase a la señora Leonora,
diciéndole la propiedad que tenía, y que procurase untar
a su marido con tal tiento que no lo sintiese, y que vería maravillas.
Hízolo así la dueña, y, llegándose a la gatera,
halló que estaba Leonora esperando tendida en el suelo de largo
a largo, puesto el rostro en la gatera. Llegó la dueña, y,
tendiéndose de la misma manera, puso la boca en el oído de
su señora, y con voz baja le dijo que traía el ungüento
y de la manera que había de probar su virtud. Ella tomó el
ungüento, y respondió a la dueña como en ninguna manera
podía tomar la llave a su marido, porque no la tenía debajo
de la almohada, como solía,sino entre los dos colchones y casi debajo
de la mitad de su cuerpo; pero que dijese al maeso que si el ungüento
obraba como él decía, con facilidad sacarían la llave
todas las veces que quisiesen, y ansí no sería necesario
sacarla en cera. Dijo que fuese a decirlo luego y volviese a ver lo que
el ungüento obraba, porque luego luego le pensaba untar a su velado.
Bajó la dueña a decirlo al maeso Loaysa, y él
despidió a sus amigos, que esperando la llave estaban. Temblando
y pasito, y casi sin osar despedir el aliento de la boca, llegó
Leonora a untar los pulsos del celoso marido, y asimismo le untó
las ventanas de las narices; y cuando a ellas le llegó, le parecía
que se estremecía, y ella quedó mortal, pareciéndole
que la había cogido en el hurto. En efeto, como mejor pudo, le acabó
de untar todos los lugares que le dijeron ser necesarios, que fue lo mismo
que haberle embalsamado para la sepultura.
Poco espacio tardó el alopiado ungüento en dar manifiestas
señales de su virtud, porque luego comenzó a dar el viejo
tan grandes ronquidos, que se pudieran oír en la calle: música,
a los oídos de su esposa, más acordada que la del maeso de
su negro. Y, aún mal segura de lo que veía, se llegó
a él y le estremeció un poco, y luego más, y luego
otro poquito más, por ver si despertaba; y a tanto se atrevió,
que le volvió de una parte a otra sin que despertase. Como vio esto,
se fue a la gatera de la puerta y, con voz no tan baja como la primera,
llamó a la dueña, que allí la estaba esperando, y
le dijo:
-Dame albricias, hermana, que Carrizales duerme más que
un muerto.
-¿Pues a qué aguardas a tomar la llave, señora?
-dijo la dueña-. Mira que está el músico aguardándola
más ha de una hora.
-Espera, hermana, que ya voy por ella -respondió Leonora.
Y, volviendo a la cama, metió la mano por entre los colchones
y sacó la llave de en medio dellos, sin que el viejo lo sintiese;
y, tomándola en sus manos, comenzó a dar brincos de contento,
y sin más esperar abrió la puerta y la presentó a
la dueña, que la recibió con la mayor alegría del
mundo.
Mandó Leonora que fuese a abrir al músico, y que
le trujese a los corredores, porque ella no osaba quitarse de allí,
por lo que podía suceder; pero que, ante todas cosas, hiciese que
de nuevo ratificase el juramento que había hecho de no hacer más
de lo que ellas le ordenasen, y que, si no le quisiese confirmar y hacer
de nuevo, en ninguna manera le abriesen.
-Así será -dijo la dueña-; y a fe que no
ha de entrar si primero no jura y rejura y besa la cruz seis veces.
-No le pongas tasa -dijo Leonora-: bésela él y
sean las veces que quisiere; pero mira que jure la vida de sus padres y
por todo aquello que bien quiere, porque con esto estaremos seguras y nos
hartaremos de oírle cantar y tañer, que en mi ánima
que lo hace delica[da]mente; y anda, no te detengas más, porque
no se nos pase la noche en pláticas.
Alzóse las faldas la buena dueña, y con no vista
ligereza se puso en el torno, donde estaba toda la gente de casa esperándola;
y, habiéndoles mostrado la llave que traía, fue tanto el
contento de todas que la alzaron en peso, como a catredático, diciendo:
"¡Viva,viva!"; y más, cuando les dijo que no había
necesidad de contrahacer la llave, porque, según el untado viejo
dormía, bien se podían aprovechar de la de casa todas las
veces que la quisiesen.
-¡Ea, pues, amiga -dijo una de las doncellas-, ábrase
esa puerta y entre este señor, que ha mucho que aguarda, y démonos
un verde de música que no haya más que ver!
-Más ha de haber que ver -replicó la dueña-;
que le hemos de tomar juramento, como la otra noche.
-El es tan bueno -dijo una de las esclavas-, que no reparará
en juramentos.
Abrió en esto la dueña la puerta, y, teniéndola
entreabierta, llamó a Loaysa, que todo lo había estado escuchando
por el agujero del torno; el cual, llegándose a la puerta, quiso
entrarse de golpe; mas, poniéndole la dueña la mano en el
pecho, le dijo:
-Sabrá vuesa merced, señor mío, que, en
Dios y en mi conciencia, todas las que estamos dentro de las puertas desta
casa somos doncellas como las madres que nos parieron, excepto mi señora;
y, aunque yo debo de parecer de cuarenta años, no teniendo treinta
cumplidos, porque les faltan dos meses y medio, también lo soy,
mal pecado; y si acaso parezco vieja, corrimientos, trabajos y desabrimientos
echan un cero a los años, y a veces dos, según se les antoja.
Y, siendo esto ansí, como lo es, no sería razón que,
a trueco de oír dos, o tres, o cuatro cantares, nos pusiésemos
a perder tanta virginidad como aquí se encierra; porque hasta esta
negra, que se llama Guiomar, es doncella. Así que, señor
de mi corazón, vuesa merced nos ha de hacer, primero que entre en
nuestro reino, un muy solene juramento de que no ha de hacer más
de lo que nosotras le ordenáremos; y si le parece que es mucho lo
que se le pide, considere que es mucho más lo que se aventura. Y
si es que vuesa merced viene con buena intención, poco le ha de
doler el jurar, que al buen pagador no le duelen prendas.
-Bien y rebién ha dicho la señora Marialonso -dijo
una de las doncellas-; en fin, como persona discreta y que está
en las cosas como se debe; y si es que el señor no quiere jurar,
no entre acá dentro.
A esto dijo Guiomar, la negra, que no era muy ladina:
-Por mí, mas que nunca jura, entre con todo diablo; que,
aunque más jura, si acá estás, todo olvida.
Oyó con gran sosiego Loaysa la arenga de la señora
Marialonso, y con grave reposo y autoridad respondió:
-Por cierto, señoras hermanas y compañeras mías,
que nunca mi intento fue, es, ni será otro que daros gusto y contento
en cuanto mis fuerzas alcanzaren; y así, no se me hará cuesta
arriba este juramento que me piden; pero quisiera yo que se fiara algo
de mi palabra, porque dada de tal persona como yo soy, era lo mismo que
hacer una obligación guarentigia; y quiero hacer saber a vuesa merced
que debajo del sayal hay ál, y que debajo de mala capa suele estar
un buen bebedor. Mas, para que todas estén seguras de mi buen deseo,
determino de jurar como católico y buen varón; y así,
juro por la intemerata eficacia, donde más santa y largamente se
contiene, y por las entradas y salidas del santo Líbano monte, y
por todo aquello que en su prohemio encierra la verdadera historia de Carlomagno,
con la muerte del gigante Fierabrás, de no salir ni pasar del juramento
hecho y del mandamiento de la más mínima y desechada destas
señoras, so pena que si otra cosa hiciere o quisierse hacer, desde
ahora para entonces y desde entonces para ahora, lo doy por nulo y no hecho
ni valedero.
Aquí llegaba con su juramento el buen Loaysa, cuando una
de las dos doncellas, que con atención le había estado escuchando,
dio una gran voz diciendo:
-¡Este sí que es juramento para enternecer las piedras!
¡Mal haya yo si más quiero que jures, pues con sólo
lo jurado podías entrar en la misma sima de Cabra!
Y, asiéndole de los gregüescos, le metió dentro,
y luego todas las demás se le pusieron a la redonda. Luego fue una
a dar las nuevas a su señora, la cual estaba haciendo centinela
al sueño de su esposo; y, cuando la mensajera le dijo que ya subía
el músico, se alegró y se turbó en un punto, y preguntó
si había jurado. Respondióle que sí, y con la más
nueva forma de juramento que en su vida había visto.
-Pues si ha jurado -dijo Leonora-, asido le tenemos. ¡Oh,
qué avisada que anduve en hacelle que jurase!
En esto, llegó toda la caterva junta, y el músico
en medio, alumbrándolos el negro y Guiomar la negra. Y, viendo Loaysa
a Leonora, hizo muestras de arrojársele a los pies para besarle
las manos. Ella, callando y por señas, le hizo levantar, y todas
estaban como mudas, sin osar hablar, temerosas que su señor las
oyese; lo cual considerado por Loaysa, les dijo que bien podían
hablar alto, porque el ungüento con que estaba untado su señor
tenía tal virtud que, fuera de quitar la vida, ponía a un
hombre como muerto.
-Así lo creo yo -dijo Leonora-; que si así no fuera,
ya él hubiera despertado veinte veces, según le hacen de
sueño ligero sus muchas indisposiciones; pero, después que
le unté, ronca como un animal.
-Pues eso es así -dijo la dueña-, vámonos
a aquella sala frontera, donde podremos oír cantar aquí al
señor y regocijarnos un poco.
-Vamos -dijo Leonora-; pero quédese aquí Guiomar
por guarda, que nos avise si Carrizales despierta.
A lo cual respondió Guiomar:
-¡Yo, negra, quedo; blancas, van. Dios perdone a todas!
Quedóse la negra; fuéronse a la sala, donde había
un rico estrado, y, cogiendo al señor en medio, se sentaron todas.
Y, tomando la buena Marialonso una vela, comenzó a mirar de arriba
abajo al bueno del músico, y una decía: "¡Ay, qué
copete que tiene tan lindo y tan rizado!" Otra: "¡Ay, qué
blancura de dientes! ¡Mal año para piñones mondados,
que más blancos ni más lindos sean!" Otra: "¡Ay, qué
ojos tan grandes y tan rasgados! Y, por el siglo de mi madre, que son verdes;
que no parecen sino que son de esmeraldas!" Esta alababa la boca, aquélla
los pies, y todas juntas hicieron dél una menuda anotomía
y pepitoria. Sola Leonora callaba y le miraba, y le iba pareciendo de mejor
talle que su velado.
En esto, la dueña tomó la guitarra, que tenía
el negro, y se la puso en las manos de Loaysa, rogándole que la
tocase y que cantase unas coplillas que entonces andaban muy válidas
en Sevilla, que decían:
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis.
Cumplióle Loaysa su deseo. Levantáronse todas y
se comenzaron a hacer pedazos bailando. Sabía la dueña las
coplas, y cantólas con más gusto que buena voz; y fueron
éstas:
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis;
que si yo no me guardo,
no me guardaréis.
Dicen que está escrito,
y con gran razón,
ser la privación
causa de apetito;
crece en infinito
encerrado amor;
por eso es mejor
que no me encerréis;
que si yo, etc.
Si la voluntad
por sí no se guarda,
no la harán guarda
miedo o calidad;
romperá, en verdad,
por la misma muerte,
hasta hallar la suerte
que vos no entendéis;
que si yo, etc.
Quien tiene costumbre
de ser amorosa,
como mariposa
se irá tras su lumbre,
aunque muchedumbre
de guardas le pongan,
y aunque más propongan
de hacer lo que hacéis;
que si yo, etc.
Es de tal manera
la fuerza amorosa,
que a la más hermosa
la vuelve en quimera;
el pecho de cera,
de fuego la gana,
las manos de lana,
de fieltro los pies;
que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.
Al fin llegaban de su canto y baile el corro de las mozas, guiado
por la buena dueña, cuando llegó Guiomar, la centinela, toda
turbada, hiriendo de pie y de mano como si tuviera alferecía; y,
con voz entre ronca y baja, dijo:
-¡Despierto señor, señora; y, señora,
despierto señor, y levantas y viene!
Quien ha visto banda de palomas estar comiendo en el campo, sin
miedo, lo que ajenas manos sembraron, que al furioso estrépito de
disparada escopeta se azora y levanta, y, olvidada del pasto, confusa y
atónita, cruza por los aires, tal se imagine que quedó la
banda y corro de las bailadoras, pasmadas y temerosas, oyendo la no esperada
nueva que Guiomar había traído; y, procurando cada una su
disculpa y todas juntas su remedio, cuál por una y cuál por
otra parte, se fueron a esconder por los desvanes y rincones de la casa,
dejando solo al músico; el cual, dejando la guitarra y el canto,
lleno de turbación, no sabía qué hacerse.
Torcía Leonora sus hermosas manos; abofeteábase
el rostro, aunque blandamente, la señora Marialonso. En fin, todo
era confusión, sobresalto y miedo. Pero la dueña, como más
astuta y reportada, dio orden que Loaysa se entrase en un aposento suyo,
y que ella y su señora se quedarían en la sala, que no faltaría
escusa que dar a su señor si allí las hallase.
Escondióse luego Loaysa, y la dueña se puso atenta
a escuchar si su amo venía; y, no sintiendo rumor alguno, cobró
ánimo, y poco a poco, paso ante paso, se fue llegando al aposento
donde su señor dormía y oyó que roncaba como primero;
y, asegurada de que dormía, alzó las faldas y volvió
corriendo a pedir albricias a su señora del sueño de su amo,
la cual se las mandó de muy entera voluntad.
No quiso la buena dueña perder la coyuntura que la suerte
le ofrecía de gozar, primero que todas, las gracias que ésta
se imaginaba que debía tener el músico; y así, diciéndole
a Leonora que esperase en la sala, en tanto que iba a llamarlo, la dejó
y se entró donde él estaba, no menos confuso que pensativo,
esperando las nuevas de lo que hacía el viejo untado. Maldecía
la falsedad del ungüento, y quejábase de la credulidad de sus
amigos y del poco advertimiento que había tenido en no hacer primero
la experiencia en otro antes de hacerla en Carrizales.
En esto, llegó la dueña y le aseguró que
el viejo dormía a más y mejor; sosegó el pecho y estuvo
atento a muchas palabras amorosas que Marialonso le dijo, de las cuales
coligió la mala intención suya, y propuso en sí de
ponerla por anzuelo para pescar a su señora. Y, estando los dos
en sus pláticas, las demás criadas, que estaban escondidas
por diversas partes de la casa, una de aquí y otra de allí,
volvieron a ver si era verdad que su amo había despertado; y, viendo
que todo estaba sepultado en silencio, llegaron a la sala donde habían
dejado a su señora, de la cual supieron el sueño de su amo;
y, preguntándole por el músico y por la dueña, les
dijo dónde estaban, y todas, con el mismo silencio que habían
traído, se llegaron a escuchar por entre las puertas lo que entrambos
trataban.
No faltó de la junta Guiomar, la negra; el negro sí,
porque, así como oyó que su amo había despertado,
se abrazó con su guitarra y se fue a esconder en su pajar, y, cubierto
con la manta de su pobre cama, sudaba y trasudaba de miedo; y, con todo
eso, no dejaba de tentar las cuerdas de la guitarra: tanta era (encomendado
él sea a Satanás) la afición que tenía a la
música.
Entreoyeron las mozas los requiebros de la vieja, y cada una
le dijo el nombre de las Pascuas: ninguna la llamó vieja que no
fuese con su epítecto y adjetivo de hechicera y de barbuda, de antojadiza
y de otros que por buen respecto se callan; pero lo que más risa
causara a quien entonces las oyera eran las razones de Guiomar, la negra,
que por ser portuguesa y no muy ladina, era extraña la gracia con
que la vituperaba. En efeto, la conclusión de la plática
de los dos fue que él condecendería con la voluntad della,
cuando ella primero le entregase a toda su voluntad a su señora.
Cuesta arriba se le hizo a la dueña ofrecer lo que el
músico pedía; pero, a trueco de cumplir el deseo que ya se
le había apoderado del alma y de los huesos y médulas del
cuerpo, le prometiera los imposibles que pudieran imaginarse. Dejóle
y salió a hablar a su señora; y, como vio su puerta rodeada
de todas las criadas, les dijo que se recogiesen a sus aposentos, que otra
noche habría lugar para gozar con menos o con ningún sobresalto
del músico, que ya aquella noche el alboroto les había aguado
el gusto.
Bien entendieron todas que la vieja se quería quedar sola,
pero no pudieron dejar de obedecerla, porque las mandaba a todas. Fuéronse
las criadas y ella acudió a la sala a persuadir a Leonora acudiese
a la voluntad de Loaysa, con una larga y tan concertada arenga, que pareció
que de muchos días la tenía estudiada. Encarecióle
su gentileza, su valor, su donaire y sus muchas gracias. Pintóle
de cuánto más gusto le serían los abrazos del amante
mozo que los del marido viejo, asegurándole el secreto y la duración
del deleite, con otras cosas semejantes a éstas, que el demonio
le puso en la lengua, llenas de colores retóricos, tan demonstrativos
y eficaces, que movieran no sólo el corazón tierno y poco
advertido de la simple e incauta Leonora, sino el de un endurecido mármol.
¡Oh dueñas, nacidas y usadas en el mundo para perdición
de mil recatadas y buenas intenciones! ¡Oh, luengas y repulgadas
tocas, escogidas para autorizar las salas y los estrados de señoras
principales, y cuán al revés de lo que debíades usáis
de vuestro casi ya forzoso oficio! En fin, tanto dijo la dueña,
tanto persuadió la dueña, que Leonora se rindió, Leonora
se engañó y Leonora se perdió, dando en tierra con
todas las prevenciones del discreto Carrizales, que dormía el sueño
de la muerte de su honra.
Tomó Marialonso por la mano a su señora, y, casi
por fuerza, preñados de lágrimas los ojos, la llevó
donde Loaysa estaba; y, echándoles la bendición con una risa
falsa de demonio, cerrando tras sí la puerta, los dejó encerrados,
y ella se puso a dormir en el estrado, o, por mejor decir, a esperar su
contento de recudida. Pero, como el desvelo de las pasadas noches la venciese,
se quedó dormida en el estrado.
Bueno fuera en esta sazón preguntar a Carrizales, a no
saber que dormía, que adónde estaban sus advertidos recatos,
sus recelos, sus advertimientos, sus persuasiones, los altos muros de su
casa, el no haber entrado en ella, ni aun en sombra, alguien que tuviese
nombre de varón, el torno estrecho, las gruesas paredes, las ventanas
sin luz, el encerramiento notable, la gran dote en que a Leonora había
dotado, los regalos continuos que la hacía, el buen tratamiento
de sus criadas y esclavas; el no faltar un punto a todo aquello que él
imaginaba que habían menester, que podían desear,... Pero
ya queda dicho que no había que preguntárselo, porque dormía
más de aquello que fuera menester; y si él lo oyera y acaso
respondiera, no podía dar mejor respuesta que encoger los hombros
y enarcar las cejas y decir: "¡Todo aqueso derribó por los
fundamentos la astucia, a lo que yo creo, de un mozo holgazán y
vicioso, y la malicia de una falsa dueña, con la inadvertencia de
una muchacha rogada y persuadida!" Libre Dios a cada uno de tales enemigos,
contra los cuales no hay escudo de prudencia que defienda ni espada de
recato que corte.
Pero, con todo esto, el valor de Leonora fue tal, que, en el
tiempo que más le convenía, le mostró contra las fuerzas
villanas de su astuto engañador, pues no fueron bastantes a vencerla,
y él se cansó en balde, y ella quedó vencedora y entrambos
dormidos. Y, en esto, ordenó el cielo que, a pesar del ungüento,
Carrizales despertase, y, como tenía de costumbre, tentó
la cama por todas partes; y, no hallando en ella a su querida esposa, saltó
de la cama despavorido y atónito, con más ligereza y denuedo
que sus muchos años prometían. Y cuando en el aposento no
halló a su esposa, y le vio abierto y que le faltaba la llave de
entre los colchones, pensó perder el juicio. Pero, reportándose
un poco, salió al corredor, y de allí, andando pie ante pie
por no ser sentido, llegó a la sala donde la dueña dormía;
y, viéndola sola, sin Leonora, fue al aposento de la dueña,
y, abriendo la puerta muy quedo, vio lo que nunca quisiera haber visto,
vio lo que diera por bien empleado no tener ojos para verlo: vio a Leonora
en brazos de Loaysa, durmiendo tan a sueño suelto como si en ellos
obrara la virtud del ungüento y no en el celoso anciano.
Sin pulsos quedó Carrizales con la amarga vista de lo
que miraba; la voz se le pegó a la garganta, los brazos se le cayeron
de desmayo, y quedó hecho una estatua de mármol frío;
y, aunque la cólera hizo su natural oficio, avivándole los
casi muertos espíritus, pudo tanto el dolor que no le dejó
tomar aliento. Y, con todo eso, tomara la venganza que aquella grande maldad
requería si se hallara con armas para poder tomarla; y así,
determinó volverse a su aposento a tomar una daga y volver a sacar
las manchas de su honra con sangre de sus dos enemigos, y aun con toda
aquella de toda la gente de su casa. Con esta determinación honrosa
y necesaria volvió, con el mismo silencio y recato que había
venido, a su estancia, donde le apretó el corazón tanto el
dolor y la angustia que, sin ser poderoso a otra cosa, se dejó caer
desmayado sobre el lecho.
Llegóse en esto el día, y cogió a los nuevos
adúlteros enlazados en la red de sus brazos. Despertó Marialonso
y quiso acudir por lo que, a su parecer, le tocaba; pero, viendo que era
tarde, quiso dejarlo para la venidera noche. Alborotóse Leonora,
viendo tan entrado el día, y maldijo su descuido y el de la maldita
dueña; y las dos, con sobresaltados pasos, fueron donde estaba su
esposo, rogando entre dientes al cielo que le hallasen todavía roncando;
y, cuando le vieron encima de la cama callando, creyeron que todavía
obraba la untura, pues dormía, y con gran regocijo se abrazaron
la una a la otra. Llegóse Leonora a su marido, y asiéndole
de un brazo le volvió de un lado a otro, por ver si despertaba sin
ponerles en necesidad de lavarle con vinagre, como decían era menester
para que en sí volviese. Pero con el movimiento volvió Carrizales
de su desmayo, y, dando un profundo suspiro, con una voz lamentable y desmayada
dijo:
-¡Desdichado de mí, y a qué tristes términos
me ha traído mi fortuna!
No entendió bien Leonora lo que dijo su esposo; mas, como
le vio despierto y que hablaba, admirada de ver que la virtud del ungüento
no duraba tanto como habían significado, se llegó a él,
y, poniendo su rostro con el suyo, teniéndole estrechamente abrazado,
le dijo:
-¿Qué tenéis, señor mío, que
me parece que os estáis quejando?
Oyó la voz de la dulce enemiga suya el desdichado viejo,
y, abriendo los ojos desencasadamente, como atónito y embelesado,
los puso en ella, y con grande ahínco, sin mover pestaña,
la estuvo mirando una gran pieza, al cabo de la cual le dijo:
-Hacedme placer, señora, que luego luego enviéis
a llamar a vuestros padres de mi parte, porque siento no sé qué
en el corazón que me da grandísima fatiga, y temo que brevemente
me ha de quitar la vida, y querríalos ver antes que me muriese.
Sin duda creyó Leonora ser verdad lo que su marido le
decía, pensando antes que la fortaleza del ungüento, y no lo
que había visto, le tenía en aquel trance; y, respondiéndole
que haría lo que la mandaba, mandó al negro que luego al
punto fuese a llamar a sus padres, y, abrazándose con su esposo,
le hacía las mayores caricias que jamás le había hecho,
preguntándole qué era lo que sentía, con tan tiernas
y amorosas palabras, como si fuera la cosa del mundo que más amaba.
El la miraba con el embelesamiento que se ha dicho, siéndole cada
palabra o caricia que le hacía una lanzada que le atravesaba el
alma.
Ya la dueña había dicho a la gente de casa y a
Loaysa la enfermedad de su amo, encareciéndoles que debía
de ser de momento, pues se le había olvidado de mandar cerrar las
puertas de la calle cuando el negro salió a llamar a los padres
de su señora; de la cual embajada asimismo se admiraron, por no
haber entrado ninguno dellos en aquella casa después que casaron
a su hija.
En fin, todos andaban callados y suspensos, no dando en la verdad
de la causa de la indisposición de su amo; el cual, de rato en rato,
tan profunda y dolorosamente suspiraba, que con cada suspiro parecía
arrancársele el alma.
Lloraba Leonora por verle de aquella suerte, y reíase
él con una risa de persona que estaba fuera de sí, considerando
la falsedad de sus lágrimas.
En esto llegaron los padres de Leonora, y, como hallaron la puerta
de la calle y la del patio abiertas y la casa sepultada en silencio y sola,
quedaron admirados y con no pequeño sobresalto. Fueron al aposento
de su yerno y halláronle, como se ha dicho, siempre clavados los
ojos en su esposa, a la cual tenía asida de las manos, derramando
los dos muchas lágrimas: ella, con no más ocasión
de verlas derramar a su esposo; él, por ver cuán fingidamente
ella las derramaba.
Así como sus padres entraron, habló Carrizales,
y dijo:
-Siéntense aquí vuesas mercedes, y todos los demás
dejen desocupado este aposento, y sólo quede la señora Marialonso.
Hiciéronlo así; y, quedando solos los cinco, sin
esperar que otro hablase, con sosegada voz, limpiándose los ojos,
desta manera dijo Carrizales:
-Bien seguro estoy, padres y señores míos, que
no será menester traeros testigos para que me creáis una
verdad que quiero deciros. Bien se os debe acordar (que no es posible se
os haya caído de la memoria) con cuánto amor, con cuán
buenas entrañas, hace hoy un año, un mes, cinco días
y nueve horas que me entregastes a vuestra querida hija por legítima
mujer mía. También sabéis con cuánta liberalidad
la doté, pues fue tal la dote, que más de tres de su misma
calidad se pudieran casar con opinión de ricas. Asimismo, se os
debe acordar la diligencia que puse en vestirla y adornarla de todo aquello
que ella se acertó a desear y yo alcancé a saber que le convenía.
Ni más ni menos habéis visto, señores, cómo,
llevado de mi natural condición y temeroso del mal de que, sin duda,
he de morir, y experimentado por mi mucha edad en los estraños y
varios acaescimientos del mundo, quise guardar esta joya, que yo escogí
y vosotros me distes, con el mayor recato que me fue posible. Alcé
las murallas desta casa, quité la vista a las ventanas de la calle,
doblé las cerraduras de las puertas, púsele torno como a
monasterio; desterré perpetuamente della todo aquello que sombra
o nombre de varón tuviese. Dile criadas y esclavas que la sirviesen,
ni les negué a ellas ni a ella cuanto quisieron pedirme; hícela
mi igual, comuniquéle mis más secretos pensamientos, entreguéla
toda mi hacienda. Todas éstas eran obras para que, si bien lo considerara,
yo viviera seguro de gozar sin sobresalto lo que tanto me había
costado y ella procurara no darme ocasión a que ningún género
de temor celoso entrara en mi pensamiento.
Mas, como no se puede prevenir con diligencia humana el castigo
que la voluntad divina quiere dar a los que en ella no ponen del todo en
todo sus deseos y esperanzas, no es mucho que yo quede defraudado en las
mías, y que yo mismo haya sido el fabricador del veneno que me va
quitando la vida.
Pero, porque veo la suspensión en que todos estáis,
colgados de las palabras de mi boca, quiero concluir los largos preámbulos
desta plática con deciros en una palabra lo que no es posible decirse
en millares dellas. Digo, pues, señores, que todo lo que he dicho
y hecho ha parado en que esta madrugada hallé a ésta, nacida
en el mundo para perdición de mi sosiego y fin de mi vida (y esto,
señalando a su esposa), en los brazos de un gallardo mancebo, que
en la estancia desta pestífera dueña ahora está encerrado.
Apenas acabó estas últimas palabras Carrizales,
cuando a Leonora se le cubrió el corazón, y en las mismas
rodillas de su marido se cayó desmayada. Perdió la color
Marialonso, y a las gargantas de los padres de Leonora se les atravesó
un nudo que no les dejaba hablar palabra. Pero, prosiguiendo adelante Carrizales,
dijo:
-La venganza que pienso tomar desta afrenta no es, ni ha de ser,
de las que ordinariamente suelen tomarse, pues quiero que, así como
yo fui estremado en lo que hice, así sea la venganza que tomaré,
tomándola de mí mismo como del más culpado en este
delito; que debiera considerar que mal podían estar ni compadecerse
en uno los quince años desta muchacha con los casi ochenta míos.
Yo fui el que, como el gusano de seda, me fabriqué la casa donde
muriese, y a ti no te culpo, ¡oh niña mal aconsejada! (y,
diciendo esto, se inclinó y besó el rostro de la desmayada
Leonora). No te culpo, digo, porque persuasiones de viejas taimadas y requiebros
de mozos enamorados fácilmente vencen y triunfan del poco ingenio
que los pocos años encierran. Mas, porque todo el mundo vea el valor
de los quilates de la voluntad y fe con que te quise, en este último
trance de mi vida quiero mostrarlo de modo que quede en el mundo por ejemplo,
si no de bondad, al menos de simplicidad jamás oída ni vista;
y así, quiero que se traiga luego aquí un escribano, para
hacer de nuevo mi testamento, en el cual mandaré doblar la dote
a Leonora y le rogaré que, después de mis días, que
serán bien breves, disponga su voluntad, pues lo podrá hacer
sin fuerza, a casarse con aquel mozo, a quien nunca ofendieron las canas
deste lastimado viejo; y así verá que, si viviendo jamás
salí un punto de lo que pude pensar ser su gusto, en la muerte hago
lo mismo, y quiero que le tenga con el que ella debe de querer tanto. La
demás hacienda mandaré a otras obras pías; y a vosotros,
señores míos, dejaré con que podáis vivir honradamente
lo que de la vida os queda.La venida del escribano sea luego, porque la
pasión que tengo me aprieta de manera que, a más andar, me
va acortando los pasos de la vida.
Esto dicho, le sobrevino un terrible desmayo, y se dejó
caer tan junto de Leonora que se juntaron los rostros: ¡estraño
y triste espectáculo para los padres, que a su querida hija y a
su amado yerno miraban! No quiso la mala dueña esperar a las reprehensiones
que pensó le darían los padres de su señora; y así,
se salió del aposento y fue a decir a Loaysa todo lo que pasaba,
aconsejándole que luego al punto se fuese de aquella casa, que ella
tendría cuidado de avisarle con el negro lo que sucediese, pues
ya no había puertas ni llaves que lo impidiesen. Admiróse
Loaysa con tales nuevas, y, tomando el consejo, volvió a vestirse
como pobre, y fuese a dar cuenta a sus amigos del estraño y nunca
visto suceso de sus amores.
En tanto, pues, que los dos estaban transportados, el padre de
Leonora envió a llamar a un escribano amigo suyo, el cual vino a
tiempo que ya habían vuelto hija y yerno en su acuerdo. Hizo Carrizales
su testamento en la manera que había dicho, sin declarar el yerro
de Leonora, más de que por buenos respectos le pedía y rogaba
se casase, si acaso él muriese, con aquel mancebo que él
la había dicho en secreto. Cuando esto oyó Leonora, se arrojó
a los pies de su marido y, saltándole el corazón en el pecho,le
dijo:
-Vivid vos muchos años, mi señor y mi bien todo,
que, puesto caso que no estáis obligado a creerme ninguna cosa de
las que os dijere, sabed que no os he ofendido sino con el pensamiento.
Y, comenzando a disculparse y a contar por extenso la verdad
del caso, no pudo mover la lengua y volvió a desmayarse. Abrazóla
así desmayada el lastimado viejo; abrazáronla sus padres;
l[l]oraron todos tan amargamente, que obligaron y aun forzaron a que en
ellas les acompañase el escribano que hacía el testamento,
en el cual dejó de comer a todas las criadas de casa, horras las
esclavas y el negro, y a la falsa de Marialonso no le mandó otra
cosa que la paga de su sa[l]ario; mas, sea lo que fuere, el dolor le apretó
de manera que al seteno día le llevaron a la sepultura.
Quedó Leonora viuda, llorosa y rica; y cuando Loaysa esperaba
que cumpliese lo que ya él sabía que su marido en su testamento
dejaba mandado, vio que dentro de una semana se entró monja en uno
de los más recogidos monasterios de la ciudad. El, despechado y
casi corrido, se pasó a las Indias. Quedaron los padres de Leonora
tristísimos, aunque se consolaron con lo que su yerno les había
dejado y mandado por su testamento. Las criadas se consolaron con lo mismo,
y las esclavas y esclavo con la libertad; y la malvada de la dueña,
pobre y defraudada de todos sus malos pensamientos.
Y yo quedé con el deseo de llegar al fin deste suceso:
ejemplo y espejo de lo poco que hay que fiar de llaves, tornos y paredes
cuando queda la voluntad libre; y de lo menos que hay que confiar de verdes
y pocos años, si les andan al oído exhortaciones destas dueñas
de monjil negro y tendido, y tocas blancas y luengas. Sólo no sé
qué fue la causa que Leonora no puso más ahínco en
desculparse, y dar a entender a su celoso marido cuán limpia y sin
ofensa había quedado en aquel suceso; pero la turbación le
ató la lengua, y la priesa que se dio a morir su marido no dio lugar
a su disculpa.
(Nota)
En el texto de las novelas van en negrita las palabras, expresiones,
frases o pasajes que se han comentado en clase.
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