Américo Castro, De la
edad conflictiva, Madrid, Taurus, 1972 (3ª ed.).
“El retorno a la agricultura y al campesino,
doctrinal y literariaremente, se debía a haberse identificado el hacer y el no
hacer de la persona con el hecho de pertenecer a la casta digna o a la
indigna.” (pp. XXI)
“Los estatutos de limpieza de sangre no
fueron “causa” de la pugna entre cristianos viejos y nuevos, sino un reflejo de
la agudización de aquel problema, iniciado mucho antes, y de la creciente
ufanía de la casta que conquistaba remotas tierras.” (pp. XXV) Hacia 1530 hará
falta ser descendiente de labriegos para ser consejero del Rey-Emperador.
“Los cristianos viejos aceptaban las decisiones de
la opinión pública al ir a valorar la honra de las personas; frente a eso, los
cristianos nuevos discutían o ironizaban la tendencia unanimista a fundar la
honra en lo que todos decían o sentían. Por consiguiente, el que la honra
consistiera en la opinión de todos o en la virtud del individuo, fue uno de los
muchos motivos de conflicto en aquella “edad” en tantos sentidos
“conflictiva”.” (p. 8)
“Estas tres castas se encajaban unas en
otras como las piezas de un mosaico, del mosaico que, con algún que otro
desperfecto, venían siendo los españoles desde los siglos IX y X. (p. 18)
Las páginas que siguen aspiran a hacer más
perceptible la estructura básica de la vida y de la literatura en los siglos
XVI y XVII. La vida española fue un trenzado de la convivencia y de la pugna de
tres castas: la de los cristianos, la de los moros y la de los judíos.
En la vida diaria –no en las comedias de
Lope de Vega-, el drama atroz surgía cuando un español se daba cuenta de que no
era tenido por cristiano viejo, es decir, por miembro de la casta dominante, y
que su hombría no le servía para nada. Pero este drama sordo y oprimente no fue
llevado a la escena, no era posible hacerlo. Tomar distancia escénica respecto
de él hubiera exigido que la sociedad española no fuese como en efecto era, o
sea, que en ella hubiera sido factible situarse fuera de su ámbito, y
contemplarla críticamente y desde arriba en el teatro. Esperar nada así en la
España del siglo XVI sería tan anacrónico como absurdo. Añade Américo Castro
que Lope de Vega representó el violento conflicto entre las “razones”
individuales del amor y las sociales de la honra en El castigo sin venganza. El ser o no limpio de sangre dio lugar a
dicterios contra los cristianos nuevos en ciertas comedias, a alusiones amargas
o dolidas en Luis de León, en Mateo Alemán o en Agustín Salucio; o a las ironía
de Cervantes en El retablo de las
maravillas, en El licenciado vidriera
y en el Quijote. Pero no cabía poner
en duda, en crisis, el dogma de la limpieza de sangre. Fue, en cambio, posible
rebelarse contra la necesidad de tener que reafirmar el cristiano viejo su hombría
dando muerte a la mujer adúltera, o acusada, o sospechosa de serlo. La hombría,
vienen a decir las figuras dramáticas, debiera estar por encima de la veleidad
erótica de una mujer, aunque el miedo a la opinión obligue a proceder como si
no lo estuviera. Frente a tal desdicha,
Cervantes pensaba que la solución razonable –y, en último término, la única
cristiana- era olvidar a la mujer, dejarla ir e impedirle el retorno. Pero
Cervantes se situó en forma peculiar frente a las opiniones de sus compatriotas.
No cabía discutir el fundamento del dogma. El tema podía ser abordado en la
lírica soledad de un soneto, o en la docta prosa de Luis de León, pero no
sacado a la intemperie en un corral de comedias. Quevedo hizo lo primero,
tomando como ocasión la audacia de Faetón (“Solar y ejecutoria de tu abuelo”).
Ahora bien, si el frenesí por demostrar la
limpieza de la propia sangre no fue elevado a rango de tema dramático, las
figuras sostenidad por su hombría en los casos de honra, habían de ser
necesariamente cristianos viejos y limpios, bien por suponerse que eran
auténticos hidalgos, bien por demostrarlo con el simple hecho de ser de
condición labriega y de linaje inmemorialmente inculto.
El tema de la honra, por consiguiente,
presenta dos muy visibles dimensiones: una orientada hacia la inmanencia de la
hombría (en Las mocedades del Cid, de
Guillén de Castro; en El príncipe
constante de Calderón); otra, hacia la trascendencia social de la
“opinión”, el monstruo anónimo e invisible que a su hora pondría en duda la
“machez” de quien se jactaba de pertenecer a la casta esforzada, a la del Cid,
a la de los infantes de Lara, a la de los conquistadores de tierras y de
imperios, en Europa, y el mundos, hasta no hacía mucho, ignotos. La comedia de
Lope de Vega destaca sobre un fondo de grandeza imperial.
Américo Castro habla de tres épocas:
1)
La época de las tres
castas armonizadas, hasta fines del siglo XIV.
2)
La época de la fractura
de aquella armonía, hasta el siglo XVII;
3)
La época del absoluto
predominio de la casta cristiana, desde el siglo XVII hasta hoy.
El cristiano viejo transpuso a su sistema
el criterio judío en cuanto a limpieza de sangre, según se expresa en el Antiguo Testamento (Esdras, Nehemías).
La casta, cristiana por herencia y judaizada por haber asimilado incontables
prófugos de la casta rival, hacía valer la “dimensión imperativa” de sus
individuos en amplísimas extensiones del planeta. Su temple y su capacidad
imperial habían sido puestos a prueba en incontables empresas”.
No basta con hablar de decadencia y acudir
a circustancias exteriores (la Inquisición, la tierra pobre, la despoblación
como secuela de guerras y conquistas, etc.); ni tampoco con acudir a la
“psicología” del español... Las historias eluden el problema, o acuden al
cómodo recurso de la Contrarreforma.
La actividad pensante llegó a constituir
grave riesgo desde la segunda mitad del siglo XVI. En ningún país de Occidente
se produjo tal fenómeno, al menos en forma tan radical. Américo Castro defiende
que la “cerrazón religiosa”, a la cual suele atribuirse el atraso de los
españoles, era sólo aspecto de una realidad más profunda. Si los cristianos
españoles hubieran poseído de suyo aficiones científicas, se hubieran servido
de ellas en mayor o menor grado, pese a todos los aislamientos. No fue el miedo
a los luteranos el motivo del aislamiento cultural, sino algo presente y
sentido en los íntimos senos del alma “castiza” de los cristianos –sobre todo
de los castellanos- en los siglos XV y XVI. Porque ellos, principalmente,
dieron el tono y el rumbo a la vida peninsular.
De religiosa, la cuestión se convirtió en
esta otra: en la de quién se creía con derecho y con poder para figurar en
primera línea dentro del imperio español, para destacarse en modo preeminente y
no temer ser puesto al margen de la sociedad. Se disputaba quiénes, como
españoles, iban a ser los “mantenedores de la honra”. Si la necesidad de
“mantener honra” hubiese estado subordinada, ante todo, al ideal de establecer
el reino de la palabra de Dios, habría bastado con cerciorarse de si los
descendientes de hispano-hebreos o de moriscos eran auténticos cristianos en
cuanto a su creencia y a su conducta. Y la realidad es que se disputaba si la
preeminencia social correspondía a la casta de los hispano-cristiano o a la de
los hispano-hebreos, no purificados ni salvados de su mácula por la virtud de
los sacramentos. Esta incongruencia religiosa fue notada por algunos desde el
siglo XV, prescindiendo del absurdo político y de la inhumanidad de forzar al
bautismo a millares de moros y judíos. La armazón social en los reinos
cristianos quedó rota o desvencijada.
La Contrarreforma, el exclusivismo
religioso y la Inquisición no eran las causas fundamentales de las dolencias
del intelecto español, de su apatía. Desde luego que la Inquisición, una vez
lanzada por algunos conversos y sostenida por las masas cristianas y por muchos
aterrados ex hispano-hebreos, se convirtió en motivo para más angostura y más
asfixia del trabajo de la mente.
La Comedia
–género literario para todos y continuado hasta el siglo XVIII- llevó al pueblo
la expresión estructurada y cargada de sentido de la honra y de la hombría de
los labriegos limpios de sangre. La lado de esta literatura dramática
–expresiva de lo sentido y deseado por el conjunto de la masa dominate- hubo
otra en la cual, en múltiples y varias formas, fueron sometidas a crítica la
institución del linaje y las ideas corrientes de honra y de deshonra a causa de
aquél. En esa literatura discordantela persona vale por lo que es y hace, no
por la condición de sus antepasados. Toman tal actitud crítica La Celestina, el Lazarillo de Tormes, el Guzmán
de Alfarache, Santa Teresa, Cervantes,Baltasar Gracián y otros más. El tema
del linaje fue objeto de sarcasmos para Quevedo, aunque el autor no aparece
afectado personalmente por tal preocupación (Quevedo estaba seguro de ser un
cristiano viejo, y como tal lanzaba sus grotesquerías). En España no pudo
arraigar ninguna disidencia religiosa, pero sí hubo discrepancias en cuanto a
lo creído acerca del ser y valía sociales de la persona.
Para A. Castro, el motivo de que toscos
labriegos se alzaran a la cima del prestigio literario reside en el motivo de
la honra, es decir, en la importancia para el español de la limpieza de sangre,
que le permitía situarse socialmente dentro de la casta dominante. La labranza
era el oficio del cristiano viejo, cuya ascendencia se perdía en raíces
inmemorialmente incultas y labriegas. La honra, es decir, la vivencia del honor,
es destacada en ciertos casos decisivos como la razón activa de existir los
personajes (así en Peribáñez, en El alcalde de Zalamea y en Fuente Ovejuna). Todos ellos han de
manifestar su calidad honrosa como españoles, no como genéricos seres humanos;
y han de mostrar también su derecho a
mantenerla cuando algo pone en riesgo aquella su razón de existir. El conflicto
había ido alcanzando dimensiones inmanejables a lo largo del siglo XVI; y lo
reciente del tal conflicto se manifestaba en la necesidad de poner los
labriegos bien de manifiesto, que ellos eran indiscutibles miembros de la casta
excelsa.
honor y honra
La vivencia de la honra y su expresión
dramática. El honor es, pero la honra
pertenece a alguien, actúa y se está moviendo en una vida. La lengua literaria
distinguía entre el honor como concepto, y los “casos de la honra”. En esta
época, el sentido total de la existencia se cifraba en la conciencia de no
estar ofreciendo resquicio a la embestida de la opinión ajena. Y la comedia
prosperó grandemente presentando casos de fractura y de compostura de honras
maltrechas.
Si muchos españoles no se hubieran sentido
con su personalidad íntima al desnudo, y en riesgo de hallarse socialmente a la
intemperie, el arte de Lope de Vega no hubiera sido posible, o no hubiera
hallado tan afanosa acogida entre las gentes.
En pleno siglo XVII, idos los judíos y los
moros, se seguía sintiendo, temiendo, la presencia de los unos y de los otros.
honra y limpieza
de sangre
El español del siglo XVI se sintió lanzado de golpe
a una vida en escala mayor, y brincó desde su estrechez aldeana hasta los
últimos límites del “teatro del mundo”. Al éxito seductor se arribaba por vía
del merecimiento personal o de la proeza súbita, no por la mutación despaciosa
de las cosas y de las ideas, sin conexión directa con las virtudes de la
persona. Se solicitaban mercedes de Dios, del rey o del gran señor. El ámbito
de lo merecible y la conciencia de ser merecedor iban dilatándose a medida que
avanzaba el siglo XVI.
En primer lugar, toda forma de trabajo
técnico o mental parecía cosa de moro o de judío. Ser español cristiano hacía
sumamente difícil salir de uno mismo y el sentirse elevado con la labor del
intelecto o de las manos. La conciencia del valor de la persona tenía que permanecer
íntegra, sin quedar sumida ni olvidada en el valor de la idea o del artefacto
lanzados al público. El español criatiano era como era por sentise existiendo
en una creencia, opuesta bélica y socialmente a otras creencias. Y de esa y
básica situación íntima arrancaba la conciencia de su fuerza y de su identidad.
Al español le urgía hacerse valer, y por eso adquiririeron tal intensidad las
expresiones de la estima o la desestima públicas –la “opinión”, mi “opinión”,
“el que toque a mi opinión”, así, en absoluto y sin calificativos.
Expresión de ese “estar en uno mismo” fue
el famoso vocablo sosiego, le no
dejarse afectar por las circunstancias materiales, y el escaso interés por
modificarlas, pues eso quedaba para moros, judíos o extranjeros.
Carecían en realidad de valor las acciones
sin enlace con la dimensión imperativa de la persona; cuando no se actuaba
sobre otros hombres, o se combatía contra ellos, la persona se contemplaba a sí
misma, en su “sosiego”, en la creación artística, o en la contemplación
divina. Toda la ciencia, toda técnica,
se habían hecho arriesgadas y sospechosas.
Honrarse en este mundo, y prepararse para
continuar existiendo en el otro, dieron motivo a los máximos cuidados del
español.
La expresión limpieza de sangre significaba la pureza espiritual de la sangre,
en relación con la creencia bíblica de que, a través de la sangre, se
transmitían las culpas de los padres. Américo Castro subraya las palabras del
cristiano nuevo Gonzalo Fernández de Oviedo hacia 1554:
Es cierto que entre todas las
naciones de los cristianos no hay alguna [...] donde mejor se conozcan los
nobles e de buena e limpia casta, ni cuáles son los sospechosos de la fe: lo
cual en otras naciones es oculto. (Quinquagenas
de la nobleza de España, Madrid, 1880, p. 281)
Los judíos de 1500 continuaban siendo el
pueblo deicida; para los llamados cristianos viejos habían perdido validez las
palabras del apóstol San Pablo (Corintios
I, 12). Dejada al margen la espiritualidad evangélica –aún respetada por
Alfonso X-, los judíos eran meramente el pueblo deicida, y los cristianos de
1492, olvidados de los textos sagrados, de las leyes de las Partidas y del Fuero Real, se identificaron semíticamente con el pueblo de Dios.
Unidos estatalmente castellanos y
aragoneses con el matrimonio de Isabel y Fernando, terminada la guerra con
Portugal y animado el villanaje al ver cómo castigaban los Reyes los desmanes
de la nobleza, la población cristiana se sintió pronta para dominar a las otras
dos. Todo esto se hizo sentir con fuerza hacia 1480, en la nueva política de
los Reyes Católicos, dirigida a fortificar y engrandecer los reinos cristianos.
La armonía cristiano-hebrea, indispensable durante los siglos constituyentes de
la vida española (XI_XV), se tornó ahora en odiosidad. La monarquía antaño
débil, era fuerte y poseía riquezas a fines del siglo XV. El establecimiento de
la Inquisición contra los hispano-hebreos y los aprestos para dar fin al reino
moro de Granada fueron casi simuntáneos. La ruptura de aquel orden tradicional
creó un nuevo sistema de valoraciones y desestimas sociales, fundamento del
nuevo aspecto en que aparece la “honra” en el siglo XVI y en el XVII, y su
correlato la “opinión”. El resultado fue que el español acabó por sentirse
acosado y asfixiado por la opinión ajena:
“Honra es aquella que consiste
en otro.
ningún hombre es honrado por sí
mismo,
que del otro recibe la honra un
hombre...
Ser virtuoso un hombre y tener
méritos,
no es ser honrado... De donde
es cierto,
que la honra está en otro y no
en él mismo”[1]
La valentía ocupaba inmediato y prominente
lugar en la escala de las valoraciones populares, de lo estimado por la
“opinión”, simplemente porque desde hacía siglos se daba por supuesto que el
judío y sus descendientes eran cobardes, aunque fuesen cristianos desde hacía
varias generaciones. Siempre y en todas partes hubo maridos que vengarin con
sangre la traición de su mujer, pero sólo en España adquirió aquel tema tan
amplia y honda dimensión, precisamente entre los siglos XVI y XVII, en la época
que llama conflictiva, cuando los
caballeros mataban toros para hacer gala de su denuedo varonil (en los siglos
XV y XVIII la plebe se encargaba de ello).
Se desplazaron los ejes de la vida española
con las matanzas de judíos en 1391, con el arrasamiento de muchas sinagogas,
las persecuciones sangrientas durante el siglo XV, los bautismos provocados por
el terror y, en fin, con la decretada ilegalidad del judaísmo en 1492.
Legalmente no hubo ya judíos. Sin embargo,
el vigor y la capacidad de los hebreos se hacían presentes a través de los
incontables cristianos nuevos en el clero regular y secular, en los cargos
concejiles, en las profesiones técnicas, en la enseñanza universitaria, en
oficios ligados con algún saber o competencia, etc. Lo propio de la casta
cristiana en el siglo XV era el ímpetu dominador e imperante; sostenido por él
y por sus creencias aspiraba a dominar la totalidad del planeta, y el hecho es
que consiguió hacerlo en gran parte en las Indias. Podemos verlo en el Romancero lo que el hispano-cristiano
deseaba y esperaba en el siglo XVI.
Las gentes se deshacían unas a otras por
odios de casta, y por afán de lograr riquezas para sí y para el reino, a
cualquier precio. Los dos primeros inquisidores generales eran conversos: Tomás
de Torquemada y Diego de Deza. Converso era también fray Hernando de Talavera,
fraile jerónimo y confesor de la reina Isabel. Recuérdense las falsas
genealogías de Teresa de Jesús, Luis Vives, Gonzalo Fernández de Oviedo...
En conclusión, el honor acabó por centrarse
enla intangible pureza de la ascendencia y enla hombría de la persona, no en
acumular riquezas o en dedicarse a cultivar la mente, o a hacer cosa útiles
para la comunidad. El tosco trabajar con las manos del labriego era lo único
honroso. “Los castellanos no acostumbraban a tener en mucho las riquezas, mas
la virtud” escribió el converso Alonso de Cartagena en el siglo XV.
unidad de creencia
y honor nacional
Fernando el Católico centralizó, como nunca antes se
había hecho, la autoridad real al suprimir los maestrazgos de las órdenes
militares y al dominar las anárquicas iniciativas de los nobles. La autonomía
económica de las aljamas judías, no arrasadas por el pueblo, aparecía al rey
como otra forma de poder independiente con el que era conveniente terminar. Los
proyectos de reconstruir a España de acuerdo con la imagen de un futuro
deslumbrante determinaron la ruptura definitiva del régimen de la convivencia
de las castas. Este “futuro deslumbrante” comenzó a tomar forma tras la
conquista de Granada. El ánimo imperialista de los castellanos haría posible
los demás prodigios. Después de todo, los aragoneses y catalanes fueron también
excluídos de la empresa de las Indias. Es falso que los Reyes Católicos unieran
a España íntimamente.
Lo que Fernando de Aragón no tuvo presente es que,
aunque la religión judía había sido suprimida, su casta quedó en pie, y con
ella los problemas: comenzaron a funcionar oficialmente como cristianos quienes
continuaban practicando el trabajo manual, de artesanía o técnico, una actividad
en la cual no se habían esmerado mucho los cristianos viejos. Estos iban a
sentir cada vez más la competencia de los conversos, los cuales siguieron
cultivando el comercio y sobresaliendo como financieros, lo mismo que antaño
habían hecho sus antepasados. La vecindad del cristiano nuevo y su supremacia
social, administrativa y cultural se hicieron insoportables en el siglo XVI; en
tales circunstancias no cabía otra defensa sino afirmarse el cristiano nuevo en
la hidalguía de su fe, de una fe sin mácula.
En estas circunstancias comienza a dibujarse el
horizonte frente al cual se hizo posible la comedia de Lope de Vega: la hombría
sexual, la machez, como índice de la dimensión individual de la persona; la fe
en la creencia ancestral y sin tacha, como signo de la dimensión
cristiano-social del español, triunfante sobre los cristianos dentro de su
tierra, sobre los protestantes en Europa y contra toda forma de discrepancia
religiosa, en un sueño delirante de dominación universal. En un acorde grandioso,
Lope de Vega integraría más tarde, en una unidad poética sólo así posible, la
dimensión individual y social del español-cristiano viejo. De ahí Peribáñez.
Las actividades exteriores a la persona,
independientes del sosiego de su estar siendo, fácilmente desidalgaban a la
persona, y la ponían en riesgo de acabar su vida en las cárceles del Santo
Oficio, o de algo peor.
CAPÍTULO II
EL SENTIMIENTO DE LA HONRA AFECTÓ A LA FUTURA
HISTORIOGRAFÍA
Durante mucho tiempo la historiografía ha soslayado,
intencionadamente o no, la importancia que tuvo para la sociedad de los siglos
XVI y XVII la exigencia de limpieza de sangre en un deseo de preponderancia de
los hispano-cristianos.
En el siglo XVI comenzó a llenarse el vacío de
saberes científicos y filosóficos por obra, sobre todo, de cristianos nuevos,
unos en España (Gómez Pereira), y otros en el extranjero (Luis Vives).
Se planteó a lo largo del siglo XVI, en forma cada
vez más violenta, el conflicto entre el cultivo de los saberes científicos y la
honra nacional. La casta de los cristianos viejos, la castiza, la dominante y
triunfadora en el antiguo y en el nuevo mundo, prefirió la honra a la eficacia
de la mente, o a cualquier consideración de tipo práctico. Cervantes –para
quien la “opinión” no contaba- lanzó su mirada incisiva y sarcástica sobre la
necedad de equiparar la honra con la holganza, y sobre el éxito de quienes no
juzgaban deshonroso trabajar con las manos.
En el Romancero y en las comedias de Lope de Vega se
oye la melodía expresiva de la razón de existir de la casta heroica, de la
dimensión imperativa de la persona, cuya fe en la validez de aquella estructura
vital se fortalecía con los incitantes ejemplos ofrecidos por las ampliaciones
territoriales, por el predominio sobre las otras dos castas (moros y judíos),
tan indispensables durante siglos, como estorbosas y competidoras más tarde.
CAPÍTULO III
LOS HISPANO-HEBREOS Y EL SENTIMIENTO DE LA HONRA
Entre semitas, sin embargo, son las obras o los
méritos los que proporcionan el orgullo y la honra a la persona, y
regresivamente a su linaje. En efecto, los judíos se preciaban de ser judíos, y
con más intensidad que en ninguna otra parte, pues sólo en España tuvieron tan
altos motivos para sentirse socialmente importantes. Mientras los moros, desde
mediados del siglo XIII, habían perdido toda ocasión para manifestarse
superiores, los hispano-judíos aún alzaban la voz en el momento de decretarse
su exilio. Si el hispano-cristiano de Castilla se destacó por su firmaza y por
su alta valía ya en torno al año mil, el hebreo se enorgullecía de su saber, de
su inteligencia y de su linaje. Sus contactos y su familiaridad con la clase
señorial le ofrecía continuas ocasiones para hacerlo. Como parte del pueblo
electo por Dios para ser suyo, el judío se sentía hidalgo por naturaleza, como
más tarde harían los cristianos españoles del sigloo XVI.
Las ganancias y triunfos no personales (riqueza,
técnica) nunca ocuparon el primer plano de la vida hispano-cristiana, según
demuestra el que los “indianos” en el siglo XVII emplearan su dinero en
adquirir un título de nobleza. La riqueza, por sí sola, no creaba honra.
Llegó a crearse una especie de psicosis
colectiva, instigada y fomentada por la persecución inquisitorial. El tener que
hurg
onear en los linajes de toda persona
interesada en ocupar puestos públicos, o en ingresar en las órdenes militares y
monásticas, o en la enseñanza, llevó a creer que la única clase social a salvo
de tales riesgos era la de los labriegos. Por tan tortuosa vía, los villanos,
sin sospecha de cultura o de antecedentes nobiliarios, llegarían a ser
idealizados como miembros sin posible tacha dentro de la casta de los elegidos.
el espectro
judaico y los conjuros para alejarlo
En esta parte, Américo Castro llega a la
conclusión de que las tareas puramente intelectuales en España se vieron
coartadas por la íntima angustia de la pureza de sangre. “La idea de ser los
judíos españoles “gente muy sutil de mente” [...] va a continuar viva entre
cristianos a lo largo del XVI”. La honra se lograba por otras vías, y la
adquirida mediante el esfuerzo intelectual era sospechosa de judaísmo, es
decir, encaminaba a la infamia social y a las interrogaciones en el Santo
Oficio.
Uno de los ejemplos citados es el del Dr.
Huarte de San Juan, que estudió “científicamente” la razón de tal creencia
popular, que, según él, poseía fundamento físico-biológico, a saber, la virtud
del maná ingerido por el pueblo de Israel en el desierto, virtud transmitida
luego a sus descendientes.
“Después de un siglo de preocupación y de
pesquisas sobre si se era o no se era judío, si se vivía con honra o con
infamia, de andar recelosos con “la barba sobre el hombro” (según decía
Quevedo), se entiende muy bien el poco interés en mostrarse agudo, o afanado en
torno a las cosas de este mundo. Tratamos de la ascética y de la vida en tiempo
de Felipe II recurriendo a la cómoda explicación de la “Contrarreforma”, como
si el gran riesgo sólo hubiera sido el protestantismo, quitado de en medio con
dos muy solemnes autos de fe. [...] Pero oigamos a quienes escriben sobre lo
diariamente acontecido en torno a ellos:
Y lo que se dice, que los
christianos viejos es gente quieta y los otros inquietos y perturbadores, más
parece calumnia de competidores que sentimiento de gente cuerda... La inquietud
de los confesos nace de la opresión con que se ven afligidos. (Agustín Salucio,
pp. 149-150)
“Lo importante era el recelo de ser tildado
de judío, de verse en riesgo de perder la buena opinión”. Entre los muchos testimonios literarios que aduce encontramos
uno tomado del Vocabulario de refranes de
Correas: “Ni judío necio, ni liebre perezosa” (edición 1906, p. 210), refrán
que siglos después aún comentaría el padre Feijoo.”
Dice don Américo que la inquietud, el
bullir en los negocios, el ejercitar la curiosidad mental, podían dar motivo a
no ser tenido por hombre de limpia ascendencia. Bastaba sencillamente andar
entre libros.
Limpieza de sangre, hidalguía y ortodoxia
religiosa se aunaron en los siglos XVI y XVII. “Cristiandad vieja y ranciosa
(que decían Cervantes y otros), y valoración de la ignorancia rústica se
hermanaron en forma hoy ya no perceptible.” Aporta interesantes testimonios que
ilustran la importancia de la apariencia, el motivo de huir del trabajo para
mantener la hidalguía y la opinión, además de comida.
“Por el saber –cuyo inicio era la lectura-, se
exponían los hombres a terminar en las hogueras de la Inquisición, y las
mujeres en el prostíbulo; esa era la idea común que Cervantes y Alonso de
Cabrera expresaron a su modo. Veamos ahora la opinión de los más doctos. En
1572 fue encarcelado fray Luis de León y también Gaspar de Grajal y Martín
Martínez de Cantalapiedra, todos ellos catedráticos de Salamanca. El inquisidor
Diego González opinaba que “siendo notorio que Grajal y fray Luis eran
cristianos nuevos, tenían que estar interesados en oscurecer nuestra fe
católica y en volver a su ley. [...] El estudio de las humanidades había sido
importado de Italia. Tropezaba con la falta de tradición propia, y después de
un siglo aún no estaba aclimatado el nuevo tipo de cultura iniciado por Nebrija
y por otros maestros formados en Italia. El movimiento erasmista, en el cual
figuraban bastantes cristianos nuevos [...] había sido ahogado en la forma que
todos saben. Los rescoldos de curiosidad intelectual aún existentes en la
segunda mital del siglo habían ido extinguiéndose paulatinamente.”
Era peligroso de tal modo acercarse a los
problemas planteados por la realidad del mundo en que uno vive. Era propio de
la tradición intelectual hispano-judía el modo claro, directo y racional de
hablar de las cosas, y que a veces nos pareción motivado por “influencias”
erasmistas. “Pero esa “naturalidad sencilla” en el modo de expresar lo que se
piensa ya aparece en los judíos que tradujero obras astronómicas para Alfonso
el Sabio, y luego en Sem Tob, en el Rabí Arragel, en Alonso de Cartagena, en
Alonso de Palencia, en Hernado del Pulgar, Antonio de Nebrija y otros. [...]
Indicio de oriundez judaica era, entre otros, pasar largo tiempo en el
extranjero ocupado en tareas intelectuales, a veces sin volver nunca más a
España. Otro sería la incertidumbre en cuanto a la ascendencia de los
estudiosos. Si a esto se añade el conocimiento del hebreo, se hace muy probable
el origen hispano-judío. Cada día parece más seguro que Nebrija fuera también ex illis como lo sospeché (y resultó
cierto) de Diego de Valera, de Vives y de Santa Teresa por motivos internos de
estilo y expresión.”
El interés del Santo Oficio, dice Américo
Castro, tendía sobre todo a probar que sus víctimas eran de casta judía. Cita
ejemplos que demuestran la agonía intelectual de ciertos españoles de mente
clara y renovadora.
el labrigo como
último refugio contra la ofensiva de la “opinión”
“Lo característico de la casta cristiana había
venido siendo la capacidad bélica y de dominio, en tanto que la casta judía se
había destacado por las tareas intelectuales y financieras, o por los oficios
sedentarios.
Nada importaba que hubiese algunos
humanistas entre los cristianos viejos, pues lo que el hispano-cristiano
contemplaba desde su morada cristiana de vida (la que se había hecho), era que
con el ejercicio del pensamiento crítico (sobre un texto griego, un trozo de
naturaleza, lo que fuere) se abría la puera a formas de preeminencia social muy
calamitosas para la “casta” dominante hispano-cristiana, encastillada en la
honra personal, no necesitada de cosas ni de idea, ni de que la realidad fuese
así o de otro modo. EL ser de uno es
lo que contaba, y no el de las cosas.”
[...]El horror a la herejía y la obsesión
por la limpieza de sangre eran dos ramas del mismo árbol.” Los trabajos
técnicos y las tareas intelectuales ponían en tela de juicio la pureza de
sangre. [...] “Toda riqueza adquirida con trabajo o negocios se hacía
sospechosa, lo cual ha de tenerse en cuenta para entender el descrédito de los
enriquecidos en las Indias o en cualquier otro lugar”
“La vida española estaba acorazada contra
el razonamiento, y sólo fue vencida por quienes tuvieron la genialidad e
inventiba suficientes para recrear un “doble” de aquella vida, olvidadeos ya de
su detalle diario e hiriente, con sensibilidad y fantasía alzadas a la región
de lo perdurable. Para salvar aquel mundo insensato, hubo que hurtarle el
cuerpo, es decir, superarlo en la creación literaria.”
Américo Castro concluye afirmando que tal
fue la realidad social en la cual se hicieron literariamente válidas las ideas
neoplatónicas sobre el valor de lo primitivo y natural de la condición humana.
El neoplatonismo y el antijudaísmo hicieron posible a Sancho Panza, a
Peribáñez, al alcalde de Zalamea y a algunos otros.
POSTURAS
Y REACCIONES MOTIVADAS POR EL CONFLICTO
Este capítulo se inicia con la constatación
de que “la situación de vida en que se constituyeron los españoles desde fines
del siglo XV careció de análogo en Europa, y con ella se afirmó el desnivel de
la casta cristiana en cuanto a pensamiento y ciencia. Los libros extranjeros
que con tanto entusiasmo animaban a importar los Reyes Católicos en 1480 [...]
fueron atajados en 1502 y sometidos a al censura eclesiástica y judicial, antes
de que existieran Lutero y la Contrarreforma. Motivo de tan súbita restricción
fue sin duda el temor a las actividades de los judíos expulsados, y a la acción
que pudieran ejercer sobre la masa de nuevos conversos, transformados en
cristianos, de la noche a la mañana, en 1492. La figura del “intelectual”
judío, o sospechoso de serlo, se hizo desde entonces presente en la cultura de
la Península, con consecuencias incalculables para el futuro de los españoles.”
Américo Castro analiza las manifestaciones
del angustioso sentir y existir que padecieron los conversos en España, o
incluso los descendientes de cristianos nuevos. En el caso de Santa Teresa, no
piensa que exista relación de causalidad entre su misticismo y su conciencia de
pertenecer a una familia de conversos. Pero sí cree que “el ardor y la furia
espirituales con que se entregó a Dios y se lanzó a su defensa, le sirvieron de
firme protección y de refugio frente al ataque de quienes hallaban máculas de judaísmo
en quienes eran paradigmas de cristiandad”.
superación de la
angustia en la creación literaria
El linaje anónimo permitía hacerse con un linaje;
las actividades culturales, económicas o técnicas de cualquier clase se hacían
socialmente peligrosas, mientras que la simple condición de rústico confería
distinción social.
A favor, sin embargo, de tan angostas
circunstancias, el genio de ciertos españoles sintión la necesidad y a la vez
halló modo de dotar de vida nueva, insospechada y durable, a ciertas figuras
humanas incapaces a primera vista de destacarse singularmente. [...] Y como
acontece siempre en casos de auténtica literatura, la relación de ésta con la
vida de la experiencia no es de “mimesis”, de imitación, sino de superación de
los datos elementales de aquella experiencia. Al labrador jactancioso, que
encontramos en El licenciado vidriera,
le bastaba con arrastrarse por la vida encastillado en su estíril y boba
arrogancia, y motejando de judíos a los cristianos nuevos. Cervantes no se quedó
ahí; fulminando ironía sobre el dato elemental ante sus ojos, dice al engreído
labrador que él tan judío como el otro (y para sí pensaría que el cristiano
nuevo tal vez fuese tan cristiano como el viejo). Es decir, que lo que para la
gente era uso admitido y estático, para Cervantes se volvió problema.
“La posibilidad de un desarrollo artístico
yacía en la visión contrastada y polémica de los respectivos estados de
conciencia –el del villano y el del noble, o el del simple hidalgo. Dorotea, en
el Quijote, era hija de “gente llana,
sin mezcla de alguna raza mal sonante, y como
suele decirse, cristianos viejos y ranciosos”. Más tarde, Dorotea y su
seductor, don Fernando, se oponen como la villana-noble frente al
noble-villano, puesto que, para Cervantes, nobles y villanos valen por su
calidad moral, no por su ascendencia castiza, y al sentir así no iba con las
ideas preferidas por sus contemporáneos.” Américo Castro analiza a
continuación, en esta línea, el personaje de Sancho Panza.
El artista, para el autor, labró su obra
proyectando su idean sobre la materia del “estar siendo” del hombre español
[...]. Calderón poetizó su idea de no ser el hombre como la naturaleza, de no
poseer la soltura de los animales, de hallarse, en definitiva, en manos de
Dios, no ligado a un cosmos. El que el español se hubiese constituido enla
forma de existir que ya nos es conocida, explica que su literatura haya sido
como fue. El cosmos, como sede del hombre, no se hizo problema para el español.
Macbeth, Fausto, Phèdre no tuvieron
análogos entre hispanos, dado que su “cosmos” era su hispánico estar en sí y su
sentirse a sí mismos. [...] En “creerse” a sí mismo capaz de ser caballero
andante o gobernador, en el poder serlo o no serlo, consiste el auténtico
tema-problema.
Cambiando de tercio, “en la literatura
mayor, dramática y novelística, no se habla claramente del conflicto entre
cristianos limpios y sucios; se da ya por supuesto, sin más, que el rústico
posee honroso linage por el hecho de su cristiandad vieja, y eso lo califica
para enfrentarse con la ocasional menor valía de ciertos poderosos señores. Los
cuales, a su vez, no se dice fueses infames por la posibilidad de llevar en sus
venas sangre judía, sino por atropellar a quienes era su deber amparar. En
suma, el conflicto social hizo posible los conflictos literarios sin estar
aquél directamente aludido en estos últimos –afortunadamente para la creación
literaria.
Si las relaciones del hombre con el cosmos
nunca fueron planteadas o repensadas por los españoles, la situación del hombre
respecto de sí mismo fue vista y destacada coo realidad luminosa y manejable
literariamente. Manejable, por haber sido presentada como lo más hondo del ser
del hombre que mora entre hombres –también un “cosmos”, aunque sin estrellas
que obedezcan a leyes matemáticas. Teresa de Jesús enfiló hacia Dios su
angustiada conciencia. [...] es innegable que su busca ansiosa, y su estar en esa busca, permitieron a
Teresa descubrir zonas de vida, habitables ahora para los buscadores de
finitudes humanas. En otra dirección, Cervantes, preocupado por asuntos “de
tejas abajo”, se inventó unas figuras afanadas e incitadas por los múltiples
señuelos surgibles en la fantasía de cada quien. [...] desde Cervantes se puso
bien en claro que la vida consiste en estar queriendo ser, en estar existiendo
en un lugar y momento dados, en este mundo.”
Por otro lado, las figuras dramáticas del
teatro lopesco, en el caso de los labriegos, representaban las sedes de honra
en las conversaciones de la gente a causa de su supuesto no judaísmo. La
conciencia honrosa del villano sale a luz al enfrentarse con el señor
depravado. En Peribánez, fue
destacado el contraste entre la auténtica limpieza de sangre (la hidalguía) de
los labriegos y la muy dudosa de los tradicionalmente reconocidos como
hidalgos. El tipo del labriego rebasaba los tópicos de la Edad de Oro, y no fue
sentido como en las pasadas ilusiones del humanismo.
Según el parecer de Américo Castro, la
mejor postura era la de quienes no hacían ni pretendían nada, o la de quienes
combatían y conquistaban más allá de la tierra patria. En ésta lo único sano
era estarse quieto, mantenerse en sosiego, ostentar lo se era, orar y tener
paciencia. Quevedo expresó la angustia del obligado sosiego, del horizonte de
abstenciones y silencios.
Con todo esto, “deja de ser misterio la
ausencia en España del régimen capitalista, cuando éste empieza florecer en Europa,
muy temprano en Italia, y más tarde en el Norte, a la sombra de las creencias
calvinistas. A muchos españoles de calidad les inquietaba su pasado, tanto
individual como colectivo. La profusión de ejecutorias y de falsos cronicones
en los siglos XVI y XVII es muy significativo reflejo de tan anhelante estado
de ánimo”.
El autor de De la edad conflictiva insinúa que “no es posible reducir a unidad
definible lo “barroco”, por ejemplo, el de la Comedia lopesca, y lo “barroco”
en la literatura de otros países europeos.[2]
Concluyendo, el paso del sistema de vida
fundado en la tolerancia que desde hacía siglos era habitual entre los
españoles, al régimen de intolerancia en “crescendo” iniciado en 1391, supuso
para muchos una conmoción comparable al hecho de instaurar hoy un régimen
totalmente injusto en un país acostumbrado a vivir según usos humanos.
Afirma que los conversos, por su lado,
comenzaron a expresar la forma en que ellos sentían la vida española, y a dotar
de forma artística la conciencia de sus problemas y de sus valoraciones. Aduce ejemplos
como La Celestina y el primer teatro,
obra de Juan del Encina y de otros de su misma casta. Añade las novelas
picarescas y los escritos erasmistas de gran valía (no todos ellos quedaros inéditos;
ejemplo, Los nombres de Cristo, de
Fray Luis de León). Mientras les fue posible, los conversos intentaron
destacarse del vulgo que “opinaba”, cultivando la filosofía, la matemática, las
ciencias naturales, la cosmografía, los estudios escrituarios y las
humanidades. A fines del XXVI, cuando toda actividad intelectual inducía a
sospechas, se paralizan las actividades del intelecto, y quienes pueden se
recogen en soledad, o efectiva o literaria. En este sentido interpreta Américo
Castro diversas obras literias, entre la que se encuentra la “descansada vida”
de Fray Luis, debido a su melancolía. Afirma que lo horaciono fue aquí un
medio, no un paralelismo.
Para el autor, no tiene mucho sentido
hablar sólo genéricamente de culteranismo y de barroco, sin posarse en la realidad
humana que el arte expresa. El alternado juego entre lo falso de la apariencia
y lo seguro de la experiencia no era siempre ejemplificación del “vanidad de
vanidades” bíblio-ascético. Esas alternancias y contrastes expresaban el mismo
movimiento funcional de la vida, de una vida insegura y “desvivida”. Las “cosas”
en el Guzmán de Alfarache son “anti-cosas”
o “ex-cosas”; en El casamiento engañoso,
doña Estefanía era simplemente una perdida; según Tirso de Molina, en Madrid
estaban “en cinta” hasta “los ángeles”, ya que “doncella y corte” eran cosas “que
implican contradicción”; en El diablo
cojuelo, los nombres de los grandes personajes caballerescos eran no más
que cédulas echadas en las pilas bautismales para que se las pegaran como
rótulos a los bautizados.
La historia –afirma Castro- se descoyunta
si no se enlazan los fenómenos de civilización con el funcionamiento de las
castas, con sus armonías y antagonismos. Así, pues, si bien es cierto que el
impulso y la capacidad imperiales fueron algo nuevo dentro del proceso
estructurante de la futura vida española (en el Poema de Mio Cid no hay todavía españoles), no es menos verdad que
en la aspiración a dominar el “plus ultra” de las tierras estuvo presente el
anhelo universalizante de la casta judía, muy perceptible en la doctrina de la
casta judía, muy perceptible en la doctrina y en la acción de la casta de los
conversos en el siglo XV. A este respecto, añade que la carne y el espíritu
eran inseparables para el español; no le importó mezclarse con otras razas, con
tal de que una misma fe nivelara las diferencias de color entre los cuerpos que
se unían.
“Yo no concedo ni mucha ni escasa
importancia a la cuestión judía; me contraigo a afirmar que su presencia en la
vida española fue tan real y efectiva como la de los cristianos.”