Platón en
el Banquete y en el Fedro nos muestra su concepción del amor
mediante sendas imágenes, que, con todos los matices de otras doctrinas, gozará
de salud a lo largo de los siglos. El Aristófanes del Banquete sostiene que los
amantes “salen de sí mismos” a fin de unirse con el objeto de su amor, para
formar una unidad indiferenciada: el amor es “restaurador de la antigua
naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana”[1] La imagen pretende ilustrar la nostalgia de la integridad perdida de
la naturaleza humana: violentamente desgajadas, las porciones del andrógino se
afanan por juntarse, una vez se han reconocido –y constatado su semejanza-,
“por llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose en el amado... Amor
es, en consecuencia, el nombre para el deseo y persecución de esta integridad”
(192 e). Se completa el concepto con el celebérrimo discurso de Diotima
(especialmente, 202 d ss.) en que define el amor como un “gran demon”, que, por
estar “en medio” de los dioses y los hombres, “llena el espacio entre ambos, de
suerte que todo queda unido consigo
mismo como un continuo” (se trata de la noción de sýndemos, ´vínculo, nudo´). Obviamente, esta unión implica la
correspondencia o reciprocidad amorosa, cuya necesidad ya había apuntado
anteriormente Platón; por ejemplo, en el Lisias,
221e - 222 a.
La
segunda imagen relevante se encuentra en el Fedro
(238a, 249c, 252-253, 255, 265ª) e ilustra el mismo fenómeno mediante otro
mito, el de los caballos alados y el auriga, que simbolizan las tres almas del
hombre. Viene a decir que el amor es una suerte de enfermedad o locura (mania) provocada por la impotencia del
alma de volar hacia la belleza, pues, de los dos caballos, el que representa la
parte racional del alma domina los bajos instintos; no así el otro, que es
“compañero de excesos y petulancias”. De este modo, a pesar de que el “auriga,
viendo el semblante del amado, siente un calor que recorre toda el alma”, el
caballo dócil “se contiene a sí mismo para no saltar sobre el amado. El otro,
sin embargo ... se lanza, en impetuoso salto, poniendo en toda clase de
aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les fuerza a ir hacia el amado
y traerle a la memoria los goces de Afrodita”.
A través
de la belleza particular, su alma recuerda (anámnesis), merced al “rapto”
(mania) divino, la belleza ideal y eterna del mundo de las ideas del que
proviene. Por otra parte, el caballo del instinto devuelve al amante al mundo
real, al de la mania humana, a la
consideración del amor como “deseo natural de gozo”. La locura erótica,
“humana”, podrá equiparse a la divina (o sea, a la que relaciona al hombre con
Afrodita y Eros) sólo en el caso de que pueda más el caballo de la “sensatez”
que el del “desenfreno” (237c); sólo entonces el alma humana se unirá con la
del mundo, participará en la divinidad. Distingue Platón cuatro especies de mania divina, cuatro furores o locuras,
“cuatro partes, correspondientes a cuatro divinidades, asignando a Apolo la
inspiración profética, a Dioniso, la mística, a las Musas, la poética, y la
cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a Afrodita y Eros”
(255 b). La ideal del furor fue
fecundísima en el Renacimiento y alrededores; baste citar Los heroicos furores de Giordano Bruno; así como los trabajos de J.
C. Nelson, Renaissance Theory of Love.
The context of Giordano Bruno´s “Eroici furori”, Columbia university Press,
Nueva York-Londres, 1958.
La vista
es el vehículo de la belleza. La busqueda de la continuidad del propio ser en
el otro, o sea, de la unidad, está, implícita en el amor; sin ella, claro, no
se concibe la transformación del amante en el amado, y viceversa. También
conviene que nos fijemos en los motivos del espejo y la mirada, esenciales para
el tema que nos ocupa, pues el amado es reflejo del amante, de sí mismo.
Cuando el
amor no es un modo de participación en la divinidad, cuando puede más el
caballo del instinto, al enamorado le embarga una insania o enfermedad, locura,
furor o mania. Hay otras clases de mania, con cuatro manifestaciones, cuatro
tipos de entusiasmo (‘endiosamiento’), cuatro heroicos furores, cmo dirá más
tarde G. Bruno (y antes, Plotino, Ficino, León Hebreo): mistérico, profético,
poético y amoroso. El cuarto furor es el atribuido a Venus y a su hijo Eros; es
la más célebre de todos y tendrá una vigencia medieval asegurada merced a la
sistematización aristotélica, a los tratados de mediciana y filosofía natural,
a los autores místicos medievales y humanistas de raíz platónica y paulina, y a
la tradición poética que va desde los trovadores a los neoplatónicos, pasando
por el “dolce stil nuovo” y corrientes afines.
A pesar
de que el amor nace como amor sexual, no puede limitarse a este tipo inferior,
que es como una enfemedad que destruye el alma (Fedro, 244 a ss.), sino que ha
de ceñirse al eros ouranios, frente
al que se limita a lo sensible, el eros
pandemos. El amor puro es el único por el que el alma puede salvarse.
Platón
acomete la defensa del método hipocrático en el Fedro, y a partir de tales
premisas hay que entender su concepción del amor.
Los
conceptos de ‘rapto’ divino, ‘salida de sí’ del amante (no en balde al decir de
algunos Padres, “verius est anima ubi amat, quam ubi animat”), la consiguiente
‘conversión’ (‘dirección hacia’ y ‘tranformación en’ el objeto amado) y la
‘participación en la belleza’ son conceptos que hay que considerar cuando se
habla de ‘amor platónico’ y de sus derivados.
El amor
se constituye en el puente entre el mundo de las ideas y el terreno y permite
al hombre desarrollar sus mejores facultades; pero también puede ser causa de
enfermedad, según utilice más sus almas concupiscible e irascible que la
racional. Esta dicotomía salud y salvación/enfermedad (espiritual y física),
recorre toda la historia profana.
El otro
gran tronco común de la cultura occidental, el bíblico, comparte con el
platónico varias nociones y analogías, especialmente desarrolladas en los
Padres de la Iglesia. Si en Platón, los amantes quieren reintegrarse en la
unidad perdida, la escatología bíblicocristiana tiene como modelo central el
círculo y, consecuentemente, como pilar fundamental, la vuelta, el retorno a la
Unidad, la unión con Dios. De modo que la transformación amorosa se concibe,
intelectiva y circularmente, como retorno a Dios, pues el hombre, creatio ex nihilo, no existe por sí
mismo, sino que recibe la existencia de Dios y debe integrarse en Él. A
diferencia de la concepción de Platón, convencido de la naturaleza esencialmente
espiritual del hombre, cuya alma participa del alma del mundo, los autores
sacros creen que el hombre es una criatura y, en consecuencia, vinculado
contingentemente a Dios, a quien debe volver. Y si para Platón y los
neoplatónicos, el alma, gracias a la anámnesis de la belleza divina, entraba en
contacto con Dios de modo casi instintivo, para los Padres, el reencuentro era
sólo posible gracias a un acto caritativo de un Dios condescendiente.
Evidentemente,
la integración, participación y, en su caso, transformación en Dios las
propicia el amor (llámese ágape o caritas,
versión cristiana del eros platónico)
y se encauzan intelectualmente o por la voluntad (appetitus intelectivus de Santo Tomás).
Diferencias
entre platonismo y cristianismo:
-metempsicosis
y eternidad del alma frente a creatio ex
nihilo
-ascenso
propiciado por el amor, furor o entusiasmo y simbolizado en el rapto como modo
de vuelta al origen frente a la mediación de Dios mediante su descenso al mundo
a través de su hijo. Para los cristianos, el alma se transformará en Dios por
amor –se divinizará- sólo cuando, después de conocerse, perfeccionarse y amarse
a sí misma, contemple a su Dios, su modelo y creador, y responda a su amor a
través de su Hijo, cuyo cuerpo místico, a diferencia del individualismo
platónico, abarca a toda la Iglesia, por la comunión del amor que representa el
Espíritu Santo.
Puntos
comunes:
-la
participación en la divinidad o en la idea.
Pese a
las diferencias, hubo autores que intentaron conciliarlas, además de añadir conceptos
como el de la amicitia aristotélico
ciceroniana.
En primer
lugar hay que tener en cuenta los orígenes de la tradición mística cristiana,
que pasa insoslayablemente por Platón, Filón, Plotino y que, posiblemente,
tiene en el comentario al Cantar de los cantares de Orígenes su punto de
inflexión, al considerar el Padre griego dicho libro bíblico como la máxima
expresión de la mística, la mejor representación de la unión (o sea, de la
vuelta) del alma con Dios en tres etapas: ética, física y “epnótica” (cuyos
equivalentes latinos serían: filosofía moral, natural e inspectiva), que, con
las reelaboraciones y sinónimos que se quieran, tanta importancia va a tener en
la mística posterior; en San Juan de la Cruz. Esta tradición mística también
partía de otros lugares bíblicos ... Solos o combinados con otros tantos
conceptos platónicos análogos. Pseudo Dioniso Aeropagita es el Padre que
combina especialmente ciertas directrices platónicas con el misticismo
cristiano; es el mejor exponente de la teología negativa o apofática, y en
general, de las dos vías, descendente y ascendente, de la unión con Dios. Para
ello traza una tríada jerárquica que va señalando el camino que ha de seguir el
alma para unirse con Dios: el hombre, los ángeles y la Trinidad.
La gran
diferencia entre los Padres griegos y San Agustín se basa en que éste opta
primordialmente por la búsqueda de Dios en su interior, por una suere de
autoanálisis o subjetiva interiorización que le aleja definitivamente de las
objetivas hipóstasis plotinianas, de las etapas y theopoiesis de Orígenes, de los conceptos jerárquicos del Niseno,
de las jerarquías extáticas, en fin, de Dioniso. Subraya la interrelación de
amor y conocimiento, pues el alma no puede amarse a sí misma, y a Dios, si no
se conoce. Para ello postula otra trinidad anímica indisoluble: mens, notitia y amor: (De Trinitate, IX, v, 8); esto es, cuando
el alma, o la mente (mens), se conoce
(notitia) a sí misma y se ama (amor), entonces se le “reforma” la
genuina imagen de Dios. Establece una analogía
entre esta tríada y la formada por las tres potencias del alma, aunque
consideradas como una sola sustancia: memoria (mens), entendimiento (notitia)
y voluntad (amor).
También
veremos cómo muchos tratadistas del amor platónico (Castiglione) se sirven de
planteamientos místicos cristianos, o los combinan con los de Platón.
La
tradición cristiana equiparó e intentó explicar el concepto de caritas, asociado al motivo de la
transformación del amante en el amado o del hombre en Dios, con el concepto aristotélico
de amistad: (Juan, XV, 13-15; 1 Juan, IV, 8: Deus charitas est) es amor de mutua benevolencia, es no motivado y
no motivable, recíproco, y se nos presenta como una novedad.
Para
hacer inteligibles los fundamentos de dicho amor bíblico a la luz de los
autores gentiles también fue especialmente socorrido el De amicitia (XXX, 81) de Cicerón, o sea, la consideración del amigo
como otro yo o como la mitad de mi yo.
Del mismo
modo, Santo Tomás fundará en el Estagirita la distinción entre “amor de amistad”
y “amor de concupiscencia”. Para el Aquinate, el amor concupiscente es
esencialmente amor a sí mismo o filautía;
en un segundo término, es deseo de posesión del amado. El amor de amistad es
amor compartido, gracias al cual “el amante está presente en el amado, en la
medida que considera suyos los bienes y los males del amigo, y suya la voluntad
del amigo; de la misma forma que le parece sufrir y sentir, en el amigo, los
bienes y los males”. Hay una equiparación entre amor de amistad y caritas. Es una disposición permanente
de la voluntad para amar; el amor concupiscente depende del instinto y de la
pasión del momento o repentina.
Antes de
la Escolástica, el concepto ciceroniano de amistad, cristianizado en los siglos
IV y V, es una de las piezas claves.
Aunque en
un principio el concepto aristotélicociceroniano de amistad se usaba para
designar una relación entre hombres, a partir del siglo XII, y progresivamente
asimilado a la caritas bíblica,
designará primordialmente la relación entre hombre y mujer, proporcionando un
nuevo marco para los nuevos análisis del amor. Incluso se usará para
fundamentar la concepción medieval del matrimonio.
Hay una
poligénesis y una interrelación entre los conceptos desplegados (amistad,
caritas...), aunque hay que establecer una primera diferenciación entre concupiscencia y cupiditas: aquella es
el amor sensible, el deseo natural de todos los animales; con esta se refieren
a cuando el amor arranca de la visión de la belleza: visio que se imprime en las entrañas y que la memoria presenta una
y otra vez a la fantasía.
II ARISTÓTELES Y LA TRADICIÓN “NATURALISTA”
Aristóteles
conformó científicamente y sistematizó la doctrina platónica del amor,
despojada de los arreos cosmológicos o místicos, y ofreció una rigurosa
explicación funcional y naturalista. Hemos hablado del concepto de amistad
aristotélico, el amigo como ‘otro yo’ de la Ética,
Política. Ahora nos centraremos en el
axioma fundamental de su sistema fisiopsicológico, según el cual es necesaria
la percepción sensorial del objeto susceptible de ser amado. Dicho axioma es
que la sensación, origen del amor, es un movimiento en que participan el alma y
el cuerpo (De anima); las pasiones,
así, son afecciones sensibles mediante las cuales el intelecto mueve los
cuerpos. El amor sería un impulso que, nacido del corazón, se expande por todo
el cuerpo merced al pneuma, que es
principio vital del organismo, fuente del calor animal y que, vinculado a la
sangre, determina la constitución física y mental del individuo. Es por lo que
puede equiparar el amor a la embriaguez y a la locura, es decir, a aquellos
estados en que la razón está totalmente ofuscada. La visión de un objeto
deseable origina en el sujeto un deseo que, alterando la temperatura interna
del cuerpo por medio del pneuma y del
corazón, desequilibra su estado psicofisiológico. El proceso de aprehensión de
la realidad que va desde el sentido común al intelecto supone que la species (‘fantasma, imagen’),
suscitadora de la pasión, pase por la fantasía y otras instancias, siendo
trasportada “espiritualmente” (o sea, ‘neumáticamente’) por la sangre.
El
movimiento o pasión producido por la sensación se transmite a la fantasía, que
puede generar el fantasma (o sea, la imagen) incluso en ausencia del objeto
percibido (De anima, 428a); se
diferencia de la sensación precisamente en esto, en que es capaz de recrear el
fantasma sin su intervención.
Careciendo
de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. Las imágenes son
sensaciones sólo que sin materia.
De este
modo, el amor (“sensitivo”) se renueva simplemente imaginando, pues la visión
es una pasión que el color imprime en el aire, y de este pasa al ojo, en cuyo
elemento acuoso se refleja como en un espejo; el movimiento o pasión producido
por la sensación es conducido después a la fantasía, que puede producir el
fantasma incluso en ausencia del objeto percibido, merced a la memoria (De anima, 428a).
Dicho
proceso y asignación funcional de los sentidos interiores y, en su caso, de las
potencias del alma estarán presentes, tácita o explícitamente, con o sin
variaciones, en la mayoría de formulaciones médicas, filosóficas o
fisiopsicológicas hasta el siglo XVII. Especialmente, a partir de la detallada
exposición de Avicena, pues en su Canon
figura perfectamente establecida la estrecha relación entre facultad del alma y
anatomía cerebral de acuerdo con la tradición galénica.
Concepto
de pneuma: la vieja teoría del pneuma estoico postulaba que era una
sustancia o material sutil, un principio de vida del cuerpo que se aprovisionaba
del aire por medio de los pulmones y de los poros de la piel, y mediante la
digestión de la comida.
Además de
ser principios vitales, son los espíritus o neuma, los intermediarios entre el
alma y el cuerpo. En palabras de San Alberto Magno, son los instrumentos del
alma para todas las operaciones de esta
que conciernen al cuerpo. En el espíritu se asientan las virtudes, las funciones fisiológicas y psicofisiológicas. Los
espíritus se dividieron en tres tipos de acuerdo con su aprovisionamiento por el
cuerpo y de su función:
-los
espíritus naturales, forjados en el hígado.
-los
vitales, en el corazón
-los
animales, o neuma psíquico, formado en el ventrículo lateral del encéfalo.
Todos
coinciden en afirmar que el proceso psicológico implica una circulación
neumática (‘espiritual’) que al final de su recorrido supone una transformación
de los espíritus vitales en animales. En este sentido, Galeno y en general los
médicos y “filósofos naturales”, aunque parece que en un principio apoyen a
Aristóteles (que defiende que la sede del alma es el corazón), en realidad, dan
la primacía al cerebro. La medicina, la fisiología y la filosofía medieval y
renacentista se reafirman en dicha prioridad. Galeno: ‘en el origen de los
nervios se encuentra el principio del alma’. Al corazón le reserva los afectos.
Resulta
evidente que tal explicación ha de conciliarse con la concepción aristotélica
(que dominó hasta el siglo XVII) arriba bosquejada de las facultades
interiores, especialmente con la phantasia.
Según dicha tradición, esta era una facultad del conocimiento insertada entre
la sensibilidad (el sensus comunis) y
el intelecto: De anima, III, 3, passim; De memoria et reminiscencia, 449 b ss.; incluso en la Retórica, 1370 b. El estagirita en estos
lugares establece, oponiéndose a Platón (Filebo,
38 b 39c; Sofista, 264 b; Timeo, 52 a), que la imaginación no
puede ser reducida a una opinión proveniente de una sensación o ligada a ella,
sino que es un “movimiento” proveniente de la sensación, es decir, exige una
mediación “espiritual” (y, consecuentemente, “arterial”). O sea, una vez se ha
producido la sensación, se expande desde el corazón como fuerza motriz en
calidad de neuma, que es el que, a la postre, determina la constitución física
y mental del individuo. Por el mismo argumento, se permite comparar el amor con
la embriaguez y la con la locura, es decir, con algunos estados patológicos en
que la razón está totalmente ofuscada.
El amor,
así, en tanto que originado por una species,
‘imagen’, aprehendida por el sensus comunis
que llegará hasta el intelecto, está sujeto a la razón. No obstante, como en
definitiva es un movimiento del apetito sensitivo, puede, mediante la labor del
neuma, y, por tanto, del calor interno del cuerpo, ofuscar la razón del hombre
y hacer, en consecuencia que prefiera “el bien particular al universal”; o sea,
que no intervenga el intelecto, la parte racional del hombre, si este se limita
a recrear (cogitare) la imagen
sensitivamente aprehendida. Todo dependerá de la imaginación, la cual, puesto que
es un inteligible en potencia, se encarga de “depurar” las sensaciones (De anima, 431 ss.) y de pasar al estado
de acto por medio del “intelecto agente”. Es decir, en la imaginación está la species del objeto exterior, que sólo se
convierte en forma abstracta por el intelecto agente mediante un proceso de
“iluminación” o abstracción; por lo mismo, “se purifica” de cualquier resto
“material” acarreado por el paso del mundo exterior al sentido común.
La
fantasía es, por lo tanto, la facultad intermediaria entre el sentido común o
percepción y el intelecto o pensamiento, en tanto que participa de los dos.
Todo conocimiento y todo amor, viene a decir el Estagirita, deriva de las
impresiones sensoriales; el pensamiento actúa sobre ellas, ya cualificadas o sublimidas,
tras haber sido tratadas y absorbidas por la fantasía. Esta es la parte
hacedora de imágenes, figurae, del
alma, la que realiza el trabajo de los procesos más elevados del pensamiento y
la que canaliza la pasión amorosa. De ahí que el alma nunca ama ni piensa sin
una imagen (De anima, 432 a 17), es
decir, “todo pensamiento se acompaña de fantasmas” (432 a 9).
Cuando
dicha recreación es excesiva, el intelecto se nubla, como durante la enfermedad
o el sueño, y no puede abstraer. Esta consideración de la phantasia aristotélica es la que nos permite engarzar con Galeno y
las teorías médicas y fisiopsicológicas, pues si la imagen, cauce del amor, es
mitad sensación y mitad idea, necesitaba una base o fundamento mitad cuerpo y
mitad alma: ese sustrato se hallaba ya en el pneuma de los estoicos y en los espíritus animales de las escuelas
médicas antiguas.
... la
imagen será considerada esencialmente como “intermediaria” del conocimiento,
esto es, vínculo entre el objeto y el concepto, entre lo sensible y lo
intelectual, entre el cuerpo y el alma, entre lo particular y lo universal: el
“cuerpo sutil” del alma, al decir de la tradición médica.
Paralela
a la noción de espíritu es la de su órgano rector o hegemonicon (corazón o cerebro, o la colaboración entre ambos), o
sea, la sede, por lo tanto, del ‘alma’. Como nos recuerda Galeno, fue Herófilo
el primero en describir los ventrículos cerebrales y quien creyó ver en ellos
la sede del alma. Cuatro ventrículos según Galeno y los galenistas. Para los
seguidores árabes de Aristóteles, sin darle primacía, tres (uno para cada
facultad: la imaginativa o fantástica, el recuerdo involuntario y la memoria
deliberada), pues dudaban de que el sentido común tuviera la sede en el
cerebro. La localización de estos tres ventrículos fue determinada por
Posidonio, quien afirmó que en la parte anterior estaba localizada la fantasía;
en el ventrículo central, el raciocinio, y en el posterior, la memoria. Esta
localizacion se mantuvo, con sus más y sus menos, durante toda la Edad Media,
aunque muy pronto se planteó la duda de dónde localizar el sentido común, o si
realmente tenía alguna sede: Avicena, por ejemplo, ateniéndose a los dictámenes
aristotélicos, así lo cree, y lo sitúa en la parte anterior junto a la phantasia.
En realidad,
de lo que se trata es de encontrar asiento a las facultades interiores del
alma, de forma que se explique la circulación “espiritual” (y, en consecuencia,
amorosa), proveniente de las arterias por las supuestas cavidades cerebrales.
Cosa bien distinta es que se pusieran de acuerdo a la hora de asignar una
función determinada a cada ventrículo, por lo que no estaría de más resumir las
teorías médicas medievales, especialmente las de los árabes. Procediendo de tal
modo sentaremos la base para teorizar con argumentos sólidos sobre la
transformación del amante en el amado, pues si omitimos la explicación medieval
–médica, filosófica y poética- de la intervención de los espíritus, no podremos
comprender los conceptos y terminología de varias escuelas o corrientes
posteriores (v.g los neoplatónicos), cuya huella teórica se puede rastrear
hasta bien entrado el XVII.
Voy a
referirme en primer lugar a los seguidores árabes y medievales de Aristóteles y
Galeno, especialmente, a Avicena, pues, recopilador de una riquísima tradición
medicoaristotélica, presenta una quíntuple gradación de los “sentidos
interiores” cuya descripción sumaria se hace necesaria para entender su
concepción del amor:
1.
El sensus
comunis, que recibe las impresiones que le transmiten los sentidos; su sede
y la parte frontal del ventrículo anterior del encéfalo está ocupada por la phantasia (corresponde aprox. Al latino imaginatio, es decir, ‘imaginación
retentiva’), cuya finalidad es custodiar lo recibido por el sentido común,
incluso cuando el objeto de la sensación ya no está presente (y esto, como en
Aristóteles, es importante); algunos filósofos consideran que estas dos
potencias son independientes, otros creen que se trata sólo de una.
2.
La virtus
imaginativa (‘imaginación compositiva animal’), cuando se refiere al alma
animal, que recibe, en cambio, el nombre de virtus
cogitativa (‘imaginación compositiva humana’),
si se refiere al alma racional. Está situada en el ventrículo medio del
encéfalo y su finalidad es la de combinar o separar (o sea, ‘analizar’) las
impresiones de la phantasia.
3.
La virtus
aestimativa se halla en la parte dorsal del ventrículo medio del encéfalo y
percibe las intenciones no sensibles de los objetos sensibles (por lo general,
los médicos no la reconocen, sí los filósofos) a la vez que resta poder a las virtutes irascibilis y concupiscibilis.
4.
La virtus
conservatia et memorialis, a diferencia de la phantasia, que retenía las impresiones transmitidas por el sensus comunis, esta cuarta se sitúa en
el ventrículo posterior, retiene las intenciones no sensibles recibidas por la aestimativa.
5.
La última es la humana
rationalis, sólo reconocida por los filósofos.
Algunos
médicos posteriores (en tanto que unifican el sensus con la phantasia y
omiten la aestimativa), sólo
consideran tres facultades. Este esquema psicológico, a menudo simplificado en
la tripartición correspondiente, aparece constatemente en los autores
medievales de diversas materias (Alberto Magno, Santo Tomás, Roger Bacon, etc.)
y por supuesto en Averroes.
Lo que importa
comprobar por ahora es que la quíntuple gradación del “sentido interno” supone
un progresivo despojamiento (denudatio)
de la imagen de sus accidentes materiales: en el ápice de la cavidad media del
cerebro, la aestimativa recoge y
purifica a las imágenes o fantasmas de las intenciones no sensibles, como la
bondad o la malicia, la convenencia o la incongruencia. El proceso entero se
cumple sólo cuando el alma racional se considera “informada” por el fantasma
completamente puro. Cosa bien distinta acaece cuando se recuerda, o sea, cuando
interviene la memorialis
devolviéndonos la imagen (esto es, la species,
aún no “informada”) para su cogitatio: al
no haber pasado por el filtro intelectual, conserva accidentes materiales
(conducidos por el neuma) que, como veremos, producen las perturbaciones
psíquicas propias de la enfermedad de amor (el celebérrimo amor hereos) e imposibilitan, por lo mismo, que el amor sea
“intelectivo” y que tenga efecto la transformación del amante en el amado,
pues, entre otras cosas, si no está “informado” no se puede “trans-formar”.
Lo más
frecuente es que sea la facultad estimativa la que sirva de rasero y equilibre
al resto de facultades, pues, como dice el avicenista Arnau de Vilanova, es la
encargada de ‘separar las intenciones juiciosas de las que no lo son’. Aunque
tal sea su misión, cuando el impulso racional amoroso (o de la irascibilis) es muy vehemente (o sea,
cuando el corazón impulsa gran cantidad de espíritus vitales a través de las
venas pulsátiles), la ofusca, le impide funcionar normalmente, haciéndole creer
al sujeto que puede satisfacer su pasión y, por lo tanto, anulando su capacidad
de discernir lo inconveniente de lo conveniente. Entonces necesariamente yerra
en su juicio. El obsesivo objeto del deseo polariza toda la actividad
cogitativa del hombre. Andreas Capellanus define el amor: ‘el amor es una
pasión innata que tiene su origen en la percepción de la belleza del otro sexo
y en la obsesión por esta belleza, por cuya causa se desea, sobre todas las
cosas, poseer los abrazos del otro y, en estos abrazos, cumplir, de común
acuerdo, todos los mandamientos del amor’.
Siguiendo
con Vilanova, este constante imaginar y rememorar es un círculo cerrado que
hace que el sujeto entre –al decir de los médicos y teóricos- en un estado
parecido a la ebriedad. (Es posible que el símil del amor con la ebriedad lo
saque Arnau de Vilanova del pasaje aristotélico de Ética, 1148 b 17ss). Sólo de vez en cuando los suspiros, de amor,
permiten descansar brevemente al corazón repleto de sangre y espíritus, de
acuerdo con la explicación, generalmente aceptada en la Edad Media, de Alberto
Magno. Esto también lo recoge Vilanova al indicar que el enfermo de amor se
vuelve melancólico.
p. 75:
Actividad frenética que, merced a las cualidades ‘seco’ y ‘cálido’ (que sirven
para retener e imprimir la imagen en la memoria), supone que, a la postre, el
alma adquiera la extensión de la imagen recordada o imaginada.
Este
proceso comporta que el alma del amante, que recuerda la imagen, calca los
contornos de la species
permanentemente impressa, troquelada
por los espíritus animales en el ventrículo cerebral y, por lo tanto, en el
alma, siguiendo a Hugo de San Víctor.
Se puede
establecer una analogía con Plotino, cuando dice que el alma, preocupada por las
cosas sensibles, adquiere una cierta extensión análoga a la de ellas y “se
convierte en la cosa que recuerda”, espiritual o no, según ese recuerdo sea
pensamiento o imagen: ciertamente, la imaginación no posee su objeto, sino que
tiene la visión de él e incluso su misma disposición”.
Avicena
afirma que el alma tiene la misma naturaleza que los pricincipios por los que
se “informa” la materia: cuando una forma en la imaginatio es confirmada por la extimatio,
la materia tiende a adaptarse a la forma: un hombre que se encoleriza
frecuentemente, o un enamorado, pronto manifestarán las marcas de la pasión en
su persona. Así, se pone de manifiesto hasta qué punto están unidos el alma y
el cuerpo.
La
concepción del médico Marsilio Ficino tampoco se aleja demasiado de las
expuestas. Afirma también, galénicamente, que de los ojos salen verdaderas
emanaciones, no por invisibles menos eficaces, que, entrando por los ojos del
enamorado, le infunden realmente una parte de la sangre del ser amado.
De lo
dicho se deduce que la imagen (en este caso, del amado), canalizada espiritual,
sanguíneamente, y expulsada por los ojos, no deja de ser una parte de él que
entra por los ojos del amante, pues se infunde “espiritualmente” en la sangre
de este. Tan “material” transformación de uno en otro y viceversa (siempre que
se dé la reciprocidad amorosa) ha de pasar forzosamente por la phantasia, que es la facultad encargada
de recoger los espíritus visivos (en forma de scintillae, ‘chispas’, que transportan la imagen del objeto), y, por
la constante cogitatio, de
disponerlos en la sangre del amado a modo de vestido del alma, de indumentum animae, de “hábito del alma”
garcilasiano. Esta, el alma, afanada en recrear (cogitare) en la imaginación, mediante la phantasia, la imagen espiritualmente conducida, acaba adquiriendo
la extensión de dicha imagen, transformándose en ella. Análogamente, la sangre
que ha salido por los ojos del objeto amado completa la transformación, pues, a
la postre, los espíritus visivos infunden en el amante una porción de sangre,
de espíritus vitales, sublimados en animales en la phantasia, en el cerebro, o sea, en el alma.
p. 79:
Así como el hombre está en el centro del universo (aunque pueda subir o bajar
en función del uso que haga el intelecto, su parte divina), se podría afirmar
que, “espiritualmente”, es el animalis
phantasticus por excelencia, no sólo porque los phantasmata sean instrumentos imprescindibles para la posterior
contemplación intelectual y elaboración de universales (o para otras labores
más bajas), lo que le permite subir o bajar por la scala naturae, sino también porque dichos fantasmas, trasportados
espiritual, arterialmente, son el vehículo del amor (vincuus mundi), la garantía de su pervivencia en la memoria y el
cauce para la eventual transformación en el amado.
p. 80:
Los phantasmata o impresiones de los
sentidos son esenciales para el intelecto y para la formación de universales,
mediante la intervención de la memoria, en cuya cavidad hay que buscar la
imagen aprehendida.
Santo
Tomás de Aquino da un valor relevante a la phantasia,
en tanto que de naturaleza “intermedia” entre lo sensible y lo inteligible,
entre lo material y lo incorpóreo; naturaleza que, como hemos visto, coincide
con la humana, es su característica específica. Cosa bien distinta es que el
hombre se limite a contemplar imágenes depositadas, en vez de sublimarlas en el
entendimiento, o sea, en lugar de “contemplar” intelectualmente, que el obvio
desiderátum del aquinate y de todos los teóricos cristianos (escolásticos y místicos),
y, en puridad platónica, la única forma de transformación del amante en el
amado.
Así lo
siguen razonando algunos filósofos neoplatónicos del siglo XII: la escuela de
Chartres, los Victorinos, etc. Naturalmente, tendrán presente a Plotino, los
Padres griegos, San Agustín y demás, pero también el resto de aportaciones.
p. 85. La
tradición escolástica, a partir de su división de los sentidos interiores y
potencias del alma, clarifica que el predominio de la imagen (sobre el concepto
espiritual) también implica que el alma del enamorado se vaya configurando a su
dictamen, qu recree mediante la cogitatio
la species. De ello se sigue que,
como la actividad imaginativa y memorial del amante se centra exclusivamente en
el amado, aquel animat ubi amat, o
sea, sus potencias interiores están totalmente mediatizadas por la imagen
grabada en la phantasia (y, claro, en
la sangre). La cual, precisamente porque, como indica Hugo de San Víctor, es
“vestimenta” del alma, esta se ha de adaptar “espiritualmente” a lo que
“cogita”, o sea, se transforma. El alma, por ello, reducida su actividad a la cogitatio amorosa exclusiva, ‘anima
(aquí vale por ‘se informa’) en y por el amado (animat ubi amat). Así, aunque se reproduce verbatim la fórmula mística que veíamos en el capítulo anterior, el
contenido es muy distinto, pues sirve para explicar un proceso psicológico.