Lapesa,
Rafael, “Poesía de cancionero y poesía italianizante”, De la Edad Media a nuestros días, Madrid, Gredos, pp. 145-171. [1]
“La gran poesía del Siglo de Oro español nace al
confluir de dos corrientes: una es la tradición continuadora del arte que
representan los cancioneros castellanos del siglo XV y principios del XVI;
otra, la poesía italianizante, petrarquista y clásica, asentada en nuestras
letras por Boscán y Garcilaso. Las dos eran brazos de un mismo río, pues
descendían de la lírica provenzal, lejana y reencarnada.” (p. 145)
En
primer lugar, caracteriza cada una de las tradiciones poéticas cuyo
entrecruzamiento es el objeto de este artículo.
“La poesía de cancionero venía cultivándose
en lengua castellana desde el último tercio del siglo XIV. La nómina es muy
amplia: Juan II de Castilla, el Infante don Enrique de Aragón, el Condestable
don Pedro de Portugal, don Álvaro de Luna, el Marqués de Santillana o los
Manriques, Juan de Mena, [...], etc. Todos ellos tenían algo en común en su
actividad literaria: el que su poesía fuese aúlica, compuesta para ser cantada,
leída o recitada en la corte, [...] lugar propicio para las composiciones “de
amor y loores” a las damas; para contar las supuestas aventuras a la vuelta de
un viaje; para entretener los ocios palaciegos con juegos poéticos. La poesía
era, en aspectos esenciales, un divertimento compañero de la música y las
fiestas, propio de la mocedad, y no ha de extrañarnos el carácter improvisado
de muchas composiciones. Otras veces manifiestan una emoción honda o son la
expresión de un arte reflexivo, que bien se orienta hacia el logro de una forma
ostentosa, o bien profundiza el pensamiento. La tensión entre cortesanía
frívola y tono libresco o grave se refleja en los dos nombres que están en
curso para designar a los creadores de
esta poesía: el más arraigado, el de trovador,
representa los aspectos más superficiales; el de poeta suele ser índece de aspiraciones más elevadas. Por eso dice
Santillana que no llamaría “trovador, mas poeta” a micer Francisco Imperial, el
genovés-sevillano que había introducido en Castilla la imitación dantesca y la
poesía retórica.”
Con Imperial, cuando la poesía cortés en
lengua castellana no contaba aún el medio siglo de florecimiento, empezaron sus
contactos con la poesía de Italia. A menudo no se ha tenido presente que la
lírica de la Baja Edad Media hunde sus raíces en un terreno común a todo el
Occidente europeo. La triple herencia que suponen el espíritu y liturgia
cristianos, la tradición clásica latina y el ejemplo de los trovadores
provenzales, constituye una base general que permite encontrar fáciles
semejanzas entre unas literaturas y otras; pero si estos paralelos demuestran
el parentesco histórico, no prueban que uno de los términos comparados proceda
necesariamente del otro. Si los poemas alegóricos españoles del siglo XV siguen
a Dante en el carácter y estructura de las ficciones, así como en ideas, temas
e incluso rasgos de estilo; si la idealización de Beatriz en sonetos y
canciones dantescos es uno de los puntos de partida para la hipérbole sagrada
en la poesía española, la influencia de Petrarca en la lírica es mucho más
fácil de aquilatar. Sólo hay un caso evidente, el de los sonetos y decires
líricos de Santillana. Con tal excepción, sería aventurado afirmar que cualquier
poeta castellano anterior a Boscán tuviese familiaridad con el Canzionere
petrarquesco.
De las coincidencias entre la poesía castellana y
Petrarca hay que descartar las muchas originadas por el común fondo
trovadoresco: concepción del amor como servicio que dignifica al enamorado,
peticiones de merced, descripción ponderativa de los padecimientos, goce del
dolor, lucha entre la razón y el deseo, ansia de la muerte, turbación ante la
amada, etc. Pero, con todo, es innegable que, ya fuese por evolución espontánea,
ya por infiltraciones claras o imperceptibles, se formó en la lírica de
Castilla un clima poético afín al petrarquista: entra la idea del amor por
destino, impuesto a pesar del albedrío humano; se profundiza la pintura de las
contradicciones internas; cunde el melancólico placer de los recuerdos y se
hace más despierta la sensibilidad ante la naturaleza.
(Lapesa transcribe unos versos de Carlos
Guevara, tomados del Cancionero
castellano del siglo XV, II, p. 490.)
Dice a partir de ese poema: “Tal vez
Guevara no hubiese leído un solo poema del solitario de Valclusa; pero nos hace
pensar inevitablemente en el devanear de Petrarca por las orillas del Sorga,
llevando en su memoria la imagen de Laura, velada ya y embebecida bajo una
lluvia de flores”.
En todo caso, la poesía de los cancioneros
castellanos tuvo una fuerte peculiaridad: por ejemplo, en la canción
tradicional, cuya belleza reside en la pureza de su lirismo (Guevara, Juan del
Encina, Garcí Sánchez de Badajoz). Igual acogida tiene el Romancero, imitado y
glosado por los poetas cortesanos. La idealización de la vida rústica es el
complemento de esta orientación popularista y del sentimiento de la naturaleza:
si entra en la literatura como disfraz político con las Coplas de Mingo
Revulgo, o como cuadro de género al contar Frey Íñigo de Mendoza el nacimiento
de Cristo, con Encina toma de lleno el carácter de una idealización de la
ingenuidad pastoril.
La poesía de los cancioneros castellanos
conservó su métrica y su poética debido a los intentos infructuosos de Imperial
y de Santillan de aclimatar el endecasílabo “al itálico modo”. Por lo que se
refiere a temas y actitudes, mantuvo y hasta acentuó caracteres propios:
insiste en el silencio cortés, que unas veces es cautela para evitar publicidad
a las relaciones de amor, y otras veces significa recato expresivo; evita el retrato
físico de la dama, concentrándose en la interioridad anímica del enamorado;
proyecta el sentimiento individual sobre paisajes imaginarios; y enfatiza como
afirmación de la voluntad personal el sometimiento al destino.
Muy característica de los cancioneros
castellanos es la intensidad del conceptismo. De los provenzales venía el gusto
por los juegos de palabras y los contrastes de ideas. Las antítesis servían
para hacer patente la contienda interior y la irracionalidad de la pasión. A pesar
de encontrarse en toda la poesía amorosa de la Europa medieval, el gusto por
las contraposiciones y paradojas logró en Castilla extraordinario desarrollo,
mucho mayor que el mismo Petrarca, tan amigo de sutilezas. En los castellanos
el uso de la figura etimológica es muy frecuente.
Al acabar el primer cuarto del siglo XVI la
poesía de los cancioneros castellanos era un producto artístico muy elaborado y
muy vario. Contaba con un metro dúctil, el octosílabo, capaz de replegarse al
todo requerido. Pero cuando el movimiento renacentista llegó en España a su
plena madurez, Boscán y Garcilaso trajeron de Italia la fórmula reclamada por
las nuevas apetencias estéticas. Boscán, sin asimilarla por completo, con
prosaísmos y caídas de poeta mediocre; Garcilaso, con la atracción irresistible
de sus versos, henchidos de inspiración. Los metros nuevos eran lentos,
reposados, menos pendientes de la rima acuciadora; a veces estaban desprovistos
de ella, al modo grecolatino. El moroso discurrir de endecasílabos y heptasílabos
repudiaba la expresión directa y el realismo pintoresco frecuentes en los
cancioneros. En cambio, era el ritmo adecuado para la exploración del propio yo
en detenidos análisis, y para expresar el arrobo ante la naturaleza.
Estos eran los dos grandes temas de la
nueva escuela. Petrarca había dado la pauta para el escrutinio de los estados
del alma. Los poetas, al explorar el propio espíritu, cobraban conciencia de sí
mismos y contribuían así al descubrimiento del individuo, el hecho capital del
Renacimiento. De otra parte, con Ficino, León Hebreo y Castiglione una fuerte
corriente de platonismo había prestado base filosófica a la idealización del
amor, habitual desde los trovadores. A las mentes imbuidas de este platonismo
era grato remansarse en la imaginación de un mundo donde las cosas se
aproximaban a las ideas supremas o se identificaban con ellas. Estaba en el
ambiente la idea de la perfección natural: Garcilaso exclamaba: “¡Oh natura,
cuán pocas obras cojas/ en el mundo son hechas por tu mano![2].
En este mundo embellecido revive el alma virgiliana, con los sueños del
bucolismo y de la edad dorada. Resurgen los mitos animistas y la naturaleza se
conduele ante el dolor de los hombres. Ya no se trata de erudición libresca
vertida en fatigosas alusiones a la historia y mitología grecorromanas: es la
resurreción del alma clásica.
Se importa el soneto y la canción, máximas
creaciones del petrarquismo, y el madrigal, flor popular dignificada en la poesía
artística italiana. Vuelven a cultivarse los géneros grecolatinos: églogas,
elegías, odas, epístolas. Se admite el valor artístico de la imitación como
muestra de sabiduría y de respeto a la tradición culta.
A partir de Petrarca y de los grecolatinos,
se imponen los poetas una disciplina creadora. Se huye de la afectación y se
busca la naturalidad de una elegante sencillez tras exigente selección. Ya no
hay lugar para la improvisación, aunque ésta no desapareció como obligación de
los buenos cortesanos. El divorcio entre las dos tendencias poéticas nunca fue
completo, como ocurre en Garcilaso, Hurtado de Mendoza, Cetina, etc. Dependiendo
de los metros que eligieran, el tema era tratado de forma diferente. Compara el
madrigal de Cetina “A unos ojos” con una canción octosilábica suya del mismo
asunto: destaca en la primera la contemplación emocionada del poeta embebecido,
frente a la búsqueda del ingenio y de una solución a un problema intelectual.
El contraste entre los dos poemas nos deja
ver lo que, según el sentido poético de Cetina, cabía en los moldes de cada
tipo de arte. Al decurso vagaroso de los metros italianos corresponde un
contenido menos abstracto, más suave y sensorial.
Nunca desaparecieron las divergencias y el
intercambio fue constante. El octosílabo amplió su capacidad hasta hacerse válido
también para servir a la inspiración renacentista: en las coplas reales de Boscán
aparecen símiles procedentes de una canción petrarquesca. Los endecasílabos de
Garcilaso reflejan el aspecto melancólico del Renacimiento, frente al vitalismo
que refleja el octosílabo de Castillejo. El octosílabo y su pie quebrado,
tradicional molde para expresar melancolías y sutilezas, habían empezado a
reflejar por obra de Juan del Encina y Gil Vicente la exaltación vital del
Renacimiento. En Santa Teresa de Jesús converge el conceptismo de la poesía de
cancionero y su tradición popular.
Por otra parte, materias poéticas y rasgos
de estilo pasaron de los cancioneros castellanos a poemas compuestos en metros
italianizantes. Podemos verlo en Garcilaso: la alegoría en metros
italianizantes. En Herrera sucede lo mismo.
Voluntarismo, personificaciones, hosquedad
del escenario soñado, constituyen sólo una pequeña parte del caudal de temas
que la poesía de cancionero legó al petrarquismo español del siglo XVI. También
le transmitió diferentes manifestaciones conceptistas que nunca desaparecieron
y que enlazan la artificiosidad de la última poesía medieval con la del
Barroco.
Lapesa analiza diversos poemas en los que
confluyen ambas tradiciones.
...algunos temas de cancionero, después de
haber sido reelaborados en metros italianos, volvieron al octosílabo
originario. Pero éste, no lo olvidemos, se había enriquecido y dignificado. La innovación
de Boscán y Garcilaso ... supuso una adquisición sin pérdidas. La coexistencia
de las dos artes permitió a cada una asimilar cualidades de la otra sin perder
las propias. El alma de España se hizo oír en ese doble instrumento y de Garcilaso
a Quevedo creó con él una poesía lírica superior a cuanta pudo ofrecer la
Europa de entonces. La deuda inicial con Italia fue en este caso fructífera y
quedó pagada con la más alta aportación española al acervo de la lírica
universal.