SERÉS, GUILLERMO, LA TRANSFORMACIÓN DE LOS AMANTES, BARCELONA, CRÍTICA, 1996

 

I EL AMOR PLATÓNICO Y LOS FUNDAMENTOS DE LA TRADICCIÓN MÍSTICA CRISTIANA

 

Platón en el Banquete y en el Fedro nos muestra su concepción del amor mediante sendas imágenes, que, con todos los matices de otras doctrinas, gozará de salud a lo largo de los siglos. El Aristófanes del Banquete  sostiene que los amantes “salen de sí mismos” a fin de unirse con el objeto de su amor, para formar una unidad indiferenciada: el amor es “restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana”[1] La imagen pretende ilustrar la nostalgia de la integridad perdida de la naturaleza humana: violentamente desgajadas, las porciones del andrógino se afanan por juntarse, una vez se han reconocido –y constatado su semejanza-, “por llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose en el amado... Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y persecución de esta integridad” (192 e). Se completa el concepto con el celebérrimo discurso de Diotima (especialmente, 202 d ss.) en que define el amor como un “gran demon”, que, por estar “en medio” de los dioses y los hombres, “llena el espacio entre ambos, de suerte  que todo queda unido consigo mismo como un continuo” (se trata de la noción de sýndemos, ´vínculo, nudo´). Obviamente, esta unión implica la correspondencia o reciprocidad amorosa, cuya necesidad ya había apuntado anteriormente Platón; por ejemplo, en el Lisias, 221e - 222 a.

La segunda imagen relevante se encuentra en el Fedro (238a, 249c, 252-253, 255, 265ª) e ilustra el mismo fenómeno mediante otro mito, el de los caballos alados y el auriga, que simbolizan las tres almas del hombre. Viene a decir que el amor es una suerte de enfermedad o locura (mania) provocada por la impotencia del alma de volar hacia la belleza, pues, de los dos caballos, el que representa la parte racional del alma domina los bajos instintos; no así el otro, que es “compañero de excesos y petulancias”. De este modo, a pesar de que el “auriga, viendo el semblante del amado, siente un calor que recorre toda el alma”, el caballo dócil “se contiene a sí mismo para no saltar sobre el amado. El otro, sin embargo ... se lanza, en impetuoso salto, poniendo en toda clase de aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les fuerza a ir hacia el amado y traerle a la memoria los goces de Afrodita”.

A través de la belleza particular, su alma recuerda (anámnesis), merced al “rapto” (mania) divino, la belleza ideal y eterna del mundo de las ideas del que proviene. Por otra parte, el caballo del instinto devuelve al amante al mundo real, al de la mania humana, a la consideración del amor como “deseo natural de gozo”. La locura erótica, “humana”, podrá equiparse a la divina (o sea, a la que relaciona al hombre con Afrodita y Eros) sólo en el caso de que pueda más el caballo de la “sensatez” que el del “desenfreno” (237c); sólo entonces el alma humana se unirá con la del mundo, participará en la divinidad. Distingue Platón cuatro especies de mania divina, cuatro furores o locuras, “cuatro partes, correspondientes a cuatro divinidades, asignando a Apolo la inspiración profética, a Dioniso, la mística, a las Musas, la poética, y la cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a Afrodita y Eros” (255 b). La ideal del furor fue fecundísima en el Renacimiento y alrededores; baste citar Los heroicos furores de Giordano Bruno; así como los trabajos de J. C. Nelson, Renaissance Theory of Love. The context of Giordano Bruno´s “Eroici furori”, Columbia university Press, Nueva York-Londres, 1958.

La vista es el vehículo de la belleza. La busqueda de la continuidad del propio ser en el otro, o sea, de la unidad, está, implícita en el amor; sin ella, claro, no se concibe la transformación del amante en el amado, y viceversa. También conviene que nos fijemos en los motivos del espejo y la mirada, esenciales para el tema que nos ocupa, pues el amado es reflejo del amante, de sí mismo.

Cuando el amor no es un modo de participación en la divinidad, cuando puede más el caballo del instinto, al enamorado le embarga una insania o enfermedad, locura, furor o mania. Hay otras clases de mania, con cuatro manifestaciones, cuatro tipos de entusiasmo (‘endiosamiento’), cuatro heroicos furores, cmo dirá más tarde G. Bruno (y antes, Plotino, Ficino, León Hebreo): mistérico, profético, poético y amoroso. El cuarto furor es el atribuido a Venus y a su hijo Eros; es la más célebre de todos y tendrá una vigencia medieval asegurada merced a la sistematización aristotélica, a los tratados de mediciana y filosofía natural, a los autores místicos medievales y humanistas de raíz platónica y paulina, y a la tradición poética que va desde los trovadores a los neoplatónicos, pasando por el “dolce stil nuovo” y corrientes afines.

A pesar de que el amor nace como amor sexual, no puede limitarse a este tipo inferior, que es como una enfemedad que destruye el alma (Fedro, 244 a ss.), sino que ha de ceñirse al eros ouranios, frente al que se limita a lo sensible, el eros pandemos. El amor puro es el único por el que el alma puede salvarse.

Platón acomete la defensa del método hipocrático en el Fedro,  y a partir de tales premisas hay que entender su concepción del amor.

Los conceptos de ‘rapto’ divino, ‘salida de sí’ del amante (no en balde al decir de algunos Padres, “verius est anima ubi amat, quam ubi animat”), la consiguiente ‘conversión’ (‘dirección hacia’ y ‘tranformación en’ el objeto amado) y la ‘participación en la belleza’ son conceptos que hay que considerar cuando se habla de ‘amor platónico’ y de sus derivados.

El amor se constituye en el puente entre el mundo de las ideas y el terreno y permite al hombre desarrollar sus mejores facultades; pero también puede ser causa de enfermedad, según utilice más sus almas concupiscible e irascible que la racional. Esta dicotomía salud y salvación/enfermedad (espiritual y física), recorre toda la historia profana.

El otro gran tronco común de la cultura occidental, el bíblico, comparte con el platónico varias nociones y analogías, especialmente desarrolladas en los Padres de la Iglesia. Si en Platón, los amantes quieren reintegrarse en la unidad perdida, la escatología bíblicocristiana tiene como modelo central el círculo y, consecuentemente, como pilar fundamental, la vuelta, el retorno a la Unidad, la unión con Dios. De modo que la transformación amorosa se concibe, intelectiva y circularmente, como retorno a Dios, pues el hombre, creatio ex nihilo, no existe por sí mismo, sino que recibe la existencia de Dios y debe integrarse en Él. A diferencia de la concepción de Platón, convencido de la naturaleza esencialmente espiritual del hombre, cuya alma participa del alma del mundo, los autores sacros creen que el hombre es una criatura y, en consecuencia, vinculado contingentemente a Dios, a quien debe volver. Y si para Platón y los neoplatónicos, el alma, gracias a la anámnesis de la belleza divina, entraba en contacto con Dios de modo casi instintivo, para los Padres, el reencuentro era sólo posible gracias a un acto caritativo de un Dios condescendiente.

Evidentemente, la integración, participación y, en su caso, transformación en Dios las propicia el amor (llámese ágape o caritas, versión cristiana del eros platónico) y se encauzan intelectualmente o por la voluntad (appetitus intelectivus de Santo Tomás).

Diferencias entre platonismo y cristianismo:

-metempsicosis y eternidad del alma frente a creatio ex nihilo

-ascenso propiciado por el amor, furor o entusiasmo y simbolizado en el rapto como modo de vuelta al origen frente a la mediación de Dios mediante su descenso al mundo a través de su hijo. Para los cristianos, el alma se transformará en Dios por amor –se divinizará- sólo cuando, después de conocerse, perfeccionarse y amarse a sí misma, contemple a su Dios, su modelo y creador, y responda a su amor a través de su Hijo, cuyo cuerpo místico, a diferencia del individualismo platónico, abarca a toda la Iglesia, por la comunión del amor que representa el Espíritu Santo.

Puntos comunes:

-la participación en la divinidad o en la idea.

 

Pese a las diferencias, hubo autores que intentaron conciliarlas, además de añadir conceptos como el de la amicitia aristotélico ciceroniana.

En primer lugar hay que tener en cuenta los orígenes de la tradición mística cristiana, que pasa insoslayablemente por Platón, Filón, Plotino y que, posiblemente, tiene en el comentario al Cantar de los cantares de Orígenes su punto de inflexión, al considerar el Padre griego dicho libro bíblico como la máxima expresión de la mística, la mejor representación de la unión (o sea, de la vuelta) del alma con Dios en tres etapas: ética, física y “epnótica” (cuyos equivalentes latinos serían: filosofía moral, natural e inspectiva), que, con las reelaboraciones y sinónimos que se quieran, tanta importancia va a tener en la mística posterior; en San Juan de la Cruz. Esta tradición mística también partía de otros lugares bíblicos ... Solos o combinados con otros tantos conceptos platónicos análogos. Pseudo Dioniso Aeropagita es el Padre que combina especialmente ciertas directrices platónicas con el misticismo cristiano; es el mejor exponente de la teología negativa o apofática, y en general, de las dos vías, descendente y ascendente, de la unión con Dios. Para ello traza una tríada jerárquica que va señalando el camino que ha de seguir el alma para unirse con Dios: el hombre, los ángeles y la Trinidad.

La gran diferencia entre los Padres griegos y San Agustín se basa en que éste opta primordialmente por la búsqueda de Dios en su interior, por una suere de autoanálisis o subjetiva interiorización que le aleja definitivamente de las objetivas hipóstasis plotinianas, de las etapas y theopoiesis de Orígenes, de los conceptos jerárquicos del Niseno, de las jerarquías extáticas, en fin, de Dioniso. Subraya la interrelación de amor y conocimiento, pues el alma no puede amarse a sí misma, y a Dios, si no se conoce. Para ello postula otra trinidad anímica indisoluble: mens, notitia y amor: (De Trinitate, IX, v, 8); esto es, cuando el alma, o la mente (mens), se conoce (notitia) a sí misma y se ama (amor), entonces se le “reforma” la genuina imagen de Dios.  Establece una analogía entre esta tríada y la formada por las tres potencias del alma, aunque consideradas como una sola sustancia: memoria (mens), entendimiento (notitia) y voluntad (amor).

También veremos cómo muchos tratadistas del amor platónico (Castiglione) se sirven de planteamientos místicos cristianos, o los combinan con los de Platón.

La tradición cristiana equiparó e intentó explicar el concepto de caritas, asociado al motivo de la transformación del amante en el amado o del hombre en Dios, con el concepto aristotélico de amistad: (Juan, XV, 13-15; 1 Juan, IV, 8: Deus charitas est) es amor de mutua benevolencia, es no motivado y no motivable, recíproco, y se nos presenta como una novedad.

Para hacer inteligibles los fundamentos de dicho amor bíblico a la luz de los autores gentiles también fue especialmente socorrido el De amicitia (XXX, 81) de Cicerón, o sea, la consideración del amigo como otro yo o como la mitad de mi yo.

Del mismo modo, Santo Tomás fundará en el Estagirita la distinción entre “amor de amistad” y “amor de concupiscencia”. Para el Aquinate, el amor concupiscente es esencialmente amor a sí mismo o filautía; en un segundo término, es deseo de posesión del amado. El amor de amistad es amor compartido, gracias al cual “el amante está presente en el amado, en la medida que considera suyos los bienes y los males del amigo, y suya la voluntad del amigo; de la misma forma que le parece sufrir y sentir, en el amigo, los bienes y los males”. Hay una equiparación entre amor de amistad y caritas. Es una disposición permanente de la voluntad para amar; el amor concupiscente depende del instinto y de la pasión del momento o repentina.

Antes de la Escolástica, el concepto ciceroniano de amistad, cristianizado en los siglos IV y V, es una de las piezas claves.

Aunque en un principio el concepto aristotélicociceroniano de amistad se usaba para designar una relación entre hombres, a partir del siglo XII, y progresivamente asimilado a la caritas bíblica, designará primordialmente la relación entre hombre y mujer, proporcionando un nuevo marco para los nuevos análisis del amor. Incluso se usará para fundamentar la concepción medieval del matrimonio.

Hay una poligénesis y una interrelación entre los conceptos desplegados (amistad, caritas...), aunque hay que establecer una primera diferenciación entre concupiscencia y cupiditas: aquella es el amor sensible, el deseo natural de todos los animales; con esta se refieren a cuando el amor arranca de la visión de la belleza: visio que se imprime en las entrañas y que la memoria presenta una y otra vez a la fantasía.

 

II ARISTÓTELES Y LA TRADICIÓN “NATURALISTA”

 

Aristóteles conformó científicamente y sistematizó la doctrina platónica del amor, despojada de los arreos cosmológicos o místicos, y ofreció una rigurosa explicación funcional y naturalista. Hemos hablado del concepto de amistad aristotélico, el amigo como ‘otro yo’ de la Ética, Política. Ahora nos centraremos en el axioma fundamental de su sistema fisiopsicológico, según el cual es necesaria la percepción sensorial del objeto susceptible de ser amado. Dicho axioma es que la sensación, origen del amor, es un movimiento en que participan el alma y el cuerpo (De anima); las pasiones, así, son afecciones sensibles mediante las cuales el intelecto mueve los cuerpos. El amor sería un impulso que, nacido del corazón, se expande por todo el cuerpo merced al pneuma, que es principio vital del organismo, fuente del calor animal y que, vinculado a la sangre, determina la constitución física y mental del individuo. Es por lo que puede equiparar el amor a la embriaguez y a la locura, es decir, a aquellos estados en que la razón está totalmente ofuscada. La visión de un objeto deseable origina en el sujeto un deseo que, alterando la temperatura interna del cuerpo por medio del pneuma y del corazón, desequilibra su estado psicofisiológico. El proceso de aprehensión de la realidad que va desde el sentido común al intelecto supone que la species (‘fantasma, imagen’), suscitadora de la pasión, pase por la fantasía y otras instancias, siendo trasportada “espiritualmente” (o sea, ‘neumáticamente’) por la sangre.

El movimiento o pasión producido por la sensación se transmite a la fantasía, que puede generar el fantasma (o sea, la imagen) incluso en ausencia del objeto percibido (De anima, 428a); se diferencia de la sensación precisamente en esto, en que es capaz de recrear el fantasma sin su intervención.

Careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. Las imágenes son sensaciones sólo que sin materia.

De este modo, el amor (“sensitivo”) se renueva simplemente imaginando, pues la visión es una pasión que el color imprime en el aire, y de este pasa al ojo, en cuyo elemento acuoso se refleja como en un espejo; el movimiento o pasión producido por la sensación es conducido después a la fantasía, que puede producir el fantasma incluso en ausencia del objeto percibido, merced a la memoria (De anima, 428a).

Dicho proceso y asignación funcional de los sentidos interiores y, en su caso, de las potencias del alma estarán presentes, tácita o explícitamente, con o sin variaciones, en la mayoría de formulaciones médicas, filosóficas o fisiopsicológicas hasta el siglo XVII. Especialmente, a partir de la detallada exposición de Avicena, pues en su Canon figura perfectamente establecida la estrecha relación entre facultad del alma y anatomía cerebral de acuerdo con la tradición galénica.

Concepto de pneuma: la vieja teoría del pneuma estoico postulaba que era una sustancia o material sutil, un principio de vida del cuerpo que se aprovisionaba del aire por medio de los pulmones y de los poros de la piel, y mediante la digestión de la comida.

Además de ser principios vitales, son los espíritus o neuma, los intermediarios entre el alma y el cuerpo. En palabras de San Alberto Magno, son los instrumentos del alma para todas las operaciones  de esta que conciernen al cuerpo. En el espíritu se asientan las virtudes, las funciones fisiológicas y psicofisiológicas. Los espíritus se dividieron en tres tipos de acuerdo con su aprovisionamiento por el cuerpo y de su función:

-los espíritus naturales, forjados en el hígado.

-los vitales, en el corazón

-los animales, o neuma psíquico, formado en el ventrículo lateral del encéfalo.

 

Todos coinciden en afirmar que el proceso psicológico implica una circulación neumática (‘espiritual’) que al final de su recorrido supone una transformación de los espíritus vitales en animales. En este sentido, Galeno y en general los médicos y “filósofos naturales”, aunque parece que en un principio apoyen a Aristóteles (que defiende que la sede del alma es el corazón), en realidad, dan la primacía al cerebro. La medicina, la fisiología y la filosofía medieval y renacentista se reafirman en dicha prioridad. Galeno: ‘en el origen de los nervios se encuentra el principio del alma’. Al corazón le reserva los afectos.

Resulta evidente que tal explicación ha de conciliarse con la concepción aristotélica (que dominó hasta el siglo XVII) arriba bosquejada de las facultades interiores, especialmente con la phantasia. Según dicha tradición, esta era una facultad del conocimiento insertada entre la sensibilidad (el sensus comunis) y el intelecto: De anima, III, 3, passim; De memoria et reminiscencia, 449 b ss.; incluso en la Retórica, 1370 b. El estagirita en estos lugares establece, oponiéndose a Platón (Filebo, 38 b 39c; Sofista, 264 b; Timeo, 52 a), que la imaginación no puede ser reducida a una opinión proveniente de una sensación o ligada a ella, sino que es un “movimiento” proveniente de la sensación, es decir, exige una mediación “espiritual” (y, consecuentemente, “arterial”). O sea, una vez se ha producido la sensación, se expande desde el corazón como fuerza motriz en calidad de neuma, que es el que, a la postre, determina la constitución física y mental del individuo. Por el mismo argumento, se permite comparar el amor con la embriaguez y la con la locura, es decir, con algunos estados patológicos en que la razón está totalmente ofuscada.

El amor, así, en tanto que originado por una species, ‘imagen’, aprehendida por el sensus comunis que llegará hasta el intelecto, está sujeto a la razón. No obstante, como en definitiva es un movimiento del apetito sensitivo, puede, mediante la labor del neuma, y, por tanto, del calor interno del cuerpo, ofuscar la razón del hombre y hacer, en consecuencia que prefiera “el bien particular al universal”; o sea, que no intervenga el intelecto, la parte racional del hombre, si este se limita a recrear (cogitare) la imagen sensitivamente aprehendida. Todo dependerá de la imaginación, la cual, puesto que es un inteligible en potencia, se encarga de “depurar” las sensaciones (De anima, 431 ss.) y de pasar al estado de acto por medio del “intelecto agente”. Es decir, en la imaginación está la species del objeto exterior, que sólo se convierte en forma abstracta por el intelecto agente mediante un proceso de “iluminación” o abstracción; por lo mismo, “se purifica” de cualquier resto “material” acarreado por el paso del mundo exterior al sentido común.

La fantasía es, por lo tanto, la facultad intermediaria entre el sentido común o percepción y el intelecto o pensamiento, en tanto que participa de los dos. Todo conocimiento y todo amor, viene a decir el Estagirita, deriva de las impresiones sensoriales; el pensamiento actúa sobre ellas, ya cualificadas o sublimidas, tras haber sido tratadas y absorbidas por la fantasía. Esta es la parte hacedora de imágenes, figurae, del alma, la que realiza el trabajo de los procesos más elevados del pensamiento y la que canaliza la pasión amorosa. De ahí que el alma nunca ama ni piensa sin una imagen (De anima, 432 a 17), es decir, “todo pensamiento se acompaña de fantasmas” (432 a 9).

Cuando dicha recreación es excesiva, el intelecto se nubla, como durante la enfermedad o el sueño, y no puede abstraer. Esta consideración de la phantasia aristotélica es la que nos permite engarzar con Galeno y las teorías médicas y fisiopsicológicas, pues si la imagen, cauce del amor, es mitad sensación y mitad idea, necesitaba una base o fundamento mitad cuerpo y mitad alma: ese sustrato se hallaba ya en el pneuma de los estoicos y en los espíritus animales de las escuelas médicas antiguas. 

... la imagen será considerada esencialmente como “intermediaria” del conocimiento, esto es, vínculo entre el objeto y el concepto, entre lo sensible y lo intelectual, entre el cuerpo y el alma, entre lo particular y lo universal: el “cuerpo sutil” del alma, al decir de la tradición médica.

Paralela a la noción de espíritu es la de su órgano rector o hegemonicon (corazón o cerebro, o la colaboración entre ambos), o sea, la sede, por lo tanto, del ‘alma’. Como nos recuerda Galeno, fue Herófilo el primero en describir los ventrículos cerebrales y quien creyó ver en ellos la sede del alma. Cuatro ventrículos según Galeno y los galenistas. Para los seguidores árabes de Aristóteles, sin darle primacía, tres (uno para cada facultad: la imaginativa o fantástica, el recuerdo involuntario y la memoria deliberada), pues dudaban de que el sentido común tuviera la sede en el cerebro. La localización de estos tres ventrículos fue determinada por Posidonio, quien afirmó que en la parte anterior estaba localizada la fantasía; en el ventrículo central, el raciocinio, y en el posterior, la memoria. Esta localizacion se mantuvo, con sus más y sus menos, durante toda la Edad Media, aunque muy pronto se planteó la duda de dónde localizar el sentido común, o si realmente tenía alguna sede: Avicena, por ejemplo, ateniéndose a los dictámenes aristotélicos, así lo cree, y lo sitúa en la parte anterior junto a la phantasia.

En realidad, de lo que se trata es de encontrar asiento a las facultades interiores del alma, de forma que se explique la circulación “espiritual” (y, en consecuencia, amorosa), proveniente de las arterias por las supuestas cavidades cerebrales. Cosa bien distinta es que se pusieran de acuerdo a la hora de asignar una función determinada a cada ventrículo, por lo que no estaría de más resumir las teorías médicas medievales, especialmente las de los árabes. Procediendo de tal modo sentaremos la base para teorizar con argumentos sólidos sobre la transformación del amante en el amado, pues si omitimos la explicación medieval –médica, filosófica y poética- de la intervención de los espíritus, no podremos comprender los conceptos y terminología de varias escuelas o corrientes posteriores (v.g los neoplatónicos), cuya huella teórica se puede rastrear hasta bien entrado el XVII.

Voy a referirme en primer lugar a los seguidores árabes y medievales de Aristóteles y Galeno, especialmente, a Avicena, pues, recopilador de una riquísima tradición medicoaristotélica, presenta una quíntuple gradación de los “sentidos interiores” cuya descripción sumaria se hace necesaria para entender su concepción del amor:

1.      El sensus comunis, que recibe las impresiones que le transmiten los sentidos; su sede y la parte frontal del ventrículo anterior del encéfalo está ocupada por la phantasia (corresponde aprox. Al latino imaginatio, es decir, ‘imaginación retentiva’), cuya finalidad es custodiar lo recibido por el sentido común, incluso cuando el objeto de la sensación ya no está presente (y esto, como en Aristóteles, es importante); algunos filósofos consideran que estas dos potencias son independientes, otros creen que se trata sólo de una.

2.      La virtus imaginativa (‘imaginación compositiva animal’), cuando se refiere al alma animal, que recibe, en cambio, el nombre de virtus cogitativa (‘imaginación compositiva humana’),  si se refiere al alma racional. Está situada en el ventrículo medio del encéfalo y su finalidad es la de combinar o separar (o sea, ‘analizar’) las impresiones de la phantasia.

3.      La virtus aestimativa se halla en la parte dorsal del ventrículo medio del encéfalo y percibe las intenciones no sensibles de los objetos sensibles (por lo general, los médicos no la reconocen, sí los filósofos) a la vez que resta poder a las virtutes irascibilis y concupiscibilis.

4.      La virtus conservatia et memorialis, a diferencia de la phantasia, que retenía las impresiones transmitidas por el sensus comunis, esta cuarta se sitúa en el ventrículo posterior, retiene las intenciones no sensibles recibidas por la aestimativa.

5.      La última es la humana rationalis, sólo reconocida por los filósofos.

 

Algunos médicos posteriores (en tanto que unifican el sensus con la phantasia y omiten la aestimativa), sólo consideran tres facultades. Este esquema psicológico, a menudo simplificado en la tripartición correspondiente, aparece constatemente en los autores medievales de diversas materias (Alberto Magno, Santo Tomás, Roger Bacon, etc.) y por supuesto en Averroes.

Lo que importa comprobar por ahora es que la quíntuple gradación del “sentido interno” supone un progresivo despojamiento (denudatio) de la imagen de sus accidentes materiales: en el ápice de la cavidad media del cerebro, la aestimativa recoge y purifica a las imágenes o fantasmas de las intenciones no sensibles, como la bondad o la malicia, la convenencia o la incongruencia. El proceso entero se cumple sólo cuando el alma racional se considera “informada” por el fantasma completamente puro. Cosa bien distinta acaece cuando se recuerda, o sea, cuando interviene la memorialis devolviéndonos la imagen (esto es, la species, aún no “informada”) para su cogitatio: al no haber pasado por el filtro intelectual, conserva accidentes materiales (conducidos por el neuma) que, como veremos, producen las perturbaciones psíquicas propias de la enfermedad de amor (el celebérrimo amor hereos) e imposibilitan, por lo mismo, que el amor sea “intelectivo” y que tenga efecto la transformación del amante en el amado, pues, entre otras cosas, si no está “informado” no se puede “trans-formar”.

Lo más frecuente es que sea la facultad estimativa la que sirva de rasero y equilibre al resto de facultades, pues, como dice el avicenista Arnau de Vilanova, es la encargada de ‘separar las intenciones juiciosas de las que no lo son’. Aunque tal sea su misión, cuando el impulso racional amoroso (o de la irascibilis) es muy vehemente (o sea, cuando el corazón impulsa gran cantidad de espíritus vitales a través de las venas pulsátiles), la ofusca, le impide funcionar normalmente, haciéndole creer al sujeto que puede satisfacer su pasión y, por lo tanto, anulando su capacidad de discernir lo inconveniente de lo conveniente. Entonces necesariamente yerra en su juicio. El obsesivo objeto del deseo polariza toda la actividad cogitativa del hombre. Andreas Capellanus define el amor: ‘el amor es una pasión innata que tiene su origen en la percepción de la belleza del otro sexo y en la obsesión por esta belleza, por cuya causa se desea, sobre todas las cosas, poseer los abrazos del otro y, en estos abrazos, cumplir, de común acuerdo, todos los mandamientos del amor’.

Siguiendo con Vilanova, este constante imaginar y rememorar es un círculo cerrado que hace que el sujeto entre –al decir de los médicos y teóricos- en un estado parecido a la ebriedad. (Es posible que el símil del amor con la ebriedad lo saque Arnau de Vilanova del pasaje aristotélico de Ética, 1148 b 17ss). Sólo de vez en cuando los suspiros, de amor, permiten descansar brevemente al corazón repleto de sangre y espíritus, de acuerdo con la explicación, generalmente aceptada en la Edad Media, de Alberto Magno. Esto también lo recoge Vilanova al indicar que el enfermo de amor se vuelve melancólico.

p. 75: Actividad frenética que, merced a las cualidades ‘seco’ y ‘cálido’ (que sirven para retener e imprimir la imagen en la memoria), supone que, a la postre, el alma adquiera la extensión de la imagen recordada o imaginada.

Este proceso comporta que el alma del amante, que recuerda la imagen, calca los contornos de la species permanentemente impressa, troquelada por los espíritus animales en el ventrículo cerebral y, por lo tanto, en el alma, siguiendo a Hugo de San Víctor.

Se puede establecer una analogía con Plotino, cuando dice que el alma, preocupada por las cosas sensibles, adquiere una cierta extensión análoga a la de ellas y “se convierte en la cosa que recuerda”, espiritual o no, según ese recuerdo sea pensamiento o imagen: ciertamente, la imaginación no posee su objeto, sino que tiene la visión de él e incluso su misma disposición”.

Avicena afirma que el alma tiene la misma naturaleza que los pricincipios por los que se “informa” la materia: cuando una forma en la imaginatio es confirmada por la extimatio, la materia tiende a adaptarse a la forma: un hombre que se encoleriza frecuentemente, o un enamorado, pronto manifestarán las marcas de la pasión en su persona. Así, se pone de manifiesto hasta qué punto están unidos el alma y el cuerpo.

La concepción del médico Marsilio Ficino tampoco se aleja demasiado de las expuestas. Afirma también, galénicamente, que de los ojos salen verdaderas emanaciones, no por invisibles menos eficaces, que, entrando por los ojos del enamorado, le infunden realmente una parte de la sangre del ser amado.

De lo dicho se deduce que la imagen (en este caso, del amado), canalizada espiritual, sanguíneamente, y expulsada por los ojos, no deja de ser una parte de él que entra por los ojos del amante, pues se infunde “espiritualmente” en la sangre de este. Tan “material” transformación de uno en otro y viceversa (siempre que se dé la reciprocidad amorosa) ha de pasar forzosamente por la phantasia, que es la facultad encargada de recoger los espíritus visivos (en forma de scintillae, ‘chispas’, que transportan la imagen del objeto), y, por la constante cogitatio, de disponerlos en la sangre del amado a modo de vestido del alma, de indumentum animae, de “hábito del alma” garcilasiano. Esta, el alma, afanada en recrear (cogitare) en la imaginación, mediante la phantasia, la imagen espiritualmente conducida, acaba adquiriendo la extensión de dicha imagen, transformándose en ella. Análogamente, la sangre que ha salido por los ojos del objeto amado completa la transformación, pues, a la postre, los espíritus visivos infunden en el amante una porción de sangre, de espíritus vitales, sublimados en animales en la phantasia, en el cerebro, o sea, en el alma.

p. 79: Así como el hombre está en el centro del universo (aunque pueda subir o bajar en función del uso que haga el intelecto, su parte divina), se podría afirmar que, “espiritualmente”, es el animalis phantasticus por excelencia, no sólo porque los phantasmata sean instrumentos imprescindibles para la posterior contemplación intelectual y elaboración de universales (o para otras labores más bajas), lo que le permite subir o bajar por la scala naturae, sino también porque dichos fantasmas, trasportados espiritual, arterialmente, son el vehículo del amor (vincuus mundi), la garantía de su pervivencia en la memoria y el cauce para la eventual transformación en el amado.

p. 80: Los phantasmata o impresiones de los sentidos son esenciales para el intelecto y para la formación de universales, mediante la intervención de la memoria, en cuya cavidad hay que buscar la imagen aprehendida.

Santo Tomás de Aquino da un valor relevante a la phantasia, en tanto que de naturaleza “intermedia” entre lo sensible y lo inteligible, entre lo material y lo incorpóreo; naturaleza que, como hemos visto, coincide con la humana, es su característica específica. Cosa bien distinta es que el hombre se limite a contemplar imágenes depositadas, en vez de sublimarlas en el entendimiento, o sea, en lugar de “contemplar” intelectualmente, que el obvio desiderátum del aquinate y de todos los teóricos cristianos (escolásticos y místicos), y, en puridad platónica, la única forma de transformación del amante en el amado.

Así lo siguen razonando algunos filósofos neoplatónicos del siglo XII: la escuela de Chartres, los Victorinos, etc. Naturalmente, tendrán presente a Plotino, los Padres griegos, San Agustín y demás, pero también el resto de aportaciones.

p. 85. La tradición escolástica, a partir de su división de los sentidos interiores y potencias del alma, clarifica que el predominio de la imagen (sobre el concepto espiritual) también implica que el alma del enamorado se vaya configurando a su dictamen, qu recree mediante la cogitatio la species. De ello se sigue que, como la actividad imaginativa y memorial del amante se centra exclusivamente en el amado, aquel animat ubi amat, o sea, sus potencias interiores están totalmente mediatizadas por la imagen grabada en la phantasia (y, claro, en la sangre). La cual, precisamente porque, como indica Hugo de San Víctor, es “vestimenta” del alma, esta se ha de adaptar “espiritualmente” a lo que “cogita”, o sea, se transforma. El alma, por ello, reducida su actividad a la cogitatio amorosa exclusiva, ‘anima (aquí vale por ‘se informa’) en y por el amado (animat ubi amat). Así, aunque se reproduce verbatim la fórmula mística que veíamos en el capítulo anterior, el contenido es muy distinto, pues sirve para explicar un proceso psicológico.

 

 



[1] C. García Gual, Gredos, 1986, 3 vols., III, p. 226.