Curso de Doctorado de Calidad de la Universidad de Valladolid:

Cervantes y la novela moderna

"Cervantes y el fin de siglo (1880-1930)"

Javier Blasco

 
 
La lectura de todos los grandes libros es como una conversación con los mejores de los siglos 
pasados. DESCARTES
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Valera

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Juan Jacinto Muñoz Rengel
 
 
 
 
 
 

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         Javier Blasco  
 

Juan Valera

Discursos académicos

 

La poesía popular, ejemplo del punto en que deberían coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua castellana

Discurso leído por el autor en el acto de su recepción en la Real Academia Española el día 16 de marzo de 1862

 

SEÑORES:

Tiempo ha que tuve la honra, deseada con la mayor vehemencia, y franca y poco modestamente pretendida por mí, de ser elegido y llamado a tomar asiento en esta ilustre y sabia Academia. Cosa natural parecía que quien tan impaciente se mostró en desearlo, se hubiese apresurado, una vez conseguido, a gozar de ello por completo; y así, no extraño, antes juzgo muy fundada vuestra sorpresa, y aun juzgaría razonable vuestro enojo, si de vuestra bondad se pudiera presumir o recelar que lo hubieseis tenido, al notar mi tardanza en presentarme ante vosotros a recibir un favor solicitado con empeño y ahínco, y que vosotros me concedisteis haciendo de mi deseo mérito y dando al fervor de mi pretensión valer bastante para que se me lograse.

¿Qué no habréis podido suponer y censurar en mi conducta al verme en el pretender tan audaz y diligente, y tan tibio y perezoso en cumplir la única condición que pusisteis al logro de mi deseo, dilatando yo el plazo de satisfacerlo?

Daros como excusa y explicación de esta tardanza mis ocupaciones, antes sería agravar mi falta que no disculparla. Para mí no hay, ni debió haber, desde el momento en que, con mano franca y benévola, me abristeis las puertas de esta casa, otro cuidado ni otro empleo más importantes que los de acudir a ella y entrar en ella. Mi modo de proceder no tiene más que una explicación, y voy a dárosla.

Escribiendo yo apresuradamente y todos los días en los periódicos, y escribiendo, sobre asuntos que sólo tienen una importancia efímera, obrillas que han de vivir un día, sin dar tiempo ni para que sean estimadas ni desestimadas, ni para que por ellas se aquilate el valor de mi estilo, apenas me sentí llamado por vosotros, cuando reflexioné que para entrar aquí había de presentar un escrito, si breve, duradero, y había de dar razón de mí, cual, siendo indigna de esta Academia, perpetuaría la indignidad, porque la Academia comunicaría su vida y su duración a mi escrito, y no sería éste, como otros muchos escritos míos, perdidos en el inmenso fárrago de los periódicos, y condenados al olvido para siempre.

Estas consideraciones me infundieron grandísimo temor, aunque tardío, y parándome delante, cuando he tratado de poner manos a la obra, lo han venido a estorbar, luchando con mi deseo nunca menos vivo de estar entre vosotros y de ser uno de vosotros, aunque sin merecerlo.

La modestia, el saber profundo y la singular discreción de la persona cuyo asiento voy a ocupar aquí, del señor don Jerónimo del Campo, en cuya alabanza no me dilato, por haberlo ya hecho una elegante y autorizada pluma, contribuían asimismo a retraerme y a acobardarme, temeroso del parangón y de la competencia que había de hacer su recuerdo, grabado en vuestras almas, con el humilde sujeto que os habla ahora.

Yo, que soy orgulloso, pero que tengo poquísima vanidad, vacilaba y me arredraba. Por último, venció en mí el anhelo de alcanzar la honra de pertenecer a esta Corporación; pero todavía hubo de salirme al encuentro una dificultad gravísima. ¿De qué acertaría yo a hablaros que pudiese fijar vuestra atención? ¿Qué podría yo deciros que no supieseis? ¿Qué punto tocaría yo que no os pareciese enojoso?

Mucho he cavilado sobre esto, y al cabo he pensado que nada sería menos impropio, nada más natural que traeros noticia, al entrar en este santuario de las letras, de lo que se piensa de las letras entre los profanos, comparando la mente del vulgo, su pensamiento sobre el lenguaje, en sus dos manifestaciones, la prosa y la poesía, con el pensamiento que en esta Academia preside. Yo, señores, no presumo de enseñaros nada; sólo quiero exponeros mi parecer y transmitiros mis observaciones sobre la idea vulgar que hoy se tiene acerca del habla castellana y sobre la idea que en mi sentir debe tener esta Academia. El punto en que coinciden, o sería razonable que coincidiesen, el vulgo y los discretos y los doctos, es la poesía popular, la cual será también asunto de mi discurso, pero más como ejemplo y medio de mostrar mi pensamiento que como fin y objeto de él.

Andan ahora muy validas ciertas opiniones, que, con apariencia de verdad, envuelven errores lastimosísimos, los cuales importa combatir y deshacer, no cortándolos y segándolos, como mala hierba, del ameno y fértil campo de la literatura, sino cavando en él profundamente, hasta hallar sus raíces, para arrancarlas de cuajo, a fin de que no retoñen.

Yo creo que nunca como ahora es fácil obrar de este modo, porque a la crítica, fundada antes en la mera experiencia, y, por consiguiente, limitada, como todo lo que proviene de la inducción, ha sucedido otra crítica, deducida de altos principios filosóficos, la cual comprende todos los casos particulares, y sirve de norma y regla para esclarecerlos y juzgarlos. Así como hay una ciencia matemática, que determina las leyes según las cuales percibe y abarca el entendimiento todos los seres del Universo sensible, así hay también una filosofía del arte, con cuyo auxilio y luz, si no se va tan seguro y si no se ve tan claro como con las matemáticas, se alcanza y se columbra más que con los simples preceptos, fundados en el sentido común o en la observación juiciosa, aunque no sostenidos en otro más filosófico y sólido fundamento.

No soy denigrador del tiempo presente. Creo que pocos períodos literarios más brillantes y más fecundos ha habido en España que éste en que vivimos. Pero reconociendo, como reconozco, sus excelencias, no puedo menos de notar sus defectos, y no quiero disimularlos por alcanzar favor entre el vulgo. El saber, así en literatura como en otras muchas cosas, se ha extendido maravillosamente en estos últimos años. Y esto, aunque ha traído muchos bienes, no se ha de negar que ha traído inconvenientes no pequeños. El saber no se ha derramado por todas partes, al modo que se derraman, con tiempo y medida, por mil canales distintos, las aguas de una esclusa, y van a regar y a fecundar la tierra, sino como estas mismas aguas cuando rompen con ímpetu y furia el malecón que las detiene, y van a inundar los campos, que no están preparados a recibirlas, y que sólo producen zarzas y abrojos, fecundados por su riego.

De la divulgación del saber ha tenido por fuerza que originarse un saber imperfectísimo y vicioso, sólo comparable con esos abrojos y esas zarzas, de donde, como fruto desabrido y amargo, nacen el menosprecio del verdadero saber y las erradas doctrinas en que este menosprecio se apoya.

La política, la filosofía, todas las ciencias y artes que hoy en España se cultivan, adolecen por lo común del mismo achique. Hay una falta de respeto a la autoridad, que, si fuese razonable, hallaría disculpa a mis ojos, pues atribución propia de la ciencia es desconocer y aun negar la autoridad en nombre de la razón; pero me condeno, por ir las más veces contra la razón misma, buscando para ello pretextos vanos y apoyándose en paradojas o mal entendidas verdades.

De estas verdades entendidas a medias, de estos errores que, por ser incompletas verdades, son más peligrosos y contagiosos que los errores en todo, voy a combatir los que al lenguaje se refieren o en él influyen, prevaleciendo hoy, no ya sólo entre el vulgo, sino entre bastantes personas de notable ingenio y de alguna educación literaria. Pues es de saber que estos errores no emanan siempre de total ignorancia; antes se fundan a veces en la pasión y proceden de otros o filosóficos o políticos, partiéndose en dos corrientes opuestas: la de aquellos hombres que sueñan con un progreso omnímodo y quieren una renovación universal, y la de aquellos que, apegados a la tradición, retroceden o se aíslan.

Ambas corrientes, en lo que toca a la lengua y a la literatura, tienen cierto carácter democrático. Unos son amigos de lo nuevo, y creen que el mucho saber que han adquirido, y los altos pensamientos filosóficos que conciben, y las novedades peregrinas que ensenan, aprendidas las más en libros franceses, no caben en la estrechez de nuestro idioma y quieren ensancharlo para que quepan con holgura, por donde lo afean y lo destrozan de una manera bárbara. Otros, entendiendo mal lo que por popular, así en poesía como en prosa, ha de entenderse, y juzgando que no es bueno sino lo que al vulgo place y lo que está al alcance del vulgo, se bajan hasta él en el pensar y en el sentir, y sólo emplean en lo que piensan, sienten y dicen las palabras más vulgares y usadas, censurando al que se vale de otras más raras, nobles y sublimes. Así avillanan, amenguan y mutilan nuestro idioma, de suyo rico y hermoso. Pero tanto los que piensan de una manera como los que piensan de otra suelen convenir en un punto, a saber: en que la inspiración no es compatible con la reflexión y la crítica, y en que la inspiración decae o muere cuando la crítica y la reflexión se le adelantan. De aquí nace la vana creencia de que el escribir no es arte, sino instinto; de que el pensamiento es lo que vale, y de que nada vale la forma, estableciendo entre el pensamiento y la forma de que va revestido una diferencia y hasta un divorcio que jamás existieron.

Del primer defecto adolecen muchos de los nuevos filósofos y políticos, que abusan de un tecnicismo innecesario, y que piensan mejorar el lenguaje alterándolo y hasta vaciándolo en una nueva turquesa, sin comprender que todas sus teorías, y aun otras más sutiles, alambicadas y profundas, pueden expresarse en el habla en que nuestros grandes místicos se expresaron. Es más: yo entiendo que sí la filosofía hubiera menester de una renovación del idioma español para medrar y florecer en España, deberíamos todos los españoles abandonar para siempre el estudio de la filosofía. Si una nación como la nuestra, que lleva ya tantos siglos de civilización, aún no hubiese creado un idioma propio para las ciencias filosóficas, y capaz de expresar sus verdades, sería señal evidente de que el espíritu filosófico de los españoles era nulo, y vano el empeño de importarlo de Francia o de Alemania. Bueno es que un sistema, que una doctrina, se importen; pero no puede importarse el espíritu que ha de comprenderlos, apropiárselos, imprimirles un carácter nacional y castizo y hacerlos fecundos. Así es que cuando yo leo los libros de filosofía que privan ahora, donde, para mostrar ideas de algún soñador o pensador alemán, se vale quien las divulga de frase bárbara y peregrina, me aflijo por él y por todos los españoles, y llego a dudar de si seremos aptos para esta clase de estudios. Llego a temer asimismo que el espíritu nacional, ofendido del menosprecio en que se tiene su primera y más espontánea manifestación, la lengua, nos deje de su mano y se retire y aparte de nosotros.

Y no se crea que condeno la introducción de sistemas de otros países; no se crea que entiendo de un modo mezquino lo castizo y lo nacional, fingiéndome en mi patria una originalidad que no existe ni ha existido nunca, y encastillándome en mi patria para conservarle esa originalidad fabulosa. Harto sé que una ciencia, una verdad, una doctrina, no deben desecharse por ser extranjeras. Por cima del espíritu nacional está el espíritu de la Humanidad toda, el cual contiene en sí a los demás espíritus y lleva en su seno las más diversas y originales civilizaciones. Espíritu nacional que se aísla, civilización nacional que se aparta de ese espíritu superior que no lo sigue en su constante movimiento, en su ascensión perennes, es como ramo que del árbol se desgaja, es como flor que, desprendida del tallo, se marchita y fenece. No es justo ni útil, sino perjudicial y mortífero, el apartarse del espíritu de la Humanidad. Cuanto de él proviene es propio de las naciones todas. En la suprema órbita, en la sublime esfera en que él gira y por donde lleva todas las cosas a su término de perfección, y va elevando a todas las inteligencias creadas, las inteligencias todas han de estar en comunicación y consorcio si es que no quieren perecer, porque aquella es su vida1.

El arte vino de Grecia y de Italia; la religión, de Palestina; mas no por eso dejaron de ser recibidos como propios, no como forasteros y extraños. Y sin dejar de ser el arte entre nosotros la realización de la belleza, tal como la conciben y la aman todos los hombres, y sin dejar de ser la religión la única verdadera, la universal, la católica, el arte y la religión tuvieron en España, en cuanto era compatible con el distinto ser de ambas cosas, esto es, más o menos accidentalmente, su carácter propio, su fisonomía española, ya considerado en sí cada uno, ya ambos en su fecundísima unión. De esta suerte, las vírgenes de Murillo son creaciones católicas, universales; responden al pensamiento que de la Virgen madre tiene todo el género humano, y no dejan de ser obras españolas, castizas, propias del arte español. De esta suerte también, Los nombres de Cristo, de fray Luis de León, en su esencia son católica, universal teología, y en sus accidentes, no sólo de la forma, no sólo del lenguaje, del estilo, sino hasta del giro y condición peculiar del pensamiento, son castizamente españoles. Ni dejando de ser originales y castizos, siguieron entre nosotros, a Zenón y a Séneca, Quevedo; a Platón, Fonseca; y a Aristóteles, otros muchos sabios.

La civilización es una, el espíritu es uno, la idea es una, pero se manifiestan de diverso modo entre cada nación, entre cada gente, en cada lengua y en cada raza. No envían a ellas sus adelantos para que se sobrepongan al saber antiguo y a la antigua y propia civilización, ni para que éste crezca, como crecen los cuerpos inorgánicos, por superposición de capas, sino que se infunden en las entrañas de su maravilloso organismo, y se identifican con él por tal arte, que vienen a convertirse en una misma cosa; y el nuevo elemento de civilización y la civilización antigua cobran el mismo ser y la misma sustancia, y juntos constituyen una sola esencia, dentro de la universal civilización, y subordinados al espíritu que lo comprende todo.

Digo, pues, que si los sistemas novísimos de filosofía alemana o francesa viniesen de este modo a nosotros, serían aceptables por todo estilo. Lo que hubiese en ellos contrario a nuestro espíritu nacional desaparecería, se segregaría de él, cuando él se los asimilara; lo que no le fuese contrario vendría a corroborarlo y a magnificarlo.

Esta es la salud y éste el verdadero progreso del espíritu de una nación. Las nuevas ideas entran en él y no se le sobreponen. Son como los alimentos en un cuerpo orgánico y sano, que se transforman en la propia sustancia del cuerpo y le dan nutrimiento y desarrollo, apartando de sí lo que repugna a su naturaleza.

El lenguaje, que es la obra más instintiva del espíritu nacional, crece o puede crecer, pero sin alterarse en la esencia, ni aun en la forma. Los idiomas llegan acaso a un momento de perfección, en el cual no es posible tampoco mayor crecimiento orgánico y verdadero, sino excrecencia inorgánica, aluvión de voces bárbaras, venidas sin orden ni concierto, y sobrepuestas y abrazadas a él para empañar su tersa y pulida belleza, secar su frescura y consumir su vida. Las palabras y los giros, introducidos así, son como la hiedra que se ciñe a un tronco viejo y le da cierta apariencia vistosa de verdura; pero apretándolo de tal suerte que lo seca y le impide al cabo echar sus naturales hojas y su propio fruto. Pasados ciertos períodos de civilización, es difícil que un idioma se mejore, o conserve su ser con leves alteraciones accidentales, o decae y se corrompe. Así el latín, después del siglo de Augusto, empieza a adquirir aparente riqueza de palabras célticas y de otras lenguas bárbaras, y, sin embargo, o por lo mismo, decae. Y si el griego no decae también, después del Magno Alejandro, y si en muchas ocasiones guarda aún y luce su hermosura, se lo debe a la exquisita delicadeza y a la duradera virtud del in genio helénico, al buen gusto de aquella nación y al estudio asiduo y constante de los antiguos modelos. Así es como, después de las conquistas de Alejandro, florecen aún la literatura y la lengua griegas, bajo el cetro y la protección de los Ptolomeos, dando dichosa muestra de sí en Teócrito, en Calímaco, en Apolonio de Rodas, imitado por Virgilio y en otros poetas líricos, épicos y bucólicos; se dilatan, pasando por el excelente y divino Plutarco, hasta los últimos tiempos del Imperio de Roma, y muestran, bien de una manera artificial y estudiada, la primitiva candidez y la juvenil frescura en las Pastorales, de Longo, y la severidad didáctica y la claridad y nitidez del estilo, en los escritos del maestro de la gran Zenobia. Este esmero y cuidado que pusieron los griegos en conservar su idioma y por consiguiente, el espíritu nacional, que en él está embebido, les sirvió de mucho para conservar también el ser de su civilización y para difundirla y verterla por el mundo, desde el Cáucaso hasta la Libia, desde la India y Persia hasta más allá de las Columnas de Hércules, aun después de arruinado su poder político y derrocado su imperio. Después de las conquistas del héroe de Macedonia llevaron por toda el Asia su saber y su literatura, la cual penetró y hasta influyó en la India, creando allí tal vez el arte dramático y modificando la filosofía, ora por el trato frecuente con la Corte de los reyes griegos de la Bactriana, ora por el comercio de las naves griegas que por el mar Rojo iban a Egipto, ora por los embajadores y sabios que enviaban los Seléucidas y los Ptolomeos entre los brahmines2. Las colonias griegas, esparcidas por todo el mundo conocido entonces, desde Marsella hasta Crimea, desde el Ponto y la Armenia hasta el Penjab, guardaron en su pureza el espíritu nacional y el habla en que se contiene, y produjeron brillantísimas escuelas literarias, como, por ejemplo, la de Tarsos, que dio nacimiento a Estrabón. La influencia de la literatura griega se extendió indudablemente hasta China, y acaso contribuyó a perfeccionar la secta de Lao-Zu. Roma, vencedora, se rindió también a las artes y letras de Grecia; los árabes las aprendieron e imitaron, y aun en época más reciente, los refugiados de Constantinopla, presa de los turcos, concurrieron al renacimiento de la civilización entre los latinos.

La religión cristiana, lejos de alterar o cambiar el espíritu y el idioma de Grecia, vino a darles, injertándose en ellos, nueva fecundidad y vida. Los santos padres algo más nuevo traerían que expresar y que decir que los imitadores de los filósofos alemanes que tenemos hoy en España. Los santos padres, no sólo traían una filosofía nueva, sino nueva religión, nueva moral y nueva política, y, sin embargo, no creyeron indispensable ni conveniente buscar otras palabras y otros giros, afear y dislocar el griego para expresar en él tan grandes novedades, las mayores novedades que ha habido en el mundo. ¿Por qué, pues, se ha de afear y dislocar el castellano para expresar en él las novedades de Kant, de Hegel o de Krause?

La verdadera y gran corrupción de la lengua griega vino después con el Bajo Imperio y coincidió con la admisión de voces peregrinas, que desfiguraron y empobrecieron el idioma, haciendo caer en desuso las voces propias y acabando con bu riqueza en las formas, las cuales se simplificaron, analizándose o desatándose3.

Esto tiene su razón de ser filosófica, porque cada lengua brota del genio de la raza que la habla, como brota la flor de su germen, y ya en el germen van todas las condiciones y todas las excelencias de la flor cifradas y compendiadas; de suerte que lo que no está en el germen es imposible que más tarde en la flor aparezca y logre desenvolverse, y tacharíamos de loco al que quisiese poner en la flor otra hermosura u otro perfume de los que en su naturaleza hay, porque éste, en vez de mejorar la flor, la deshojaría y marchitaría.

Las lenguas, si pensamos cristianamente, se ha de creer que nacieron por revelación, de un modo divino, y, si por acaso seguimos el parecer de los más sabios filósofos y etnógrafos racionalistas se ha de suponer que nacieron por inspiración, esto es, de un modo semidivino, aunque natural, en el momento misterioso en que se despertó la conciencia del linaje humano. Las lenguas, pues, ya se discurra de un modo, ya de otro, fueron fruto del instinto, de la espontaneidad, del milagro, no de la reflexión y del estudio. Cada pueblo creó la suya como forma sensible, como emanación de su genio, inspirado por el espectáculo de la circunstante Naturaleza. Cuando el idioma fue primitivo, lo sacó todo de su propio ser, y cuando fue derivado, puso en su fábrica materiales del antiguo, ya corrompido o muerto. En el primer caso, el pueblo se puede afirmar que se creó a sí propio; en el segundo, que se transformó en otro pueblo. La adopción de un nuevo idioma no es posible sin una mudanza grandísima en el ser del pueblo que lo adopta. Pero el pueblo, ora cree, ora mude el lenguaje, lo hace instintivamente: los sabios y escritores que anhelan realizar cambios tan radicales, sólo consiguen corromper y no crear. La reflexión rara vez pone en el lenguaje perfecciones y calidades nuevas, si bien las ordena y clasifica; la reflexión apenas desenvuelve el lenguaje, si bien escribe y formula las leyes naturales que presiden su desenvolvimiento. La gramática, la retórica y la poética, posteriores a Homero, a Herodoto y a Tucídides, no hicieron más que enseñar a escribir reflexivamente, como por instinto escribieron aquellos admirables escritores4.

En suma: así como los chinos se han elevado a un grado de civilización altísimo y han conservado una lengua monosilábica, menos rica de formas que la lengua de los hotentotes; así como el griego no se hermoseó ni perfeccionó sino que decayó al aceptar palabras y modismos bárbaros, y así como San Clemente de Alejandría, San Gregorio de Nisa y San Juan Crisóstomo, en prosa, y San Basilio, Sinesio y Nonno, en poesía, escribieron y cantaron como Platón, Demóstenes, Aristóteles y Homero, aunque escribían y cantaban de la nueva más pasmosa, de la buena nueva y aun de mucho de la novísima civilización, que de ella emana y que ya en esperanza iban descubriendo, así me parece que nuestra lengua, aunque fuese tan defectuosa como la de los chinos, permanecería tan defectuosa o dejarían ellos de ser chinos y nosotros españoles; así me parece que la introducción de tantas voces y giros nuevos lleva a la corrupción y no a la mejora, y así me parece, por último, que, imitando en algo a los padres griegos, pudieran estos filósofos de ahora introducir esas novedades germánicas, que al fin no son tan altas ni tan extrañas novedades, acomodándolas de modo que se hicieran consustanciales a la índole y ser del espíritu y del idioma de nuestra nación. Todo lo demás que se haga se puede tachar de extrañamiento y de apartamiento de la patria, si no en cuerpo, en alma, que es muchísimo peor. Es como si dijéramos al espíritu nacional: «Quédate ahí, que estás viejo y torpe, y yo me alejo de ti, y sigo el vuelo del espíritu del mundo, y me remonto con él a regiones más serenas, elevadas y puras, a donde tú no puedes seguirme.»

Y no se crea que hago por acaso, sino adrede y muy de propósito, esta especie de identificación y de unificación del espíritu nacional y del habla nacional, porque el habla es una misma con el espíritu; es su emanación, es su verbo. Por manera que donde decae el idioma, bien se puede afirmar que el espíritu nacional decae, y donde el habla se ha enriquecido con grandes e inmortales obras y guarda su pureza y su hermosura, el espíritu nacional cuenta con esperanzas de vida imperecedera. Por medio del habla dan al mundo los pueblos su pensamiento y se entienden con el espíritu de la Humanidad toda, de quien suelen ser como ministros y como los medios de que él se vale para comunicar con otros pueblos más atrasados y de más baja civilización, levantándolos hacia él y llevándolos por sus encumbrados caminos.

Los pueblos que hasta cierto punto se puede afirmar que son mudos, o digase que no han hecho grandes escritores y poetas, que no han dado a los demás nombres ningún sublime pensamiento, éstos no tienen tanta obligación de guardar su idioma; pero pueblos como el español tienen una obligación grandísima de guardarlo. El habla es el sello de nuestra nacionalidad y de nuestra raza, uno de los títulos de nuestra nobleza, y vosotros sois sus custodios y defensores.

Tan cierto es que el habla es sello de nacionalidad, que para explicar el olvido del común origen hay que apelar a la confusión de las lenguas. Hablando los hombres idiomas diferentes pudieron dispersarse y, dispersos, olvidar que eran hermanos. Así como el olvido del habla hace olvidar la fraternidad, así la comunión del habla la conserva y hasta la crea. El pueblo griego conserva su idioma, aunque adulterado, y este idioma le sirve de signo y es despertador de su nacionalidad después de siglos de cautiverio; en Italia se crea una sola lengua, y esta lengua, a pesar de la diversidad y multitud de estados, es signo y argumento en Italia de la unidad de la nación; una lengua algo diversa de la que hablamos y un gran monumento escrito en esa lengua, Os Lusiadas, son el mayor obstáculo a la fusión de todas las partes de esta Península. Camoens se levanta entre Portugal y España, cual firme muro, más difícil de derribar que todas las plazas fuertes y los castillos todos.

Para ponderar el lazo de unión que es el habla viva no hay más que considerar lo que puede una lengua, aun después de muerta, aun después de disuelta o rota la sociedad en que se hablaba. Las naciones neolatinas se creen aun con cierto grado de estrecho y amistoso parentesco; y en la mayor extensión de América, a pesar de nuestras desavenencias, reconocen sus habitadores ser nuestros hermanos, y el sello de esta fraternidad es el habla.

Los grandes escritores son los que graban este sello, con delicado y fuerte buril, en el oro y en las joyas de sus escritos que lo hermosean, estrechando más el lazo de unión y perpetuándolo. Por eso decía Carlyle, con mucho fundamento, «que si le dijeran que eligiese para su patria entre la pérdida de Shakespeare o la de las Indias Orientales, preferiría la segunda, porque tarde o temprano se han de perder aquellas colonias, mientras que el glorioso poeta vivirá vida inmortal, y será leído en los más remotos ángulos de la Tierra, por donde la Gran Bretaña ha derramado a sus hijos, y cuando éstos se hallaren separados políticamente de la metrópoli, no sólo en América, sino en Australia y en otras islas y regiones del Pacífico y del Atlántico, se jactarán, al leer a Shakespeare, de ser ingleses».

El lenguaje identifica de tal modo las ideas y los sentimientos de los hombres, que la Providencia se ha valido, sin duda, de este medio poderoso para los dos más importantes fines, para los dos acontecimientos más trascendentales que registra la Historia: la preparación evangélica y la predicación y pronta difusión del Evangelio por el mundo. No significa otra cosa la hazaña del hijo de Filipo de domar el monstruo Bucéfalo que el haber fundido en una, después de domarlas, ambas civilizaciones: la griega, representada por el caballo de Neptuno, y la asiática, de que era símbolo el toro de Moloc. Sus rápidas conquistas extendieron por el misterioso Oriente, con el lenguaje, la civilización de los helenos, y la hicieron más comprensiva y fecunda, sembrando en ella las filosofías, las tradiciones y las esperanzas de otros pueblos y dándole capacidad, brío y poder de que en su seno naciese la civilización cristiana; y las conquistas de Roma, imponiendo más tarde a las vencidas naciones, con la lengua del Lacio, la misma civilización, las mismas costumbres y la misma ley, las predispuso a recibir otra ley más blanda y suave, otra civilización más universal, santa y pacífica.

El sentimiento de la importancia unitiva de la lengua lo tuvo y lo expresó con hermosa energía uno de nuestros más ilustres compañeros, cuya pérdida aun lamentamos, uno de nuestros más egregios poetas, cuando dijo a los pueblos de América que serían españoles y no americanos, añadiendo con tono profético:


 

   Mas ahora y siempre el argonauta osado

 

 

 

que del mar arrostrare los furores,

 

 

 

al arrojar el áncora pesada

 

 

 

en las playas antípodas distantes,

 

 

 

verá la cruz del Gólgota plantada

 

 

 

y escuchará la lengua de Cervantes.

 

 


 


 

Patriótico vaticinio que no se cumplirá si proseguimos por la senda que han tomado los filósofos, pues llegará a trastrocarse la lengua para exponer las teorías filosóficas germánicas y tal vez las doctrinas políticas y económicas francesas, de modo que la lengua de Cervantes será una lengua muerta, no pareciendo probable que se conserve en América lo que en España se desdeña y destruye.

Ya se debe comprender que al censurar el vicio de trastrocar la lengua, juzgándola incapaz en su pureza de expresar las altas especulaciones del día, no voy tan lejos que condene la admisión de los nuevos vocablos que sean indispensables para las ciencias, vocablos tomados casi todos del griego y lo mismo aceptados en español que en los demás idiomas. Antes condeno el vicio de aquellos que los empobrecen por atildamiento nimio y por escrupulosa elegancia, o bien desechando voces técnicas necesarias, o bien excluyendo otras por anticuadas, rastreras y poco dignas, sobre todo en verso. De este último achaque adolecieron los escritores del siglo de Luis XIV, y una manera idéntica de escribir prevaleció en Italia y en España cuando vino a ellas el seudoclasicismo francés, el cual hizo más correctos y cultos a los escritores, más ordenada y tersa el habla, pero la empobreció, así en Francia como en Italia y en España, en palabras, frases y giros, siendo mucho más doloroso y grande el empobrecimiento en las naciones imitadoras que en aquella que nos sirvió de pauta y guía, y donde la majestad y sublimidad de algunos escritores recompensaron con usura los mencionados defectos. Los escritores del siglo de Luis XIV no son tan ricos en palabras Y frases como Montaigne o como Amyot; pero la diferencia es más notable y mayor la desventaja, por ejemplo, entre Metastasio y Dante, entre Meléndez y Lope de Vega.

Tampoco soy yo de los que por amor al lenguaje y a su pureza se desvelan y afanan en imitar a un clásico de los siglos XVI y XVII. Prefiero una dicción menos pura, prefiero incurrir en los galicismos que censuro a hacerme premioso en el estilo o duro y afectado.

Pero no son estos vicios los peores, el peor de todos, mucho peor que el de los que sostienen que es bueno trastrocar el habla para que entren y se expresen en ellas las flamantes filosofías, es el de los que apetecen y buscan lo vulgar, confundiéndolo con lo popular, los cuales yerran al escribir, así en el pensamiento como en la forma, y no sólo postran y envilecen el habla, sino también el espíritu.

Varios y opuestos son los orígenes de este vicio, de donde procede que el vicio mismo tiene calidades varias y opuestas; y como donde más resalta es en la poesía popular o en lo que presume de serlo, voy a discurrir sobre lo que es esta poesía.

Empezaré repitiendo aquí lo que se dijo, no ha mucho tiempo, a este propósito, en cierta obrilla, que empecé a publicar en compañía de uno de los señores académicos, vuestros compañeros, esto es, que en nuestros días se apetece más saber la historia íntima y psicológica de los pueblos que la estruendosa y exterior de los reyes y tiranos, sus dominadores; más el armónico y constante desarrollo del humano linaje que la genealogía y sucesión de los príncipes. La facilidad y la prontitud con que se recorre la Tierra toda han hecho que se adquieran noticias de las más peregrinas literaturas, como de la indica, por ejemplo, apenas conocida un siglo ha, y la serie de revoluciones que han agudizado y agitan aún a Europa han aguzado con la experiencia de lo presente el instinto y la perspicacia de los hombres para comprender lo pasado, y no sólo la Historia, sino las literaturas de pueblos remotos o distantes han sido mejor comprendidas. A esta excelencia de nuestra crítica contribuyen, con la mayor erudición y con la mayor perspicacia de que ya hemos hablado, sistemas filosóficos más comprensivos que los antiguos, y más que nada, el principio existente en todos ellos de considerar el conjunto de los hombres, no ya como una idea general y abstracta, sino como un ser indiviso, del que formamos parte, interesándonos por la vida del todo como por una vida superior en que vivimos. Así es que la palabra humanidad, que indicaba antes o la condición de ser hombre o la virtud de ser humano, no sólo significa hoy una calidad, sino que, en sentido más alto y más generalmente usado significa una entidad: la entidad viva del conjunto de nuestra raza. Convenimos en que esta idea puede conducirnos, a poco que se exagere, a hacer de la Humanidad una apoteosis panteística; pero encerrada dentro de sus justos límites aviva la filantropía y despierta nuestro interés por todos los hechos de los hombres y por todas las manifestaciones de su espíritu.

A estas razones, que movieron a coleccionar y a publicar en casi todos los países los cuentos vulgares, como los de Alemania, por los hermanos Grimm; los polacos, por Woysieki; los de los montañeses de Escocia, por Gran Stewart; los del sur de Irlanda, por Crofton Croke; por Souvestre, los bretones, y así otros muchos, vienen a unirse, cooperando al estudio de la poesía popular de cada pueblo, el patriotismo que se despertó por las guerras invasoras de Napoleón I, y el deseo que muestran desde entonces todas las naciones de hacer patentes los títulos de su independencia y de reivindicar lo que ahora se llama su autonomía; deseo justo y útil si con la pintura de pasadas glorias, no excitase a muchos a querer remontar la corriente de los siglos y a retroceder a la barbarie, soñando en renovarlas; si, por querer guardar y hacer constar las diferencias que a las naciones separan, no los llevase a romper o desatar los lazos que las unen, y si, por afirmar la variedad, no propendiese, en ocasiones, a negar la unidad en que la variedad se resuelve.

De todas las causas que he apuntado se originan el empeño y el estudio puestos en recoger piadosamente los cantos populares y en coleccionarlos. Du Méril y Follen lo han hecho con los latinos; con los serbios, Talvj, y Marcellus y Fauriel, con los griegos. El vizconde Hersart de la Villemarqué ha recopilado y estudiado las leyendas bretonas; Simrock ha traducido en el alemán de ahora los Nibelungos y algunos cantos de los minnesinger; los finlandeses han resucitado y reconstruido con fragmentos dispersos su grande epopeya del Kalevala; Aguiló y Milá y Fontanals han hecho sendas colecciones de romances catalanes, y Garrett ha restaurado y publicado los portugueses.

Citar aquí el inmenso cúmulo de obras, de colecciones, de comentarios, de disertaciones críticas que de poesía popular y sobre poesía popular se han escrito y publicado, sería prolijo por demás y ajeno a mi propósito. Baste decir y saber que, para gloria de España, no hay en nación alguna cantos populares que ni en calidad ni en abundancia puedan rayar tan alto, ni siquiera competir con nuestro romancero, en cuyo estudio, formación y divulgación tanta y tan merecida fama han adquirido algunos ilustres individuos de esta Real Academia, y singularmente el señor Durán, cuya nombradía y reputación se extienden y crecen en la docta Alemania, donde es apellidado por Wolf y por otros críticos el más eminente de los nuestros.

Lo que yo quiero advertir no es sino el error vulgar que de este estudio y afición a los cantos populares ha nacido, poniendo muchas personas entre ellas y la poesía erudita cierta enemistad y antagonismo, y despreciando a ésta para ensalzar más aquéllos. Muchas personas han acabado por preferir los aúllos poéticos de los caribes a las odas de Horacio; los himnos latinobárbaros de la Edad Media, a la Cristiada, de Viela, y una canción de gesta, a la Eneida o a La Jerusalén.

Nace esto, a mi ver, de la equivocada inteligencia de la poesía popular y del incompleto conocimiento de su historia. El carácter esencialísimo que distingue a la poesía del pueblo es el ser impersonal, mas no porque no sea obra de un poeta, cuyo nombre se sabe a veces, sino porque en las épocas de espontaneidad el poeta no se pone en sus obras. En las épocas de espontaneidad el poeta no vuelve sobre sí mismo, no reflexiona, no le deja tiempo para reflexionar el espectáculo de los casos humanos y de la Naturaleza inexplicada y misteriosa que le rodea, sobre la cual se difunde su espíritu en vez de reconcentrarse y abismarse en su propio centro: por donde los poetas de aquellas edades no son sugestivos, como se nombran y son muchos de ahora; antes borran por completo de sus obras toda su personalidad.


 

De Aquiles de Peleo canta, diosa...,

 

 


 


 

dice Homero. Ni siquiera es él, diosa, la que canta. Pero que sean o no personajes reales o fabulosos los autores de los poemas homéricos, o de los himnos del Rig-Veda, importa poco a nuestro propósito. Aquellas poesías son populares, porque llevan en sí todo el pensamiento y todo el corazón de los pueblos.

Esto no prueba, sin embargo, que las grandes y primitivas poesías populares sean obra del vulgo, tengan un origen plebeyo; antes suelen ser creaciones de una aristocracia sacerdotal, o guerrera o ambas cosas a la vez, la cual comunica al pueblo algo de su ciencia por medio de símbolos y de figuras. Y tanto es así, que el poeta llega a veces a divulgarla de un modo imprudente y pone en conocimiento de los profanos, con transparencia sobrada, ora el oculto saber de los brahmines, ora los misterios de Egipto, de Samotracia y de Eleusis, concitando en contra suya la cólera de la divinidad y la venganza de los hombres. De aquí el desastrado fin de Orfeo, la persecución padecida por algunos profetas de Israel, y hasta, en épocas posteriores, la muerte milagrosa de Esquilo por el águila de Júpiter.

En los pueblos de una civilización más autóctona, menos derivada que la nuestra, procedente de otra, sin que entre ambas haya habido tinieblas, sino desmayo y parcial eclipse, apenas si cabe distinción entre la poesía popular y la cuita o erudita; pero en nuestras naciones de la moderna Europa sucede lo contrario. Si bien la poesía erudita, con el recuerdo de la antigua civilización, ha empezado por iniciar a los pueblos en la aurora de la nueva, los ha iniciado a menudo por medio de la lengua que moría y no de la lengua que nacía, los poetas se han dividido después en las dos diversas clases de eruditos y de populares; pero esto es un mal, no un bien; una pobreza y no una riqueza; esto denota mengua, o en el pueblo, que ha menester que le digan sólo cosas antiguas, rastreras y en estilo humilde, para que las alcance, o en el poeta que, para ser popular, tiene que hacerse anacrónico o domestico y bajo, en el pensamiento y en la forma, retrocediendo a las edades bárbaras y transformando la poesía en una antigualla o en una mala prosa,


 

       en román paladino;

 

 

 

en la fabla que el vulgo le fabla a su vecino.

 

 


 


 

La poesía no debiera ser más que una, siendo siempre popular la buena, y la mala no popular ni merecedora del nombre de poesía.

En la moderna Europa los bárbaros hacen que decaiga la civilización latina y el cristianismo, echa por tierra las religiones paganas, y los fragmentos derruidos de la civilización antigua y de las antiguas religiones pasan transformados a la poesía popular, que es, por este lado, un recuerdo, mientras que las hazañas, las glorias y las virtudes de la naciente caballería y el espíritu suave de la religión nueva pasan también a la poesía popular, que por este otro lado es una esperanza. Y de esta esperanza y de este recuerdo nace lo maravilloso de la Edad Media: aquella rica y pasmosa mitología; aquellos ensueños, unas veces alegres y hermosos; otras, tristes y feos; aquella mezcla singular de lo grotesco y de lo sublime, del ascetismo y del libertinaje de la corrupción y de la inocencia, de la candidez y del artificio.

En los siglos XI y XII es cuando principalmente se combinan y funden los restos de las antiguas civilizaciones con el embrión de la moderna. Entonces empieza a brotar la luz del caos. Entonces nos da la Historia un período tan fecundo en informes epopeyas, germen del saber futuro y de la venidera poesía, como en grandes revoluciones, trastornos sociales, renacimiento y muerte política de nacionalidades y de razas. En aquella edad, las paganas semicivilizaciones, si se me permite esta expresión, que aun quedaban en Europa, se pierden en la civilización católica, y al desaparecer nos legan, en memoria de su bárbara grandeza, monumentos como el Edda poético y los Sagas escandinavos, que recopila Soemund Sigfuson en la remota Islandia. Los pueblos, convertidos al cristianismo, transforman en hechiceras a sus sacerdotisas, a sus profetisas, en brujas; a sus dioses, en diablos; a su Walhalla, en infierno. En aquella edad, si bajo el yugo de los normandos se abate la raza anglosajona y pierde su brío la temprana cultura que produjera a un Beda, a un Alcuino y a un Alfredo el Grande, la raza celta se diría que renace en cambio a nueva vida, y, satisfecha de ver humillados a los anglos, sus vencedores y dominadores, hace revivir a Telesino, a Iseo, a Lanzarote, a Merlín y a Ginebra; evoca de la encantada isla de Avalón a su mesías nacional, el rey Arturo; ilumina y dora con la luz de la religión cristiana a todos estos fantasmas gentílicos, y da nacimiento a cielo épico de los caballeros de la Tabla Redonda, y a los amores, aventuras, encantamiento y hazañas de los libros de caballerías.

En aquella edad, los piratas noruegos recorren los mares y llegan hasta la América del Norte; los aventureros de Normandía conquistan la Sicilia, las Calabrias e Inglaterra, y el gran movimiento de las Cruzadas agita a todos los pueblos de Europa y los pone en íntimo contacto. Aunándolos para la santa empresa les revela que forman todos ellos una sola república, y arrojándolos sobre Asia, infunde en su renaciente civilización extraños elementos orientales. Las supersticiones, las fábulas, la ciencia, las tradiciones, las ideas y hasta los ensueños poéticos de tantos pueblos distintos; los silfos y los enanos de la Mitología alemana, las hechiceras célticas, los pigmeos y los cíclopes de homero, los gigantes de Hesiodo, los grifos y los arimaspos de Herodoto los genios y las hadas de Oriente se mezclan y se confunden. Virgilio y la Leyenda áurea inspiran simultáneamente al pueblo. Las tradiciones clásico-gentílicas aparecen o se divulgan a par de las vidas de santos, y las historias de la guerra troyana y de las conquistas de Alejandro el Macedón, al mismo tiempo que las de Carlomagno y sus doce pares. Todo esto pasa de la lengua latina, en que se escribe por los letrados, y para los letrados, a poemas eruditos en idioma vulgar, y, por último, de estos poemas a la memoria y a la poesía del vulgo5.

De cuanto queda dicho se deduce que no hubo ese despertar misterioso, ese carácter de originalidad nativa y ese no aprendido canto, como el de las aves cuando nace el alba, que algunas personas creen hallar en la Edad Media. Así como en un metal en fusión es fácil poner liga de otros metales, formando del todo una sustancia si no homogénea uniforme, así en la Edad Media se formaron las civilizaciones nacientes, por amalgama de mil diversos elementos, y fueron menos nacionales y propias de lo que pueden ser ahora, porque si bien es cierto que entonces era menos frecuente que en el día la comunicación entre los pueblos, también lo es que esta comunicación era más íntima y profunda. El espíritu de las naciones era entonces como blanda cera que cede a la menor presión, recibiendo el sello que se le impone, y hoy es como el acero más duro, que antes se rompe y salta que recibir otra forma de la que tiene.

En balde tratan de disfrazar esta verdad los que, imbuídos en ciertas ideas políticas y filosóficorreligiosas, han concurrido a trazar en la imaginación de las gentes, en odio a la moderna filosofía, a las artes y a la literatura gentílicas del Renacimiento y a otras doctrinas más nuevas, un bello ideal político, artístico, poético y literario en la Edad Media, cuyo primitivo encanto encomian y levantan hasta los cielos. No comprenden los que así discurren que la civilización no nació en la Edad Media; lo que hizo fue divulgarse, injertarse en los nuevos idiomas y recordar lo olvidado. El pueblo no se movió a pensar ni a cantar, tanto por un impulso propio e instintivo cuanto por el recuerdo y la noticia de la ciencia y de la civilización pasadas, recuerdo y noticia que fueron los doctos despertando en él o transmitiéndole pausadamente. Por esto, Roscelin, San Anselmo, San Bernardo, Pedro Abelardo y otros muchos doctores profundos, angélicos, iluminados y sutiles, conocedores de los santos padres y de los poetas y filósofos de la antigüedad clásica, y expresándose en un idioma sabio, se adelantaron, especialmente en las naciones neolatinas, al siglo XIII y a todo poema escrito, si no por el pueblo, para el pueblo, en lengua vulgar y digna del nombre de poema. La prosa y la poesía cultas, y hasta la poesía por todo extremo artificiosa, se formaron también por reflexión y con estudio, antes de que el pueblo desanudara la lengua y rompiese en cantos que no fueran informes y bárbaros del todo. Y lo que en general digo de las naciones de Europa, puede también decirse de España. Entre nosotros no hubo poesía popular, digna del nombre de poesía, hasta fines del siglo XV o principios del XVI; a la poesía popular precedió entre nosotros la erudita, y a la perfección de la poesía, considerada en general, la perfección de la prosa. Las Partidas, El conde Lucanor, Las Crónicas y La Celestina, valen diez veces más que todos los poemas y canciones anteriores al siglo XVI. Los romances o no existen o valen poco antes de esta época. En buen hora pretendan los señores Wolf, Durán y Pidal ver en el poema del Cid un centón de romances primitivos; el poema del Cid parecerá siempre a los más de sus lectores un trabajo artificial y erudito, donde se nota el esfuerzo para expresarse en una lengua ruda y apenas formada, y donde se imita la versificación francesa de las canciones de gesta. Quizá la misma descomposición que hacen aquellos sabios críticos para hallar romances en las series monorrimas la hicieron para escribir romances los que en un principio los escribieron, ya que no tomasen aquel metro y hasta el artificio del asonante, de los himnos latinobárbaros, escritos los más en la medida del Pervigilium Veneris, de donde tal vez procede nuestro verso octosílabo. Ello es que del origen de los romances se puede afirmar muy poco con certidumbre. Dicen que los había en el Cancionero del infante don Juan Manuel, que se ha perdido, y Gayangos y Vedia citan, en la traducción de Ticknor, el más antiguo que, se conoce, pero es culto y no popular, tomado del Cancionero de Lope de Estúñiga, obra del siglo XV6.

Todo esto prueba, a mi ver, que la poesía popular cuando ha tenido en España su verdadera eflorescencia ha sido en los siglos XVI y XVII, y que la revolución literaria de Boscán y Garcilaso y el influjo de la literatura italiana en la española no han ahogado la originalidad de ésta. La originalidad vino cuando el pueblo tuvo plena conciencia de sí, y se manifestó en el Romancero y en el teatro. Nuestra literatura de la Edad Media se puede demostrar que es menos original y hasta menos católica que la posterior al Renacimiento. Sólo se fundan en sueños vanos los que se lamentan de una fantástica originalidad perdida. Tan artificial fue Castillejos como Boscán, y menos castizos y más imitadores de la poesía extranjera fueron los autores de los Cancioneros que Garcilaso, Herrera y Rioja.

Las preocupaciones de historia literaria, que acabo de combatir, tienen grande influencia en el día, señalando una senda errada a la literatura de la edad presente y extraviando asimismo la crítica literaria.

La idea de que la poesía popular es superior a toda poesía y de que a la espontaneidad se lo debe, ha hecho que muchos poetas vean en la erudición y en el estudio los mayores contrarios de la inspiración, y que hasta procuren ser ignorantes y se jacten de serlo, con tal de parecer espontáneos y originales, tomando a veces por inaudito e imaginado por ellos lo que de los libros que no han querido leer ha pasado a la mente de todos, y de allí, por decir lo así, ha venido como a diluirse en el ambiente que se respira.

Otro de los errores ha sido el negar la importancia de la forma, teniendo por indigno del poeta inspirado este cuidadoso esmero, que tachan de académico y hasta de mecánico, «porque los que así piensan -como dice fray Luis de León- piensan que hablar en romance es hablar como habla el vulgo, y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellos, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide, y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretenda decir, sino también con armonía y dulzura».

Otro de los errores que se originan de la mala inteligencia de la poesía popular y de la afición desmedida a ella es el de no admitir y repugnar como pedantescos muchos vocablos elevados y peregrinos que son propios del dialecto poético lo cual es absurdo, porque en todos los tiempos y países ha habido un lenguaje para la poesía diferente del de la prosa. Si así no fuera, no sería ridículo decir en verso el aceituno de la paz en vez de la oliva de la paz, o un señor de muchas campanillas en vez de un prócer. Si así no fuera, no sería ridículo decir en prosa familiar mi esposa o mi consorte en lugar de mi mujer; mi consorte o mi esposo en lugar de mi marido; me voy al lecho o al tálamo en vez de me voy a la cama; ríceme usted la cabellera en lugar de ríceme usted el pelo7.

Otro error es también el de querer ser muy español y muy castizo en el pensamiento. El pensamiento nunca es propio de ninguna casta; el pensamiento pertenece a la Humanidad entera. En lo que sí se puede y se debe ser castizo es en cierta manera de sentir y en la forma. Toda civilización es el producto de muchas civilizaciones, informado de cierta manera. En el acervo común de toda civilización entran caudales de ideas propias y peregrinas, cuyo origen diverso es a menudo difícil de deslindar para poner en claro lo que es extranjero y lo que es propio y castizo. Acaso el que crea que piensa muy españolamente esté pensando, sin saberlo, a la francesa, a la inglesa o a la turca.

Es otro de los errores una timorata y singular ortodoxia que desecha de los poemas la mitología gentílica, como si, porque no tengamos por dioses a los habitadores del Olimpo, hubieran muerto y se hubiera borrado de la imaginación humana aquellas divinas creaciones, aquellas figuras bellísimas, aquellas inteligencias secretas que animaban y movían el Universo y que derramaban su vida y su encanto en el azul del cielo, en las sombras de la noche en los mares, en las selvas, en las fuentes y en los ríos, mientras que la Naturaleza hablaba con los hombres sin levantarse el velo y les inspiraba ensueños celestiales. ¿No hay brujas, silfos, hadas, peris, gnomos, enanos y gigantes en las modernas leyendas y en los modernos versos? Pues ¿por qué, cuando venga a propósito, no han de intervenir también en ellos Venus, Apolo y las Musas? ¿Por dicha son las brujas más verosímiles que Júpiter? ¿Son más ortodoxas o tienen más analogía con el cristianismo las Hadas y las Sílfides que las Gracias? Ni se comprende que en ningún adelanto se proceda por exclusión. Una civilización nueva no borra ni destruye, sino absorbe y comprende los elementos y las ideas de las antiguas. Como ideas, y como ideas bellísimas, están, pues, aún los dioses del Olimpo en nuestra civilización, y viven, en nuestro mundo ideal, la vida de los inmortales. Ni Dante, ni Aristo, ni Camoens, ni Calderón los arrojan de él, y no me parece que debemos arreglarlos nosotros8.

Es otro error más trascendental aún, nacido del prurito de ser populares, el de rebajarse a la comprensión del vulgo más vulgo, y hasta muy por bajo, pues suelen los poetas hacer ofensa al vulgo suponiéndole más ignorante y simple de lo que es, quizá para excusa de serlo ellos. Pero aunque el vulgo lo fuese, no deberían los poetas humillarse para agradarle. Escriban buena poesía, y si no son populares, la culpa no será suya, sino del vulgo. Y si la escriben mala, aunque alcancen un favor efímero, no serán poetas populares, sino vulgo y copleros. Los grandes poetas populares que ha habido en el mundo no se han rebajado hasta el vulgo, sino que han elevado al pueblo hasta sí.

También proviene del modo vulgar de entender la poesía y del empeño de merecer una grande popularidad, la teórica y la práctica de hacer útil la poesía, de ponerla al servicio de algo, de no comprender que como cosa perfecta tiene ella en sí misma su fin, y de transformarla de noble en plebeya, de señora en criada. Vamos, dicen algunos poetas, a ser útiles; vamos a enseñar moral, religión, política, filosofía y hasta economía a nuestros conciudadanos; pero como un hombre puede ser razonable poeta sin saber nada de esto o sin saber más que lo que sabe el vulgo a quien se propone adoctrinar, acontece a menudo que personas con bellísimas disposiciones para la poesía lastimosamente se pierden, viniendo a ser perversos autores de triviales y desmayadas homilías o a caer en un gongorismo vulgar y de todo punto insufrible. Mientras que si buscasen la hermosura, que es el fin del arte, la hallarían tal vez, y al llegar a realizarla, se encontrarían con la bondad y con la verdad que en ella hay, y se acercarían al punto en que la ciencia y la virtud coinciden con la poesía y son con ella una misma cosa. Por manera que, en cierto sentido, serían, a par que poetas, virtuosos sin saberlo, y sin quererlo, sabios.

El último error de que voy a hablar, por ser el que los corona todos y en el que todos se cifran, es el que me parece justo llamar error de anacronismo, el de aquellos que pretenden que nuestro siglo es prosaico y buscan la poesía en los mal entendidos sentimientos de otras edades; el de aquellos que creen que cierta clase de la sociedad tiene el pensamiento de ahora, pero que el vulgo piensa aún como en el siglo XII o como en el siglo XVI, y para entenderse con él tratan de sentir y de pensar según imaginan que entonces se sentía y se pensaba. Nada más falso que este género; nada más lleno de artificio, de afectación y de mentira, y, sin embargo, es el que declaran algunos popular, castizo y espontáneo.

Es falso que nuestro siglo sea un siglo de prosa, más allá de todo lo descubierto y averiguado por la ciencia halla la imaginación una inmensidad desconocida por donde explayarse y volar, y sobre los intereses mundanos están siempre las pasiones nobles, las aspiraciones sublimes, y, como digno objeto y término de ellas, una idea de lo infinito, un conocimiento de Dios, más altos y más acabados que nunca. Así, pues, ni por los pensamientos, ni por los sentimientos, hay razón para suponer que terminó la época de la poesía, que la poesía es propia de los siglos bárbaros y que en las edades científicas y cultas prevalece la prosa. La poesía tiene y tendrá siempre un altar en el corazón de los hombres, y los adelantos de la civilización y su marcha, cualquiera que sea el camino que tome, no llegarán a destruirlo.

Si, por desgracia, predominase el escepticismo entre los hombres, si acabase toda fe y si por medio de la ciencia llegasen a ser clasificadas prosaicamente las cosas todas y a perder en apariencia su misterioso encanto, siempre quedaría dentro de esas mismas cosas una sustancia ignorada, llena de oscuridad y de milagros, de la que sólo percibiríamos algunos accidentes por medio de los sentidos, y de cuyo ser sabríamos sólo lo que de aquellas percepciones pudiera deducir e idear el entendimiento, con arreglo a sus leyes: siempre quedaría, detrás de esas cosas, cuyo modo y cuya forma comprenderíamos, una esencia oculta, que habría de ser como el encubierto significado de un incomunicable jeroglífico, y siempre quedaría alrededor y en el fondo de esas mismas cosas, que serían limitadas y finitas por mucho que se sumasen o se multiplicasen, un infinito inexplorado y desconocido que habría de compenetrarlas y de circunscribirlas, y por el cual la imaginación tendería su vuelo, poblándose de hermosos fantasmas. En cuanto a los sentimientos, aun después de muertos todos los dioses guardaría el alma humanados que no pueden perecer en ella: el de la libertad y el del amor9. Por fortuna, no sólo pensando católicamente y confiando en las promesas del mismo Dios, sino también pensando como filósofos, debemos tener por imposible que llegue esa edad descreída; porque la religión es esencial a la naturaleza humana y no se puede borrar de ella. Por este lado, pues, no perecerá la poesía. Por el lado contrario, esto es, por un extremo de ciencia y de virtud que nos acercase inmediatamente a la belleza increada, sin necesidad de imágenes y de figuras, ojalá que la poesía llegase a su fin. ¿A qué manos podría morir mejor que a las del legítimo misticismo, que traería a la Tierra cierto perfume y sabor de la bienaventuranza celeste y haría de cada ser humano un verdadero gnóstico, según los padres griegos lo han concebido? Pero mientras no llegue esa edad dichosa, y acaso no llegue nunca hasta la consumación de los tiempos, la poesía será un medio de acercarse a lo eterno y a lo absoluto, por una de sus manifestaciones y por uno de sus resplandores: la hermosura. Y el pueblo amará siempre la poesía, y la poesía será siempre popular, sin necesidad de rebajarse ni de retroceder a los tiempos pasados, antes elevándose y encaminándose a lo por venir, con fatídica inspiración y no desmentido vaticinio.

Y resumiendo ahora, diré que el poeta, y en general al todo escritor, ha de ser castizo en la forma y ha de tener en sus sentimientos y en el modo de expresarlos cierto sello nacional y hasta individual que le distinga; pero ha de elevarse cuanto pueda, sin temor de dejar de ser popular por no ser comprendido, y no ha de aislarse por ser sólo de su nación y de su raza y por representar sólo su espíritu, sino que ha de comunicar con el espíritu de la Humanidad toda, y no ha de quedarse atrás, embelesado y enamorado de las cosas que fueron, sino que ha de seguir, con rapto impetuoso, al espíritu, en busca de un futuro ignorado, no echando de menos lo que ya pasó, ni creyéndolo superior a lo presente, porque el sol nos alumbra hoy con luz tan brillante, y porque todas las obras incomprensibles y sublimes del Hacedor Supremo están hoy tan perfectas y tan hermosas como en el primer día10.

Así, pues, conviene, como he dicho al empezar este discurso, contra los importadores de nuevas filosofías, guardar el carácter, el sentimiento y el lenguaje de la nación; pero el espíritu no debe aislarse, sino entrar en comunión con los demás espíritus y ser uno solo con ellos. «Porque -como dice el ya citado fray Luis de León- se ha de entender que la perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras, y en que siendo una, sean todas, cuanto le fuere posible. Porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere tanto se allegará más a él, haciéndose semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas y el fin y como el blanco a donde envían sus deseos todas las criaturas. Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda aquesta máquina del Universo y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias, y quedando no mezcladas, se mezclen, y permaneciendo muchas, no lo sean, y para que extendiéndose y desplegándose delante de los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo.»

He combatido en este discurso los dos errores más contrarios al deseo del profundo y elocuente escritor y del divino poeta cuyas bellísimas palabras acabo de citar ahora: errores que se oponen ambos a que haya unidad y variedad a la vez, porque la variedad está en la forma o en el lenguaje, cuya limpieza y hermosura debe preservar de toda mancha esta Real Academia, y no las preservaría si modificásemos el lenguaje, según pretenden algunos; y porque la unidad está en el pensamiento, y desaparecería también si nos aislásemos y apartásemos del trato intelectual con las otras naciones. La lengua, cuya custodia os está confiada, es como una copa esplendente y rica, donde caben, sin agrandarla ni modificarla, todos los raudales del saber y de la fantasía, por briosos y crecidos que vengan, y donde toman, al entrar, su forma y sus colores; pero esta copa no debe separarse tampoco, por miedo de que se rompa o quebrante, de esos vivos, inexhaustos, benéficos y salubres raudales, que brotan con abundancia perenne del espíritu del mundo. El licor contenido en ella no sería entonces como el vino generoso, que es tanto mejor cuanto más rancio, sino como las aguas estancadas, que se alteran y al fin se vician.

He dicho, señores, lo que pienso y siento sobre uno de los asuntos de mayor importancia para esta Real Academia, y os doy las gracias por la atención indulgente con que me habéis oído. Sin lisonjearme de haber dicho nada nuevo, me lisonjeo de estar de acuerdo con vosotros en lo esencial de cuanto he dicho; por donde presumo que aprobaréis mi sentir, aunque echéis de menos la claridad, el orden y la elegancia que al expresarlo me han faltado.



 

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Sobre «El Quijote» y sobre las diferentes maneras de comentarlo y juzgarlo

Discurso leído por el autor ante la Real Academia Española en junta pública el 25 de septiembre de 1864

 

SEÑORES:

Designado yo, algunos meses ha, para leer en este año la disertación de costumbre en la junta pública con que esta Real Academia solemniza el aniversario de su fundación, elegí desde luego un asunto importante siempre, pero que en el día, más que nunca, llama a sí la atención de todos los españoles amantes de las letras. Por desgracia, no pequeños cuidados, disgustos y enfermedades han impedido que yo le consagre el diligente esmero que fuera menester para salir en él airoso, porque son muchas las dificultades que ofrece, y no es la menor la de evitar quien le elija la nota de presumido y temerario.

Elegí, señores, el Quijote para materia o argumento de mi discurso. Y como nadie podrá imaginar, por mala o menguada opinión que tenga de mis alcances literarios, que yo había de contentarme con ir a segar o espigar en mies ajena, y como desde el segundo tercio del siglo XVIII han sido tantos los que sobre Cervantes y sus obras han escrito, acaso dé yo a sospechar que, ya que no los copie, escriba para tildarlos de que se equivocaron, para hacer la censura de sus opiniones y para poner la mía por cima de la de todos. Entendido así mi propósito, habría algún derecho para creerlo nacido de altivez y petulancia, y me predispondría mal con quienes me escuchan y con otras personas discretas cuya benevolencia anhelo captarme.

Me veo, pues, en la precisión de pedir disculpa por haber elegido tan difícil asunto, llevado y enamorado de su atractivo poderoso y de explicar además en qué forma voy a hablar de él. Porque siendo, como lo es, discutible bien puedo decir, con los miramientos debidos, lo que se me alcanza, sin ofender ni velar en lo más mínimo a los que lo contrario pensaron y dijeron. Acaso sean de ellos y no mías la discreción y la crítica atinada. Mas, aunque así sea, todavía no se me ha de negar que podrá ser útil lo que yo dijere, porque presentaré las cosas bajo otro aspecto y las veré a otra luz, sirviendo todo para cuando una inteligencia más alta y más clara venga a dirimir la contienda y a determinar la significación y la importancia del libro extraordinario que coloca a Miguel de Cervantes Saavedra entre los ingenios de primer orden.

Ha habido y hay aún, en tierras extranjeras y dentro de España misma, críticos adustos y poco sensibles a la belleza poética, que no estiman a Cervantes en lo que vale y que más o menos encubiertamente le censuran y rebajan. Poca fuerza tienen sus ataques, y mil veces han sido ya rechazados. Tarea inútil sería reproducirlos aquí del todo y rechazarlos de nuevo. Importa, no obstante, hablar de algunos, aunque sea en resumen, porque sirve para aclarar la idea que sobre Cervantes y su obra inmortal debe tenerse, y porque han nacido, por espíritu de contradicción, de las desatinadas alabanzas que a Cervantes se han prodigado.

Se ha de tener en cuenta que en el último siglo se cifraba todo el valor de una obra literaria en el atildamiento, en la corrección escrupulosa, en la regularidad y simetría de las partes y en el primor de la estructura, subordinando la poesía a un fin extraño, a un propósito subalterno, a una lección moral, a la demostración de una tesis. Todo poema, cualesquiera que fuesen sus dimensiones, sus formas y su género, tenía a quedar reducido a un apólogo o a una parábola. Considerado el Quijote de esta suerte, y de esta suerte elogiado, provocaba a la censura y se prestaba a ella. Pueriles y mezquinas eran, en verdad, las razones del detractor, pero no solían ser mucho más valederas y firmes las de quien encomiaba.

Por dicha, con la exagerada admiración y séquito del seudoclasicismo francés, no se cegaron nuestros literatos hasta negar todo valer a los autores españoles del siglo XVII; y si bien con Calderón, Lope, Moreto y casi todos los demás dramáticos fueron consecuentes, censurándolos y disimulando mal que los estimaban en poco, con Cervantes no lo fueron, por donde, sin advertir méritos que realmente tiene, le atribuyeron otros que nunca tuvo ni quiso ni soñó tener en la vida. El último extremo del delirio a que se llegó sobre este punto en el siglo pasado fue el de don Blas Nasarre, quien, para admirarse a su salvo de las comedias de Cervantes escritas contra todas las reglas, sin las cuales, según él y los de su escuela, no se puede escribir una comedia sufrible, supuso que Cervantes había escrito mal las suyas adrede para burlarse de las otras. Del mismo modo refieren de Hermosilla sus detractores que compuso varios romances bajos y vulgares a fin de probar que no cabe el estilo sublime en dicha forma de poesía.

Por este orden, aunque no sea tan patente lo absurdo, son no pocas de las razones en que se fundaban muchos críticos del siglo pasado, y aun de principios del presente, para encomiar a Cervantes conforme a los estrechos preceptos de la escuela que seguían.

Ensalzado Cervantes hasta las nubes en todas las naciones de Europa, y singularmente en Inglaterra y Francia, ya miradas entonces, y no sin motivo, como al frente de la civilización del mundo, se avivó el fervor de nuestros literatos, y no pudieron menos de reconocer en el autor del Quijote a uno de los pocos seres privilegiados que, valiéndonos de un neologismo expresivo y elegante, designamos hoy con el nombre de genios. La injusta crueldad con que las referidas naciones denigraban todo lo demás de España daba mayor precio y fuerza al panegírico de Cervantes, haciendo de él la excepción rarísima: el Píndaro de esta Beocia. Como se negaba que hubiésemos tenido filósofos, sabios y grandes humanistas, y al propio tiempo se afirmaba que Cervantes era un genio, muchos críticos españoles, que con harta humildad creían la primera afirmación, quisieron subsanarnos del daño deduciendo de la segunda que en Cervantes estaban compendiadas todas las ciencias, todas las humanidades y toda la filosofía. Por otra parte, la magia del Quijote concurría y conspiraba a que pasase su autor por un varón extraordinario, y yo creo que no hubo clasicista español de aquella época, y sea esto dicho para honra de todos, que, por mucho que se admirase de su Boileau, de su Corneille y de su Racine, no pusiese al manco de Lepanto por cima de estos tres escritores, sin hallarle igual, a no ser en Homero. Tasado tan alto Cervantes, por fuerza tuvieron los críticos que dar razón de la tasa, fundándola en algo que se midiese por las reglas de su escuela que cuadrase y se ajustase con toda exactitud al ideal de perfección que ellos del escritor habían formado. Hicieron, pues, de Cervantes un terrible erudito, un reverendo moralizador, un purista escrupuloso, un atildado hablista, un siervo de las reglas y un ídolo, adecuado a la religión que ellos profesaban y a quien pudiesen rendir culto y hasta adoración sin abjurar de sus creencias ni pasar por apóstatas.

Contra este Cervantes desfigurado y disfrazado; contra este Cervantes, cuyo valer se ponía en aquello de que tal vez carece, se levantaron algunos críticos más consecuentes o más sinceros de la misma escuela. Contra algunos encomiadores harto hiperbólicos que llaman a Cervantes, como Mor de Fuentes, el ilustrador del género humano, por fuerza había de levantarse la reacción. Se comprende que Orfeo, Lino, Eumolpo, Homero, Hesiodo, Valmiki u otro gran poeta de la infancia de las sociedades y de la primera edad del mundo pueda ser llamado así. Toda la filosofía, toda la moral, toda la ciencia de entonces cabían en verso. El poeta era el hierofante de la Humanidad. Pero en el siglo XVII, en el siglo de Newton, de Copérnico, de Descartes y de Leibniz, después que los eruditos habían resucitado toda la ciencia antigua, acrecentándola y mejorándola los sabios; cuando en España habíamos tenido profundos teólogos, publicistas, filósofos y jurisconsultos y había llegado el pueblo a un grado eminente de civilización propia y de castiza cultura, llamar a Cervantes el ilustrador del género humano porque escribió un admirable libro de entretenimiento, es una hipérbole que raya en lo monstruoso. Esta hipérbole y la manía subsiguiente de ver en Cervantes un sutilísimo psicólogo un refinado político y hasta un médico consumado, excusa la prolijidad severa con que le censuran algunos, y Clemencín entre ellos. Odioso e impertinente me parecería el comentario de Clemencín a no ser por las consideraciones apuntadas.

Por cierto que el prolijo comentador, con su buen juicio, con su amor a la gloria de la patria y con su facultad crítica, perspicaz y sensible a la hermosura, no pudo menos de pasmarse y enamorarse de la del Quijote; pero le despedaza, como las Bacantes a Orfeo. Las incorrecciones y distracciones, las faltas de gramática, los barbarismos, las citas equivocadas, fruto de una lectura vaga y somera, todo esto, sacado despiadadamente a la vergüenza por Clemencín, forma la mayor parte del comentario.

Pero, prescindiendo de la manera que tuvieron los clasicistas de estimar el Quijote, y colocándose en un punto más elevado, se rechaza enseguida la crítica del erudito Clemencín por harto minuciosa. Es lo mismo que ponerse a considerar la Venus de Milo con un vidrio de aumento, deplorando las asperezas y sinuosidades del mármol, y prefiriendo el barniz, la lisura y el pulimento de una muñequita de porcelana.

Aun dentro del espíritu analítico y gramatical que presidía e inspiraba el comentario de Clemencín, y sin elevarse a más altas esferas, tienen contestación no pocas de sus censuras al Quijote.

El que Cervantes llamase laberinto de Perseo al laberinto de Teseo, y Bootes a uno de los caballos del sol, y el que citase por de Virgilio un verso de Horacio, o por de Horacio un verso de Virgilio, son errores que no importan de modo alguno en un libro donde no se trata de enseñar mitología ni literatura latina. Cervantes, además, dejaba correr libremente la pluma, escribía obras de imaginación y no disertaciones académicas, y no había su fantasía de abrir el vuelo, ni él había de pararse en lo mejor de su entusiasmo para consultar sus autores, si los tenía, y ver si la cita iba o no equivocada.

Sobre las faltas de gramática de Cervantes anda también Clemencín bastante sobrado en la censura e injusto a veces. Las concordancias, por ejemplo, del verbo en singular y el nominativo en plural, o al contrario, esto es, la falta de concordancia, no es defecto de Cervantes sólo, sino de todos nuestros autores, desde los orígenes de la lengua castellana hasta el día, como lo prueba Irisarri en sus Cuestiones filológicas con textos copiosos. No es ésta falta, por tanto, sino modo de ser, elegancia o libertad de nuestro idioma.

Clemencín exige a menudo a Cervantes una exactitud tal en los términos, una precisión tan rigurosa y una dialéctica tan severa, que nunca o rara vez fueron prendas de los poetas inspirados, sino de los filósofos de estilo frío y erizado de fórmulas y de los rectores y gramáticos más acompasados y secos. Por otra parte, la lengua castellana y su gramática no estaban entonces tan fijas y sujetas a preceptos como en el día. No negaré yo, sin embargo, que la censura de Clemencín es útil para aprender a escribir bien y para llegar a conocer y a evitar los defectos; pero en cuanto tira a rebajar el mérito de Cervantes, tiene escasísimo valor.

Aun dentro de la escuela clásicofrancesa, cuyas prescripciones se siguieron en España, aunque exageradas y torcidas, como en Francia misma se torcieron y se exageraron en el siglo XVIII, la corrección es una de las prendas de que menos cuenta se hace para evaluar los escritores. Los buenos críticos franceses del siglo de Luis XIV, y el príncipe de ellos sobre todo, el famoso Boileau, creían, como el ministro de la gran Zenobia, que las faltas son propias de los grandes ingenios, y los que no las tienen son los ingenios rastreros y vulgares, los cuales no se aventuran, ni se remontan, ni se distraen, y caminan siempre por camino trillado, llanísimo y seguro, atendiendo con suma precaución a menudencias de estilo, de que prescinde o de que se olvida un ingenio grande. Porque Homero -añade el maestro de Porfirio, traducido, comentado y aplaudido por Boileau- incurrió en muchos defectos, y Apolonio de Rodas no tiene ninguno, y Arquíloco carecía de orden y de concierto y Eratóstenes no, y Píndaro era incorrecto y Bacquílides no lo era, Ión de Chío componía tragedias infinitamente más conformes a las reglas y más limadas y primorosas que las de Sófocles. Pero, a pesar del atildamiento y pulcritud de Apolonio, de Ión, de Bacquílides y de Eratóstenes, y de que jamas cayeron ni tropezaron siquiera, y de que siempre escribían con suma elegancia y agrado, los otros autores que cité antes son mil veces mejores, con todos sus tropiezos, faltas, extravagancias y caídas. Y este juicio, que dio el ministro de la gran Zenobia, estaba ya, a pesar de los Zoilos, confirmado por siglos de adoración, y sigue aún firme, a pesar de Voltaire y de Perrault y de otros críticos, consecuentes a la doctrina del bon sens y de la pulcritud meticulosa.

Otra clase de censuras de Clemencín, poco atinadas a menudo, suele fundarse en que entiende el texto muy a la letra y no desentraña la ironía. Así es que, tomándolo seria y rectamente, toma también ocasión de censurar con una inocencia que viene a hacerse chistosa. Por ejemplo, se dice en el Quijote que los milagros de Mahoma son una patraña, y que de haber tomado Sancho una honrada determinación saca el autor de la historia que debió de ser bien nacido y por lo menos cristiano viejo: todo lo cual aflige y apura en extremo a Clemencín, y le da a entender que Cervantes incurre en una impropiedad imperdonable, ya que presupone que la historia de Don Quijote está escrita por un mahometano, el cual ni debía dudar de los milagros de su Profeta ni creer que se necesitase ser cristiano viejo para ser honrado. Esta observación crítica de Clemencín se parece, con perdón sea dicho, a la que hace Sancho Panza al oír al diablo-correo jurar en Dios y en mi conciencia. «Sin duda -dijo Sancho- que este demonio debe ser hombre de bien y buen cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora tengo para mí que aun en el mismo infierno debe de haber buena gente.»

La severidad de Clemencín en la exactitud le lleva también muy lejos. Así, verbigracia, cuando prueba que no fue Madásima, sino Grasinda, la que eligió al maestro Elisabat para confidente y consejero, y tuvo con él ciertos tratos y familiaridades que dieron ocasión al vulgo maldiciente para que dijera lo que dijo, casi ve el lector a Clemencín trabar, por amor a la erudición, una tan graciosa pendencia con Cardenio como la que sostuvo Don Quijote, a fuer de legítimo caballero andante, defensor de la honestidad y buen nombre de las reinas y damas principales.

Otra clase de comentarios que lleva Clemencín al extremo es la de ver a cada paso en el Quijote remedos, imitaciones o parodias de los libros de caballerías. Imitarlos y parodiarlos era, sin duda, el propósito de Cervantes; mas no tan asido y sujeto a ellos, que apenas hay, según Clemencín, no se diga ya aventura, pero ni vulgar incidente, por insignificante que nos parezca, que no caiga adrede en el Quijote a fin de remedar, parodiar o recordar otro caso o varios casos semejantes de uno o más libros de caballerías. En esto luce Clemencín su extraordinaria erudición en todo, y singularmente en dichos libros, y prueba su diligencia suma en compulsarlos; pero si a veces nos convence, más a menudo no nos convence de que haya habido imitación. Así, por ejemplo, Sancho comienza a llorar cuando la aventura de los batanes, temiendo perder a su señor y de miedo de quedarse solo. Para un profano, nada hay más natural que el lloro de Sancho. No hay para qué imaginar imitación; mas Clemencín cita enseguida, para hallarla y demostrarla, todos los escuderos, enanos, dueñas, doncellas y gigantes que comenzaron a llorar en caso parecido. Don Quijote ata su caballo a un árbol. Cualquiera cree que una acción tan común y tan sin malicia no ha menester comento. Clemencín, no obstante, lo pone, y nos descubre que Don Quijote imitó en esta ocasión a este, a aquel y a estotro caballero que ataron también sus caballos a sendos árboles, como si cuando cualquiera se apea no hiciese, por lo general, la misma cosa. Por el contrario, Don Quijote no ata su caballo a árbol alguno sino que lo deja libre pastando. Clemencín enseguida amontona citas de los infinitos caballeros que hicieron lo propio, como si fuera peculiar y privativo de los libros de caballerías y acción extraordinaria, digna de ser comentada, el dejar sueltos los caballos o las acémilas para que coman la hierba o estén a prado, como dicen y suelen hacer con ellas los arrieros.

En estos casos comunes y ordinarios de la vida no sé con qué fin se ha de buscar imitación ni siquiera coincidencia. Imito o coincido con todo el género humano cuando me acuesto para dormir, cuando como o cuando duermo, si bien en realidad a nadie imito ni con nadie coincido, sino que sigo mi natural condición, lo mismo que las demás criaturas.

No es esto afirmar que Cervantes no imite o no parodie en muchas ocasiones. Ya he dicho que no era otro su propósito. El Quijote, en el sentido más noble y más alto, es, sin duda, una parodia de los libros de caballerías; pero esta parodia no lo es sólo en el sentido más alto y más noble, sino que va hecha con amplia libertad y no ciñéndose ya a este lance, ya al otro de los libros parodiados, sino al espíritu superior que los anima todos. Si algún libro especial sigue Cervantes, más que otros, es el de Amadís de Gaula, por ser el mejor, único en su arte y como arquetipo de todos ellos.

Sigue también e imita a Ariosto en el Orlando, cuya inspiración, o, mejor dicho, cuya propensión es semejante a la suya, aunque en otro grado y por diverso estilo.

Por lo demás, Cervantes es tan sincero en todo, que cuando imita o remeda casi siempre lo declara, como en la discordia que hubo en la venta, la cual, según el mismo Don Quijote, era un perfecto trasunto de la del campo de Agramante, y como en la penitencia que hizo Don Quijote en Sierra Morena, imitada de la de Beltenebros en la Peña Pobre. Y al contrario, Cervantes se excusa a menudo chistosamente, y en realidad se alaba, de inventar lances, encantamientos y aventuras jamás imaginados o soñados en libro alguno de caballerías, suponiendo que, como Don Quijote era caballero novísimo, que resucitaba la antigua institución, no sólo hacía retoñar lo atañadero y perteneciente a ella, sino que inventaba nuevos modos de encantar y usos y costumbres peregrinos.

Me parece que a fin de entender en qué sentido sostengo que el Quijote es una parodia, conviene hacerse cargo de que la parodia no se hace, por lo común, sino de escritos o acciones que en cierto modo infunden al parodiador un amor y un entusiasmo espontáneos, vehementes, impremeditados y como instintivos, a los cuales, o bien la reflexión fría niega su asentimiento, o bien la parte escéptica de nuestro ser se opone. El objeto de la parodia, si el parodiador es un verdadero poeta, y tal era Cervantes, aparece siempre a sus ojos cual un bello ideal que enamora el alma y arrebata el entendimiento, pero que no responde, o por anacrónico o por ilógico, a la realidad del mundo, ora en absoluto, ora sólo en un tiempo dado. El ingenio de los españoles no se inclina a la burla ligera, como el de los franceses, pero se inclina más a esta parodia profunda. La reacción del escepticismo y del frío y prosaico sentido vulgar es más violenta en nosotros, por lo mismo que es en nosotros más violento el amor, y la fe más viva y el entusiasmo más permanente y fervoroso. En ningún pueblo echó tan hondas raíces como en el español el espíritu caballeresco de la Edad Media; en ningún pecho más que en el de Cervantes se infundió y ardió el espíritu con más poderosa llama; nadie tampoco se burló de él más despiadadamente.

Cervantes parodió en su Quijote el espíritu caballeresco, pero confirmándolo antes que negandolo. No fue ésta su intención, pero fue su inspiración inconsciente, la esencia y el ser de su ingenio, de lo cual no se daba cuenta, por ser él poco crítico y por vivir en una edad y en una nación donde la crítica literaria y la reflexión sobre estos puntos, si existía, era superficial o extraviada. Época aquella de impremeditada inspiración, el único intento claro y determinado que Cervantes tuvo fue censurar los libros de caballerías. Melchor Cano, Luis Vives, Alejo de Venegas, fray Luis de León, Malón de Chaide y otros los habían ya censurado seriamente. Cervantes quiso acabar con ellos por medio de la burla, y vino a lograrlo. No llevaba Cervantes otro fin, y no se comprende cómo algunos admiradores suyos lo desconozcan, suponiendo propósitos contrarios en el Quijote. En mil pasajes de esta obra inmortal se declara sin la menor ironía, sino franca y abiertamente, que se trata de desterrar los libros de caballerías y de anatematizar su lectura. No debe, pues, dudarse de esto. Se dirá, sí, que yo pongo una contradicción radical entre el intento premeditado del poeta y su inspiración o instinto semidivino. A esto respondo que la contradicción es sólo aparente. Para hacerlo ver, explicaré por estilo conciso y como en cifra lo que entiendo por literatura caballeresca.

Es condición del alma humana no contentarse con lo presente, y, como la aspiración con dificultad finge una esperanza adecuada a ella, los hombres suelen siempre fingir en lo pasado, y no en lo por venir, lo sumo de la hermosura y de la perfección que conciben. Para levantar sobre cimientos sólidos el alcázar de nuestras ilusiones y la meta o término de nuestro deseo conviene, si ha de ser en lo por venir, apelar a lo sobrenatural, ir más allá de este mundo sensible en alas de la fe religiosa. En este mundo, con sólo la imaginación, y no sostenidos por la fe, jamás hemos llegado a fantasear, soñar o columbrar otra vida mejor en lo venidero, hasta una época muy reciente, de donde ha nacido una filosofía de la historia optimista y alegre: la doctrina del progreso. Pero antes, y aun hoy para muchos hombres, la edad de oro se pone en lo pasado, y si en lo por venir se esperó alguna vez, o se espera aún, es por milagro, y como una purificación, como una vuelta, como el renacimiento de un período histórico ya transcurrido. Las naciones o las razas que tienen una grande y gloriosa vida o por la acción o por el pensamiento, y que vienen a decaer, a perder la fuerza política que las unía, y a dejar de vivir de vida propia, son casi siempre las que crean un ideal en que luego el resto de la Humanidad se complace. Este ideal aparece, en lo pasado, en el período de mayor esplendor de aquella raza, o se columbra en lo por venir merced a una renovación milagrosa y divina del mismo período. El ideal de la Edad Media y toda su poesía de entonces se pueden representar en estas dos direcciones, si bien no convergen en el punto de partida. La religiosa y mística está fundada en el cristianismo; la mundana y caballeresca toma para manifestarse en su más alto grado de perfección la historia tradicional o legendaria de una de las razas poderosas y decaídas de que he hablado: la raza céltica. El ciclo del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda son la creación primordial y más pura del mundo caballeresco. Todas las excelencias que no existían, y cuyo logro se anhelaba, se pusieron allí. Los cantares de los antiguos bardos bretones fueron transfigurados por el cristianismo y magnificados con todo ensueño y con toda aspiración a mejor vida. Esta poesía popular pasó de la lengua propia a la lengua latina, y, ya en esta lengua universal entre los letrados, recorrió toda la Europa y llegó a divulgarse. Lanzarote del Lago, Merlín, Ginebra, Bibiana, Don Tristán de Leonís y la reina Iseo, con sus amores, encantamientos, profecías y hazañas, fueron cantados en todas partes, y en Alemania, en Italia y en España se atrevieron a competir con los héroes nacionales y tal vez a eclipsarlos.

Al mismo tiempo, no se borraban de la memoria de los hombres los recuerdos vivos y la admiración entusiasta de la gran civilización helénica. La duración, aunque decaída, del imperio de Constantinopla, y el frecuente trato que conservaron los griegos, a pesar del cisma, con la Europa occidental, merced a las cruzadas y al comercio marítimo de venecianos, pisanos y genoveses, contribuyeron a conservar dichos recuerdos. En ellos puso también a Edad Media el ideal de la caballería, y la guerra troyana y las conquistas de Alejandro, se puede decir, a pesar del anacronismo, que formaron otro ciclo, el cual se extendió y divulgó no menos que las hazañas de los caballeros de la Tabla Redonda. Si Merlín fue el príncipe de la magia, Aristóteles fue el rey de la ciencia, y Héctor, Aquiles y Alejandro se convirtieron en maravillosos andantes. El libro del falso Calistenes, y tal vez algún otro poema o crónica griegas sobre las conquistas del macedón, dieron origen en todas las lenguas de Europa y en algunas de Asia a sendos poemas de Algandro, entre los cuales el que escribió en castellano Lorenzo de Segura fue de los últimos en el orden cronológico.

En fin: la grandeza de la antigua Roma, que había dado sus leyes, su civilización y su idioma a las naciones occidentales de nuestro continente, tampoco podía olvidarse. El sacro romano imperio era el espectro, la sombra de aquella muerta grandeza, y el poder del padre Santo una más alta manifestación de la providencial preponderancia de Roma, en lo antiguo por medio de las armas, entonces de un modo espiritual. Para injerir esta grandeza en los cantos épicos populares no se retrocedió con todo hasta Augusto o hasta Constantino. El extraordinario renovador del imperio, santificado por el cristianismo, y su reinado y época, fue y fueron el centro y el momento de otro cielo no menos admirable. Sin duda que a algunos personajes de la antigua Roma, y en particular a Virgilio, los transfiguró también la Edad Media y los pintó a su modo; pero el centro de la epopeya romanoimperial fue Carlomagno. Aquel cielo, más fecundo que los dos anteriores, más significativo, más rico, se llamó carolingio, y, como los dos anteriores, no fue sólo nacional, sino que tomó carta de naturaleza en todos los países de Europa.

Al lado de estos tres ciclos, por decirlo así, cosmopolitas, se levantaron las rudas epopeyas meramente nacionales.

La abundancia de lo fantástico, de lo sobrenatural y de lo misterioso con que los poemas caballerescos solían estar adornados, se componía de una infinidad de elementos diferentes, fundidos en uno por la maravillosa fuerza de cohesión de la fantasía popular en aquellos siglos, cuando la reflexión no cortaba el vuelo de la fantasía y cuando, por lo mismo que las nacionalidades no estaban tan marcadas y distintas como en el día, más fácilmente, se dejaban influir unas por otras. El cristianismo prestaba su espíritu y daba ser a muchas leyendas, como, por ejemplo, a la del Santo Grial; pero todas las religiones de los paganos, así del norte de Europa como de la antigüedad clásica, como de la India y de Persia, transmitidas por los árabes, concurrían con sus maravillosas visiones a realzar aquellas epopeyas espontáneas. Los sentimientos de pundonor, de lealtad y de amor fiel y rendido a una dama eran el eje sobre que giraba aquel mundo fantástico. Mas había algo que propendía a quebrantar este eje, disipando como vana sombra o haciendo que todo aquel mundo fantástico se perdiese en el vacío. Este defecto era la carencia de finalidad; lo mezquino o lo vacío del fin, comparado con lo colosal de los medios; consecuencia legítima del caos de las naciones en aquella edad y de su falta de intención práctica para la vida colectiva del género humano. Toda fuerza trascendental, toda aspiración humanitaria, estaba entonces en la religión, y se proponía un fin ultramundano. Así es que no tenía la literatura profana un norte, un término y, no sólo por la rudeza de las lenguas que entonces se formaban, sino también por la anarquía del pensamiento reflejo de la anarquía social y política no pudo crearse un gran poema caballeresco. El gran poema de la Edad Media tuvo que ser religioso, y lo realizó Dante. No pudo haber un gran poema profano de interés nacional, porque las nacionalidades, o no se habían formado aún, o no se habían comprendido ni tenían conciencia de sí.

Hubo, sin embargo, un pueblo donde se manifiesta antes, y con toda su fuerza, la conciencia de la vida real colectiva; donde el continuo batallar contra infieles, disputándoles el terreno palmo a palmo, identifica el amor de la religión con el de la patria, la unidad de creencias con la unidad nacional; donde el sol brillante del Mediodía, junto con el afán de guardar la pureza de la fe, disipa todas las visiones heterodoxas de la fantasía popular de la Edad Media, hadas, encantadores y vestiglos, y donde la dureza de la vida, y la actividad guerrera no dan vagar ni reposo para fingir pensamientos quintaesenciados y metafísicas amatorias. Este pueblo es el español, y en las primeras, indígenas y originales manifestaciones de su espíritu poético, hay una sobriedad tan rara de lo sobrenatural y fantástico, tal solidez, tanta precisión y firmeza en las figuras y en los caracteres, tan poca exageración y ninguna extravagancia en los amores, y una rectitud tan sana en las demás pasiones y afectos, que forman del todo una poesía naciente, caballeresca también, pero que se opone a la fantástica, libertina y afectada poesía caballeresca de otros países. Sus héroes, sin dejar de ser extraordinarios e ideales, tienen por raíz exacta la verdad. Hay en ellos algo de macizo, de verdaderamente humano, de real, que no hay en los héroes de las leyendas del resto de Europa. Salvo la ventaja que daba a nuestros poemas primitivos el estar iluminados por la idea cristiana, y salvo la desventaja de estar escritos en una lengua rudísima, sus héroes se parecen a los de Homero por lo reales, por lo determinados y por lo individualizados que están. No se ven envueltos en aquel nimbo misterioso, en aquella vaguedad de los héroes de la Tabla Redonda: todos van a un fin, todos llevan un propósito fijo; no es vano el término de sus proezas, sino que es el triunfo de la civilización católica y de la patria.

Atendidas las observaciones que acabo de hacer, se comprende el entusiasmo de Southey por el poema del Cid al cual nada halla comparable en todas las literaturas del mundo más que la Ilíada. Hegel, que es más alta autoridad que Southey, conviene esencialmente en lo propio, si bien son los romances, y no el poema, los que compara a la Ilíada, y los que pone por cima del poema nacional de Alemania, los Nibelungos, y de todos los demás poemas de la Edad Media. Las razones que da Hegel son en sustancia las que ya se han dado: la mayor verdad del poema del Cid. El héroe y cuantos le rodean tienen más ser real, más verdad humana; se proponen un fin útil; obran con juicio y concierto; son como Héctor y Aquiles, no como Merlín o Lanzarote. El Cid legendario no es una figura arrancada de la historia y trastrocada por la fantasía: es una figura histórica que la fantasía popular ha ensalzado, sin borrar su individualidad y sin destruir sus proporciones y forma efectiva.

Poco importa que el metro y la estructura del poema del Cid estén imitados en las canciones de gestas. El espíritu es puro, original y castizo en toda la extensión de la palabra. Pero esta poesía pura, original y castiza hubo de ceder pronto el campo a la imitación de la literatura extranjera. Los trovadores provenzales infundieron en la poesía lírica de España sus discreteos, su metafísica de amor, su escolasticismo cortesano y su sensiblería ergotista. Y las historias del rey Arturo y de Carlomagno, y las hadas, y los gigantes, y toda aquella profusión de prodigios supersticiosos, y las doncellas belicosas, trashumantes y andariegas, y los magos y adivinos con sus profecías y encantamientos, todo vino a infiltrarse en nuestros cantos épicos populares.

En el género lírico fue harto perjudicial esta influencia, porque hizo nacer la poesía pedantesca, afectada y fría de los cancioneros. En el género épico no fue tan grave el daño en un principio. Aquellas leyendas peregrinas tenían gran mérito y significación. Eran la historia mítica, el origen ideal de lo más hermoso y perfecto que en la Edad Media pudo soñarse. Pero el ingenio de los españoles no se contentó con reproducir bajo otra forma la belleza de aquellas fábulas, y, ya con atraso, respecto al movimiento general del mundo, se propuso superarlas. De aquí nacieron los libros de caballerías, género de literatura falso y anacrónico hasta lo sumo. Lanzarote, Don Tristán de Leonís y los Doce Pares, aunque no hubiesen tenido fundamento histórico, lo tenían tradicional; habían vívido durante siglos en la creencia del pueblo, si no habían sido creados por él. Pero en España, sin apoyarnos ni en la tradición ni en la historia, sino lanzándonos atrevidamente en la región de los sueños, extrajimos de nuestra propia fantasía una multitud de héroes disparatados y quiméricos, entre los cuales descuellan los Amadises y los Palmerines y forman dos familias dilatadísimas. El estilo afectado y conceptuoso de estos libros está conforme con lo absurdo de cuanto en ellos se refiere. Era una literatura falsa, sin razón de ser y fuera de sazón.

Ya las naciones de Europa habían llegado a su virilidad; ya era conocida su alta misión de civilizar el mundo. Para este fin, la Providencia, valiéndose de portugueses y españoles, había abierto los nuevos caminos del Extremo Oriente, y había dado paso, por las nunca surcadas olas del Atlántico, a nuevos mundos ingentes e inexplorados. Las verdaderas hazañas, las increíbles aventuras, las atrevidas empresas y las inauditas peregrinaciones de los modernos aventureros debían eclipsar todas las altas caballerías de los siglos pasados, cuya falta de finalidad no podían menos de hacerlas objeto de burla. Era menester que cesase todo aquel vano estruendo, aquella agitación inútil, aquel malgastado brío y aquella desperdiciada heroicidad.


 

Cesse tudo o que a Musa antiga canta,

 

 

 

Que outro valor mais alto se alevanta.

 

 


 


 

Casi un siglo antes de que en España se escribiera el Quijote, en Italia, país entonces a la cabeza de la civilización, floreció un poeta cuyo claro entendimiento y cuyos estudios y perspicacia crítica le dieron a conocer una verdad hoy evidente, a saber: que, como dice Juan Bautista Pigna, contemporáneo de dicho poeta y autor de una vida suya, più vero epico esser non si possa; esto es, que, en la edad reflexiva del mundo y en el seno de una civilización tan complicada, no es posible escribir con seriedad una verdadera y buena epopeya heroica. Las ciencias, las artes, la filosofía, las miras e intereses de los hombres y sus diversos afanes no se cifran ya y se resumen en un libro en verso, como en las edades primitivas. No es dable un poema que tenga la significación del Ramayana, del Mahabharata, de la Ilíada o siquiera de la Eneida. El mundo y el poeta, con una superior comprensión de las cosas divinas y humanas, encontraban ya pueriles y sin propósito las leyendas, los cantos y los romances en que la Edad Media se había complacido. Sin embargo, era lástima que aquellas fábulas quedasen sin una formal tan hermosa como merecían, y esparcidas en muchas composiciones aisladas y rudas, de carácter más o menos popular. Todas ellas, o la mayor parte, aunque no se prestaban a ser tratadas seriamente, podían formar un artificioso conjunto, un juego maravilloso del ingenio, donde, sin destruir sus bellezas, antes mejorándolas por la forma y por cierta unidad, estuviesen templadas y como suavizadas por una alegre y finísima ironía. Tal fue el intento de meser Ludovico Ariosto. Para realizarlo, no contento con seguir las huellas de Boyardo y estudiar las fábulas caballerescas que circulaban en Italia, dicen que se puso a aprender las lenguas francesa y española, en que muchas de estas ficciones muy hábilmente se habían escrito, y tomando de aquí y de allí, por el arte con que las abejas hacen la cera y la miel, que no sólo son dulces y útiles, sino duraderas, compuso el Orlando, donde está en hermoso compendio tutta la romanzeria, como en el panal el jugo, el almíbar y el aroma de las más generosas flores. No quiso componer una epopeya; no quiso incurrir en este anacronismo. Menos aún quiso escribir un libro de caballerías. Lo que compuso fue el testamento de las leyendas de la Edad Media. Meser Ludovico Ariosto quiso cerrar y cerró dignamente el ciclo carolingio, agrupando en torno mil otras fábulas y tradiciones, en una obra de carácter singular, donde no acierta el lector a decidir si el poeta canta alguna vez a sus héroes o si se ríe de ellos siempre.

Después del Orlando, siguieron, con todo, componiéndose poemas y novelas caballerescos. Por el estilo irónico ha llegado esta afición hasta nuestros días, dándonos de ello una linda muestra Wieland en su Oberón. Con toda formalidad, en Portugal, en Italia y en España se escribieron cada vez más desatinados. Los linajes de Perión y de Primaleón no se extinguían, y nos daban los Polendos, Florendos, Lisuartes y Esferamundis. Dos o tres años antes de aparecer la primera parte del Quijote había aparecido Don Policisne de Beocia.

Pero la literatura caballeresca debía morir de tal suerte se había viciado y corrompido, que no bastaba la indulgente ironía de Ariosto. Fue menester la franca y descubierta sátira de Cervantes para acabar con ella, y abrir, como se abrió con el Quijote, el camino de la buena novela, que es la epopeya de la moderna civilización, el libro popular de nuestros días. Parándose a considerar en este punto el mérito del Quijote, pasma verdaderamente su grandeza. Se le ve colocado entre una literatura que muere y otra que nace, y es de ambas el más acabado y hermoso modelo. Como la última creación del mundo imaginario de la caballería, no tiene más rival que el Orlando; obras maestras ambas, dice Pictet, de un arte perfectísimo, que dan a ese mismo mundo imaginario que destruyen un puesto muy alto en la historia de la poesía humana. Como novela, aún no tiene rival el Quijote, según Federico Schlegel lo prueba con sabios argumentos. Manzoni y Walter Scott distan tanto de Cervantes, cuanto Virgilio, Lucano y todos los épicos heroicos de todas las literaturas del mundo distan del divino Homero.

Por cuanto queda expuesto se corrobora que más que de censurar Cervantes en el Quijote un género de literatura falso y anacrónico, no se sigue que tratase de censurar ni que censuró y puso en ridículo las ideas caballerosas, el honor, la lealtad, la fidelidad y la castidad en los amores, y otras virtudes que constituyen el ideal del caballero, y que siempre son y serán estimadas, reverenciadas y queridas de los nobles espíritus como el suyo. No hay, en mi sentir, acusación más injusta que la de aquellos que tal delito imputan a Cervantes. Don Quijote, burlado, apaleado, objeto de mofa para los duques y los ganapanes, atormentado en lo más sensible y puro de su alma por la desenvuelta Altisidora, y hasta pisoteado por animales inmundos, es una figura más bella y más simpática que todas las demás de su historia. Para el alma noble que la lea, Don Quijote, más que objeto de escarnio, lo es de amor y de compasión respetuosa. Su locura tiene más de sublime que de ridículo. No sólo cuando no le tocan en su monomanía es Don Quijote discreto, elevado en sus sentimientos y moralmente hermoso, sino que lo es aun en los arranques de su mayor locura. ¿Dónde hay palabras más sentidas, más propias de un héroe, más noblemente melancólicas que las que dice al Caballero de la Blanca Luna cuando éste le vence y quiere hacerle confesar que Dulcinea del Toboso no es la más hermosa mujer del mundo? «Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma dijo: Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la Tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad; aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues ni has quitado la honra.» Ni del caballero que estas palabras dice, ni de los sentimientos que estas palabras expresan, pudo en manera alguna burlarse Cervantes. Hay en estas palabras algo de más patético y sublime de cuanto se cita de sublime y de patético en la poesía o en la Historia. El qu'il mourut; de Corneille, y el tout est perdu hors l'honneur11 de Francisco I, parecen frases artificiosas, rebuscadas y frías, frases de parada, al lado de las frases sencillas y naturales de Don Quijote, que nacen de lo íntimo de su corazón y están en perfecta consonancia con la nobleza de su carácter, nunca desmentida desde el principio hasta el fin de la obra.

Yo no entiendo ni acepto muy a la letra la suposición de que Don Quijote simboliza lo ideal y Sancho lo real. Era Cervantes demasiado poeta para hacer de sus héroes figuras simbólicas o pálidas alegorías. No era como Molière, que hace en El avaro la personificación de la avaricia y en El misántropo la personificación de la misantropía. Era como Homero y como Shakespeare, y creaba figuras vivas, individuos humanos, determinados y reales, a pesar de su hermosura. Y es tal su virtud creadora, que Don Quijote y Sancho viven más en nuestra mente y en nuestro afecto que los más famosos personajes de la Historia. Ambos nos parecen moralmente hermosos, y los amamos y nos complacemos en la realidad de su ser como si fuesen honra de nuestra especie.

La sencilla credulidad de Sancho y su natural deseo de mejorar de fortuna constituyen el elemento cómico de su carácter. Pero un entendimiento claro y elevado no es la sola prenda por donde los hombres se hacen amar y respetar de sus semejantes. La bondad, el candor y la dulzura inspiran amor y le reclaman. En este sentido Sancho es amable. Con justicia le llama Don Quijote «Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y Sancho sincero». La rectitud de su juicio, la mansedumbre de su condición y su cándida buena fe engendran aquel tesoro de chistes de que tanto nos admiramos, su inocente malicia, la excelencia de sus fallos cuando era gobernador, y la naturalidad ingenua de sus máximas y acciones.

Si Sancho es tan bueno y tan amable, ¿cuánto más no lo es el hidalgo, su amo? ¿Qué corazón hay que de él no se enamore? ¿Quién no siente un íntimo deleite cuando sale bien de alguna peligrosa aventura? ¿Quién no comparte su satisfacción cuando vence los leones? ¿Quién no lamenta su vencimiento en la playa de Barcelona? ¿Quién, después, no se aflige de su melancolía? ¿Quién, por último, no llora su muerte como la de un ser muy amado?

Altisidora se burla de Don Quijote, y aún tiene la impiedad de añadir a la burla el insulto. Le llama «don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, don vencido y don molido a palos»; pero este mismo insulto y atropello realza más al héroe y califica de frívola y sin entrañas a la burladora; porque ¿cómo no admirarse de la hermosura del alma de Don Quijote, que «campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder y en la buena crianza? Estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y vehemencia».

Lo inspirado del Quijote es lo que está por cima del intento de Cervantes al escribirlo, que es, como repetidas veces él mismo dice, poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías. Si se hubiera limitado a realizar este propósito, no sería su libro el mejor entre todos los de entretenimiento, no se diría con verdad del autor y de sus personajes: «¡Oh, autor celebérrimo! ¡Oh, Don Quijote dichoso! ¡Oh, Dulcinea famosa! ¡Oh, Sancho Panza gracioso! Todos juntos, y cada uno de por sí, viváis siglos infinitos para gusto y general pasatiempo de los vivientes.»

Reducido el Quijote a una mera sátira literaria, sería algo parecido a La derrota de los pedantes, de Moratín, o a Les héros du roman, de Boileau, y como es inmensamente más grande, se ha de suponer que la sátira literaria es sólo ocasión de la obra maravillosa del poeta. Va éste contra los libros de caballerías, pero está animado del espíritu caballeresco. Su alma es el alma de Don Quijote. Don Quijote es él, no porque material y menudamente figuren las aventuras del hidalgo manchego sus propias desventuradas aventuras, sino porque pone en él la generosidad de su alma, y la pone por tal vigor de estilo, que se nos retrata y aparece.

Merced a la diligencia y buena crítica de los entendidos y laboriosos escritores Mayáns y Ciscar, Pellicer, Navarrete, Ríos, Hartzenbusch, Fernández Guerra, Barrera y otros, bien se puede afirmar que conocemos hoy la noble y trabajada vida del príncipe de nuestros ingenios; pero aunque nada se conociese de ella, quien leyese el Quijote comprendería y amaría la excelencia moral de su autor, que allí ha quedado impresa en signos claros, indelebles y hermosos.

Si se atiende a lo maltratado que fue Cervantes por la fortuna ciega, por ásperos enemigos y miserables émulos, y a que escribía el Quijote viejo, pobre y lleno de desengaños, pasma la falta de amargura y de misantropía que se nota en su sátira. Por el contrario, sus personajes, hasta los peores, tienen algo que honra a la naturaleza humana. La ingénita benevolencia de Cervantes y su cristiana caridad resplandecen en este respeto que muestra a toda criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Las mujeres especialmente, según la atinada observación del señor Hartzenbusch, «son casi todas en su libro a cuál más bella y discreta y merecedora de cariño; y a la que pinta, ya moral, ya físicamente fea, siempre le agrega un toque benévolo para que no repugne. Ríense dos mozas cuando Don Quijote las llama doncellas; pero le ayudan luego a quitarse las armas, le sirven la cena, y cuando les pregunta sus nombres no se atreven a mentir, sino que, bajando los ojos, declaran humildes los apodos que llevan de la Tolosana y la Molinera. La soez Maritornes misma, la caricatura del Quijote más lastimosa, cuando ve a Sancho bañado en sudor y con la congoja del manteamiento, le trae vino y se lo paga, y en otra ocasión ofrece oraciones para que consiga volver a la razón al hidalgo demente».

Aún nos deleita más, haciéndonos simpatizar con el autor, con sus personajes y con la alteza de nuestro ser, según él la concibe, el respeto que la inteligencia y la virtud de Don Quijote infunden en el ánimo de los hombres más rústicos y desalmados. Pastores, rameras, galeotes y bandoleros, todos se dejan fascinar por su ascendiente, todos le veneran, todos oyen con gusto y aun con admiración sus palabras, hasta que, rayando el ingenioso hidalgo en el último extremo de su locura, le tienen que moler a palos por una fatalidad de la locura misma en que se funda lo cómico de la historia. Mas la significación altamente consoladora y humana que tienen esta necesidad y este poder con que obliga al amor y al entusiasmo cuanto es bello y grande, aunque aparezca bajo una fea y triste figura y venga unido a la demencia, luce como en nada en el cándido y repetido pasmo del buen Sancho Panza, al oír los discretos, apacibles y muy a menudo elevados razonamientos de su señor.

Son naturales y chistosísimas la credulidad de Sancho y su esperanza de ser gobernador o conde; pero no es esto lo que principalmente le lleva a seguir a su amo. No pintó Cervantes en Sancho a un hombre interesado y egoísta. Si su baja condición y su pobreza le hacen codiciar, aun en esto entra por mucho el amor que tiene a su mujer y a sus hijos, a fin de que la codicia misma esté disculpada y toque por algún lado o se funde en sentimientos bellos. No: Sancho no sigue a Don Quijote sólo por la ínsula. Mil veces duda de la promesa del gobierno; mil veces se da a sospechar que en aquellas expediciones no granjeará más que manteamientos, coces y puñadas, y pasar malos días y peores noches; pero, lejos de desear, cuando está así desengañado, dejar el servicio de Don Quijote, llora y se compunge si su amo le despide; dice que su sino es seguirle, que ha comido su pan, que no es de alcurnia desagradecida, y que, sobre todo, es fiel y leal, y no es posible que pueda apartarle de su amo otro suceso que el de la pala y el azadón. Por último, dan mayor luz de sí la bondad y humildad de Sancho cuando, durante las grandezas del gobierno, echa de menos la compañía de su señor Don Quijote, y, sobre todo, cuando renuncia y abandona el gobierno mismo, repitiendo con tanta resignación y mansedumbre las palabras de Job: «desnudo nací, desnudo me hallo», y mostrándose superior a sus indignos y empedernidos burladores, contra los cuales no exhala la menor queja ni guarda el rencor más mínimo. El abrazo y beso de paz que da entonces en la frente a su compañero y amigo, al conllevador de sus trabajos y miserias, arranca lágrimas, y con las lágrimas, risa, por ser un asno el objeto de aquella efusión de ternura.

Ni se diga que Cervantes pinta muy cobarde a Sancho, sino muy pacífico. Con harta bravura sabe pelear cuando es menester, como lo muestra con el cabrero y en otras ocasiones. Es, sí tímido de lo sobrenatural, por lo infantil de su inteligencia. Por lo común, Cervantes no halla cómica la cobardía, como ningún vicio enteramente despreciable u odioso. Es, además, tan grande su sentimiento de la humana dignidad, que movido por él, rechaza toda protección y amparo de los poderosos a los débiles, y de esto se burla más que de nada, como en la aventura del muchacho Andrés y en otras parecidas. No gusta Cervantes de imaginar caballeros valerosos y contraponerles lacayos y villanos asustadizos. Antes los iguala a todos, ya que no preste más bríos a la gente menuda. Aquellos pelaires y agujeros que mantearon a Sancho dejaron abierta la puerta de la enta, sin temer la cólera de Don Quijote, y lo mismo hicieran, aunque Don Quijote se hubiera trocado en Don Roldán o en uno de los nueve de la Fama. En fin: Juan Palomeque, el Zurdo, al desechar con desden la protección que Don Quijote le ofrece, se diría que responde en nombre de la plebe a todos los magnates y paladines: «Yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece cuando se me hacen.» Y no se funda esto en arrogancia plebeya y en soberbia zafia y villana, sino, como ya he dicho, en el sentimiento de la dignidad del hombre. Cervantes le concilió siempre con aquella profunda gratitud a sus bienhechores, de que ya sacramentado y moribundo dio la muestra más tierna y sublime en su dedicatoria del Persiles.

La propiedad de los caracteres y su variedad y multitud son admirables en el Quijote. El cura, el barbero, el ama, la sobrina, los duques, el oidor, el cautivo, todos, en suma, hasta los que están en tercero y cuarto término, son personajes vivos, perfectamente caracterizados y diferenciados; pero, fuerza es decirlo, son una galería de imágenes, sin gran enlace entre sí. Confieso mi pecado, si lo es. No acierto a descubrir esa unidad de acción que ve don Vicente de los Ríos en el Quijote. Es más, apenas si hallo en el Quijote una verdadera acción en el sentido riguroso. Hay sí, una serie de aventuras, todas admirablemente ideadas y enlazadas por el interés vivísimo que inspiran los dos personajes que las van buscando. Pero el desarrollo, el progreso de una fábula bien urdida, en que no haya acontecimiento que no conspire, que no prepare, que no precipite el desenlace, eso no lo veo. La unidad del Quijote no está en la acción, está en el pensamiento, y el pensamiento es Don Quijote y Sancho unidos por la locura. Quítense lances, redúzcase el Quijote a la mitad o a un tercio, y la acción quedará lo mismo. Añádanse aventuras, imagínense otros cien capítulos más sobre los que ya tiene el Quijote, y tampoco se alterará lo sustancial de la fábula. Esta es una falta del Quijote, que no debo negar por un exagerado patriotismo; pero es una falta inevitable, dado el asunto. En balde procura Cervantes enmendarla en la segunda parte. Sólo en apariencia lo consigue. El bachiller Sansón Carrasco, vencido al principio por Don Quijote, se decide a sacarle la locura de los cascos, y le vence, por último, en las playas de Barcelona, obligándole a volverse a su casa. Lo mismo, con todo, importaba que le hubiese vencido antes o después. Su triunfo no es causa, sino ocasión, a lo más, de que la historia termine. Bien pudo escribirse otra tercera parte en que hiciese el ingenioso hidalgo la vida pastoril y volviese luego a sus caballerías. Si el sanar Don Quijote de su locura es un desenlace; si lo es su muerte, ¿cómo son ambas cosas independientes de la acción, del movimiento de la fábula, y no preparadas por ella? La locura de Don Quijote le aísla, además, y le coloca en un mundo fantástico. Nada de lo que pasa en torno suyo influye en él sino transfigurado por su fantasía. En nada suele él influir sino como mero espectador. Los amores de Dorotea y Luscinda, los de Grisóstomo, la historia del cautivo, las bodas de Camacho, todo es ajeno a Don Quijote. Igual sería ponerlo en el libro que no ponerlo, tratándose sólo de la unidad de acción. Bien hubiera podido Cervantes cambiar los episodios, trocar las aventuras, alterar de mil maneras el orden en que están, barajarlas y revolverlas casi todas: siempre hubiera quedado, en su esencia, el mismo Quijote. Repito, con todo, que esto es culpa del asunto y no del poeta, y que, a pesar de esta culpa, es el Quijote uno de los libros más bellos que se han escrito, y la primera, con una inmensa superioridad, entre todas las novelas del mundo.

Cervantes era un gran observador y conocedor del corazón humano. Sin duda, cuanto había visto en su vida militar, en su cautiverio y en sus largas peregrinaciones, y las personas de toda laya con quienes había tratado le dieron ocasión y tipos para inventar y formar unos personajes tan verdaderos como los del Quijote; pero hay una enorme distancia de creer esto a creer que todo es alusión en dicho libro y a devanarse los sesos para averiguar a quién alude Cervantes en cada aventura y contra quién dispara los dardos de su sátira. Si él hubiera tenido la incesante comezón de injuriar a sujetos determinados, lo hubiera hecho de otra suerte, y no trocando una creación poética de subidísimo precio en un ridículo y perpetuo acertijo.

El arriero enamorado de Maritornes era de Arévalo, porque a Cervantes le había jugado alguna mala pasada un arriero de Arévalo. Cervantes llama a Cide Hamete autor arábigo y manchego, porque quiere zaherir a la gente de la Mancha de poco limpia de sangre. El licenciado Alonso Pérez de Alcobendas es Blanco de Paz en anagrama. Dulcinea es una pobre solterona, preciada de hidalga y natural del Toboso, llamada Ana Zarco de Morales. El propio Don Quijote, en quienes los mismos que hacen estas interpretaciones confiesan que puso Cervantes lo mejor de su alma, es un acierto don Alonso Quijada de Salazar, de quien Cervantes quiso burlarse porque se había opuesto a su boda con doña Catalina Palacios. Sancho Panza, en fin, es fray Luis de Aliaga, como si hubiera la menor conexión ni semejanza de caracteres entre ambos personales.

Las cavilaciones, la erudición prolija y mal empleada, y los argumentos de que se valen para convencer de todo esto, rara vez logran convencerme; y si alguna vez me convencen, no me hacen entender mejor ni estimar más el mérito del Quijote. Yo no estimaría en más ni entendería mejor la hermosura del Pasmo de Sicilia si alguien me probase que el Cristo y la Virgen y otras figuras no eran más que caballeros y damas amigos de Rafael, y los sayones, varios enemigos suyos.

Se ve, por otra parte, en esto de buscar alusiones, el afán de que pase Cervantes por un formidable y ponzoñoso satírico, contra lo que él dice:


 

    Nunca voló la humilde pluma mía

 

 

 

por la región satírica, bajeza

 

 

 

que a infames premios y desgracias guía.

 

 


 


 

Porque si para otro fin se buscasen alusiones, se buscarían en los personajes bellísimos, en que abunda el Quijote, y no en los ridículos o moralmente feos. A nadie, que yo sepa, se le a ocurrido, con todo, buscar la realidad del Caballero del Verde Gabán, señor tan excelente, que Sancho no puede menos de besarle los pies, diciendo que era el primer santo a la jineta que había visto en su vida. ¿A quién alude Cervantes en las figuras de Cardenio, de Luscinda, de Dorotea y de tantos otros nobles personajes? ¿De dónde saca, en fin, los inocentes, delicados y purísimos amores de don Luis y doña Clara, a quien en pocos rasgos pinta tan hermosos como Julieta y Romeo, y Pablo y Virginia?

La interpretación y la cavilación han ido en pos de lo satírico, y han llegado hasta el punto de que personas dotadas de nada común inteligencia y de poderosa fantasía hayan consumido tiempo, registrado archivos, revuelto códices y compulsado documentos para averiguar quiénes eran los carneros que convierte Don Quijote en príncipes y capitanes. Por industria de algún comentador sabemos ya, casi a punto fijo, quienes eran Alifanfarón de la Trapobana, Brandabarbarán de Boliche, Micocolembo de Quirocia, Pierres Papín y Pentapolín el del arremangado brazo.

No por eso acierto yo a persuadirme de que estos héroes tuviesen existencia real en la corte de Felipe II. No veo el chiste que puede haber en darles tales nombres. Antes deseo decir al discreto y querido comentador, con quien me pesa no estar conforme, aquello que dijo Sancho a su amo: «Señor, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero, de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto; a lo menos, yo no los veo: quizá todo debe ser encantamiento.» Quizá no hay más que las ovejas y la fantasía de Don Quijote, que les pone nombres graciosamente eufónicos sin intención alguna.

La razón más grave en contra de estos comentarios es la de que truecan el carácter de Cervantes, generoso, magnánimo y sufrido en las desgracias, por el de un maldiciente mordaz y solapado. Sus elogios, en mi sentir sinceros, aunque hiperbólicos, se convierten asimismo en baja adulación o cobarde palinodia. Pongamos por ejemplo el temido Micocolembo, en quien nos quieren hacer creer que está aludido don Bernardino de Velasco.

Demos esto por probado y se verá que Cervantes no tiene la menor disculpa en prodigar alabanzas a dicho personaje, por boca de Ricote, para que tengan más fuerza. Llámale grande, prudente, sagaz, justiciero y misericordioso, y declara heroica la resolución de Felipe III, a quien también llama grande, de expulsar a los moriscos, e inaudita su prudencia en confiar su expulsión al tal don Bernardino.

En todo esto es menester ser muy suspicaz o muy zahorí para notar la más ligera ironía. Cervantes mismo da en compendio las razones que hubo para la expulsión, y la aprueba por indispensable, y por atrevida y por heroica la celebra y magnífica.

Cervantes era un hombre de su nación y de su época, con todas las nobles calidades de nuestro gran ser; pero con todas las pasiones, preocupaciones y creencias de un español de entonces. Su afectuoso corazón pudo afligirse de que fuesen expulsados aquellos hombres, entre los cuales había algunos cristianos sinceros; mas a la par reconocía que el cuerpo de toda aquella nación estaba contaminado y podrido, y que era menester extirparlo, a fin de que no inficionase y corrompiese todas las partes sanas de la república. Cervantes, protegido y entusiasta encomiador del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, no podía pensar de otra suerte que como aquel arzobispo, pensaba, esto es, que, por lo menos, importaba arrojar de España a los moriscos, como el pueblo de Dios exterminó a los cananeos o los arrojó de la tierra prometida.

Repito, pues, que con esa perenne lluvia de alusiones y de ocultas diatribas contra determinados sujetos de que ven algunos atiborrado el Quijote, no sólo se afea el carácter de Cervantes, haciéndole malévolo y vengativo hasta lo sumo, sino que también se le amengua y achica el entendimiento. Yo, al menos, con la franqueza que me es propia, tengo que declarar inepcias muchas de esas imaginadas sátiras. Otra cosa es que Cervantes tomase ocasión de algunos sucesos de su tiempo y aun de su propia vida para escribir ciertos lances o aventuras. Puede que la del cuerpo muerto esté tomada de la traslación de los restos de San Juan de la Cruz. Tal vez la aventura del rebuzno tenga por origen las desavenencias que hubo entre los vecinos del Peral y Villanueva de la Jara por cuestión de límites. Lo cierto es que esta aventura, así como la batalla entre los barceloneses y los soldados de la flota, que describe el autor en Las dos doncellas, y otras muchas ocurrencias y pinturas por el estilo que se leen en todas sus obras, dan clara prueba de la feroz anarquía y espantoso desorden de aquellos buenos tiempos.

No negaré yo que algunas veces la rivalidad de Cervantes con Lope, con Aliaga, aunque indigno, y con otros poetas, le haga lanzar contra ellos dardos satíricos Por lo común, sin embargo, en la alabanza es en lo que se excede mostrando más la excelencia de su corazón que la de su juicio en puntos literarios. Y lo que es contra los grandes señores de la corte, no había rivalidad alguna que pudiese mover a Cervantes. Quien nunca pasó de simple soldado, y de alcabalero, no era posible que viese rivales en aquellos grandes señores, sino mecenas más o menos propicios. La ambición y la envidia no estaban entonces tan despiertas como ahora, pues si, el favor del soberano sacaba a veces del lodo a validos indignos y necios, éstos no eran tan instables y ni remotamente tan numerosos como los que hoy levantan los partidos; por donde no hay nadie, por ruin y para poco que sea, que no se juzgue en potencia propincua de escalar los primeros puestos y con el derecho de infamar a los que mal o bien los ocupan y estorban el logro de su deseo.

Por las razones expuestas, presumo yo que no ofendería Cervantes a las personas favorecidas por sus reyes. Mucho menos me doy a recelar, como hacen otros, que de los reyes mismos se burla. Absurdo me parece que sea el Quijote una sátira de Carlos V o de Felipe II. Quien llama grande a Felipe III, y le llama grande candorosamente por el sumo respeto que inspiraban entonces a los españoles sus reyes, no había de tener baja idea del invicto César y de su prudentísimo hijo. Si Quintana, con todo su filosofismo a la usanza francesa del siglo pasado, todavía hace de Carlos V un ser extraordinario y si, calificándole de déspota, le transforma en déspota arrepentido y demagogo de ultratumba, a fin de que le adoremos, e identifica su gloria con la de España, ¿cómo Cervantes, que nada tenía de filósofo, había de juzgar con severidad o había de poner en ridículo los hechos de aquel emperador amado y admirable? Es cierto que la grandeza de los medios que se ponían en juego y la inconsistencia o nulidad de lo que resultaba, fijan en el reinado de aquel emperador el principio de la decadencia de la monarquía española; pero Cervantes no podía sospecharlo.

Cervantes, además, no pecaba de lo que se llama liberal ahora. Al contrario, en el Quijote y en otras obras suyas da frecuentes señales de entender del modo más absoluto el poder del príncipe sobre la república. Pudiéranse citar mil ejemplos. Baste, con todo, que cite yo aquel arbitrio que halla para que no se publiquen malas comedias, a saber: que se nombre un censor, sin cuya aprobación, sello y firma, nadie se atreva a representar comedia alguna. De suerte que no sólo somete al Gobierno las ideas de los escritores en cuanto pueden tocar en algo a la moral, a la religión o a la política, sino que le hace árbitro supremo del bueno o mal gusto en literatura. El despotismo de Carlos V o de Felipe II no debía pues, escandalizar a Cervantes.

No se crea, sin embargo, que era servil. En él había un poderoso instinto de libertad y de altivez, y una independencia de carácter propia entonces y siempre de los españoles, y muy en particular de los que se precian de hidalgos y de caballeros, que son casi todos, hasta los que al mismo tiempo se precian de demócratas. Muéstranse esta altivez y esta independencia en aquellas palabras de Don Quijote, menos de burla y más sentidas de lo que se piensa, en que declara exentos de toda ley a los caballeros andantes: «sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad». Muéstranse también en aquel desprecio y furor con que trata Don Quijote a los ministros de la Justicia, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, y con que se mueve a desafiar a la Santa Hermandad, y a extender el reto a los hermanos de las doce tribus de Israel, a Cástor y a Pólux, a los siete hermanos Macabeos y a todos los hermanos y hermandades que ha habido en el mundo. Casi siempre que hay algo de valentía o de travesura en quien se burla de las leyes o desafía a la autoridad, Cervantes, sin poder remediarlo, se pone de su parte. A los galeotes los disculpa, y si bien la apología está en boca de Don Quijote, no deja de tener fuerza y de estar hecha con calor. «Porque si bien vais castigados por vuestras culpas -dice-, podría ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la falta de dineros de éste, el poco favor del otro y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades.» «Me parece duro caso -añade- hacer esclavos a los que Dios y Naturaleza hizo libres.» Pero donde más se declara esta propensión de Cervantes es en el entusiasmo que consagra al valiente Roque Guinart, al capitán de bandoleros, de quien se admira, a quien ensalza sobre un pedestal de gloria, y en quien presenta un dechado de magnanimidad, de discreción, de cortesía y de otras mil prendas hidalgas. Los principales caballeros y damas de Barcelona, los del bando de los Niarros al menos, eran de la misma opinión, y conservaban las relaciones más amistosas con aquel forajido. Faltas son éstas que serían bastantes a que fuese tachada de antisocial una novela de ahora; pero en aquella época y estado social eran indispensable. Todavía, hasta hace poco, han sido en España las historias más celebradas entre el vulgo las que refieren los altos hechos de bandidos, ladrones y guapos, como Francisco Esteban.

Asimismo pretenden algunos ver en Cervantes un descreído burlón. Nada, a mi ver, más contrario a la índole de su ingenio. Cervantes era profundamente religioso y aun participaba de la superstición y del fanatismo de su nación y de época. España había hecho la causa de la religión su propia causa; había identificado su destino con el triunfo de nuestra santa fe; había puesto por base no sólo a su Imperio, sino a sus pretensiones de preponderancia, y de primado, y de soberanía entre todos los pueblos de la Tierra a victoria del catolicismo sobre la incredulidad y la herejía. Ser, pues, incrédulo entre nosotros, a más de renegar de Cristo, era renegar del ser de español y de hidalgo y de fiel vasallo. Este modo de nacionalizar el catolicismo tenía algo de gentílico y más aún de judaico: fue un error que vino a convertir, en España más que en parte alguna, a la religión en instrumento de la política; pero fue un error sublime, que, si bien nos hizo singularmente aborrecedores y aborrecidos del extranjero y conspiró a nuestra decadencia, colocó a España, durante cerca de dos siglos, a la cabeza del mundo, dándole en el gran drama de la Historia un papel tan principal, que nada se entendería si nuestros grandes hechos, pensamientos y miras se sustrajesen por un instante de la escena.

Siendo esto así, como lo es, Cervantes, que en grado eminente representa el genio de España, tuvo que ser y fue eminentemente religioso. En todas sus obras se ven señales de la piedad más acendrada. Cuanto se conoce de su vida concurre a persuadirnos de esta calidad que adornaba su espíritu.

Lo que sí me inclino a creer es que Cervantes discurría poco sobre ciertas materias, como la mayor parte de los españoles que no eran sacerdotes y teólogos de profesión. El Santo Oficio ahogó todo discurso, todo pensamiento sobre lo divino que no fuese una repetición de lo oficial y consignado. La filosofía acabó por convertirse en ergotismo frívolo para las aulas, en fría indiferencia para los hombres de mundo, y para algunos políticos y eruditos culteranos en doctrina estoica, más que metafísica, moral, y más que moral, literaria, pues los que la seguían, antes que de la ciencia y altos preceptos de Crisipo, se apasionaban del estilo pomposo y declamatorio de Séneca.

Hay, sin embargo, quien dé por seguro que, sin elevarse a consideraciones trascendentales, Cervantes se burló encubierta y chistosamente no de la religión, pero sí de abusos y desórdenes introducidos so capa de religión, y de muchos vicios del clero. Llegan, por ejemplo, a imaginar que tiene más malicia de la que se le atribuye aquello de decir Don Quijote a los monjes benitos, aun después de afirmar ellos que lo eran: «Ya os conozco, fementida canalla»; palabras con que Ariosto, con intento franco y deliberado, califica también a todos los frailes, así como profiere infinitas burlas impías, sin que por eso deje Cervantes de llamarle «cristiano poeta». Se añade que hay también sátira por el estilo en la aventura del cuerpo muerto, en la de los disciplinantes y en el carácter y condición del eclesiástico que vivía con los duques.

Sin duda, Cervantes, sin querer, censuraba los vicios del clero, singularmente sobre cierto punto. El lance que el mismo Don Quijote refiere de los presentados y teólogos que fueron desdeñados por amor del lego que para ciertos negocios y menesteres sabía más filosofía que Aristóteles, y aquellas palabras de una dueña en La tía fingida, dando a entender que nadie pagaba mejor que los canónigos algunos artículos de ilícito comercio, no dan la más brillante idea de la que Cervantes tenía sobre las buenas costumbres y virtud del clero. Sin embargo, Cervantes decía esto por ligereza y sin ánimo de ofender a aquella clase, que, en general, respetaba. Una de las sentencias del licenciado Vidriera, de las cuales parece que hace Cervantes el último extremo de la discreción, es que, «nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: noli me tangere Christos meos». Y esto lo dijo el licenciado muy subido en cólera y sólo porque un sujeto tildó de gordo a un fraile. ¿Cuánto más no se hubiera enojado Vidriera con el cuento del lego y los teólogos y con la alta fama de rumbosos que entre las Claudias y las Celestinas supone Cervantes que los canónigos gozaban?

Se ha de advertir que ahora la impiedad de muchos hombres y la extremada malicia con que interpretan los dichos de los autores hacen que vean como una sátira en lo que sólo es efecto de un candor extraordinario, y digámoslo así, de cierta franqueza o familiaridad con las cosas divinas que había en aquellos tiempos de fe sincera y profunda. Al lado de esta fe había también una relajación en las costumbres y una depravación en la moral que pasman, y que se avenían sin el menor escrúpulo con la devoción más fervorosa. La asociación de ladrones y de pícaros del señor Monipodio da dinero para misas y para otros fines piadosos. Rinconete pregunta a un pillo a quien ve por vez primera: «¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?» Y el interrogado responde: «Sí, para servir a Dios y a la buena gente.» Las obras de Cervantes abundan en estos rasgos. Como la mayor parte de los autores de su tiempo, no tenía dificultad ninguna en mezclar los misterios y los dogmas de nuestra religión con farsas indecentes y chistes groseros, y en valerse de ellas para fraguar esas farsas y esos chistes. En su comedia Pedro de Urdemalas, cuando éste se finge alma del Purgatorio para robar a una rica viuda, vieja y crédula, hay escenas que parecen expresamente inventadas por el mismo demonio para burlarse de las ánimas benditas. Allí se refieren a una junta general y consejo que tienen en el Purgatorio los parientes difuntos de la viuda, las penas que padecen y la determinación que toman de enviar a uno de ellos por diputado a la viuda para que los rescate, todo de una manera tan cómica y ridícula, que no puede ser más. Cuando trataba Cervantes por lo serio las cosas divinas, no solía ser más decoroso. Lo inmoral o sucio de los lances y lo extravagante y absurdo de los milagros lucen no menos en El rufián dichoso que en el San Francisco de Siena, de Moreto y en otras más desarregladas y monstruosas comedias de santos. Schack pretende que El rufián dichoso es una de las comedias más desatinadas que en este género se han escrito. El héroe es como el de casi todas: un desalmado, pendenciero y burlador de mujeres, que, después de hacer mil insolencias y crímenes, se arrepiente y hace milagros, es santo y se va al cielo.

En el Quijote, por dicha, hay otro gusto más delicado, y junto a la más espontánea inspiración está siempre el recto juicio que la templa y modera. No hay, pues, en el Quijote semejantes aberraciones; pero sí hay pasajes que, interpretados hoy, pueden dar lugar a sospechas de las ya mencionadas. Yo, con todo, los creo nacidos al volar le la pluma, sin la menor intención de ofender. Si el autor pudiese contestar a nuestras preguntas, exento de todo temor al Santo Oficio, creo que no confesaría la intención ofensiva, y aún quedaría absorto de que se la atribuyesen.

Bien persuadido estoy, pues no puede ser más claro, de que el capítulo LXIX de la segunda parte del Quijote contiene una parodia del modo de proceder de la Inquisición y de los autos de fe. Pero ni Cervantes cayo en que aquello podía pasar por burla ni la Inquisición tampoco. Cervantes, si por burla la hubiera tenido, no se hubiera atrevido a publicarla; y si la Inquisición la hubiera tenido por burla, no la hubiera dejado pasar. En las pocas palabras que suprimió en la dicha segunda parte, se ve el cuidado minucioso que ponía en expurgar los libros. Era tal el respeto y el miedo que entonces la Inquisición infundía, que era imposible imaginar que la ponían en ridículo. La burla es sólo contra Sancho y Don Quijote, a quienes, para un asunto de tan poco momento y tan de farsa como la resurrección de Altisidora, los rodean de un aparato imponente, propio de los asuntos más sublimes. La Inquisición no podía darse por ofendida por esto, como el rey no se daba por ofendido de que hubiese reyes en parodia; el rey que rabió, o el rey Perico.

Tal vez pensará alguien que el lado místico y ascético a que entonces propendía, singularmente en nuestra Península el catolicismo, y que en las cosas de gobierno y razón de Estado iba ya tomando gran inclinación teocrática, repugnaba por instinto, y sin que se diese buena cuenta de ello, a una naturaleza tan sana y tan práctica como la de Cervantes. Pero el ideal de mundana perfección que sin duda estaba en su mente, y la conciencia del gran movimiento intelectual de Europa y el destino de esta privilegiada parte del globo de difundir la civilización entre todas las gentes, eran nociones y sentimientos que se avenían y aun se apoyaban en el catolicismo, entendido y sentido por alta manera, y haciéndole nervio, espíritu y origen de esa misma civilización. Así es que, lejos de pensar Cervantes, como el impío Maquiavelo, que el cristianismo había enervado el mundo, y dádole como a saco a los tiranos protervos para que hiciesen de él a su talante, ponía en nuestra religión el manantial purísimo de la verdadera valentía, y dotaba al cielo de caballeros andantes, como se ve en el capítulo LVIII de la segunda parte del Quijote. Ni está dicho de burla, sino con profundo entusiasmo, al hablar de San Jorge, que era un caballero de los mejores andantes que tuvo la milicia divina, y al hablar de Santiago, patrón de España, a caballo, con la espada ensangrentada atropellando moros y pisando cabezas, que fue de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo.

Ni siquiera puedo creer que la fantasía de Don Quijote de convertir a San Pablo y a otros santos en caballeros andantes venga allí con propósito de ridiculizar los libros de caballerías a lo divino, como El caballero Assisio, El caballero peregrino y otros. Yo entiendo que este misticismo, mezclado a veces con el espíritu caballeresco mundano, y otras veces contrapuesto a ese espíritu, rebajándolo y humillándolo, estaba en el alma de nuestro gran poeta. La ambición y el amor de gloria le conmovían hondamente. A menudo reniega Cervantes de su pobreza, y de quien la llamó dádiva santa desagradecida. Pero también habían en su corazón cierto menosprecio del mundo y cierta ternura mística, fomentada por sus desengaños de las cosas de la Fierra y por los desdenes de la fortuna.

En el capítulo VIII de la segunda parte del Quijote se descubre a las claras este combate interno de su corazón. El dualismo de su ser, las dos opuestas propensiones se manifiestan en un curioso diálogo entre Don Quijote y Sancho, y sin duda la propensión mística queda triunfante. Don Quijote habla del deseo de gloria, de la ambición, del amor de la patria, como móviles de las grandes acciones. Todas las hazañas, todas las atrevidas empresas dimanan de estos sentimientos que Don Quijote magnífica. Pero Sancho le interrumpe en medio de su peroración, tratando de probar que cualquier fraile vale más que todos los héroes del mundo, los conquistadores y los andantes caballeros, ya que hay más frailes santos que héroes y príncipes, y vale más resucitar a un muerto, dar salud a un enfermo, o hacer otro milagro, por pequeño que sea, que desbaratar ejércitos, fracasar armadas, aterrar vestiglos, descabezar gigantes y avasallar y domeñar naciones enteras. Aquí tenemos a Cervantes humillando por medio de la religión la soberbia aristocrática de los grandes y poderosos.

Este pensamiento no era fugitivo en tu alma, sino permanente, y con frecuencia lo repite. El licenciado Vidriera hace también observar que, de muchos santos «que había canonizado la Iglesia, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de Tal, ni el conde, ni el marqués, ni el duque, sino fray Diego, fray Jacinto, etcétera, todos frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos de ordinario se ponen en la mesa de Dios».

Para humillar las vanidades mundanas, Cervantes se valía casi de las mismas razones que el gran Gregorio VII «¿Qué príncipe ha hecho milagros? ¿Qué rey, que emperador vale un San Martín, o un San Antonio?» Palabras dictadas por un espíritu nivelador, por un sentimiento católico profundamente democrático. Pero Cervantes amaba la gloria, la vida aventurera, las hazañas, estaba lleno de ardor guerrero, y, en lo que la patria y la religión se avenían y aun prescribían el vivir heroico, él lo amaba. Entonces no era el místico desengañado: entonces era el elocuentísimo encomiador de las armas sobre las letras, el héroe de Argel, el caballero andante, el soldado valeroso, el que más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga, el que prefiere su manquedad a no haberse hallado en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros.

Por cualquier faz que se examine el carácter de Cervantes se ve que dista infinito de rebajar el espíritu caballeresco y la verdadera gloria militar, a no ser en nombre de una más alta y más pura gloria. No es el Quijote, como pretende Montesquieu, el único libro bueno español que se burla de los otros, la reacción y la mofa contra nuestro espíritu nacional; antes es la síntesis de este espíritu, guerrero y religioso, lleno de un realismo sano, y no por eso menos entusiasta de todo lo bello y grande.

El Quijote se burla de los libros de caballerías, porque Cervantes los halla indignos del espíritu que los dictó. Hablando nuestro autor por boca del canónigo, deja ver su idea y nos da en cifra los preceptos del verdadero y excelente libro de caballerías que él soñaba; esto es, de la epopeya en prosa, o dígase de la novela heroica, donde se han de presentar como en dechado todas las virtudes del caballero perfecto: cristiano, valiente y comedido. Este ideal resplandece en la obra inmortal de Cervantes, llenándola, perfumándola e iluminándola toda.

He tratado hasta aquí de varias especies de comentarios que se han hecho o pueden hacerse del Quijote. El asunto es tan extenso que merece un libro. Temo haber callado muchísimo importante, y haber además fatigado a mis oyentes. Mas, a pesar de este último temor, diré aún, en brevísimas palabras, algo de otros comentarios que hay, y que llamaré filológicos y filosóficos. Los filológicos me parecen inútiles, si tratan de explicar giros y vocablos, oscuros por anticuados. El Quijote no está escrito en una lengua muerta. Con corto y poco sustancial desvío, la lengua de Cervantes es la que hoy se habla. Los grandes autores clásicos fijan la lengua en que escriben.

El comentario filológico puede ser, sin embargo, útil si se reduce a enmiendas y correcciones, por el orden de las que en los clásicos griegos y latinos pusieron los eruditos del Renacimiento; si bien conviene tener mucho pulso y prudencia en este negocio para no incurrir en los desmanes que tan graciosamente zahiere Saavedra Fajardo. Hablando de los críticos que corrigen o enmiendan, los compara a cirujanos o barberos «que hacen profesión de perfeccionar o remendar los cuerpos de los autores. A unos pegan narices; a otros ponen cabelleras; a otros dientes, ojos, brazos y piernas postizas; y lo peor es que a muchos las cortan los dedos o las manos, diciendo que no son aquéllas naturales, y les ponen otras con que todos salen desfigurados de las suyas. Este atrevimiento es tal que aun se adelantan a adivinar conceptos no imaginados, y, mudando las palabras, mudan los sentidos y taracean los libros.» Yo me inclino, en general, al dictamen de Saavedra Fajardo, si bien no menosprecio a estos críticos correctores, cuando hasta el mismo Aristóteles lo fue de Homero, haciendo aquella edición que Alejandro guardaba en la cajita de Darío. El Quijote, además, así por descuido de Cervantes como por torpeza de los impresores, estaba plagado de erratas, por lo cual aplaudo sinceramente la edición corregida que con gran tino ha hecho un docto y entendido compañero nuestro. Las más de sus enmiendas me parecen acertadas, aunque no pocas son bastante atrevidas.

El otro género de comentario, el filosófico, es el que resueltamente no puedo aprobar, si por él se trata de persuadirnos de que un libro tan claro, en el que nada hay que dificultar y que hasta los niños entienden, encierra una doctrina esotérica, un logogrifo preñado de sabiduría. Verdad que Homero ha tenido mil comentadores de esta clase, desde Heráclides Póntico y Demócrito Abderita hasta hoy, y Dante cátedras, donde su ciencia se ha leído, y desentrañadores de ella, como Ozanán y el rey Juan de Sajonia; pero según dice un prologuista de La Divina Comedia, «la Minerva griega salió grande y armada del cerebro de Homero, y la Minerva italiana del de Dante», mientras que la Minerva española estaba ya nacida, crecida y muy granada cuando el Quijote apareció. ¿Qué idea, por otra parte, se formaría de esta Minerva quien no la conociese, y llegase a entender que era su cuna una sátira alegre, una obra festiva, un libro de entretenimiento, una novela, en fin? Una novela, y no más, es el Quijote, aunque sea la mejor de las novelas. Y los que en otro predicamento la ponen, no logran realzar el mérito del autor, y rebajan el de la civilización española. Antes de Cervantes, y después de Cervantes, hemos tenido filósofos, jurisconsultos, teólogos, naturalistas y sabios en otras muchas ciencias y disciplinas, que han concurrido al progreso científico, al desenvolvimiento de la inteligencia humana.

Cervantes no ha concurrido, no ha descubierto ninguna verdad. Cervantes era poeta, y ha creado la hermosura, que siempre, no menos que la verdad, levanta el espíritu humano, y ejerce un influjo benéfico en la vida de los pueblos y en los adelantos morales.

No hay que hacer un análisis detenido del Quijote para probar que carece de profundidades ocultas. Hay mil razones fundamentales que lo demuestran.

Es la primera que ningún crítico español ni extranjero, entre los cuales pongo a Gioberti, a Hegel y a Federico Schlegel, admiradores entusiastas del Quijote, ha descubierto ni rastro de esa doctrina esotérica; y sería de maravillar y caso único en los anales de la inteligencia humana, que durante más de dos siglos y medio hubiesen estado escondidos en un libro tesoros de sabiduría sin que nadie de ellos se percatase.

La segunda razón es que, dada esa sabiduría, el disimulo de Cervantes no tiene explicación, a no suponer que su espíritu era contrario a la moral, o a la fe, o la política de España en su tiempo, y creo haber probado que no lo eran.

Los antecedentes de Cervantes confirman más aún que no hay tales filosofías y sabidurías en el Quijote. Tirso, Lope, Calderón y otros muchos poetas de España, habían estudiado más, sabían más, eran más eruditos que Cervantes. Cervantes era (¿y por qué no decirlo?) un ingenio casi lego. La edad de la intuición súbita había ya pasado. Y en el período reflexivo de la vida de la Humanidad, aunque pueden escribirse poemas que presuman de contener en cifra una teoría completa de las rosas divinas y humanas, estos poemas no suelen estar escritos sino por autores de mal gusto, vanidosos e ignorantes, que no saben lo que es la ciencia y quieren abarcarla, o bien por autores que a más de poetas son filósofos, como Goethe, y muy versados en todo género de estudios. Cervantes no era ni lo uno ni lo otro: luego por este lado tampoco se concibe cómo pudo poner en el Quijote esa sabiduría.

Las advertencias que hace el ingenioso hidalgo a Sancho, cuando éste va a gobernar la ínsula; las doctrinas literarias del canónigo y otras máximas sobre política, moral y poesía, a no ser por la elegancia, por el chiste o por la nobleza de los afectos con que se expresan, nunca traspasan los límites del vulgar, aunque recto juicio. El discurso sobre la edad de oro no es más que una declamación brillante y graciosa.

Nada más propio de la epopeya que encerrar dentro de su unidad la idea completa del universo mundo y de sus causas y leyes; pero esto es dable cuando la idea es sólo poética y aun no está limitada y contradicha por la sabiduría prosaica y metódica, y cuando la metafísica, la moral, la religión y las ciencias naturales se escriben en breves sentencias.

Las atribuidas a Pitágoras en los versos de oro, las de los siete sabios, las de otros poetas gnómicos y las de Los trabajos y los días, de Hesiodo, si bien no enlazadas a una acción heroica ni reducidas a unidad, son, como las máximas de Valmiki, de Viasa y de Homero, la legítima sabiduría épica. Pero estas sentencias, aunque se ponen en boca de los antiguos sabios, tienen un carácter eminentemente impersonal; son como la voz de todo un pueblo, y cuando viene la reflexión y nace el saber prosaico pierden su condición ilustre y grave, se hacen plebeyas, toman un aspecto algo jocoso y se convierten en refranes. Cervantes, comprendiendo instintivamente esta verdad, que hoy aclara la crítica, hizo de la antigua sabiduría épica, ya emplebeyecida y degradada, uno de los elementos más cómicos y risibles de su profunda parodia, que no lo es sólo de los libros de caballerías, sino de toda epopeya heroica. Épicas son también, como las referidas sentencias, la importancia que se daba y la circunstanciada descripción que se hacía de todo aquello que sirve a los héroes para adorno o defensa de la persona: un cetro, un bastón, una espada o un yelmo. Los mismos dioses en las epopeyas antiguas, y en las modernas los magos o las hadas, fabrican estas armas, alhajas o muebles, dotándolos de mil virtudes y excelencias. Cervantes se burla de esto, transformado en yelmo de Mambrino una bacía de barbero. Así como los héroes de los antiguos poemas se revisten de armas divinas cuando acometen la más peligrosa y seria aventura, y los dioses ponen en ellos algo de extraordinario, por ejemplo, una horrenda llama que les arde en las sienes, así Don Quijote, al acometer también su aventura más seria y peligrosa, se pone el casco lleno de requesones y se da a entender que se le ablandan y derriten los sesos.

Y, sin embargo, a pesar de esta burla de lo épico, Cervantes se muestra siempre enamorado de lo novelesco y lo trágico. Sin hablar del Persiles, en el mismo Quijote hay caracteres y casos que no vendrían mal en un libro de caballerías. A las mujeres, más que a los hombres, las poetiza a veces Cervantes del mismo modo exagerado y andantesco de que tanto se burla. Dorotea, Ana Félix y Claudia Jerónima son mujeres andantes, y la última de las de rompe y rasga. Las doce doncellas, en la novela de este título, no se limitan a andar de, ceca en meca, vestidas de hombres, sino que pelean y dan de cuchilladas, como Pentesilea, Bradamante y Clorinda. Cervantes amaba la romanzería, y la epopeya histórica y los libros de caballerías, aunque tuviese, por instinto, el sentimiento de que eran anacrónicos.

No era, ni podía ser Europa, como varias naciones del Asia, donde se prolongó por muchos siglos la edad de la epopeya, la edad divina. Durante este largo período, los dioses se humanaban, y compartían las penas, las pasiones y los cuidados de los hombres; la religión y la Historia, las creencias y la filosofía, los acontecimientos reales y los sueños, todo estaba mezclado y confundido. Así se explica que un poema fuese el libro por excelencia de toda una nación, en el cual iban escribiendo sus ideas las sucesivas generaciones. Así el Mahabharata, que tenía en un principio dos mil cuatrocientas slokas o dísticos, llega a contener al cabo sobre cien mil. En él aparece, desde la luz incierta y vaga que esparce la aurora de la civilización indiana, hasta la metafísica del Bhagavad-Gita.

En la Europa pagana sucedió lo contrario. Los dioses, como seres efectivos, desaparecieron pronto, quedando como ideas inmortales; pero dieron lugar a Homero para escribir, con un arte que los asiáticos desconocían, la epopeya perfecta y una.

En la Europa cristiana, la fijeza de los dogmas y la gran filosofía de los primeros cinco siglos infundieron una noción más sublime y científica de la divinidad, y no consintieron que ésta pudiese decorosamente servir de máquina para los poemas. A pesar del arte y de la ciencia de Milton y de Klopstock, hay en sus obras mil pasajes que no se pueden sufrir. Cuando con más fe y menos ciencia se ha hecho intervenir a la divinidad en nuestras epopeyas, dramas o novelas, se ha caído en lo indecoroso. Muchos gentiles pensaban así de sus poetas épicos y del empleo que en las fábulas daban a sus dioses. ¿Cuánto más debemos pensar esto los cristianos? La idea de Chateaubriand de que nuestra religión vale más que la mitología para máquina de un poema, ofende a nuestra religión, lejos de ensalzarla.

Pero, dígase lo que se diga de la idea de Chateaubriand, es lo cierto que, aparte La Divina Comedia, obra de un género enteramente diverso, no hubo epopeya perfecta en la Edad Media. Desde el Renacimiento hasta hoy, y aun en lo por venir, creo, con Ariosto, que più vero epico esser non si possa. Tasso, a fuerza de elegancia, de ternura y de religiosidad, nos ofusca, y casi contradice el fallo. Camoens, por ser hijo e una nación épica en grado elevadísimo, por cantar una empresa nacional y al mismo tiempo de interés común al género humano, pues que abre verdaderamente la historia moderna, y por un sinnúmero de otras circunstancias dichosas, a más de su ardiente inspiración y patriotismo, contradice también en apariencia el fallo que se ha dado. En realidad, y en el fondo, ni Tasso ni Camoens le contradicen. La Jerusalen y Os Lusiadas, aunque bellísimos, son igualmente dos poemas artificiales.

Todo esto, repito, que lo sentía Cervantes, aunque no se lo explicaba. Si alguna oculta sabiduría hay en su libro, me parece que es esta sola. Mas, como burlándose de la caballería es él un perfecto caballero, así burlándose de la epopeya escribe en prosa el libro más épico que en la Edad Moderna se ha escrito, salvo los romances del Cid; aquel collar de perlas, aquella graciosa corona, como los llama Hegel, que nos atrevemos a poner al lado de cuanto la antigüedad clásica creó de más hermoso.

Tal es, señores académicos, mi pobre opinión sobre el Quijote y sobre los comentarios y críticas que de él se han escrito.



 

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La libertad en el arte

Contestación al discurso de recepción de don Antonio Cánovas del Castillo en la Real Academia Española el 3 de noviembre de 1867

 

SEÑORES:

Pocos deberes en mi vida me han sido más gratos y más difíciles a la par que el que voy a cumplir ahora. Temo, por una parte, que la premura del tiempo y la cortedad de mi ingenio no consientan que yo conteste sino con pensamientos pobres y frases vulgares al elegante discurso, rico en erudición y en ideas propias, que acabáis de escuchar con muestras claras de aprobación y deleite; y me alegro, por otra, de ser yo el elegido para dar la bienvenida en nombre de nuestra Academia a un sujeto con quien me une, desde hace muchos años, lazo de amistad, anudado y reanudado siempre por aficiones idénticas y por modos de sentir y de pensar muy semejantes en todo aquello que se refiere a las altas teorías del arte y de la ciencia, aunque a veces en los asuntos prácticos lo hayan desatado divergencias o desacuerdos lastimosos.

De esperar es que este lazo se estreche más en el seno de la ilustre Corporación donde vengo a recibir al señor Cánovas, y aunque llego muy tarde, y la fama no ha menester de mi voz, como, por hallarme ausente, no tuve el placer de concurrir a su elección, me desquito, si no le sirvo, complaciéndome en declarar las razones que hay para considerarla acertada.

Nunca, ni en los momentos en que la política me ha apartado más del señor Cánovas, he desconocido, he negado o he tratado al menos de amenguar la fuerza de estas razones. Nunca he escatimado al saber y al talento del señor Cánovas las alabanzas merecidas. Y siempre, aun cuando yo la mirase como al más acérrimo contrario en las cosas de la política, confiaba en él y le tenía por compañero, amigo y aliado en las literarias, no dudando de que, por amor a estas cosas, había de estimarme y había de pagar con benevolencia y predilección la justicia con que le apreciaba y le aprecio.

A este buen concepto mutuo contribuía el haber el mismo maestro, a quien el señor Cánovas alude, infundido en ambos la afición a ciertos estudios y el aliento para seguirlos. El señor Cánovas estaba ligado a él por parentesco muy cercano, y yo por amistad antigua y constante. Los dos mirábamos sus obras como tesoro y dechado donde daban gallarda muestra de sí el primor, la gracia y la riqueza de nuestra lengua nativa12.

Criado el señor Cánovas en tan buena escuela, y cultivada con esmero por tan hábiles manos la planta fecunda y generosa de su ingenio, no es de extrañar que haya producido frutos en que lo espontáneo y temprano no daña a lo delicado y sabroso. Como de rico y perenne venero brota la palabra de sus labios o de su pluma, haciéndole apto en extremo para las lides del Parlamento y de la Prensa; pero no la enturbia el ímpetu con que corre, porque el saber le abrió de antemano un limpio y hondo cauce.

En su primera mocedad, cursando las aulas y estudiando con notable aplicación el Derecho, ya se adelantaba el señor Cánovas a los más hábiles periodistas. Poco después se distinguió como orador parlamentario, y tomando parte muy principal en nuestras contiendas políticas, vino a ocupar las más altas posiciones y a ser uno de los corifeos y jefes de más nota y séquito entre los muchos que se disputan la gobernación del Estado. No es del caso hablar aquí de sus opiniones sobre este punto, ni menos juzgar su conducta; baste decir lo que está en la conciencia de todos, a saber: que entre los rápidos encumbramientos de ahora, pocos habrá tan justificados como el suyo. Las pasiones y tareas de la política, que distraen y alejan del cultivo de las letras a tantos ingenios, jamás fueron bastantes a entibiar en el alma del señor Cánovas el ferviente amor al estudio, a las artes y a la poesía. Nacidas de este amor son sus varias, correctas e inspiradas composiciones en verso; una novela, La campana de Huesca, donde la pureza del lenguaje, la maestría precoz del estilo y la viva lozanía de la imaginación, guiada por un conocimiento nada común de la Historia, concurren a trazar un cuadro fiel y animado de nuestra Edad Media en el momento importantísimo en que Aragón y Cataluña se unen; y algunas obritas históricas que por la claridad, verdad y buena crítica con que en ellas se narran los sucesos, y por el tino con que están juzgados, abrieron, años ha, al señor Cánovas las puertas de otra Real Academia.

De la fecundidad del ingenio del señor Cánovas y de su aplicación, sin duda que aún pudiera esperarse mayor número de escritos, a pesar de lo agitada y afanosa que es la vida pública; pero la poca atención del vulgo de los españoles, y su falta de curiosidad y de interés aun para los escritores que mejor conoce y que más se inclina a reverenciar y a recibir con aplauso son rémora hasta de las voluntades decididas y de los propósitos firmes.

Este desvío del vulgo, sin embargo, si bien enfría el ardor de producir, no apaga ni aquieta la sed de saber, la cual ha perseverado siempre en el alma de nuestro compañero, moviéndole a buscar y a no desaprovechar las ocasiones de satisfacerla. La más propicia y mejor empleada ha sido su permanencia en Roma durante dos años. Allí, en aquella capital del orbe católico, a la vez que foco de la divina luz y de la sabiduría eterna que ilumina a los hombres en este mundo, centro del buen gusto, patria o refugio de las nobles artes, cuna de la ciencia profana y escuela jamás decadente de clásica erudición y de sana filosofía, el señor Cánovas ha ensanchado el horizonte de sus ideas, ha depurado su criterio estético, y estudiado los grandes modelos artísticos y literarios de la antigua civilización griega y latina, ha logrado adquirir la firmeza y rectitud de juicio que avaloran el discurso a que debo contestar y la copia de conocimientos que en él se cifra y resume.

En mi contestación no me incumbe impugnar nada, porque sustancialmente estoy de acuerdo con todo. Mi contestación va, pues, a ser un mero comentario del discurso; pero comentario incompletísimo, porque ni tengo vagar para más, ni el recelo de molestar demasiado vuestra atención consentirla que yo me extendiese, aun cuando lo tuviera.

La afirmación capital del señor Cánovas no puede ser más atrevida: proclama el arte ilegislable, le da libertad, y en cierto modo, tilda los preceptos de inútiles y hasta de nocivos. Los preceptos atajan el paso a la inspiración, y, abatiendo la fantasía, no consienten que vuele y se explaye por los inmensos espacios inexplorados. El señor Cánovas se atreve a formular seriamente sentencias que Moratín formulaba por ironía y sarcasmo. Salvo la diferencia en el tono y en la expresión, casi suenan las palabras del señor Cánovas como si dijeran, con el autor de El sí de las niñas, que por culpa de los preceptistas


 

cobra la osada juventud espanto

 

 

 

y se malogran furibundos vates;

 

 


 


 

esto es, que Tirso y Calderón, por ejemplo, se hubieran malogrado, no hubieran escrito jamás El condenado por desconfiado, El burlador de Sevilla, La devoción de la Cruz y La vida es sueño, si hubieran pensado sólo


 

en Baquis, Menedemo y Antifila,

 

 


 


 

y hubieran empequeñecido sus creaciones, vaciándolas en la turquesa que dejó Terencio.

Entendido esto como debe entenderse, es tan exacto que no puede serlo más. Porque no se niega ni se negará nunca que la parte mecánica, por decirlo así, de cada arte; que lo que no constituye propia y esencialmente el arte, esté sujeto a reglas: lo que se niega es que lo esté el arte mismo. Es evidente que el poeta no puede sustraerse a las reglas de la sintaxis, de la prosodia y de la metrificación, y mucho menos a las del sentido común, la moral, la lógica y la decadencia. A esto no puede sustraerse nadie, sea poeta o no lo sea. Esto es anterior a toda poesía y a toda prosa. Es evidente, además, que el pintor y el escultor se sujetan a los principios matemáticos de la perspectiva y a los datos empíricos de la anatomía externa; el arquitecto, a las leyes de la estática, y el músico, a las no menos irrevocables de la armonía. Pero todas estas leyes pesan sobre artes auxiliares, y en cierto modo serviles, sobre una práctica aplicación de la ciencia, mas no sobre el arte mismo, en toda su pureza, el cual está libre y exento de legislación.

En cuanto al arte tiene por objeto la creación de la belleza, el arte es libre. La belleza es divina e inexplicable. Los filósofos, hace muchos siglos, trabajan en vano por determinar la idea de la belleza. Ahora bien: sobre una idea vaga, confusa; sobre una idea que no se comprende, que se nos manifiesta como por revelación, ¿qué es lo que puede legislarse? Se filosofa, se discurre, se dicen sutilezas, discreciones y profundidades grandísimas acerca de esta idea, y con el intento de explicarla; pero no se dan leyes para producirla. La ciencia, o, mejor dicho, la filosofía segunda, que trata de la belleza, es lo que llaman Estética. Cuando trata de las facultades que hay en nuestra alma para crear o percibir lo bello, se relaciona con la psicología; con la teodicea o con la ontología, cuando trata de contemplar la belleza como objeto, como modo del ser, como atributo soberano de la Divinidad; pero siempre la belleza en sí es indefinible.

Hay otras ideas absolutas, que el hombre comprende bien dentro de los límites de su entendimiento; otras ideas absolutas que el hombre determina y define. No así la de lo bello. Y con todo, de la idea de la justicia no nace propiamente un arte, sino una ciencia: el Derecho; y de la idea de la bondad no nace propiamente un arte, sino una ciencia: la Moral. Cierto es, además, que hay leyes morales, y cierto que hay leyes justas; pero las ideas de lo bueno y de lo justo son tan claras, tan notorias y tan determinadas que toda alma humana comprende lo que las contradice y lo que las constituye en su esencia. De aquí los axiomas imperativos, claros como la luz meridiana, sobre los cuales se levanta con solidez inquebrantable el edificio de la moral y de las leyes. Pero ¿dónde está la idea clara de la belleza? ¿Dónde los axiomas imperativos que emanan de esa idea y que han de ser el fundamento de las reglas artísticas?

Desde Platón hasta Hegel se han afanado inútilmente los filósofos por determinar y definir esta idea. Platón, en el Grande Hipias, destruye todas las definiciones que un solista da de la belleza. Lo bello no es ni lo útil, ni lo agradable, ni lo conveniente, ni lo simétrico, ni lo proporcionado; pero ¿qué es? Sócrates se contenta con burlarse del sofista y con exclamar que lo bello es difícil. Tan poco se ha vencido esta dificultad desde Platón hasta ahora, que Gioberti define la belleza un no sé qué de inmaterial y de objetivo, que se presenta al espíritu del hombre y le atrae y arrebata. De esta definición, que no es definición, se deduce que la obra del artista es revestir dé una forma sensible esa idea inmaterial, ese no sé qué; objetivo y misterioso. ¿Quién podrá dar reglas al artista para que se apodere de ese no sé qué; y nos lo haga perceptible por los sentidos? Del artista se puede decir, por consiguiente: sus fueros, sus bríos; sus pragmáticas, su voluntad. Acaso en su voluntad, en el amor, que es apetito de belleza, reside el resorte, la fuerza, el principio del arte, que nos hace buscar lo bello en sí, lo bello ideal, realizándolo algo en las bellezas particulares.

El estudio, la observación y la comparación de estas bellezas particulares no pueden elevarnos sino ocasionalmente, excitando nuestro deseo, hasta la belleza ideal. Por el contrario, la comparación y la elección de las bellezas particulares presuponen una idea anterior y como innata de lo bello en sí, la cual sirve de norma y pauta para elegir y para desechar, y aun para lijar y agrupar lo elegido en ajustadas proporciones.

Si Praxiteles, para esculpir su Venus, eligió lo más hermoso de muchas heteras griegas, y lo combinó y agrupó, reduciéndolo a cierta unidad armoniosa, así la ley de esta unidad, como la idea preconcebida de la hermosura, que dio fundamento a su elección y a su juicio, estaban en él de antemano. El juicio estético, que cuando va acompañado de la inspiración es el genio, y que se llama buen gusto, cuando no crea, sino que falla y decide sobre lo creado, tiene, pues, por base una noción a priori de la belleza. Hasta los que entienden del modo más grosero que el arte es imitación de lo natural tienen que convenir en esto. ¿Cómo copiar o distinguir la belleza si no se concibe previamente lo que es? Resulta, por tanto, que para todas las escuelas y sectas es innegable que, sin una noción previa de lo bello, el juicio estético no es posible.

Sin embargo, no bien se afirma esta tesis, la antítesis asalta nuestro espíritu y forma con ella la antinomia de Kant. El juicio estético se funda sobre una noción, porque, si no la hubiese, no habría derecho a declarar que tal cosa es fea o, es hermosa, que tal obra de arte es bella o no lo es; y el juicio estético no se funda sobre noción alguna, porque, si la hubiese, se podría determinar cuál es, y no se determina. Dicha noción es un no sé qué; una idea trascendental, inexplicable, un substratum oscuro, confuso, inasequible a nuestro débil entendimiento. Y con todo, sobre esta noción inasequible para el discurso y concebida por el sentimiento de un modo intuitivo, se fundan el juicio estético y la inspiración del artista.

Todas las definiciones de la belleza sólo sirven para demostrar que la belleza no se puede definir. En todas ya incluido el no sé qué; si bien no tan francamente como en la de Gioberti, Kant, por ejemplo, dice que la belleza es la forma de la conveniencia final de un objeto, en cuanto está reconocida en él sin la noción de un fin. Lo cual significa que lo bello no es lo útil, porque lo útil es lo conveniente a un fin que conocemos, como la enseñanza; ni es lo agradable, porque lo agradable es lo conveniente para agradar, fin también conocido y fuera del objeto bello, y fin relativo, porque lo que agrada a los unos puede no agradar a los otros. Luego hay otro fin, del cual no tenemos noción, y la conveniencia con este fin desconocido es lo bello.

Pictet asegura, y con razón sobrada, que es muy desagradable esta situación en que Kant nos deja; pero no veo que nos hayan sacado de ella sus sucesores, Schelling, Fichte, Hegel, Cousin, Krause, Solger, Vischer y otros mil tratan de despejar la incógnita, y no lo consigue ninguno. Cada cual discurre sobre la belleza en consonancia con su sistema de filosofía fundamental, y como no concuerdan en los fundamentos, no concuerdan tampoco en lo secundario. Con todo, filósofos y no filósofos, poetas críticos y aficionados a las artes, aun cuando sean legos, convienen en que hay belleza, y se forman criterio común para reconocerla y juzgarla, pues de otro modo no habría poema, ni pintura, ni estatua que fuesen universalmente declarados bellos, como sin duda los hay. Lo extraño es que este criterio común no se funda en principios comunes, sino en un sentimiento común de los hombres superiores, en el que asienten los demás, viniendo a corroborarse por la aprobación y el acuerdo de muchas generaciones a veces, y viniendo a sustentarse, más que en demostración, en fe o en creencia. Leopardi, en su admirable tratado titulado Parini, o de la gloria, que cita el señor Cánovas, prueba, aunque exagera, esta verdad, y sostiene, contrayendose a los escritos, que su belleza es gustada y comprendida de pocos hombres se diría que Leopardi glosa la célebre sentencia de Plotino, de que sólo el que es hermoso entiende de hermosura. La hermosura no se demuestra, se siente, y sólo el que la crea en sí la siente fuera de sí. Así es que Leopardi dice: «A menudo me maravillo, pongo por caso, de que Virgilio, ejemplo supremo de perfección para los escritores, haya alcanzado y se mantenga en tanta altura de gloria. Porque, si bien presumo poco de mí mismo, y creo no poder gozar jamás de cada parte de todo su mérito y de todo su magisterio, todavía doy por cierto que el mayor número de sus lectores y encomiadores no descubre en sus poemas más de una belleza por cada día o veinte, que a mí, con el mucho leerle y meditarle, se me muestran al cabo. Por donde yo me llego a persuadir de que la elevada estimación y reverencia hacia los sumos escritores proviene, por lo general, en quien los lee y estudia, más de costumbre ciegamente abrazada que de juicio propio y de conocer su valer por ninguna manera. Me acuerdo del tiempo de mi juventud, cuando al leer los poemas de Virgilio con plena libertad de juicio, por una parte, y sin cuidarme de la autoridad de los otros, lo cual no es frecuente, y, por otra parte, con impericia propia de aquella edad mía, mas acaso no mayor de la que en muchos lectores es perpetua, me resistía yo a convenir con la sentencia universal, y no descubría en Virgilio mucha mayor hermosura que en los poetas medianos». Y luego añade: «En suma: yo me pasmo de que el juicio de pocos, aunque recto, haya podido vencer el de infinitos y producir en la generalidad de las gentes aquella costumbre de estimación no menos ciega que justa».

No seré yo quien niegue que la misantropía espantosa de Leopardi encarece demasiado y limita la facultad de juzgar y discernir la belleza artística; pero no dudo tampoco de que esta facultad es menos común de lo que se cree.

Lo cierto es que el criterio con el que se juzga de las obras de arte se funda en el sentimiento más que en los principios. Las reglas, los preceptos, sirven, sin duda, para las cosas que son de sentido común, que están por bajo del arte, mas no para el arte mismo. Cuando Moratín critica, por ejemplo, el Hamlet, yo le doy la razón en casi todos los defectos que pone; yo convengo con Moratín; yo no niego los extravíos, las rarezas, las incorrecciones, los errores y hasta los absurdos de Shakespeare. El reconocerlos y confesarlos no exige mucho más que un poco de sentido común; pero la crítica positiva de Hamlet no la hizo Moratín. Apenas entrevió una belleza de cada ciento en aquel poema dramático. Casi se puede afirmar, como afirmaba un autor inglés, que el Hamlet era para Moratín el libro de los siete sellos.

De lo expuesto se deduce que si las reglas no sirven para conocer la belleza sustancial, y mucho menos para crearla, sirven para precaver o condenar esos extravíos y lunares que empañan y turban la belleza; extravíos y lunares que, merced al ingénito y exquisito buen gusto de los griegos, no se advierten jamás en las obras del gran Siglo de Oro de su literatura, y sí se advierten, por desgracia, en los autores más ilustres de Inglaterra, de España y de otras naciones. Pero estas reglas se limitan sólo a las que dicta el mero sentido común. Cuando van más allá son arbitrarias y están basadas en un empirismo incompleto; quieren encerrar todas las creaciones posibles del ingenio humano en ciertas formas o moldes ya conocidos y declarados buenos, y todo lo que no sale vaciado de estos moldes, todo lo que no se ajusta a estas medidas, parece bárbaro y monstruoso. Ya se entiende que de estas reglas arbitrarias es de las que el señor Cánovas anhela libertar al arte. Con ellas, y ateniéndose a ellas, si la veneración de los siglos no lo vedase, hubiera condenado el seudoclasicismo de Francia aun muchas obras maestras de la musa helénica. Con ellas, y ateniéndose a ellas, condenó Voltaire, que no tenía reparo en sacudir el yugo de la autoridad, no sólo a Milton, sino al mismo Homero, de quien se burla como de un bárbaro groserísimo. Ateniéndose a las reglas, y siguiéndolas con lógica rigurosa, las tragedias de Esquilo son malísimas, peores que las de Montiano y Luyando, y la Enriqueida, de Voltaire, vale indisputablemente más que la Ilíada. Si esto no se ha declarado sin rebozo, es porque la autoridad de cien generaciones ha impedido que se deduzcan las consecuencias lógicas de las premisas que se habían sentado.

No se crea que la concepción del arte por el primero de los preceptistas, como una imitación de la Naturaleza, haya sido el principal fundamento de esta crítica estrecha, externa y negativa. Aristóteles, como el señor Cánovas conviene en ello, entendió de un modo más alto la imitación de la Naturaleza. La Naturaleza era para él no sólo todo lo existente, sino también todo lo posible; no sólo todo lo real, sino también lo ideal. El Universo poético de Aristóteles se extendía mucho más allá del Universo visible; tenía por límites lo infinito; por leyes, las del entendimiento humano, que lo había creado. Ni se puede creer tampoco que, si se conservasen completos los libros de Aristóteles de la Poética y otros en que hubo de tratar de lo bello, no habría dejado este genio maravilloso rastros de una concepción más sublime y completa de tan oscura idea.

De todos modos, el arte, en la época llamada del Renacimiento, no se contentó, por fortuna, con lo que sabemos de la doctrina aristotélica, ni con la somera interpretación que se le dio después. A más de los altos pensamientos y sentimientos de la doctrina católica, que entonces ejercían sobre el arte benéfico y sobrehumano influjo, una clara y abundosa corriente de platónica filosofía lo penetró todo y lo alzó a más puras y sublimes esferas que lo que lo que de la mera imitación de la bella Naturaleza hubiera podido esperarse. Ya el Dante concibe una teoría del arte inmensamente superior a la de los preceptistas. La belleza es un elemento ideal, incorruptible, que resplandece en todas las cosas, en unas más, en otras menos, según la capacidad que tienen para guardar este sello divino, según son más o menos diáfanas para recibir en su seno y transmitir esta luz increada, la cual


 

Per sua bontate il suo raggiare aduna

 

 

 

Quasi specchiato in nuove sussistenze,

 

 

 

Eternalmente rimanendosi una.

 

 


 


 

Esta belleza una no puede, con todo, fijarse limpia y distintamente en las cosas naturales, porque carecen de la transparencia y tersura que para ello hubieran menester, y porque la pequeñez de ellas no da espacio a la imagen. Por eso el fin del artista en sus creaciones es hacerlas tan tersas y tan grandes espiritualmente que sean capaces de la imagen de lo bello y de reflejar su brillo, quasi specchiato, como en un espejo.

Casi todos los poetas y artistas del Renacimiento siguen más esta doctrina que la de Aristóteles, y ponen el conocimiento de la belleza universal, absoluta, como principio del arte. Miguel Ángel dice que al nacer le fue dada esta belleza, como faro que le guía. «Sólo esta belleza -añade- eleva mis ojos a aquella altura en que se clavan cuando me apercibo a pintar o a esculpir, y son necios y temerarios los que afirman que proviene de los sentidos la belleza que mueve y levanta hasta los cielos a un entendimiento sano.» Pero quien declaró con más elocuencia esta teoría fue el conde Baltasar Castiglione, amigo, consejero y oráculo de Rafael. «El cuerpo -dice- donde la belleza resplandece no es la fuente de que nace: al contrario, como la belleza es incorpórea, es un rayo divino, pierde mucho de su dignidad al unirse a un objeto corruptible, y es tanto más perfecta cuanto menos de él participa, y sólo es perfectísima cuando de él está separada del todo.» Y así sigue, en las últimas páginas de El cortesano, poniendo en boca de Bembo el más sublime razonamiento sobre la belleza y el amor. Se diría que el amor, creatore d'ogni pensier buono, es también fundamento del arte, y su primera y casi única regla, condición y norma. El magnífico Lorenzo de Médicis no se creyó verdadero y excelente poeta, como sin duda lo fue, hasta que se sintió enamorado, dándonos su enamoramiento como causa de su poesía.

Los poetas y artistas del Renacimiento otorgaban, además, mayor libertad al arte que los del siglo de Luis XIV, y no se ceñían tanto a la imitación de lo antiguo; porque, como dice el ya citado Castiglione, «sería gran miseria fijar un término y no pasar más allá de aquello que hizo el primero que escribió, y desesperar de que tantos y tan nobles ingenios puedan hallar nunca nuevas formas de decir; pero en el día hay ciertos escrupulosos, los cuales, haciendo como una religión y unos misterios inefables de las letras, espantan a quien los oye, y muchos hombres nobles y letrados cobran tanto miedo que apenas osan abrir la boca».

Como decía Moratín,

cobra la osada juventud espanto...


 

En suma: yo veo en todo el libro primero de El cortesano, donde Castiglione trata del arte, una declarada tendencia a libertarle de la imitación y a abrirle nuevos senderos por medio de la libertad.

Lo que principalmente tiranizó las imaginaciones, sobre todo en el siglo XVIII, y lo que encerró la poesía y las otras artes en carriles trillados y angostos, fueron las reglas sobre lo esencial del arte mismo, fundadas, más que en principios, en una experiencia pobre, inadecuada y exclusiva de modelos determinados. Apenas se concebía entonces que hubiese habido nada bello, ni culto, ni digno de imitación y estudio, sino las producciones de cuatro épocas marca das en la Historia y de cuatro civilizaciones. Fuera de los siglos de Pericles, de Augusto, de León X y de Luis XIV, estaban las tinieblas palpables. La luz de estos cuatros siglos no se extendía mucho en el tiempo y mucho menos se extendía en el espacio. El exclusivismo llegaba a veces hasta el extremo de no admitir como estimables sino las obras literarias de griegos, latinos y franceses, en las edades mencionadas. Del famoso siglo de León X, esto es, de la Italia del Renacimiento, se ensalzaban mucho las artes, mas no la literatura. Boileau deja ver el desdén con que la mira:


 

    Evitons ces excès. Laissons à l'Italie

 

 

 

De tous ces faux brillants l'éclatante folie.

 

 


 


 

Es verdad que añade enseguida:


 

Tout doit tendre au bon sens,

 

 


 


 

dando así el bons sens como fin y término de la poesía. El gran teatro español es designado por Boileau como un espectáculo grosero. De la Edad Media nada conoce. Sabe poco de la literatura inglesa y de la italiana.

Posteriormente, Voltaire, con un espíritu más comprensivo, a pesar de sus preocupaciones literarias y antirreligiosas, fue más justo e imparcial. Apreció y dio a conocer la literatura inglesa, dijo de nuestro teatro que era superior al de las otras naciones, y que cuando la tragedia apareció en Francia con algún brillo debió mucho a sus imitaciones de la escena española; y declaró que las novelas, las ficciones ingeniosas y la moral y la Historia se habían cultivado en España con un éxito grande.

No era éste, sin embargo, el modo de sentir general. Desde que empezó, en el reinado de Luis XIV, a predominar, el gusto francés y a ejercer la cultura francesa una presión tiránica sobre todos los demás pueblos de Europa, lo general era menospreciar la literatura castiza y propia como bárbara y grosera, tener por ruda toda poesía popular y no estimar sino los remedos eruditos y artificiosos de griegos y latinos. La famosa definición de que el arte es la imitación de la Naturaleza se vino a entender cada vez de un modo más sensualista, y, sin embargo, nada menos natural que aquella literatura, que imitaba la Naturaleza; nada más simétrico, más convencional y más afectado y amanerado. Aun dentro de la escuela sensualista, y entre los sectarios de la imitación de la Naturaleza, se levantó Diderot contra lo poco natural de esta imitación, y, en defensa de la Naturaleza verdadera, censuró la falsa y cubierta de colorete, que se suponía ser la hermosa. El influjo de Batteux, principal legislador del seudoclasicismo, fue, con todo, inmenso y durable en los pueblos europeos.

Este influjo está magistralmente pintado por el señor Milá en las siguientes palabras: «A pesar de no pocas y muy venerandas excepciones, el errado concepto que se formó de la naturaleza de la poesía, la preferencia que de ordinario se dio a mostrar artificio y agudeza sobre conmover y entusiasmar, y la extremada y falsa imitación de los antiguos griegos y romanos, han conducido al arte a un estado general de abandono y postración, hasta que casi en nuestros días se ha dado más valor al sentimiento de lo bello, se ha enriquecido la teoría de la poesía con el atinado estudio y profundo conocimiento de diversas literaturas antiguas y modernas, y se ha realzado, señalando su natural y primitiva alianza con la alta filosofía.»

Varias son las causas que han concurrido a acabar con esta tiranía, a hacer esta revolución que el señor Milá y el señor Cánovas aplauden, y a darnos la libertad, que proclaman y juzgan conveniente.

La primera de estas causas fue, sin duda, la aparición y desenvolvimiento de una nueva disciplina: la estética o filosofía de lo bello. Desde Plotino, Filostrato y el maestro de la gran Zenobia, en el siglo tercero de la Era cristiana, nadie, sino muy de paso, había filosofado sobre este punto; nadie, mucho menos, había pensado en dilucidarlo en un tratado especial. No había más que los preceptistas, que los estéticos rutinarios y prácticos. El fundador de la estética filosófica fue un discípulo de Leibniz, un espiritualista: Alejandro Baumgarten, Mendelssohn y el gran Lessing le siguieron; el gran Lessing, a quien no pocos de sus más jactanciosos compatriotas ponen al lado de Arminio y de Lutero, como uno de los tres libertadores de la raza germánica del predominio de la raza latina.

A par de los filósofos, vinieron también por aquel tiempo a reformar y levantar la crítica en Alemania algunos sabios conocedores de las bellas artes, artistas y poetas, como Herder, Mengs, Winkelmann, Goethe y Schiller.

Los últimos, así como Lessing, unieron el ejemplo a la teoría.

Este movimiento acabó en Alemania con el seudoclasicismo francés y levanté sobre la doctrina de la imitación la libertad de la fantasía, del genio, de la virtud creadora.

Mientras tanto, las guerras napoleónicas y el empeño del emperador francés de imponer su yugo a las grandes naciones de Europa despertaron en muchas de ellas el espíritu nacional y el amor a lo propio y castizo. Coincidió con esto que en parte, por efecto sin duda de haber presenciado los hombres tantas novedades, revoluciones y trastornos, se despertó la facultad de comprender mejor lo pasado y de concebirlo y representarlo mejor: algo como una segunda vista histórica. El saber de las cosas que fueron se hizo más general y más profundo, y se falló con más tino y mejor aviso y noticia sobre cada momento de la civilización, sobre las creaciones literarias y artísticas de todos los pueblos y de todas las edades. Confieso que a veces degeneró esta afición a lo nacional, espontáneo y castizo, hasta un extremo vicioso, como si debieran preferirse los aullidos de los caribes a las odas de Horacio, y el vito de los gitanos, la timorodea de las mozas de Otahiti y el tango de los negros, a la danza magistral graciosa y mesurada que compuso Dédalo para solaz recreo de la rubia Ariadna; pero por lo común fue muy útil y saludable este conocimiento y juicio sobre todas las literaturas este aprecio elevado de las artes de todas las naciones.

Los horrores de la Revolución francesa, los extravíos de la incredulidad religiosa, que había venido a fundar un paganismo nuevo, y la grosería del sensualismo y del materialismo, produjeron, además, una reacción que se extendió a la literatura. La Edad Media fue lo ideal de la poesía, y el catolicismo su más pura fuente. Los hermanos Schlegel hicieron, movidos de este espíritu, la apoteosis de Calderón, y Chateaubriand compuso, en El genio del Cristianismo, una como arte poética, donde trata de demostrar que hasta para máquina de un poema valen más los seres sobrenaturales de nuestra religión que los dioses y semidioses de la fábula. Esta doctrina llegó también a exagerarse, y en la práctica produjo composiciones en que lo asqueroso, lo repugnante y lo sepulcral daban grima, como, por ejemplo, la Leonora de Bürger.

Todas estas novedades sirvieron de elementos para la formación de una nueva escuela literaria y artística que se llamó el romanticismo, la cual, a vueltas de no pocas extravagancias y exageraciones, nacidas casi siempre del corto saber de algunos sectarios, trajo consigo dos grandes ventajas: un concepto más noble, más espiritualista y más trascendental del arte y de la belleza, y la abrogación de las reglas arbitrarias y convencionales.

No cabe duda que a este movimiento revolucionario debe España una época brillante y fecunda de actividad en letras y artes, época que, si bien muchos creen que terminó ya, me parece que dura todavía, dándole yo igualmente mayor extensión en su origen. No la hago yo nacer con el romanticismo propiamente dicho, sino con el sacudimiento que produjo en España la Revolución francesa y con el gran levantamiento nacional contra Napoleón. Quintana, el más inspirado y sublime de nuestros líricos después de fray Luis de León, abre este período, ensalzando la libertad, la patria y el progreso humano, y en este período brillan, entre otros menores poetas, dos tan eminentes como Espronceda y como el duque de Rivas.

Ya he dicho que el conocimiento y el estudio de todas las literaturas contribuyó mucho a la perfección de las teorías artísticas y a poner en claro que lo bello cabe en todas las formas y puede darse en todos los géneros y maneras. Los griegos y latinos no fueron sólo ya los imitados. Cada pueblo se volvió en busca de inspiración poética, así a las fuentes de su propia y popular literatura como a otras que antes se habían menospreciado y desconocido. Las leyendas bretonas, los romances, las canciones de gesta, los versos de los trovadores, las sagas escandinavas, la poesía cristiana de los primeros siglos y de los siglos medios, los poemas colosales de la India y de la Persia, los vigorosos raptos líricos de los hebreos y de los árabes, fueron objeto de admiración y de estudio. Hasta los mismos clásicos griegos y latinos, así como la civilización que retratan y de que nacen, se interpretaron y conocieron mejor que los conocieron e interpretaron quienes los tenían por casi exclusivos modelos de toda belleza. Guillermo Guizot, Maury y Patin entendieron mejor sus obras que Boileau, Barthelemy y Dacier. En un principio, el cosmopolitismo y el panfilismo literarios indujeron a muchos a no apreciar como debían los clásicos griegos y latinos; pero ya se ha disipado este error y queda relegado entre los ignorantes y extravagantes. Todo hombre de buen gusto piensa, en el día, que, salvo las poesías de los libros santos, inspirados por Dios, no hay más perfectos modelos de belleza que los que la musa helénica ofrece, y los que, imitándolos, produjo en Roma el siglo de Augusto. Es más: en la patria del seudoclásicismo, en Francia, en el país desde donde se divulgó la doctrina del atildamiento nimio y del remedo servil de las obras de Grecia, y donde la reacción debió de ser y fue más fuerte, el vate que debe considerarse como el generador de la gran poesía lírica moderna de aquel pueblo, y hasta como el jefe de los románticos, es un imitador sabio y discreto de los griegos, y él mismo tenía sangre en sus venas de aquella raza privilegiada y había nacido en aquel suelo inspirador. Hablo de Andrés Chénier, del autor de La joven cautiva y de la oda A Carlota Corday. De él dice el más audaz, el más anárquico, el más despreciador de todo freno entre los poetas románticos franceses, que el Pegaso deforme que nos pinta, y que requiere siempre un palafrenero divino, lo tuvo primero en Orfeo, y en Andrés Chénier por último. De esta suerte paga Víctor Hugo espléndido tributo de admiración al imitador de Teócrito, de Catulo, de Tíbulo y de Virgilio, y pone bajo su custodia el monstruo indomable que ha roto los lazos,


 

Qu'ont tâché de lui mettre aux ailes

 

 

 

Despréaux et Quintilien,

 

 


 


 

y sobre el cual cabalga el genio y se lanza en los abismos ignorados.

Conforme en todo con el señor Cánovas en la creencia de que el arte y la poesía son inmortales, no debo extenderme aquí apoyando su aserto y repitiendo lo que yo mismo he dicho tantas veces en otros escritos. Sólo expondré, en resumen, que no hay nada más falso que el supuesto positivismo de nuestra edad, edad en que la cuestión religiosa agita hondamente las conciencias humanas, edad de prodigiosos metafísicos y de egregios poetas.

El arte no puede recelar que ha de morir a manos del saber. La ciencia ha metodizado y reducido a sistema todos los conocimientos; pero más allá queda siempre un infinito desconocido, por donde vuela y campea la imaginación, libre de todo yugo. Hay, por último, pasiones y ensueños y sentimientos que la ciencia no podrá nunca entibiar, ni borrar, ni secar; y aunque sean las facultades humanas que sirven para el arte otras de las que sirven para la ciencia, no están en oposición, y no menguan y decaen las unas al compás que las otras crecen y se encumbran, sino que sin detrimento se desarrollan todas con el progreso y desarrollo de la civilización y de toda virtud y energía del humano linaje.

Verdad es que la escultura de lo venidero no creará un tipo más ideal de hermosura varonil que el Apolo del Belvedere, ni una mujer más hermosa que la Venus de Milo; ni tal vez la arquitectura imaginará nada más bello que el Partenón, ni nada más sublime que una catedral gótica; ni tal vez invente la pintura un rostro más divino que el de las vírgenes de Rafael; pero en la música y en la poesía lírica, donde se cifran y compendian todas las celestes aspiraciones de la Humanidad, caben, sin duda, progreso y mejora, conforme nuestras almas se vayan levantando a superiores esferas y descubriendo más vastos horizontes por donde tender la mirada y por donde enderezar la voluntad, sedientas ambas de lo infinito.

Por esto la música y la poesía lírica florecen como nunca en la edad presente. Respecto a la música, es tan clara esta verdad, que no hay que demostrarla. Y de la excelencia de la poesía dan testimonio Byron, Moore, Shelley, Tennyson, Wordsworth y tantos otros, en Inglaterra; Chénier, Hugo, Lamartine, Musset y Béranger, en Francia; en Alemania, Schiller, Goethe y Heine, y en Italia, Parini, Monti, Foscolo, Leopardi y Manzoni, los cuales se adelantan, en la forma y en la idea, a la mayor parte de los poetas líricos que hubo, en los siglos pasados, en sus respectivos países.

El arte vive, pues, y no acabará nunca mientras la Humanidad no acabe. Lo que hace es romper las formas antiguas para revestir nuevas formas; lo que hace es recobrar su libertad para vivir soñando y adivinando, más allá de donde alcanza la ciencia, las futuras y recónditas verdades o las bellas y sublimes ilusiones que han de servir a los hombres de guía o de consuelo.

Y aquí, señores, será bien que yo ponga término a mi desaliñado discurso, sin distraer por más tiempo la atención del recuerdo agradable que el del señor Cánovas ha de haber dejado en vuestras almas, el cual discurso creo que bastaría solo, aunque no hubiese otros motivos, a que os felicitarais, como me felicito yo sinceramente, de tener a su autor por compañero.

 

José María de Pereda, Esbozos y rasguños (1880)

 

Las tres infancias

 

Al señor don Tomás C. de Agüero

     He de decirlo, aunque el atrevimiento me cueste una multa municipal: para un hombre de mi temperamento, por no decir idiosincrasia, tiene gravísimos inconvenientes la amistad de un señor alcalde, a cuya persona se profesa un arraigado y (por desgracia mutuo) ya viejo cariño, afianzado con el doble remache de sus raros talentos y no comunes virtudes. Cuando un amigo semejante se nos acerca, y, otorgando a nuestro ingenio una alcurnia que no tiene, nos pide una chispa de su luz para convertirla en pan para los menesterosos, no hay medio de resistirle, ni de negarle un esfuerzo heroico en pro de su noble intento. Y entonces se llama a las puertas del ingenio, holgado y desprevenido; pero el ingenio, que parece fundido en corazón de avaro, echa todos los cerrojos de su mazmorra, y más se esconde cuanto más se le invoca.

     Y aquí las perplejidades y las angustias; porque la súplica es mandato, y el tiempo avanza, y el término fatal se acerca, y lo que era crepúsculo en la mente, llega a hacerse noche tenebrosa.

     Expongo estos hechos ante el insigne jurisconsulto, para que en aprecio los tome el magistrado, como razones atenuantes, si mi franqueza llega a parecerle merecedora del papel en que se saldan con la autoridad las cuentas del desacato a ciertos preceptos de sus Ordenanzas; o no la halla bastante castigada con haberme sacado al palo, que no otra cosa es, en sustancia, poner a un hombre avezado a la oscuridad de todos los aislamientos, en estas alturas por tantos soles alumbradas y expuestas al rigor de los huracanes de la crítica.

     Siguiendo en mis propósitos, digo que es fama que el aire libre, sin los ruidos ni el vaivén de la civilización, es un gran inspirador de ideas y un desinteresado y docto consejero. -Yo no lo dudo, aunque tengo para mí que con esta receta se han cogido más catarros que pensamientos. Pero es innegable que hay un instinto que le arrastra a uno lejos del rumor de las gentes cuando tiene necesidad de reconcentrar las fuerzas del espíritu; y que ese instinto me sacó de mi guarida en la ocasión citada, y me condujo, si no al campo, porque estaba éste lejos y yo perezoso, a cosa que en algo se le parecía, bien que no en colores, en aromas ni en frescura. Sentéme al pie de añoso tronco, como dicen los bucólicos; y no en mullida y olorosa alfombra, sino en duro y empedernido banco, a la sombra del escueto Y desgarbado ramaje, porque las tiernas hojas aún dormían arrebujadas en los pliegues entreabiertos de sus yemas.

     La condición humana tiene tendencias inexplicables. En los conflictos más graves del espíritu, suelen los hombres preocuparse con los sucesos más triviales. El reo que aguarda la sentencia del tribunal que puede enviarle al patíbulo, acaso se entretiene en contar los clavos de la puerta tras de la cual deliberan sus jueces, o en traer a su memoria el día y el precio en que compró los zapatos que lleva puestos. -No hay ejemplo de persona que al resbalar en la calle y caer al suelo y quedar en él descalabrada y quizá sin sentido, no trate de indagar, antes que la gravedad de su herida, la causa del resbalón, ni que deje de disputar acaloradamente sobre si la cáscara que pisó es de limón o de naranja, como haya quien sostenga lo contrario.

     Solicitado yo de la propia inexplicable tendencia, al sentarme aquel día en demanda de una idea adecuada a mis intentos, comencé por hacer rayitas caprichosas en la arena del suelo con mi bastón; después puse todo mi conato en demostrar prácticamente, sobre el propio terreno y con la misma herramienta, la exactitud del teorema geométrico que dice que la superficie de un rectángulo es igual al producto de la base por la altura, cosa que siempre me tuvo sin cuidado, como ustedes pueden comprender, sin que yo lo afirme; después tracé caprichosas cifras, y dibujé barcos, y hasta retraté de perfil a mis amigos.

     Cuando me cansé de dibujar, di en el ansia de reparar en los transeúntes; si eran rubios o trigueños, si altos o bajos, si pobres o ricos; en qué iría pensando el de la cara hosca y encorvada cerviz; de dónde vendría la que a tales horas tan menudito pisaba, y con empeño recataba la faz; adónde iría a comer, qué comería, qué habría cenado, en qué lecho dormiría aquel infeliz de rostro macilento, mal calzado y peor vestido, en cuya mirada triste y angustiosa parecía reflejarse el deseo de trocar la memoria de pasadas abundancias por un mendrugo de pan y una camisa; cómo y de qué viviría el exótico chulo de ceñidos pantalones, charolada bota, rizada pechera, relumbrante leontina y exagerado chambergo; por qué funesta preocupación juzgaría un mozuelo sin chaqueta y desaseado, que el ser descortés y blasfemo, al pasar por delante de mí, le daba gran importancia y respetabilidad; por qué no hay leyes que castiguen a los blasfemos como a los ladrones, mientras llega a ser un hecho que la cultura no es enemigo mortal de la taberna, como aseguran los que dicen entender mucho de achaques de moralizar sin Decálogo ni carceleros...; por qué el mísero jumento que por más allá pasaba zarandeando las orejas, con una carga que le doblaba el espinazo, no recibía de su ingrata conductora, en recompensa de sus fatigas, más que una lluvia continua de varazos; si, bien pesados el entendimiento de la una y el instinto bestial del otro, no tendría la balanza el capricho de inclinarse hacia el platillo del cuadrúpedo; qué papel le estará destinado en el sublime escenario de la creación, donde nada huelga, al diminuto insecto que se retorcía, esforzándose por apartar un grano de arena que le obstruía su camino... Preocupéme, en fin, con todo menos con lo que debía preocuparme en aquellos momentos, cuando acertó a pasar por delante de mí un verdadero enjambre de niños, corriendo como liebres perseguidas por un galgo. Habíalos rubios, morenos, rollizos, cenceños, y el más talludo no pasaba de esa edad encantadora de la sinceridad y de la inocencia; niños, verdaderos niños, libres, sueltos, revoltosos y bullangueros, que gritaban saltando, y, corriendo sin cesar, sudaban más por los gritos que por lo que corrían. -No podía ofrecérseme tentación que más lejos de mis intentos me arrastrara.

     Mi vista se fue tras ellos, y con la vista el último recuerdo de mi compromiso. -Jugaban al marro, y me interesé en el juego lo mismo que si en él tomara yo parte.

     De pronto observé que los gritos crecían, que los dispersos se agrupaban, y que del grupo salía uno como disparado hacia mí, con la hermosa faz desencajada y los ojos anhelantes, perseguido por un camarada, que, según apretaba los dientes y la carrera, debía tener gran empeño en alcanzarle. Al ver la expresión angustiosa de aquella linda criatura, y temiendo lo que al cabo le sucedió, levantéme para salir a su encuentro. Pero ya era tarde. El pobrecillo dio un paso en falso, y cayó al suelo; y únicamente pude evitar que se lastimara la cabeza con los guijarros. El otro niño retrocedió como una exhalación, en cuanto vio caer al fugitivo.

     Apresuréme a levantar a éste, y procuré consolarle, esperando que tan pronto como se incorporara empezaría a poner el grito en el cielo. No bien estuvo de pie, fijó en mí sus grandes ojos azules, de los que se escapaban dos enormes lágrimas, y lanzó de lo más hondo del pecho un suspiro trémulo e interminable.

     -Ahora empieza -dije para mí-. Pero me llevé chasco. El atribulado niño sorbió sus lágrimas en cuanto llegaron a perderse entre los húmedos corales de sus labios, y devoró otro suspiro que aún se le escapaba.

     -¡Bravo! -exclamé dándole un beso-. Así se portan los valientes. ¿Te has hecho daño?

     Y el chico, sin contestar a mi pregunta, se sacudió el traje precioso de terciopelo que vestía, con el gorrito escocés que se quitó de la cabeza, y se limpió el sudor de su linda cara con un pañuelito que a duras penas, y después de meter el brazo hasta el codo, sacó del bolsillo de su pantalón bombacho. Limpiábale yo también y le arreglaba los desordenados rizos de su cabellera rubia, cuando, después de lanzar el tercer suspiro, me dijo, poniéndose muy cuadrado:

     -¿Ve usté qué taidoría?

     -Pero ¿qué te ha pasado, hijo mío? -le pregunté.

     -¡Ese Gabielón!... -me respondió con ira-, que estábamos juegando al marro, y salí yo, y dipés toqué; y como él me pillaba, ya no me podía pillar, porque yo toqué... y dipés saqué un poquitín el pie... así, así no más; y porque le saqué, dice que no toco, y me pilla, y dice que ¡apillao!; dipés digo yo que eso no vale... y me escapé... y va él y me quiere pillar otra vez; y como me tiene tirria... me caí.

     -¡Picardía como ella! -¿Y por qué te tiene tirria?

     -Porque esta mañana sabí el Feuri mejor que él, y a mí me dieron vale, y él echó tes borrones en la plana... Por eso.

     -¡Dígole a usted con Gabielón!... ¡Habráse visto envidioso y desaseado!... ¡Tres borrones en una plana!... ¿Y qué le dijo el maestro?

     -Le pegó tes coquetazos.

     -¡Bien hecho!

     -Y dipés le volvió a palotes.

     -¡Chúpate esa!... ¿Y de qué escribes tú?

     -De Zaramagullón.

     -¡Hombre!... ¿Y qué es eso?

     -De pimera con ese letero.

     -¡Ya! Y ¿cómo te llamas?

     -Pelín Benabé de lo Zantos.

     -¡Cáspita! me parece mucho.

     -¿Po qué?

     -Porque eres tan chiquitín...

     -¿Y qué?

     -¡Y son tantos los nombres!... no podrás con ellos.

     -Ya queceré yo más.

     -Cierto es. Y cuando crezcas ¿qué vas a hacer?

     -Cuando yo sea gandón, gandón, voy a ser general.

     -¡Hola!

     -¡A mí me gusta mucho ser general!

     -¿Por qué?

     -Porque los generales tienen pumero en el ticornio, y banda, y sable de oro, y muchas cuces en la casaca; y cuando pasan, todos los soldados les hacen la venia; y van a caballo... y comen con el rey.

     -Bien está eso; pero los generales, amigo Pedrín, van a la guerra, y allí...

     -Dice papá que no.

     -Muchos hay de esos, según cuentan; pero algunos van a ella y salen heridos.

     -¿Y se mueren?

     -A veces... Pero vamos a ver: si tú fueras general ahora mismo, ¿qué harías?

     -Lo pimero, llamar a los civiles y pender a Gabición.

     -Lo sospechaba.

     -Poque Gabielón me hace mucho de rabiar.

     Mientras así, y por el estilo, departía yo con Pedrín, el llamado Gabielón había llegado junto a sus camaradas, un tanto sobresaltados al ver caer al fugitivo, y no poco recelosos al contemplarle luego bajo mi protección. El causante, más valiente o más curioso, después de enterarse de todo y de meditar un momento, salió del grupo; y arrimándose a los árboles, y haciendo una paradita en cada uno de ellos, durante las cuales roía la yema del índice, sin dejar de mirarme de reojo, llegó hasta el banco inmediato al que yo ocupaba. Pronto imitaron el ejemplo sus camaradas, acercándoseme poco a poco, con las caras compungidas y dando a sus respectivos continentes el aire más inofensivo y bonachón.

     Era el enemigo de Pedrín trigueño, de ojos de terciopelo, tan negros como centellantes, de blanca y apretada dentadura, labios finos y un tanto desdeñosos, muy rollizo y bastante desaliñado en el vestir.

     -¡Ven acá, buena pieza! -díjele cuando estuvo a pocos pasos de mí-. ¿Por qué tienes tirria a Pedrín?

     Decir yo esto y rodearme la infantil muchedumbre, fue una misma cosa. Saeteábanme sus ojuelos con verdadera avidez; y aquel racimo de angelicales cabezas y de cuerpos entrelazados, traíame a la memoria el famoso capricho de la Fecundidad, que eternizó el pincel del Tiziano.

     Callóse Gabrielón a mi pregunta, y respondióle un camarada desdentado, por estar en la mudanza de los incisivos:

     -¡No le tiene tirria!

     -Pues ¿qué le tiene, si no? -repliqué fingiéndome muy serio.

     -No sé yo qué le tendrá, -repuso, muy grave, el entremetido.

     Otras voces salieron también del grupo; y aunque negando todos los supuestos rencores de Gabriel, acusáronle, unánimes, de ser muy dado a pintar sabandijas en los márgenes de las planas, y hacer pajaritas con las hojas del Catecismo; cargos que escuchaba el acusado balanceando el cuerpo, recostado contra el árbol, y arrancando media suela descosida de uno de sus zapatos con el otro pie.

     Toméle yo de todo esto para entrar en animado diálogo con todos ellos; y tras larga y bulliciosa sesión, a duras penas los puse en orden y en silencio, contándoles, entre otros, el cuento de Alí-Babá, o sea el de Los cuarenta ladrones exterminados por una esclava. Cuando los vi más hechizados con los recuerdos del tesoro, que yo les había descrito a mi manera, de la caverna misteriosa que franqueaba sus puertas a la mágica frase de ¡Sésamo, ábrete! propuse la paz entre los dos enemistados camaradas.

     -¡Es un cascarruña... y muy acusón! -dijo Gabriel.

     -¡Mecachis! -respondió Pedrín con cierta sonrisa irónica.

     -¡Y sí! -añadió el otro-: siempre está poniéndome en mal con don Moisés.

     -¿Quién es don Moisés?

     -Un señor muy viejo que juba aquí con nosotros.

     -Pues es preciso que hagáis las paces, ¡caramba!

     -¿Yo con ése?...

     -¡Para él estaba!...

     -Ahora lo veremos.

     Dije, y saqué la cartera. Al verla, el enjambre se echó sobre mí. Teníala bien repleta de estampitas y otras puerilidades análogas; porque es de saberse que, aun sin las eventualidades de la calle, no me faltan ocasiones de desocuparla muy a menudo. Ofrecí las mejores a los dos enemigos rapaces, a condición de que se abrazaran; y sin quitar los ojos de la cartera, estrujáronse heroicamente. Cumplí mi palabra en el acto; y mientras les entregaba las estampas, los ojos de los demás no cesaban de ir de los míos a la cartera, y de la cartera a los míos, a la vez que sus manos tanteaban las inmediaciones de las estampas, con una inquietud nerviosa. Comprendí la mímica y repartí una figurita a cada uno.

     -¡Contra, qué lápiz! -exclamó el más talludo. Y tuve que dársele. Así me arramblaron cuanto en la cartera flotaba o relucía.

     Noté que, según me iban desvalijando, se mostraban menos pegajosos; y cuando nada tuve que darles, bastó media palabra para que desaparecieran de mi vista como bandada de gorriones al ruido de una palmada.

     Entonces advertí que en el banco de enfrente se habían sentado hasta media docena de incipientes galanes; mozos de semillero, metidos de cuajo en la edad más antipática de la vida humana; conjunto desgarbado de brazos, zancas y pescuezo, en la cual edad todo en el hombre es transitorio y pegadizo, y nada completo ni armonioso; pajaros en tiempo de muda, como ellos son escalofriados y angulosos; huyen de los niños porque se juzgan hombres, y los hombres los rechazan porque los toman por niños. Para remate de desentono, hasta los sastres se complacen en extremar sobre ellos los caprichos de la moda con tajos y recortes atrevidos, que sólo conducen a poner en evidencia el armazón que falta en el tronco, o el esqueleto que sobra en las extremidades. En mis tiempos se los conocía con el adecuado nombre de pollos; hoy se les llama, si no estoy mal informado, sietemesinos y gomosos. Llegaban perceptibles hasta mí sus declamaciones, altisonancias y discreteos; pues hablando ellos para ser oídos de sedentarios y transeúntes, buscaban de propio intento lo más sonoro y atractivo del habla castellana. Quién de los seis mostrábase mal ferido de punta de amor, y lloraba y gemía contrariedades y discordancias; quién, más feliz en sus empresas, dábale amparo y consejo, y afanábase por pintarle como artificios y disimulaciones lo que el atribulado tomaba por desdenes ciertos y coqueterías probadas; quién, pellizcándose el musgo mal nacido de su labio, y frunciendo los dos con menosprecio, burlábase del candor de los amantes que aún creen en el amor y en las mujeres, porque él, a los diez y ocho años que a la sazón contaba, tenía petrificado el corazón a fuerza de desengaños y mentiras.

     Otro, nacido para amar, no hallaba ocasión propicia para mostrar su corazón abierto a tantas mujeres que parecían venidas al mundo para corresponderle.

     Otro estaba por las glorias de la inteligencia, y no aceptaba el amor sino como resorte para mover a los personajes de sus creaciones en proyecto. Tenía un drama comenzado y tres novelas en embrión, y estudiaba el carácter y la situación de aquellos sus amigos para reproducirlos en la escena y en el libro. El último, lacio, encanijado y escrofuloso, no hablaba sino para echar por aquella boca estocadas y pistoletazos, los cuales medios, según la experiencia se lo demostraba cada día, eran los únicos que todo hombre de corazón, como él, debía aceptar para desembarazar de dificultades el sempiterno drama de la vida.

     A lo mejor del cacareo, venían a enardecerle el sastre y el zapatero, como accesorios del asunto principal; pues no faltó quien achacase parte de un fracaso galante, a la influencia de un levitín con dos centímetros de más en la longitud de las haldillas, o a la de un punto menos en la altura de los tacones. De aquí se pasó a ponderar la fortuna de los elegantes que hallan en las grandes capitales, artistas de talento que comprenden la filosofía del corte y la estética de la moda, haciendo así que las clases no se confundan, y brillen en todo su esplendor de cuna los jóvenes distinguidos y elegantes.

     En éstas y otras, comenzó a poblarse el sitio de paseantes, y noté que algunas parejas femeninas, sólo con pasar por delante de los gomosos, dejáronlos como petrificados en el banco. Callaron todos de repente, y el tierno y el desdeñoso, el poeta y el espadachín, el más tímido y el más osado, pusieron los ojos tiernos, y en exhibición el atractivo que en más estima tenían: quién la cabellera, quién la curva del pecho, quién la rectitud de la pierna, quién los dientes, quién el pie, y todos, unánimemente, los puños de la camisa. Después se dividieron en parejas, y cada una de ellas se fue detrás de la femenil de sus preferencias, cuál suspirando, cuál hablando recio y escogido, cuál alardeando de agudo y de chistoso, pero todos en busca de un corazón y una mirada. Entonces noté con gusto que las damas de ahora, como las de mi tiempo, en cuanto se visten de largo, ya no gustan de muñecos. Pero los seis de marras creían lo contrario, y así se divertían.

     Pues éstos -dije para mí- son otros niños felices, y no se diferencian de Pedrín y sus camaradas sino en que visten de otro modo y juegan al amor, al talento y a otras cosas serias, mientras los primeros juegan al marro o a las aleluyas. Por lo demás, créense hermosos y apuestos, y son ridículos; admíranse de sus propios talentos, y son tontos de capirote; júzganse amados, y nadie los puede ver. Su vida es una constante equivocación. ¡Envidiable felicidad!

     Un rayo de sol bañaba entonces el sitio que yo ocupaba, y el miedo de que me calentara los cascos con exceso, llevóme al otro extremo del banco. En el instante en que me acomodaba en el sombrío rincón, llegaba a ocupar el que dejé vacío un anciano octogenario, arrastrando los pies sobre la arena, y con el cuerpo vacilante encorvado sobre una cachaba. Eligió el punto en que más copiosamente se desparramaba el manojo de sol, y sentóse allí poco a poco y agarrándose, como si temiera romper en una brusca sacudida el hilo desgastado y tenue de su existencia. -Saludóme con una penosa inflexión de su pescuezo y una mirada yerta, y devolvíle el saludo con respeto.

     -Usted huye del calor -me dijo con voz desentonada y trémula, cuando se hubo sentado-: yo le busco con ansia. ¡Ineludible ley del equilibrio!... A su edad de usted yo hacía otro tanto... Me sobraba el calor. Desde entonces ¡cuántos inviernos han pasado sobre mí!... ¡Cuánto calor me han robado sus hielos!...

     Sin dejarme decir algunas palabras de pura cortesía, continuó así el buen señor:

     -Se reirá usted de mí, porque apenas despliego los labios, comienzan a asomar la oreja mis manías de viejo... Así llaman los jóvenes a nuestra afición a evocar recuerdos de otras edades... Hay mucha injusticia en eso. Quien, como yo, no tiene por delante más que una tumba y una mortaja, cuadro en verdad poco risueño y deleitable, necesita volver los ojos a lo pasado para no morirse de tristeza, y cuanto más lejos, mejor... Por eso me gustan tanto los niños. Ellos vienen, yo me voy; nos encontramos a la puerta del mundo, unos entrando y otros saliendo. Viajeros con opuesto rumbo, que hacemos una parada en una misma estación y comemos en la misma mesa. Ellos me hablan de lo que vienen a buscar; yo les hablo de lo que por acá dejo... Esto divierte y consuela. El resto de la humanidad ya no me pertenece, como no me pertenece lo que conduce el tren que se cruza con el que a mí me lleva a la eternidad. Alargar todo lo posible los momentos de parada, a fin de que dure un poco más la compañía de la mesa, es ya mi único negocio. A él me consagro tiempo ha, y aquí me vengo todos los días, como un niño, a jugar con estos niños... ¿Por dónde andan esos diablejos?... Helos allí... ¡Qué monísimos son!... Verá usted lo que tardan en asaltarme... y en desvalijarme... Afortunadamente vengo hoy bien pertrechado de metralla para defenderme. Caramelos... rosquillas... estampas; y en este otro bolsillo, medio quintal de paciencias... ¡Cuánta necesito a veces para armonizar tantas cabecitas sin tornillo, y para no enfadarme!... ¡Sí, señor, para no enfadarme!... ¡Ahí anda un Gabrielón, travieso y mal intencionado!... Ayer me tiró con una aceituna desde su balcón... Pues mire usted, sentí aquel golpe como si hubiera sido un balazo... porque ni yo le había dado motivos para ello... ni está bien que así se trate a los mayores, bajo ningún pretexto... ¿No lo dije? ¡Ya está la nube encima!...

     En efecto, la misma que poco antes había caído sobre mí, pero lenta y apacible, envolvió al octogenario, tormentosa y rugiente. Entre gritos de «¡papá Moisés, señor don Moisés!» y alguno de «¡Señor Matusalén!» que yo jurara que procedía de los pulmones de Gabrielón, aquella muchedumbre estrujó al anciano, asaltándole por piernas, brazos y cabeza. Quién le besaba, quién le sacudía, quién le interpelaba, quién, más osado, le registraba los bolsillos... hasta que, falto ya de respiración, arrojó por encima de las cabezas de todos un paquete de almendras, que se desparramaron en el suelo; cebo estimulante sobre el cual se echó en el acto aquella bandada de pájaros golosos. -Empezó luego el reparto de lo que quedaba en los bolsillos, y no faltaron entonces reclamaciones, protestas y refunfuños de una y otra parte, y aun llegó a riña formal, entre el anciano y Gabriel, lo que empezó por quejas del primero sobre el incidente de la aceituna, al ofrecer su ración, un tanto mermada, al segundo. Interviene poniendo paz, cuando vi que las sequedades del muchacho iban a hacer llorar de pena al pobre viejo; diole un beso cada cual, como firma de amor y de alianza; y, ya todos unos, como dijo don Moisés hecho unas pascuas, pusiéronse a jugar los rapazuelos delante del anciano, haciéndole juez árbitro de sus contiendas, lo cual le deleitaba y entretenía.

     Pues éste es otro niño -dije para mí, contemplándole-; y con él son ya tres los ejemplares. Es decir, que de tres no bajan las necesarias infancias del hombre, las que son inseparables condiciones de otras tantas edades de la vida... porque si a sumar vamos las que son el fruto de las mundanas flaquezas, casi son tantas como los años que vivimos.

     Niño es, en efecto, el hombre que de vanidades se nutre y al huero relumbrón endereza todas sus aspiraciones; niño cuando se pavonea con un cintajo en la solapa, como si fuera señal de sus virtudes y no de la amistad de un prócer dadivoso; niño cuando se desvela por adquirir un diploma que le autorice para estampar en coches y tarjetas dos calderos y una escoba, o cualquier otro emblema heráldico no menos expresivo y linajudo; niño cuando, ya con canas, se prenda de su apostura, y despilfarra ante el espejo las horas que niega a más honrosos y transcendentales afanes; niño cuando... cuando se parece a tantos y tantos nietos de Adán por el estilo; y niño, en fin, soy yo, que con frecuencia me enredo en tales filosofías.

     Pero volviendo a los niños ochentones, ¡cuántos hay en uno y otro sexo que han tomado la ciencia, las letras, las artes o la caridad por juguetes, y dejan el sendero de su vida lleno de luz y de beneficios, en bien de sus semejantes!... Preciso es convenir en que estos niños tienen mucho de ángeles... Y conviniendo en ello, forzoso es declarar que la raza de Caín no es tan mala como su fama la pinta.

     Pensando así, levantéme con rumbo a mi casa; pero nuevos aires me soplaron, y a otras regiones más intranquilas me condujeron las ideas. Y extendí la mente por los campos de la historia; y al ver la haz de la tierra cubierta de ruinas y de cadáveres; a las razas luchando contra las razas; a las ideas contra las ideas; al ver la fuerza convertida en derecho y a los pícaros en la cumbre de los honores, y a los buenos en el abismo de todas las desventuras; a la mujer holgada y consentida, arrojando a los pies de su amante el honor de su marido; al marido, mancillando en torpes mancebías la fe jurada en los altares; al ver al poderoso explotar al necesitado, y al necesitado escupir la mano que le da la hogaza; al ver aquí el látigo, allí la tea, acá el atropello, allá la asechanza, y en todas partes y en todos tiempos y a todas horas, el orgullo, la soberbia, la envidia, la venganza, imponiéndose al mundo como una calamidad incontrarrestable -¡ay! exclamé en mis adentros-, niño es el hombre, y aun con frecuencia es ángel; pero también es tigre carnicero en cuanto arroja a Dios de su conciencia.

     Dicho se está que este hallazgo no me satisfizo tanto como el anterior; pero consoléme mucho al caer en la cuenta de que si Dios entregó el mundo a las ambiciones y a las disputas de los hombres, también infundió en los buenos el sublime sentimiento de su caridad para ejemplo de verdugos y consuelo de perseguidos y desheredados.

     Y andando, andando, con la mente abismada en tan santas cavilaciones, mi capa no parecía.

     Y las horas corrieron, y los días pasaron, y la inspiración no vino, y llegó el trance fatal, y trajéronme al banquillo de los reos... desde el cual me atrevo a suplicaros, después de llamar a las puertas de vuestro corazón con las narradas dificultades, como testimonio fiel de una heroica voluntad, que la toméis en cuenta para absolverme de las confesadas culpas de mi torpe ingenio.

1878



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Manías

     Afirmo que no existe, ni ha existido, un nieto de Adán sin ellas. Por lo que a mí toca, desde luego declaro que tengo una. Por ser lo que es y de quien es, no quiero aburrir al lector diciéndole en qué consiste; pero, en cambio, voy a hablarle de las suyas y de las de sus amigos y allegados, con la previa advertencia de que la palabra manía no ha de tener aquí la única significación de locura que le da la ciencia; yo la uso, además, en su acepción vulgar de extravagancia, resabio, etc. Así las cosas, repito que la humanidad entera es una pura manía. Me he convencido de ello desde que al conocer la mía, y por el deseo de consolarme de ella, di en la de observar las del prójimo.

     Yo era de los cándidos que ven a los hombres privilegiados sólo a la luz de su fama o de sus relumbrones, y a los colaterales, con las cataratas que da la costumbre de mirarlos sin reparar en ellos.

     Un escritor ilustre, un pensador profundo, era a mis ojos el hombre que veía en sus libros. Representábamele, escribiéndolos, lo mismo que se retratan los poetas cursis: vestidos de etiqueta, arrimados al pupitre, graves y solemnes, y observando aquella regularidad matemática que encarga Torío que haya entre la mesa y el asiento; rodeados de libros en pasta, unos cerrados, otros abiertos; la cabeza alta, los ojos casi en blanco, y las ideas pasando de la mente a la pluma con la facilidad con que bajan las cristalinas murmurantes aguas del monte a la llanura. De una inocentada por el estilo debe haber nacido la admitida creencia de que Buffon escribió su Historia Natural con guantes blancos.

     Si la celebridad era del género cáustico, veíala yo igualmente sentada a la mesa, ataviada en carácter, con cierto desaliño artístico, la melena revuelta y ondulante, por pluma una saeta con cascabeles, la boca sonriente y los ojos chispeantes; y éste y el otro, y todos los hombres de su talla, escribían a todas horas y siempre que se les antojaba. Los chistes de los unos y las profundidades de los otros, eran tan necesarios en ellos, como la facultad de ver en cuanto se abren los ojos. Sus cerebros estaban en constante elaboración, sin fatigas, sin violencias, sin la menor dificultad, y derramaban las ideas digeridas y a borbotones sobre el papel, tan pronto como la voluntad alzaba las compuertas con la pluma.

     A los guerreros famosos representábamelos siempre como se ven en el teatro, con la mirada napoleónica, cargados de cruces y alamares, y andando a paso trágico; a los diplomáticos, con la casaca bordada, la diestra en el pecho, sentados en áureo sillón, muchos protocolos encima de la mesa, y la izquierda mano sobre uno de ellos; a los músicos, a los pintores, abismados en las profundidades de su inspiración. En unos y en otros casos, nada de prosa doméstica, nada de dolores del cuerpo, nada de extravagancias, ni de resabios, ni de vulgar...

      ¡Qué candor el mío! Precisamente en esta aristocracia de la humanidad es donde andan el desorden, las miserias, las pasiones y las manías como Pedro por su casa; y no habría libro más curioso... ni más triste, que el que tratara de las preocupaciones, ridiculeces, vicios y extravagancias de los grandes hombres, y de los que levantan una pulgada más que el vulgo de las gentes.

     Desde luego puede asegurarse que no hay, ni ha habido sabio, ni escritor de nota, que haya tenido ni tenga método, ni orden, ni gobierno en el estudio, ni en la comida, ni para escribir; y rara es la obra que leemos y contemplamos con admiración, que no necesitara, como auxiliar poderoso en su nacimiento, alguna manía prosaica y hasta grotesca.

     Os dirán de un poeta célebre sus amigos, que escribe de pie y sobre un montón de libros colocados en una silla.

     Mezerai, el historiador, trabajaba con luz artificial de día, y despedía a las personas que iban a verle acompañándolas, con la bujía en la mano, hasta la puerta de la calle.

     A Corneille le daba por lo contrario: buscaba la oscuridad para componer sus obras.

     ¿Quién no ha visto a Walter Scott retratado con un perro a su lado? La fama dice que manoseando la cabeza de este animal, era como mejor pensaba y escribía el célebre novelista escocés.

     Malherbe era muy friático, y se ponía varios pares de medias a la vez; por lo cual, y temiendo ponerse en una pierna más que en la otra, las marcaba con letras. Él mismo confiesa que hubo día en que llegó a calzarse hasta la L.

     De un literato español, de reciente fecha, Zea, dice uno de sus amigos que, mientras meditaba, se golpeaba la cabeza con una reglilla.

     Gretry, el músico, para inspirarse ayunaba rigurosamente y tomaba café a pasto, y enardecía su musa tocando el piano sin cesar, hasta arrojar sangre por la boca. Sólo entonces descansaba y trataba de contener la hemorragia. Refiérelo el doctor Reveille-Parise, famoso higienista.

     Paer, mientras componía, gritaba con todas sus fuerzas y mandaba a su mujer, a sus amigos y a sus criados que gritasen también.

     Paisielio componía en la cama, y Zingarelli leyendo los clásicos latinos y los Padres de la Iglesia.

     A Byron le envanecía más su renombre de nadador que de poeta; y el haber pasado seis veces el Helesponto por realizar la fábula de Leandro, le halagaba más el orgullo que el haberse vendido en un solo día 18.000 ejemplares de su Don Juan. Tenía pasión por andar en mangas de camisa por parques y alamedas; y antojándosele que los transeúntes reparaban demasiado en su cojera, muy a menudo se enredaba a sopapos con ellos. En Inglaterra fue su vida un perpetuo escándalo que jamás le perdonó aquella encopetada aristocracia. Teniendo miedo a la obesidad, que él llamaba hidropesía de aceite, cuando fue a Grecia sólo se alimentó de manteca y vegetales; y como este alimento no bastaba a su naturaleza poderosa, entretenía el hambre, que sin cesar le asaltaba, con una oblea empapada en aguardiente. Todas las mañanas se medía la cintura y las muñecas. (Véanse sus Memorias).

     Edgard Poe buscaba la luz fatídica y misteriosa con que alumbra sus portentosas investigaciones por los abismos del espíritu humano, en el alcohol. Era un borracho contumaz; matóle el delirium tremens, y se halló su cadáver en medio de la vía pública.

     La vida de Swift, el inmortal autor de los Viajes de Gulliver, fue una cadena de deslealtades y prevaricaciones, terminada con la locura.

     Al célebre J. Jacobo le atormentaba sin cesar la duda de su final destino. Refiérese que en sus frecuentes paseos solitarios, lo mismo que en su habitación, solía elegir un blanco en los árboles o en la pared, al cual lanzaba su bastón desde cierta distancia. -«Si doy en él, pensaba, mi alma será salva; si no le toca, se condenará».

     Lichtemberg dice textualmente: «Nadie es capaz de saber lo que yo padezco al considerar que, desde veinte años hace, no he podido estornudar tres veces seguidas... ¡Ah! si yo consiguiera persuadirme de que estoy bueno, ¡qué feliz sería!»

     Carlos Nodier no admitía en su biblioteca más que libros en 8º y Joubert arrancaba de los que adquiría todas las hojas que no le agradaban; y como era hombre de gusto, quedábase con poco más que la encuadernación de cada libro.

     El pintor Rembrandt se moría de hambre teniendo tesoros amontonados en los sótanos de su miserable vivienda.

     Balzac sentía verdadera fiebre especuladora, y se pasó la vida tanteando negocios, siempre de baja estofa y desatinados, porque tenía poco dinero y no sabía más que escribir novelas...

     Y ¿a qué seguir, cándido lector, si no cabría en libros la lista de las especies de rarezas, vicios y debilidades que tienen y han tenido los hombres cuyas obras admira el mundo y vencerán al tiempo?

     ¿Qué te diré yo ahora si de esa encumbrada región descendemos al mísero polvo de la tierra, a la masa vulgar de los mortales? Mira en tu casa, mira en tu calle, mira en la plaza, en la tertulia, en el paseo, y verás que cada hombre es una manía, cuando no un vivero de ellas.

     Tu mujer no se cortará las uñas en menguante, ni dormirá con sosiego después de haber derramado la sal sobre la mesa; ni tú te pondrás a comer con otros doce, ni emprenderás viaje en martes, ni permitirás que en tal día se case ninguno de tus hijos.

     Fíjate en el primer corrillo que encuentres al salir de la casa, y observa: un prójimo no halla palabras en su boca si no echa una mano a la corbata, a las solapas, a la cadena del reloj o a las patillas de su interlocutor. Otro se ve en igual apuro si no tira el sombrero hacia la coronilla, y no agarra por el brazo al mártir que le escucha. Otro necesita girar sobre sus talones para perjeñar una frase. Otro será derrotado en una porfía, aunque defienda el Evangelio, si no se rasca un muslo en cada premisa, y no deduce la consecuencia sonándose las narices; y, de fijo, no faltará uno, a quien le apeste la boca, que deje de arrimarla mucho a la tuya para darte el más breve recado.

     No digamos nada de las muletillas, hincapiés o apoyaturas del diálogo. Los «¿está usted?» «¿me entiende usted?» «¿me explico?» «pues» «¿eh?» hasta el inescribible carraspeo de los que peroran, y los «sí, señor»; «mucho que sí»; «comprendo, comprendo»; «justo, justo»; «claro»; «¡pues digo!» «tiene usted razón»; «¡ajajá!» de los que escuchan, aunque no entiendan lo que se les dice, son el alma de la retórica de corrillos y cafés.

     La manía de los números es de las más corrientes. Hay hombre que la toma con el número tres, por ejemplo, y se lava de tres chapuces, bebe de tres sorbos, se pone la corbata en tres tiempos, come a las tres cosas en tres platos, da tres vueltas en el paseo y las tres últimas chupadas al cigarro. Si el número tres no alcanza a satisfacer sus deseos, como le sucede en la mesa, le triplica.

     Las ramas de esta familia son innumerables, y a ella pertenecen por un costado las personas que fían el éxito de sus negocios al resultado de una apuesta que se hace in mente, por el estilo de la que, según queda dicho, se hacía Rousseau a cada instante. Verbigracia: un señor, a quien yo conozco, no da un paso en la calle sin contar un día de la semana, y al salir de casa se propone él en que ha de llegar al fin de su jornada; advirtiendo a ustedes que al éxito de este propósito une la suerte del negocio que va a emprender, o del asunto que a la sazón le preocupe. Supongamos que compra un billete de la lotería. Al salir de la administración se dice: «Si llego a mi casa en jueves, me toca»; y hala que te vas, comienza a contar: lunes, martes, miércoles... a razón de paso por día. Ganará la apuesta si, al poner el pie en el umbral de la puerta de su casa, le toca decir jueves. Estos monomaníacos son un tantico tramposos; pues ya la experiencia les hace conocer desde lejos si han de faltarles o sobrarles días, por lo cual cambian el paso en el sentido de sus conveniencias. Pero la duda de si es o no lícita la trampa, les hunde en nuevas preocupaciones, de lo cual les resulta una manía-remedio tan molesta como la manía-enfermedad.

     Sigue inmediatamente a ésta la de ir siempre por el mismo camino para llegar al mismo punto; o, al contrario, buscar una nueva senda cada vez que se emprende el mismo viaje; la de no volver a hacer, a comer ni a vestir, lo que hizo, comió y vistió el aprensivo el día en que le descalabraron en la calle o perdió el pleito; la de no pisar jamás la raya mientras se anda por la acera; la de no embarcar en días de r; la de no acostarse sobre el lado izquierdo después de beber agua... y tutti quanti.

     Pues entremos con las carreras, oficios y empleos... ¿Han conocido ustedes algún marino que no use en los negocios terrestres el lenguaje náutico? Para el hombre de mar, si de mujeres se trata, la jamona es una urca; la joven esbelta una piragua; fijarse en ella, ponerle la proa; hablarla, atracar al costado; casarse, zozobrar, irse a pique. El amante es un corsario: si tiene mucha nariz, de gran tajamar; si es alto, mucha guinda.

     Como el marino en tierra, hay médicos, y abogados, y curiales de toda especie, y militares... y zapateros, que usan el lenguaje técnico de la profesión o del oficio, siempre que pueden, que es siempre que les da la gana, lo cual sucede cada vez que se ponen a hablar.

     ¿Y los aficionados a ciertos juegos? Para un sujeto a quien yo conozco, que veinte años hace juega diariamente a la báciga, tres muchachas bonitas juntas son un bacigote de ases; si tiene un pleito ganado en primera instancia, dice que salió a buenas; si es amigo del juez, que tiene comodín, y si busca recomendación para un magistrado, es porque quiere hacer las cuatro cosas.

     Es seguro que el lector conoce a más de una docena de caballeros, de cuyos labios no se caen jamás el albur, el elijan, los párolis y otros análogos donaires del caló de los garitos; pintoresca y culta manía que anda ya retozando en la literatura humorística al menudeo, y hasta en la comedia de costumbres españolas.

     Y ¿qué diremos de la manía política, si la mitad del género humano adolece de esa enfermedad! ¡Qué horas, Dios eterno, las de los unos devorando periódicos, tragándose sesiones de Cortes, preámbulos de decretos y movimientos del personal! ¡Qué disputas en plazas y en cafés! ¡Qué jurar en la autoridad de ciertos nombres, y qué renegar de otros! ¡Qué cavilaciones, qué presentimientos, qué sudar el quilo corriendo de esquina en esquina, y qué alargar el pescuezo, ponerse de puntillas y encandilar los ojos para leer partes oficiales recién pegados, y hasta bandos de buen gobierno! ¡Y éstos son hombres de arraigo, libres, independientes, que pagan sin cesar para que vivan y engorden esos mismos personajes que caen, y se levantan, y alternan en la política imperante, y se ríen de los cándidos babiecas que toman esas cosas por lo serio!

     ¡Qué vida la de los otros! El taller, el escritorio, las cajas de la imprenta, la buhardilla angosta, el andamio... doce horas de trabajo penoso, poco jornal, ocho de familia, deudas indispensables, privaciones dolorosas!... Y por todo consuelo, hablar muy bajito de la que se está armando; acudir a sitios peligrosos para oír una noticia absurda, o entregar el roñoso ochavo del ahorro para pagar los gastos de un viaje fantástico al falso emisario que tiene estas estafas por oficio; ver al tirano siempre sobre sus cabezas y en su sombra y en todas partes; dejar la herramienta, o saltar del lecho al menor ruido, creyéndole anuncio de la gorda; soñar con pronunciamientos y barricadas; desechar honrosos acomodos por amor a la idea que ni sienten ni penetran; triunfar al cabo los suyos; echar la gorra al aire; enronquecerse victoreándolos, y quedarse tan tejedores, tan escribientes, tan cajistas, tan zapateros, tan pobres y tan ignorantes y tan paganos comer antes... ¡y locos de contentos!... ¡Oh manía de las manías! ¡Oh candor de los candores!

     He dicho que la mitad del género humano está tocada de esas locuras. Pues la mitad de la otra mitad tiene, cuando menos, la manía de meterse en todo lo que no le importa: lo que tiene su vecino, lo que come, lo que viste, lo que gasta, lo que ahorra, lo que debe; qué empresas acomete: si son atinadas, si son locuras, si se arruinará; si lo merece, si no lo merece, si listo, si tonto, si terco, si cándido. La casa que se construye en la plaza: por qué es tan grande, por qué tan chica; si alta, si baja, si huelgan los peones, si hay muchos, si hay pocos; si avanza la obra, que «así irá ello»; si va lentamente, que «¿por qué no se acaba ya?» Estas cosas quitan el sueño a muchísirnos hombres, y por ellas sudan y porfían, y no tienen paz ni sosiego.

     ¿Y los que se pasan lo mejor de la vida rascando las cuerdas de un violín, hinchando las del pescuezo para hacer sonar un clarinete, o recortando figuritas de papel, persuadidos de que han nacido para ello, aunque la vecindad se amotine contra la música, y hallen en los basureros los primores que de las tijeras pasan, por paquetes, a los álbum de sus amigas?

     Y entre estos mismos seres, al parecer exentos de toda deformidad maniática, ¿no hay cada manía que canta el credo? ¿No es un filón de ellas cada estación del año, amén de otras que no cito por respeto a la debilidad del sexo? ¿Qué son, sino manías, los estatutos de la vida elegante y las exigencias de la moda?

     ¿Y la manía del matrimonio, y la de la paternidad, y la de la propaganda con tan santos fines, y la de hacer versos, y la de ser chistoso... y la de culotar pipas?

     Pues todo esto, con ser tanto y tan frecuente, es un grano de anís comparado con la manía coleccionista, que va invadiendo el mundo en toda su redondez. Se coleccionan sellos, se coleccionan cajas de fósforos, se coleccionan botones, y tachuelas, y sombreros, y tirantes, y todo género de inmundicias, y se pagan precios fabulosos por cosas que los traperos abandonan con desdén en las barreduras. Un plato de Talavera vale ya tanto como una vajilla de la Cartuja, y un trapo da para una capa; y si tiene auténtica y resulta por ella ser un pedazo del herreruelo de don Rodrigo Calderón, vale un tesoro; y no tendrá precio si se trata de un jirón de la casa de los Jirones, o de un pañal de la camisa de un cortesano de Felipe II. Un Vargueño herrumbroso, infestado por las chinches y taladrado por las polillas, vuelve tarumba al hombre de gusto que topa con él en el desván de su vecino, o en los montones del Rastro; y la espada mohosa, y la daga roída, y el morrión aplastado... ¿quién sabe lo que valen hoy si el vendedor lo entiende y el comprador es de casta?

     Y hétenos aquí, como traídos del brazo, de patitas entre los señores bibliómanos, la flor y nata, como si dijéramos, de las extravagancias y de los delirios.

     Este loco (y perdóneme la franqueza) no busca libros, sino ediciones; ejemplares raros por su escasez y por su fecha. Un incunable ¡qué felicidad! Los de ciertos impresores, como los Aldos, los Estéfanos, Plantinos y Elzevirios; la letra gótica o de tortis; y si el ejemplar es un gran papel y está intonso ¡Virgen María!... ¡qué efervescencia en el gremio, qué ir y venir, qué mimos al poseedor, qué ofertas, qué debates, qué descripciones del ejemplar, qué historias de su procedencia y vicisitudes!... Y el asunto del libro es una chapucería escrita en bárbaro casi siempre, porque no puede ser otra cosa. Los libros buenos se imprimen y abundan; los malos se imprimen una vez sola, y por eso escasean los ejemplares de los antiguos; y precisamente porque escasean, los pagan a peso de oro los bibliómanos, con tal que estén cabales sus folios, tengan íntegros los márgenes y no carezcan de colofón, aunque huelan a demonios, y la pringue no deje por donde agarrarlos; por eso, por ser tan raros y tan viejos, son los más inútiles para el literato. Comúnmente tratan de esgrima, de jineta, caza, heráldica, cocina, genealogía, juegos de manos, caballerías, o de indecencias (Celestinas) semejantes en el fondo, no en la forma, a la famosa de Rodrigo de Cota».

     He visto a un fanático ofrecer por una de éstas, a otro que tal, un cuadro de Goya, tres porcelanas del Retiro, no sé qué empuñadura de Benvenuto y cuatro mil reales en dinero... ¡y se escandalizaron los peritos circunstantes y el venturoso poseedor, de lo mezquino de la oferta! Conocía yo el ejemplar codiciado, y te aseguro, lector, a fe de hombre de bien, que sus hojas, atestadas de viñetas, no mejores que las de las coplas de ciego, arranciadas y pringosas, no pasaban de treinta, y que por todo forro tenían un retal de pergamino ampollado y lacerioso, con lamparones de sebo y otras porquerías; pero era un gótico rarísimo, y ¡ahí verá usted! Y yo dije para mí, contemplando al poseedor, al, que quería serio y a los testigos: -«Señor, ¿para cuándo son los manicomios...»

     Asombra oír narrar a estos hombres la historia de algunas adquisiciones de mérito. ¡Qué de viajes, de intrigas, de asechanzas, de astucia, de dispendios! ¡Cuántas enemistades, cuántos odios a muerte entre prójimos, antes hermanos en el corazón, por la conquista de unos papelejos hediondos, que ni siquiera se dejan leer, en lo cual nada se pierde, porque se ventila en ellos insípidamente un asunto ridículo, amén de trasnochado!

     De la lealtad con que muy a menudo se juega entre estos señores, no he de ser yo quien hable aquí, sino la gente del oficio. Recuérdese la pelea habida años ha en la prensa entre el famoso don Bartolomé Gallardo y otro bibliófilo, muy distinguido y docto, que se firmaba con el seudónimo de Lupián Zapata.

     Aplicaba éste al primero (cuya rapacidad en materia de libros es proverbial en la casta), después de haberle dicho de propia cuenta más de otro tanto en variedad de metros y de prosas, las siguientes frioleras, obra, si no recuerdo mal, del famoso Solitario, padre grave de la Orden:

                

     «Caco, cuco, faquín, bibliopirata,

 

Tenaza de los libros, chuzo, púa,

 

De papeles, aparte lo ganzúa,

 

Hurón, carcoma, polilleja, rata:

 

     Uñilargo, garduña, garrapata,

 

Para sacar los libros, cabria, grúa;

 

Argel de Bibliotecas, gran falúa

 

Armada en corso, haciendo cala y cata:

 

     Te pones por corbata una maleta,

 

Un Simancas te cabe en el bolsillo,

 

Empapas un archivo en la bragueta;

 

     Juegas del dos, del cinco y por tresillo,

 

Y al fin te sorberás, como una sopa,

 

De libros llenas África y Europa».

     Por cierto que esta moral debe ser muy antigua y corriente entre la gente del rebusco, porque recuerdo haber leído, con referencia a Barthélemy, que habiéndosele preguntado una vez cómo había podido reunir la rica colección de medallas que poseía, respondió con el candor de un niño:

     -Me han regalado algunas; he comprado otras, y las demás las he robado.

     Dicho esto, lector (que, cuando menos, tendrás la manía de ser buen mozo, por ruin, y encanijado que seas), hago punto aquí, apostándote las dos orejas a que siendo, como te juzgo, hombre de bien, después de meter la mano en tu pecho, no te atreves a tirar una chinita a mi pecado.

1880



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La intolerancia

Al señor don Sinforoso Quintanilla

     Bien saben los que a usted y a mí nos conocen, que de este pecado no tenemos, gracias a Dios, que arrepentirnos.

     No van, pues, conmigo ni con usted los presentes Rasguños, aunque mi pluma los trace y a usted se los dedique; ni van tampoco con los que tengan, en el particular, la conciencia menos tranquila que la nuestra, porque los pecadores de este jaez ni se arrepienten ni se enmiendan; además de que a mí no me da el naipe para convertir infieles. Son, por tanto, las presentes líneas, un inofensivo desahogo entre usted y yo, en el seno de la intimidad y bajo la mayor reserva. Vamos, como quien dice, a echar un párrafo, en confianza, en este rinconcito del libro, como pudiéramos echarle dando un paseo por las soledades de Puerto-Chico a las altas horas de la noche. El asunto no es de transcendencia; pero sí de perenne actualidad, como ahora se dice, y se presta, como ningún otro, a la salsa de una murmuración lícita, sin ofensa para nadie, como las que a usted le gustan, y de cuya rayano pasa aunque le desuellen vivo.

     Ya sabe usted, por lo que nos cuentan los que de allá vienen, lo que se llama en la Isla de Cuba un ¡ataja! Un quidam toma de una tienda un pañuelo... o una oblea; le sorprende el tendero, huye el delincuente, sale aquél tras éste, plántase en la acera, y grita ¡ataja! y de la tienda inmediata, y de todas las demás, por cuyos frentes va pasando a escape el fugitivo, le salen al encuentro banquetas, palos, pesas, ladrillos y cuanto Dios o el arte formaron de más duro y contundente. El atajado así, según su estrella, muere, unas veces en el acto, y otras al día siguiente, o sale con vida del apuro; pero, por bien que le vaya en él, no se libra de una tunda que le balda.

     Como se deja comprender, para que al hombre más honrado del mundo le toque allí la lotería, basta la casualidad de que al correr por una calle, porque sus negocios así lo requieran, le dé a un chusco la gana de gritar ¡ataja! Porque allí no se pregunta jamás por qué, después que se oye el grito: se ve quién corre, y, sin otras averiguaciones, se le tira con lo primero que se halla a mano.

     Pues bien: a un procedimiento semejante se ajusta, por lo común, entre los hombres cultos de ambos hemisferios, la formación de los caracteres. No diré que sea la fama quien los hace, pero sí quien los califica, los define... y los ataja.

     Me explicaré mejor con algunos ejemplos.

     Un hombre, porque tiene la cara así y el talle del otro modo, es cordialmente antipático a cuantos no le conocen sino de vista, que son los más.

     -¡Qué cara! ¡qué talle! ¡qué levita! ¡qué aire! -dice con ira cada uno de ellos, al verle pasar. Y si averiguan que se ha descalabrado, por resbalarse en la acera.

     -¡Me alegro! -exclaman con fruición-, porque ¡cuidado si es cargante ese mozo!

     Y si se habla de un ahogado en el baño, o de un infeliz cosido a puñaladas en una callejuela, o de un desgraciado mordido por un perro rabioso, dícense, con cierta delectación, pensando en el antipático:

     -¡Él es!

     Pero llega un día en que se le ve del brazo de quien más le despellejaba; pregúntase a éste cómo puede soportar la compañía de un hombre tan insufrible, y responde con el corazón en la mano:

     -Amigo, estábamos en un grandísimo error: ese sujeto es lo más fino, lo más discreto, lo más bondadoso... lo más simpático que darse puede.

     Así es, en efecto, el fondo de aquel carácter que en el concepto público, según la fama, es todo lo contrario, por lo cual se le niega la sal y el fuego.

     Ilustraré este caso con otro dato, que si no es enteramente irrecusable, es, cuando menos, de una ingenuidad meritoria: No sé, ni me importa saber, la opinión de que goza mi propio carácter entre la gente; pero es lo cierto que hombres que hoy son íntimos y bien probados amigos míos, me han dicho alguna vez:

     -¡Caray, qué insoportable me eras cuando no te conocía tan a fondo como ahora!

     Jamás me he cansado en preguntarles el porqué de su antipatía. Cabalmente la sentía yo hacia ellos en igual grado de fuerza.

     -¡Qué hombre tan célebre es Diego -dice la fama-. Es un costal de gracias y donaires.

     Y es porque Diego hace reír a cuantas personas le escuchan, y sus burlas son celebradas en todas partes, y sus bromazos corren de boca en boca y de tertulia en tertulia, y hasta las anécdotas más antiguas y resobadas se le atribuyen a él por sus admiradores.

     Ocúrresele a usted un día estudiar un poco a fondo al célebre Diego, y hállale hombre vulgarísimo, ignorante y sin pizca de ingenio ni de cultura; capaz de desollar la honra de su madre, a trueque de hacerse aplaudir de aquellos mismos que le han colocado con sus palmoteos en la imprescindible necesidad de ser gracioso.

     Al revés de Diego, Juan es ingepioso y prudente, seco y punzante en sus sátiras, oportuno y justo al servirse de ellas; y sin embargo, Juan, según dicen, es una vulgaridad antipática.

     Una dama espléndida y de buen humor, reúne en su casa, muy a menudo, una escogida sociedad. La tal señora no tiene, en buena justicia, prenda que digna de notar sea en su persona. En terreno neutral, sería una completa vulgaridad. Pero hay lujo en sus salones y gabinetes, variedad en sus fiestas, abundancia en sus buffets, novedad en sus trajes, y siempre una sonrisa en su cara. Los asiduos tertulianos se saturan de este conjunto; siéntense repletitos de estómago en el elegante comedor, bien divertidos en el estrado suntuoso, hartos de música y de danza, y todo de balde y cada día. ¿Cómo, a la luz de tantas satisfacciones, no ha de parecerles encantadora, o por lo menos distinguidísima, la persona que se las procura, con celo y desinterés verdaderamente maternales?

     Así nace la fama de esa distinción: pregónanla las bocas de los tertulianos donde quiera que se baila y se cena de balde, y luego en corrillos y cafés, y cátala proverbial en todo el pueblo, y a la dama, autorizada para enmendar la plana a la moda reinante y acreditar caprichosos aditamentos de su invención, como prendas de gusto superfino.

     Enséñansela en la calle a usted, que no baila, y dícenle los que la saludan:

     -¡Qué señora tan elegante, tan chic... y qué talento tiene!

     Ni usted la halla elegante, ni eso que los elegantes llaman chic, no sé por qué; ni ha visto usted una muestra del ensalzado talento; pero tanto se lo aseguran, que antes duda usted de la claridad de su vista y de la solidez de su juicio, que de la razón de la fama.

     Al mismo tiempo pasa otra señora, bella a todas luces, elegante sin trapos raros, y discreta a carta cabal; y usted, que es sincero, dice al punto a los otros:

     -¡Esto es lo que se llama un tipo elegante y distinguido...!

     -Cierto que no es enteramente vulgo -le contestan con desdén-; no es fea, no es tonta... pero le falta, le falta... vamos, le falta...

     -¡Qué canario! -digo yo-: lo que le falta es dar un baile cada tres días y una cena en cada baile, como la otra; pues la mayor parte de los juicios que hacemos de las cosas, dependen, según afirmó muy cuerdamente el poeta,

del cristal con que se miran.

     Demuestran los casos citados, y otros parecidos que no apunto por innecesarios, que la señora fama no juega siempre limpio en sus pregones, y que al inocente que se descuida le vende gato por liebre, o, siguiendo el símil habanero, ataja sin caridad ni justicia al primer transeúnte que corre delante de ella, mientras el verdadero delincuente fuma tranquilo el robado veguero dos puertas más abajo.

     Pero, al fin, estos ejemplares no mueren en el trance, y, aunque heridos y maltrechos, llegan a curarse; y, en ocasiones, hasta parece el ratero y lleva su merecido en la cárcel de la opinión pública.

     Donde el ataja es de muerte, y completa la perversión del buen sentido, es en lo referente al pecado social de la «intolerancia», contra el que bufan y trinan los hombres y las mujeres que tienen la manía de creerse muy tolerantes, y, lo que es peor, la de contárselo a todo el mundo. Aquí sí que puede decirse que van los proyectiles a la cabeza de los atajados, cuando debieran estrellarse en las de los atajadores.

     Esto es lo que vamos a ver, con clarísimos ejemplos y no con estiradas metafísicas, que marean más que convencen, y además no caben en la paciencia angelical de usted ni en la mía.

     Como punto de partida, y para los efectos legítimos de esta conversación, hemos de fijar el verdadero alcance que tienen la intolerancia y la tolerancia a que me refiero.

     Llámase, en el ordinario trato social, intolerante, al hombre que, de cuanto ve a su lado, solamente aplaude lo que le agrada, o le parece ajustado a las leyes del buen sentido; y se llama tolerante al que lo aplaude todo, racional y absurdo, serio y ridículo, cómodo y molesto; al que a todo se amolda en la sociedad, menos a tolerar con calma que otros censuren algo de ello.

     Y dice usted, como deducción lógica de estas dos definiciones:

     -Luego viene a quedar reducido el caso, si no es cuestión de más o de menos franqueza, a tener o no tener paladar en los sesos. De cualquier modo, pierden el pleito los señores tolerantes.

     Es la pura verdad; y para remacharla, vayan ahora los prometidos ejemplos, pues como decía el soldado de la comedia que tanta gracia nos hizo en cierta ocasión, «con los deos se hacen los fideos».

     Concurre usted ordinariamente, para esparcir las nieblas del mal humor, a un punto (llamémosle H), donde halla conversación, siquiera tolerable, lectura deleitosa, espacio para revolverse y muelles sillones en qué tender, en un apuro, el cuerpo quebrantado. Allí no choca que usted permanezca mudo y silencioso, si el hablar le incomoda; ni lo que se hable le molesta, porque si no es instructivo ni risueño, tampoco es sandio. Aunque el tal esparcimiento no es cosa del otro jueves, para quien, como usted, no los cuenta por docenas, vale más de lo que parece. Pero un día se ve invadido el local por una turba de gomosos, que tararean trozos de ópera, y hablan a gritos, y se tumban sobre los muebles, y aporrean las mesas con los bastones, y se tirotean con chistes de rincón a rincón, y se descubren sus calaveradas del gran mundo... y lo demás de rúbrica en tales casos y entre tales gentes. Sufre usted con paciencia esta primera irrupción, y casi, casi, la segunda; pero al ver en la tercera que el mal se hace crónico, renuncia usted generosamente a sus adquiridos derechos, y no vuelve a poner los pies en aquel centro de racionales entretenimientos.

     Uno de los tolerantes que con usted concurría a él, le encuentra en la calle andando los días.

     -¿Cómo no va usted ya por allá? -le dice, abrazándole.

     -Pues, hombre -responde usted con entera ingenuidad-, porque no se puede sufrir aquello.

     -¿Lo dice usted por esos chicos?...

     -Cabal.

     -¡Bah!... se ahoga usted en poca agua.

     -Por lo visto, ¿a usted le divierten?

     -Hombre, tanto como eso, no; pero no me incomodan.

     -Pues a mí, sí.

     -Porque, con franqueza, amigo: es usted ¡muy intolerante!

     ¡Vea usted qué jurisprudencia tan peregrina! Le echan a usted de casa; ni mata usted ni encarcela a los invasores; se larga usted a la calle sin despegar los labios, y distrae usted su fastidio brujuleando por donde mejor le parece, probablemente en paz y en gracia de Dios; hay quien halla tolerables las causas de este cambio forzoso de vida, ¡que ya es tolerar! y, al propio tiempo, no tolera que usted diga que huye de ellas porque no las puede resistir. ¡Y, sin embargo, usted es el intolerante, y no los que con cuatro majaderías quieren imponerse a cuarenta personas serias, ni las que se escandalizan de que alguien halle insoportable la imposición!

     Otro caso análogo: frecuenta usted una tertulia de su gusto; concurren a ella las pocas personas que le han quedado a uno en limpio, del expurgo que viene haciendo durante el curso de la vida, en el montón de amigos que le tocó en suerte a la edad de color de rosa. Está usted allí como en su propio hogar; sabe usted de qué pie cojea cada uno, como cada uno lo sabe de usted, y se habla y se discurre con entera libertad y a gusto de todos, sin producir otras desazones que las puramente indispensables en toda reunión de amigos que, por lo mismo que lo son a prueba, rara vez están de acuerdo unos con otros. En estas reuniones semi-públicas, nunca faltan allegados que, aunque en segunda fila, toman parte, siquiera con la atención, en los debates de la primera. Habrá seguramente entre los allegados un señor muy fino y muy risueño, con bastón y gafas. No se moverá de la silla, no pedirá un fósforo, no hará una pregunta, sin despepitarse en excusas y cumplidos. «Usted dispense», «¿me hace usted el obsequio?» «con permiso de usted», etc., etc... y no habrá dicho en todo el año cosa más sustanciosa. Pero, en una ocasión, trajo usted a la porfía (y note que no digo conversación), un apellido que hasta entonces no había sonado allí. Óyelo el de las gafas, y, clavándolas en usted, le pregunta, con una voz muy dulce y una cara muy risueña:

     -¿Verduguillos ha dicho usted, caballero?

     -Verduguillos, sí señor -responde usted parándose en firme.

     -¿Sabe usted -insiste el otro-, (y usted perdone si le interrumpo un momento), si ese señor de Verduguillos tiene parientes en Cuzcurrita de Río Tirón?

     -¿Por qué he de saber yo eso, si jamás allá estuve, ni conozco a ese señor más que de vista? -replica usted con el sosiego y la amabilidad que eran de esperarse.

     -Perdone usted, caballero -dice el intruso hecho unas mieles-, y verá por qué me he tomado la libertad de interrumpirle.

     Y en esto, deja la silla, sale al centro, encárase con el grupo principal, afirma las gafas en el entrecejo, carraspea, sonríese y dice:

     -Pues, señor, verán ustedes por qué me ha interesado tanto el oír a este caballero nombrar a ese señor de Verduguillos. Por el mes de Septiembre del año treinta y ocho, salí yo de Zamora (donde nací y me crié y radican los pocos o muchos bienes que heredé a la muerte de mis padres, y los que he podido adquirir después acá con el fruto de mis especulaciones modestas), con el propósito de hacer un largo viaje, por exigirlo así los asuntos de la familia, y también, si he de ser franco, el estado de mi salud...

     Así comienza este señor la relación de un viaje por media España, con largas detenciones en todos los puertos y plazas del tránsito, y minuciosas observaciones estadísticas y climatéricas, sin pizca de interés, ni método, ni estilo, ni sustancia, hasta venir a parar, al cabo de tres mortales cuartos de hora, a Logroño, en la cual ciudad conocía al comerciante don Fulano de Tal; y decirnos que, yendo a visitarle a su escritorio, hallóse allí con un caballero, muy amigo también del don Fulano, el cual don Fulano le dijo a él al despedirse el otro:

     -Este señor que acaba de salir, es don Pacomio Verduguillos, natural y vecino de Cuzcurrita de Río Tirón.

     Al llegar aquí con el cuento el de las gafas, espera usted el toque de efecto, el desenlace sorprendente, la gracia del suceso; porque es de saberse que el narrador se ha quedado en silencio y mirando de hito en hito a los resignados oyentes. Pero el silencio sigue y la sorpresa no asoma. Alguien se aventura, y pregunta al del bastón:

     -Pero ¿por qué le chocó a usted tanto el oír nombrar a este Verduguillos?

     -Hombre -responde el interpelado, con candidez angelical-, porque podía muy bien ser pariente del otro Verduguillos que yo conocí en Logroño.

     ¡Y para eso interrumpió un animado y sabrosísimo debate; y estuvo, durante cerca de una hora, ensartando insulsez tras de insulsez, simpleza tras de simpleza, adormeciendo a unos, quemando la sangre a otros y aburriéndolos a todos! Y usted llevó la cruz con paciencia, y yo también; y lo mismo al día siguiente, porque el bueno del zamorano, desde que pierde la cortedad con el primer relato, ya no cierra boca en la tertulia, y siempre tan ameno, divertido y oportuno. Pero nos permitimos los dos un desahoguillo en un aparte.

     -Amigo -dije, o me dijo usted-, ¡este hombre es insufrible: estando él no se puede venir aquí! Y se oyó el rumor del desahogo, y ¡qué caras nos pusieron los señores tolerantes, que estaban tan aburridos como nosotros!

     Al día siguiente asoma usted la cabeza a la puerta, ve al de las gafas en el uso de la palabra, retrocede y no vuelve; ni yo tampoco. Y porque no volvemos, y además decimos lo que mejor nos parece del motivo, ¡qué ponernos de intolerantes y hasta de inciviles!...

     ¡Caramba, protesto contra la enormidad de esta injusticia! En este caso no hay más intolerantes que el señor de Zamora, que interrumpe toda la conversación racional y obliga a hombres de buen sentido a que oigan las interminables boberías que él enjareta sin punto de reposo, y los forzados tolerantes que le escuchan con paciencia, y no la tienen para oír que otros carecen de ella.

     Trátase ahora de un embustero, que un día y otro día le abruma a usted con narraciones autobiográficas, sin principio ni fin, como la eternidad de Dios; pero muy punteadas, muy comeadas y con más espacios que un libro de malos versos. Oye usted una historia, y dos, y tres, ya con mala cara; pero, al fin, se acaba la paciencia, y un día interrumpe usted al sujeto de los a propósitos, y le dice:

     -Mire usted, hombre: en primer lugar, la mayor parte de lo que usted me cuenta se lo he contado yo a usted en cuatro palabras; en segundo lugar, le sucedió a un condiscípulo mío en Oviedo, y no a un amigo de usted en Zaragoza; en tercer lugar, no pasó como usted lo refiere, sino del modo contrario: mi condiscípulo no adquirió una capa aquella noche, sino que perdió la que llevaba, y, además, el juicio, con costas, a los pocos días...

     -Pues lo mismo da...

     -Justo: media vuelta a la derecha es lo mismo que media vuelta a la izquierda, sólo que es todo lo contrario.

     -¡Caramba, es usted lo más intolerante!... No se puede hablar con usted...

     ¡Todavía te parece poco, al ángel de Dios, la tolerancia que se ha tenido con él!

     Media docena de mujeres, o menos, si a usted le parecen muchas seis, se pasan una tarde entera desollando con la lengua al lucero del alba. ¡Eso sí, con las mejores formas y la intención más santa! De una dirán que es un dolor que, siendo tan bonita, sea tan charra en el vestir, tan tosca en el hablar, tan inconsecuente en sus amistades, tan desleal en sus amores; de otra, que es mordaz y maldiciente, en lo cual se perjudica mucho, porque teniendo esta falta, y la otra, y la de más allá, da pie para que cualquiera que se estime en tan poco como ella, se las saque a relucir; de otra, que es una desgraciada, porque el marido la ha puesto a ración, así en el vestir como en el bailar, a causa de que fue algo despilfarrada siempre en estos dos ramos de buena sociedad; de otra, que ya no halla modista que la haga un traje si no paga adelantadas las hechuras, y que no le venden nada en las tiendas, sino con el dinero en la mano, etc., etc., etc... En esto, entra usted (es un suponer) y, continuando el desuello, llegan a preguntarle si conoce a cierta señora de éstas o las otras señas; y como la tal es mujer de historia, y usted la sabe de corrido, repítela allí con comentarios, creyendo hacer a su auditorio un señalado servicio. Yo creo también que usted se le hace, pues no fue a humo de pajas la preguntita; pero es lo cierto que todas aquellas señoras, después de oírle a usted, exclaman, con el más sincero de los asombros:

     -¡Jesús!... Con razón dicen que es usted temible.

     -¡Yo temible, señoras mías? -responde usted- ¿Y por qué?

     -¡Porque es usted lo más intolerante y lo más!.

     ¡Vaya usted a convencer a aquellas damas de que viven constantemente encenagadas en el pecado que a usted le cuelgan!

     No hay inconveniente en que, abandonando estos tiquismiquis que ocurren en el ordinario trato social, dirijamos el anteojo unos grados más arriba.

     Todos los días halla usted en periódicos, en folletos y en libros, sátiras, burlas y disertaciones en serio contra ideas, sentimientos y hasta personas muy de la devoción de usted. Ocúrresele mirar al campo de donde parten tantos proyectiles, y le ve usted sembrado de ridiculeces, farsas y toda clase de miserias; saca usted al palo media docena de ellas, por vía de muestra, en un papel, en un folleto o en un libro; y ¡Virgen María, cómo le ponen a usted de intolerante y de mordaz, los mismos que tienen la mordacidad y la intolerancia por oficio!

     Así andan, amigo, las cosas de justicia en el ordinario comercio de las gentes; así se ataja al más inofensivo en el trayecto social en que pasea su nombre, y así se pretende conducirle al extremo a que no llegan en el mundo más que las bestias... y los que tienen la manía de la tolerancia (siendo lógicos en ella): a ver, oír y callar... es decir, a matar la sed con petróleo, allí donde haya un extravagante que tal haga delante de usted.

     Usted es hombre de sencillas y ordenadas costumbres (es también un suponer): ni el mundo le tira, ni sus pompas y algaradas le seducen. Estos son gustos lícitos y racionales. Ajustándose a ellos, en paz y en gracia de Dios, se da usted con un baile en los ojos: tuerce usted el camino; tropieza usted más allá con una mascarada de calaveras del gran mundo: echa usted por otro lado; allí topa usted con la misma gente haciendo cuadros plásticos y animados acertijos: cambia usted de rumbo; aquí asaltos, en el otro lado conciertos... pues a la otra acera. Ni usted apedrea a los que bailan, ni apostrofa a los que jiran, ni se ríe de los que se descoyuntan para remedar a Cristo en la agonía, ni silba a los que reciben una sorpresa, anunciada quince días antes, ni influye con el Gobernador para que meta en la cárcel a toda esa gente: limítase a huir de lo que le aburre, y a hacer lo que más le divierte o menos le incomoda. No haría otra cosa un santo.

     Pero es el caso que los señores tolerantes no se conforman con esto, y quieren que les diga usted por qué no concurre a los bailes, y a las jiras, y a los cuadros vivos, y a los asaltos... y aquí está el intríngulis precisamente; y si estos Rasguños que trazo no fueran, como he dicho, un inocente desahogo entre nosotros dos, y en reserva, me atrevería a llamar la atención del lector hacia el aparente fenómeno, cuya explicación es sencillísima, por lo cual no es fenómeno, aunque por tal le toman algunos.

     Cuando a usted se le pregunta por qué no piensa como su vecino sobre determinados puntos de transcendencia, a buen seguro que se le ocurra a nadie que oiga la respuesta, agarrarse a ella para llamarle a usted intolerante; pero que se le pregunte por qué no baila, por qué no jira, etc., etc... y no bien ha contestado usted, ya tiene encima el Inri de la intolerancia. Y ¿por qué en este caso y en el otro no? Porque no está el intríngulis en la persona, ni en sus razones, ni en el modo de exponerlas, sino en la cosa de que se trata, que, muy a menudo, es, de por sí, ridícula, o impertinente, o pueril cuando menos, y no resiste, sin deshacerse entre las manos, el análisis de un hombre de seso; al cual hombre, no pudiendo replicársele en buena justicia, en venganza se le pone un mote.

     Por eso llevan el de intolerantes tantos caracteres dóciles, y creen poner una pica en Flandes, y hasta se llaman guapos chicos y excelentes sujetos en la sociedad, los que en ella entran con todas, como la romana del diablo, menos con el sentido común. Quod erat demostrandum.

     A pesar de ello, y aun de la mucha saliva que al propio asunto hemos consagrado en nuestras conversaciones verbales, júzgole apenas desflorado. ¡Cuánto me queda todavía que oír de los inofensivos labios de usted!

     Entre tanto, y dicho lo dicho, despidámonos por hoy, con la íntima satisfacción, bien añeja en nosotros, de haber pasado juntos, en espíritu, un agradable rato, sin murmurar de nadie ni ofender al prójimo con hechos, con dichos ni con deseos.

1880



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El cervantismo

     El Diccionario de la Academia no contiene este vocablo; pero es uno de los propuestos por el último de los individuos del insigne cuerpo literario para la edición que está imprimiéndose. Por si la Academia no le acepta, conste que entiendo yo por

     Cervantismo: La manía de los Cervantistas; y por

     Cervantista: El admirador de Cervantes, y el que se dedica a ilustrar y comentar sus obras.

     En rigor, pues, estos párrafos debieran haberse incluido entre los que, bajo el rótulo de Manías, quedan algunas páginas atrás; pero son tantos, y de tal índole la enfermedad a que se refieren, que bien merecen vivir de cuenta propia y establecerse capítulo aparte.

     Dice Chateaubriand, hablando de los españoles como soldados, que nuestro empuje en el campo de batalla es irresistible; pero que nos conformamos con arrojar al enemigo de sus posiciones, en las cuales nos tendemos, con el cigarrillo en la boca y la guitarra en las manos, a celebrar la victoria.

     Si despojamos a esta pintura del colorido francés que la califica, nos queda en ella un exactísimo retrato del carácter español, no sólo en la guerra, sino en todas las imaginables situaciones de la vida.

     Ya que no la guitarra, la pereza nacional nos absorbe los cinco sentidos, y sólo cuando el hambre aprieta, o la bambolla empuja, o la curiosidad nos mueve, sacudimos la modorra. Entonces embestimos con el lucero del alba para estar donde él estuvo, medrar de lo que medró y hacer todo cuanto él hizo.

     Pero de allí no pasamos. Nuestra política, nuestra industria y nuestra literatura contemporáneas lo declaran bien alto. Todo el mundo nos lleva la delantera, y siempre estamos imitando a todo el mundo, menos en andar solos y por delante; vivimos de sus desechos, y cada trapo que le cogemos nos vuelve locos de entusiasmo, como si se hubiera cortado para nosotros. Así estamos llenos de conquistas y de «títulos a la admiración de las naciones extranjeras»; todos somos ilustres estadistas, invictos guerreros, sabios hacendistas, insignes literatos, laboriosos industriales y honrados obreros; hemos tenido códigos a la francesa, códigos a la inglesa, códigos a la americana; revoluciones de todos los matices, reacciones de todas castas, triunfos de todos calibres, progresos de todos tamaños; y a la presente fecha, el ciudadano que tiene camisa propia se cree muy rico; la escasa industria desaparece antes que la Hacienda la devore; los bufos imperan en el teatro; el hijo de Paul de Kock en la novela; los Panchampla en desfiladeros y caminos reales, y la navaja del honrado menestral desbandulla en las plazas públicas, a la luz del mediodía, las víctimas a pares. De manera que quien nos comprara por lo que decimos y nos vendiera por lo que hacemos, buen pelo iba a echar con el negocio. A hacer cosas nuevas y útiles nos ganará cualquiera; pero a ponderar lo que hacemos no hay quien nos eche la pata, ni a hacerlo mal y fuera de sazón, tampoco.

     -Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cervantismo? -preguntará el lector, oliéndole lo dicho a artículo de oposición más que a otra cosa.

     -No sé -respondo- por cuál de los lados encajará mejor en el asunto prometido; pero lo cierto es que a las mientes se me ha venido con él y como eslabón de la misma cadena de ideas. Acaso en el cervantismo vea yo algo de la intemperancia, que, entre nosotros, lleva en todo lo demás hasta el ridículo las cosas más serias y respetables; quizá esa manía me ha hecho recordar la tendencia española a perder en escarbar el huerto del vecino, el tiempo que necesitamos para cultivar el propio; quizá me asaltó las mientes el dicho de Chateaubriand pensando en los valientes que conquistan el Quijote, y no pasan de allí, y allí se quedan, rebuscando hasta las polillas, como si ya no hubiera otra cosa que leer ni que estudiar en el mundo; acaso coinciden los dos asuntos por el lado de la facilidad con que pasamos de la apatía al asombro, de la indiferencia al entusiasmo, de la fiebre al delirio... ¡Quién sabe? Pero el hecho existe, y ya no borro lo escrito, aunque el lector me diga que soy uno de tantos como en España malgastan sinfruto la hacienda, echando siempre los garbanzos fuera de la olla.... Y vamos al caso.

     Y el caso es que ya estaba el mundo cansado de admirar a Cervantes y de reproducir las ediciones del Quijote en todas las lenguas que se hablan sobre la haz de la tierra, y aún eran muy contadas en España las librerías en que se vendiera la obra inmortal del ilustre soldado, que vivió de las limosnas de los próceres y fue enterrado de caridad. Conocíanla los literatos, poseíanla los menos de ellos, y veíase de vez en cuando en los mezquinos estantes de algún particular, al lado de Bertoldo, cuyos chistes saboreaba con preferencia la patriarcal familia. Los nombres de don Quijote y Sancho Panza eran populares; pero contadísimas las personas que conocían a estos personajes más que de oídas; teníanlos unas por históricos, las menos por novelescos; pero ni unas ni otras habían oído jamás el nombre del padre que los engendró en su fantasía.

     De pronto, ayer, como quien dice, alguien, y no español ciertamente, nos aguija y nos apunta el Quijote con el dedo; sacudimos la tradional modorra, y allá vamos en tropel, y caemos como espeso granizo sobre la obra señalada; las prensas gimen vomitando ediciones populares del libro insigne, entre los cuadernos de Jaime el Barbudo y Las cavernas del crimen; y aunque las masas de levita siguen prefiriendo estas creaciones para solaz del espíritu, el nombre de Cervantes suena en todas partes y a todas horas, y las plumas y las lenguas ya no saben decir sino «el Cautivo de Argel» y «el Manco de Lepanto».

     ¡Qué baraúnda! ¡Qué vocerío! Hay hombre, ya con canas, que acaba de leer a saltos el Quijote, y se escandaliza de buena fe al saber que un mozo imberbe no le conoce todavía; otro no le ha visto ni por el forro, y mira con lástima a quien declara noblemente que no ha podido adquirir un ejemplar para leerle... ¡Y cómo abunda esta clase de admiradores!

     -«Pero ¡qué hombre!... Pero ¡qué libro!... Pero ¡qué tiempos aquellos en que se morían de hambre tan preclaros ingenios! Como esa obra no hay otra... El mundo la admira, y España no necesita más que ella para su gloria... ¡Ah, Cervantes! ¡Ah, el Manco de Lepanto!... ¡Ah, el Cautivo de Argel!»

     Verdades como puños, enhorabuena; pero que tienen suma gracia dichas por una generación, ya vieja, que no ha reparado en ellas hasta que se las han metido por los ojos; y aun así no las ha visto bien.

     Y sigue el estrépito, y llena los ámbitos de la patria, y se conmueven los poetas de circunstancias y los periodistas de afición y hasta los filántropos de la usura; y allá van odas Al Manco de Lepanto, y sonetos Al Cautivo de Argel, y llega a verse el nombre de Cervantes en la popa de un falucho carbonero, y en el registro de una mina de turba, y en los membretes de una sociedad anónima, y hasta en la muestra de una zapatería; y hoy se celebra el aniversario de su muerte, y mañana el de su nacimiento, y al otro día el de su redención por los frailes trinitarios, y al otro, el de su casamiento; y aquí brota una Academia cervantina, y allí un Semanario cervantino y un Averiguador cervantesco; y en los unos y en los otros, y acá y allá, no se trata sino de Cervantes y sus obras; y Cervantes aparece en discursos, en gacetillas, en charadas, en rompe-cabezas y en acertijos.

     Lo que era de temer, sucede al cabo: la fiebre se propaga, hácese peste asoladora, y no se libran de ella ni los que tienen el juicio más aplomado; caen hasta los cervantistas de buena casta, y caen sobre el Quijote y sobre la memoria de su autor, como antes cayera el servum pecus, y allí se están cual si hubieran jurado, en el paroxismo de su manía, gastar en la empresa hasta el último soplo de la vida; porque cada cual cree encontrar en aquellas páginas inmortales lo que más se acomoda a sus deseos y aficiones.

     Imagínomelos yo como aquellos sabios resucitados de que nos habla Balmes, husmeando el amplísimo establecimiento, y tráenme a la memoria el caso de Mabillon despitojándose sobre un viejo pergamino para descubrir algún renglón medio borrado, cuando llega un naturalista y tira hacia sí del pergamino, para ver si halla en él huevos de polilla.

     Merced a estas faenas sobrehumanas, sabemos hoy, por otros tantos señores cervantistas, cuyas plumas lo han afirmado en sendos escritos, a cual más serio y pespunteado, que de las obras de Cervantes resulta que fue éste sobresaliente

     Teólogo,

     Jurisperito,

     Cocinero,

     Marino,

     Geógrafo,

     Economista,

     Médico,

     Liberal (¡patriotero!)

     Administrador militar (!!!!)

     Protestante (¡¡¡!!!)

     Viajero, etc., etc., etc.

     Es decir, Cervantes omniscio, y sus obras la suma de los humanos conocimientos.

     Pero ni con todo esto, ni con más de otro tanto por el estilo, que no hay para qué mentar, ni con el pintoresco catálogo de los cervantómanos que han contado las veces que dice sí don Quijote, o Sancho vuesa merced, y otros admiradores de parecida ralea, hemos llegado al delirium tremens de la enfermedad; puesto que hay un español que ha dicho, y dice sin tregua ni descanso, porque sospecho yo que por eso y para eso alienta y ha nacido:

     -Caballeros, nada de lo que el mundo ha leído en el Quijote es la obra de Cervantes.

     Asombró el aserto, y preguntósele:

     -Pues ¿qué otra cosa puede ser?

     -Quiero decir -repuso el crítico-, que hasta ahora nadie ha sabido leer el Quijote. No hay tal Dulcinea, ni tal Sancho Panza, ni tales molinos, ni tales yangüeses, ni tal ínsula Barataria, ni nada de lo que allí aparece tal como suena. El Quijote, en suma, es una alegoría.

     -¡Canastos! Y ¿quién se lo ha dicho a usted?

     -Me lo han dicho treinta años de estudio incesante de esa obra maravillosa, y lo demuestro en catorce volúmenes de comentarios, que he escrito y tengo en casa esperando un editor que se atrevería con ellos.

     -¡Tendrán que leer! Y diga usted, señor sabio, ¿qué especie de alegoría es esa que usted ha visto en el famoso libro?

     -Es, como si dijéramos, el siglo XIX hablando en profecía en el siglo XVII; la luz de nuestras libertades columbrada por un ojo sutil, a tan larga distancia; la protesta de un alma generosa contra la cadena de la tiranía y las mazmorras de la Inquisición.

     -¡Cáspita! Luego Cervantes...

     -Cervantes fue un libre-pensador; un demócrata que nos precedió cosa de tres siglos.

     -Pero, hombre, aquellas declaraciones terminantes de neto y fervoroso católico, que a cada instante hace; aquel su único propósito, que jamás oculta, de escribir el Quijote para matar los libros de caballerías...

     -No hagan ustedes caso de ello. También dice (no lo niega al menos) que lo de cabalgar Sancho en el Rucio después de habérsele robado Ginés de Pasamonte, fue un lapsus de su memoria, si no descuido del impresor, y, sin embargo, se le ha demostrado todo lo contrario... A Cervantes hay que saber leerle, desengáñense ustedes.

     -Corriente; pero ¿cómo teniendo ese hombre tanto talento, no logró hacerse entender de sus lectores?

     -Porque temía a la Inquisición y al tirano.

     -Callárase entonces y ahorrárase el riesgo y la fatiga.

     -No debía callar, porque había nacido para escribir.

     -Pero no alegorías; pues, por las trazas, no le daba el naipe para ellas.

     -¿Cómo que no?

     -Hombre, me parece a mí que una alegoría que no halla en cerca de tres siglos más que un sabio que la desentrañe, no es cosa mayor que digamos.

     -¿Y qué son tres siglos en la vida de la humanidad?

     -Trescientos años nada más; y aunque a usted le parezcan pocos, pienso yo que, para desentrañar un libro, sobran de ellos casi todos, aunque el libro esté en vascuence, cuanto más en neto castellano...

     No se eche a broma el precedente diálogo, porque es la quinta esencia de las polémicas sostenidas en la prensa, todos los días, por el desenredador único de la supuesta maraña del Quijote, contra los defensores del servum pecus, que no ha visto ni verá jamás en las páginas del áureo libro otra cosa ¡y no es poco, en gracia de Dios! que lo que en ellas se dice y se enseña.

     ¡Ah! y si al pasar esto -porque ha de pasar como pasan las epidemias y las tempestades- nos viéramos libres de las extravagancias del cervantismo, pudiéramos darnos con un canto en los pechos; pero, no obstante lo impresionables que somos y lo propensos, por ende, a olvidar mañana lo que hoy nos alborota, como el mal deja semillas, éstas germinarán andando los años, y, cuando menos menos, ha de nacer de ellas una raza que, empezando por ver zurcidos en el Quijote, acabe por negar la existencia de su autor.

     Todos los grandes hombres van teniendo, en la posteridad, su fama roída por este género de gusanos. Yo no sé qué demonios anda por la mollera de ciertos sabios cuando examinan las obras que admira el mundo, que, no bien las contemplan, cuando ya exclaman: «esto nació ello solo». ¡Como si no fueran más maravillosas estas producciones espontáneas que la existencia de un padre que las engendrara! A Homero le niega ya el último zarramplín de la crítica, y hay una Escuela antihomérica, a la cual se van arrimando todos los catasalsas del helenismo; se está negando también a Hesiodo, y hasta a Guttemberg y a Dante, y luego se negará la luz del mediodía. Y ¿por qué no? ¿No hay historiador que niega toda autoridad a los cinco siglos de Roma? Y la maña es vieja: cien años hace aseguró el P. Harduino, y hasta intentó probarlo, que todos los libros griegos y latinos, excepción hecha de unos pocos de Cicerón, Plinio, Horacio y Virgilio, habían sido forjados en el siglo XII por una comunidad de frailes.

     ¡Y qué luz derraman estos sabios negativos en las oscuridades con que van topando en sus investigaciones! ¡Con qué primor reconstruyen lo que derriban de un voleo! Paréceles mucha obra la Iliada para un hombre solo, de tan remotos siglos; niegan la existencia de Homero fundándose en aquella potísima razón; pregúntaseles entonces cómo se formó ese admirable poema, y responde uno de ellos, Dissen, por ejemplo:

     -De la manera más fácil: se reunió una especie de academia de cantores que se propusieron hacer una epopeya; encargóse cada cual de un canto, y el resultado de esta asociación fue la Iliada.

     De modo que nos salen, por esta cuenta, veintiséis Homeros, por lo menos, ¡Y al sabio que los presenta le asombraba, por su grandeza, un Homero solo!

     Dos cuartos de lo mismo ocurre con los sabios de otra catadura, cuando nos hablan del Universo. Le niegan un Autor, porque no les cabe en la cabeza la idea de tanto poder, y se le adjudican al átomo, y sudan y se retuercen entre los laberintos de una tecnología convencional y de unos procedimientos fantasmagóricos, para venir a demostrar... que no saben lo que traen entre manos, y que, a pesar de sus humos de gigantes, no pasan de gusanillos de la tierra, como el más indocto de los que en ella moramos.

     Por eso creo yo que a los sabios de la crítica les pasa algo grave en la mollera, cada vez que se las han con otras de gran calibre. No diré que este algo, y aun algos, sean tufillos de la envidia; pero tampoco aseguro que lo sean de la caridad.

     Volviendo al asunto, digo que nacerá quien niegue la existencia de Cervantes, apoyando el aserto en la autoridad, por supuesto, de otro sabio, necesariamente francés. Este tal habrá descubierto que en el siglo XVII no sabían leer ni escribir en España sino los frailes, a los cuales se debió la traducción, del francés al castellano, de aquel teatro admirable que ha estado pasando tantísimos años por español de pura raza; que los nombres de Lope, Moreto, Tirso, Calderón, etc., etc., no son otra cosa que seudónimos con que se disfrazaban los traductores temiendo a la Inquisición, que prohibía el culto de las bellas letras a la gente de cogulla. -En cuanto al Quijote (seguirá diciendo el sabio de mañana), basta examinarle una vez para convencerse de que no pudo ser la obra de un hombre solo. La novela de Grisóstomo, la de Dorotea y Luscinda, la del Curioso impertinente, la del Cautivo, la del Mozo de mulas, etc., intercaladas, violentamente en la primera parte, y desenlazadas, con otros varios sucesos, en la Venta de Juan Palomeque el Zurdo, en una sola noche, lo prueban hasta la evidencia. Esas historias las narrarían los ciegos por las calles al ronco son de la guitarra, o las recitarían los inquisidores en las tertulias de los señores de horca y cuchillo, mientras las segnoritas y las monjas bailaban el zapateado y el Jaleo de Jerez. Algún fraile ingenioso las recogió, engarzólas en las populares aventuras de un loco legendario, llamado, según doctas pesquisiciones de un bibliómano cochinchino, don Fidalgo de la Manga, y publicólo todo bajo el rótulo con que se conoce la obra del supuesto Cervantes. Por lo que toca a la segunda parte de la misma ¿quién ignora que se debe a los frailes Agustinos, que la escribieron en odio al autor de otro Quijote falsificado, al P. Avellaneda, Prior de los Jerónimos del Escorial?

     Cosa parecida se dirá de las Novelas ejemplares, del Persiles y la Galatea: tradiciones popularísimas en España, aunque de procedencia francesa, recogidas y dadas a luz por frailes codiciosos que explotaban el prestigio del imaginario Cervantes, hecho célebre desde la aparición de la primera parte del Quijote.

     -Pero -seguirá diciendo el futuro bibliófilo francés ¿qué mayor prueba de la no existencia de Cervantes que la que nos dan los cervantistas españoles del siglo XIX, en el que ya comenzaba a leer y escribir la clase media, porque se había secularizado la enseñanza? En el último tercio de aquel siglo no trataron los escritores de España más que de Cervantes, y, sin embargo, no pudieron hallar un solo rastro de su persona. Quién le supuso soldado en Lepanto; quién cautivo en Argel; quién teólogo; quién marino; quién abogado; quién cocinero; quién médico; quién ardiente propagandista de la Reforma; quién afirmó que había nacido en Madrid; quién que en Alcalá; quién que estuvo preso en Argamasilla; quién que en Valladolid; y nada se prueba en limpio, ni nadie supo jamás en qué punto de la tierra descansan sus cenizas. La misma confusión de pareceres se observa en lo relativo al texto primitivo y a la intención generadora de la novela. Cada edición de ella en aquel siglo salía ilustrada por un nuevo comentarista, que quitaba y añadía, a su antojo, frases y períodos, so pretexto de enmendar así los errores tipográficos del impresor Juan de la Cuesta. Esto nos hace creer que el Quijote que salió del

siglo XIX no se parece en nada al que, por primera vez, publicaron los frailes del XVII, de cuyas ediciones no ha llegado un solo ejemplar a nuestros días. Afortunadamente, se conservan catorce volúmenes de un literato andaluz de aquella centuria en cuya obra se pone de manifiesto la verdadera importancia del libro del supuesto Cervantes. El tal libro es una ingeniosísima alegoría, según afirma el intérprete feliz de los catorce volúmenes; y a su parecer nos adherimos, no sin declarar que si el perspicuo andaluz sudó tinta para dar con la clave del enigma, nosotros hemos sudado pez para acomodar nuestro criterio a las angosturas, nebulosidades y retortijones de sus ingeniosos razonamientos. Pero a gimnasias más abstrusas y complicadas nos tiene avezados el intelecto la filosofía alemana; y al influjo de esa ciencia, madre de la actual sabiduría, debemos este descubrimiento portentoso. De modo que bien podemos decir, con otro ingeniosísimo comentarista, contemporáneo del de los catorce volúmenes (el cual comentarista de jactaba de poseer el autógrafo del famoso libro): «Ni Cervantes es Cervantes, ni el Quijote es el Quijote».

     Estos y otros tales dichos del sabio francés de los futuros siglos, llegarán a formar escuela; y esta escuela se acreditará en España; y habrá españoles que se pasarán la vida cotejando el fárrago cervantista del siglo XIX con los asertos de la escuela; y al fin perderán el jucio, y quizás den origen a una nueva orden de cervantistas andantes, que saldrán por el mundo a buscar las aventuras, deshaciendo escolios y enderezando notas al Quijote y a la dudosa vida de su autor, que es cuanto queda ya que ver.

     Entre tanto, cosa es que abruma el espíritu la contemplación del cervantismo de nuestros días, malgastando lo mejor de la vida en resobar, sin pizca de respeto, al más ilustre de los nombres y a la más hermosa de las creaciones del humano ingenio; apesta y empalaga ese fervor monomaníaco con que todo el mundo se da hoy a buscar misterios en el fondo del libro, y habilidades en el autor. Debémosle admiración, y es justo que se la tributemos; pero no con cascabeles ni vestidos de payasos. Popularícese el Quijote, y, si es necesario, declárese de texto en las escuelas; pero no el que nos ofrezca, arreglado a su caletre, el cervantismo al uso.

     Si las investigaciones hechas por doctos y respetables literatos, desde Navarrete hasta Hartzenbusch, no bastan a poner en claro cuáles son, en las primeras ediciones de Juan de la Cuesta, errores del impresor, y cuáles descuidos de Cervantes, inténtese esa empresa; pero una sola vez y por gentes erigidas en autoridad literaria; y lo que resulte del expurgo, sin más notas que las precisas para aclarar la significación de palabras poco conocidas hoy del vulgo, o para mostrar los pasajes en que Cervantes parodia escenas y trozos de los libros de caballerías, algo, en suma, de lo que hizo Clemencín (y no digo todo, porque este comentarista cayó también en la impertinente tentación de meterse en pespuntes y reparos gramaticales. como si quisiera enmendar la plana a Cervantes), guárdese como oro en paño y sea el modelo a que se ajusten cuantas ediciones del Quijote se hagan en lo sucesivo; pues el mal no está en que un literato de autoridad y de juicio meta su escalpelo en las páginas del áureo libro, sino el precedente que de ese modo se sienta para que todos nos demos a expurgadores de faltas y a zurcidores de conceptos. Y aun sin este riesgo, ¿qué se saca en limpio de las enmiendas de los doctos, si cada uno de estos señores está tan discorde con las de los demás, como lo están todos ellos con el asendereado Juan de la Cuesta? Y si ya entran por miles las confesadas alteraciones hechas en el texto de las primeras ediciones por esos respetables literatos, ¿qué lector, al poner el dedo sobre una palabra del Quijote, se atreve hoy a asegurar que esta palabra sea de Cervantes y no de alguno de sus correctores? Y ¿quién se atreverá mañana si a la afición reinante no se le ponen trabas?

     Volviendo al cervantismo inconsciente e intemperante, digo que no mezcle berzas con capachos, ni confunda tan lastimosamente lo serio con lo bufo. Elévese una estatua en cada plaza pública española al príncipe de nuestros novelistas, y sea cada edición de sus obras un monumento tipográfico; pero, por el amor de Dios, no pidamos fiestas nacionales para cada uno de sus aniversarios, ni nos demos todos a académicos cervantinos, ni estampemos el egregio nombre en desvencijadas diligencias, ni en sociedades de bailes públicos, ni salgamos a la calle con cara de parientes del ilustre difunto, ni asociemos su memoria a todas nuestras debilidades y sandeces. Léase y estúdiese la inmortal obra, que deleite y enseñanzas contiene para doctos e indoctos en todas las edades de la vida; pero no pretenda cada lector imponerse a los demás con el fruto de la tarea; pues cada hombre es un carácter, y, como dijo un insigne escritor, disputando sobre reparos hechos, y no del todo mal, a unas enmiendas suyas al Quijote,

                       «Cada uno tiene, don Zacarías,

           Sus aprensiones y sus manías».

     ¡Y adónde iríamos a parar si se diera, como se va dando, en la gracia de remendar e interpretar el libro, al tenor de esa suma de aprensiones, y conforme al parecer de cada aprensivo?

     Dudo mucho que el Gobierno de la nación permitiera a los aficionados a la arquitectura poner sus manos en determinados detalles artísticos de un monumento público, so pretexto de que así lo quiso el arquitecto, a quien no deben achacarse los errores de los canteros. ¿Ha habido pincel que se atreva a borrar el tercer brazo con que aparece en el Museo uno de los mejores caballos de Velázquez? Antes al contrario, ¿no se lleva el respeto al gran pintor al extremo de hacerse las copias de tal cuadro hasta con ese glorioso arrepentimiento?

     ¿Por qué no ha de merecernos iguales deferencias y consideraciones el blasón de nuestra nobleza literaria?

     Por lo que a mí toca, desde luego aseguro que, si tuviera poder para ello, declaraba el Quijote monumento nacional, y no consentiría, bajo las penas más severas, que se alterara en una sola tilde el texto de la edición que, por los medios indicados, o por otros análogos que se juzgasen mejores, se hubiera declarado oficial, con todas las solemnidades y garantías apetecibles.

     ¿Que tiene erratas?... Que las tenga. ¿Que lo del Rucio?... Mejor que mejor. ¿Habrá trastrueque de párrafos, ni razonamientos que valgan lo que dice del caso el mismo Cervantes en la segunda parte de la novela? ¿No son estos descuidos y aquellos arrepentimientos y los otros deslices gramaticales, el mejor testimonio de la frescura y espontaneidad de la obra? ¿O creen los químicos del cervantismo que un libro como el Quijote puede hacerse con regia, compás y tiralíneas?

     Si Cervantes hubiera tenido que estar atento a cuantos tiquis-miquis le quieren sujetar sus admiradores; si lo que dijo de herir de soslayo los rayos del sol a su personaje al lanzarse al mundo de las aventuras, lo dijo para que la posteridad no dudara que salía de Argamasilla de Alba y no de otro lugar manchego; si no fueron donaires de su pluma y primores de lengua otros mil pasajes de su libro, sino estudiados disfraces de otros tantos propósitos transcendentales; si cada frase es un jeroglífico y cada nombre un anagrama; si, amén de esto y mucho más, necesitó trabajar con el calendario a la vista, y encarrilar a su caballero por cualquiera de los itinerarios que le han trazado sus comentaristas de ogaño, y conocer a palmos los senderos para no dar con una aventura en martes, cuando, por el cómputo del mapa y del almanaque, podía demostrársele que la fazaña debió tener lugar en miércoles, día de vigilia además, con otros muy curiosos pormenores que el lector habrá visto, tan bien como yo, en escolios, notas y folletos; si a todo esto, y a lo de la cocina, la teología, la jurisprudencia, el protestantismo (!!!), la economía política, etc., etc., etc... y otro tanto más, tuvo que estar atento, repito, el glorioso novelista, más le valiera no haber salido nunca del cautiverio de Argel; que entre escribir un libro con tales trabas, o arrastrar las de hierro bajo la penca de un moro argelino, aun con el ingenio de Cervantes optara yo por el cautiverio, y saldría mejorado en tercio y quinto.

     ¡Dichoso día aquél en que el cervantismo pase y vuelva a reinar el Quijote en la patria literatura, sin enmiendas, reparos ni aditamentos, y su autor perínclito sin habilidades ni misterios! Venga, pues, la inmortal obra sin teologías, náutica ni jurisprudencia, y, sobre todo, sin claves ni itinerarios ni almanaques; venga, en fin, como la hemos conocido los que peinamos ya canas, cuando en ella aprendimos a leer, a pensar y a sentir; que así, al pie de la letra y hasta con las erratas y garrafales descuidos de los primeros impresores, ha sido admirada de todos los hombres y traducida a todas las lenguas, y servido de pedestal a la fama de Cervantes, que ya no cabe en el mundo.

 

 

Discurso escrito por encargo de la Real Academia Española para conmemorar el tercer centenario de la publicación de el Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha

Leído por el Excmo. Sr. D. Alejandro Pidal y Mon en la sesión celebrada el día 8 de mayo de 1905 presidida por S. M. el Rey

 

Juan Valera




 

Señor:

La Real Academia Española, deseosa de dar a su voz en la presente solemnidad todo el alcance y la significación que le consienten sus gloriosos y dilatados anales, encargó por unánime acuerdo de todos sus miembros, al insigne literato, eminente crítico y laborioso Académico, dechado de prosistas españoles D. Juan Valera y Alcalá Galiano, la expresión de los hondos y vivos sentimientos que palpitan en su corazón al celebrar juntamente con todo lo que encierra de grande y noble la Patria, el aniversario tres veces secular de la aparición del Quijote en el materno solar de las hidalgas letras castellanas.

Pocos o casi ninguno en realidad, encerraba en su fecundo seno la Academia con más títulos y mayor significación literaria para exponer en acto tan solemne, el amor que anega todo pecho español y el entusiasmo en que se desborda al solo nombre de aquel libro en que aparece como cifrado todo el sublime contenido de la gloriosa civilización española, ostentado al aire libre y a la luz en la más amena, risueña y graciosa narración que ha alegrado jamás los oídos del linaje humano en las tristezas de su peregrinación sobre la tierra, y que más que en frágil y deleznable papel, parece que trazó en mármoles y en bronces imperecederos, la esforzada diestra del soldado y del poeta español para que no cesase de sonar perpetuamente en los siglos la carcajada universal, tan espontánea como imperiosa, con que comenta la humanidad la lectura de sus páginas inmortales.

Era, como es a todos notorio, D. Juan Valera un espíritu libre y original, adiestrado en toda clásica disciplina, identificado con el genio literario español en sus formas más acendradas y castizas, abierto a todo viento de inspiración tanto nacional como extranjera y dotado de aquella difícil facilidad en la expresión serena y llana de las más transcendentales doctrinas que se iluminaban, al pasar por los bien cortados puntos de su pluma, con la clara y apacible luz meridional que limpia sin esfuerzo y como sin querer el ambiente de todo vago y malsano linaje de brumas y de nieblas, sin que falte por eso en la oportuna sazón, al lado de la luminosa transparencia castellana, el cambiante que esmalta y colora con uno y otro matiz los vergeles pintorescos del Norte, ni el toque de vivísima lumbre con que dora y como que incendia el africano sol las feraces campiñas andaluzas.

Su saber y su erudición atesorados en su prodigiosa memoria, su vasta cultura universal acrecida en viajes y lecturas de todas las literaturas humanas, su talento crítico, sagaz, profundo y observador, su carácter modesto, pero independiente y un patriotismo tan ajeno a jactancias irreflexivas como a abdicaciones injustificadas, le hacían apto como quien más para trabajos como el presente, como lo pregona a gritos más que a voces con su reconocido valer el estudio con que enriqueció los fastos de esta Academia en su celebrado discurso sobre el Quijote.

Hay sucesos, Señor, misteriosamente casuales en la existencia, que impresionan vivamente la más distraída atención, llamándola a meditaciones profundas: Valera, amantísimo de la Real Academia Española, acogió su ruego con humildad y con dolor. La humildad le llevó a obedecer ciegamente. El dolor acrisoló su obediencia, porque temía en su sincera modestia que los achaques y la edad no le permitieran alzarse a toda la altura de su empeño. Temor infundado como veréis, porque el Homero de nuestra crítica, si no pudo abrir sus ojos corporales, cerrados ya para siempre al trabajo y la luz, abrió los ojos de su espíritu, y como fluyen aguas cristalinas los ocultos veneros en las montañas, fluyeron de su alma y de su corazón torrentes de prosa abrillantada y castiza, arrastrando en su generoso raudal sartas de corales y perlas que recogía con trabajo sobre el papel la diestra acelerada y tardía de su asombrado secretario.

El discurso estaba ya para terminar. Apenas faltaba nada para darle punto, cuando la muerte le puso el sello de la inmortalidad, ahogando en la propia garganta del cisne los últimos ecos de su canto, sin duda para que quedase sin concluir como casi todo lo grande sobre la tierra.

Si la voz de Valera vivo, en la presente ocasión, hubiera sido el Himno triunfal del Quijote entonado por el único casi superviviente de aquella generación de literatos insignes que inmortalizaron los anales literarios del reinado de D.ª Isabel II, condensando la admiración tradicional de las edades pasadas al Don Quijote, la voz de Valera muerto es el testamento literario del representante por estudio y por tradición de la España antigua y por origen, independencia y emancipación de la España moderna, que en los dinteles mismos de la Eternidad y reclinado ya sobre los bordes de su tumba trasmite a la España del porvenir el secreto de la belleza literaria y artística, enseñándole el misterioso conjuro con que las Gracias de la antigüedad, evocadas por el Genio del Renacimiento, descendieron risueñas sobre la Mancha, para vestir su escultórica desnudez con las armas tomadas de orín de los bisabuelos de Don Quijote, con el sayo y las alforjas de Sancho, con el dengue asturiano de Maritornes y hasta con la prosaica bacía del barbero, convertida al prodigioso toque de su festivo talismán, en el propio yelmo de Mambrino.

Escuchemos, pues, atentos y respetuosos su voz, que resuena ya como bajada de lo alto, sobre lo que constituye hoy por hoy el más preciado blasón de nuestro abolengo literario, forjado por la diestra del héroe y del Genio español a quien llamamos El Manco de Lepanto, por haber sacrificado una mano en los altares de la Patria en la más alta ocasión que vieron y que verán los siglos, y donde se preservó incólume por un prodigio de la Providencia la otra, sin duda para que nos señalase con ambas las dos sendas de la inmortalidad que conducen al templo de la gloria, donde tan alto dejó escrito con su propia sangre y su luz el inmarcesible nombre de España.

Señores:

Esta Real Academia, en su junta ordinaria del día 12 de enero del presente año, acordó celebrar una sesión pública y solemne para conmemorar el tercer centenario de la publicación del Quijote, honrándome con el encargo de escribir el discurso que en alabanza del mencionado libro en dicha sesión debe leerse.

Lisonjeado yo con tal encargo y lleno de gratitud por la confianza que en mí pusisteis entonces, no quise, ni supe excusarme de cumplirle, aunque reconozco harto bien cuán difícil es salir airoso del empeño y cuán débiles son mis fuerzas, abatidas y menguadas por la vejez, para dar cima a tanta empresa con algo que satisfaga vuestra aspiración y que no sea indigno del alto asunto que ha de tratarse.

Declaro, sin afectada modestia, que dudo mucho de mi aptitud, y creo que la de cualquiera otro, si sólo se atendiese al saber y al entendimiento, valdría mucho más que la mía. En lo único que no cedo a nadie, y yo mismo me pongo atrevidamente entre los primeros, es en el entusiasmo que la obra de Miguel de Cervantes me inspira, y en mi arraigado convencimiento de la importancia y valor de dicha obra, por la que merece con justicia su autor el general aplauso de los entendidos y el título indiscutible y persistente de príncipe de los ingenios españoles.

No he de tratar aquí de probar la validez de este título. Quien le otorga no es el engreimiento patriótico, ni es el amor propio nacional, ni la moda, ni el pasajero favor del público en un momento dado. El Quijote, desde el día en que se publicó, obtuvo la aprobación y el aplauso de las gentes, deleitó y encantó a sus lectores, y no sólo agradó en España y en la hermosa lengua en que fue escrito, sino también en las demás naciones y en las diversas lenguas en que fue traducido. Lejos de decaer su buena fama, lejos de marchitarse con el andar del tiempo el laurel que mereció su autor, bien puede asegurarse que reverdece más cada día y se muestra más frondoso, florido y lozano, dilatándose por donde quiera.

No es sólo en España donde coronamos a Cervantes. No somos nosotros solos, sino también las personas ilustradas de los demás pueblos, los que le colocan al nivel de los más grandes poetas que ha habido en el mundo, entendido el vocablo poeta en su sentido más amplio. En Italia le colocan al nivel de Dante, al nivel de Shakespeare en Inglaterra y al nivel de Goethe en Alemania.

Nosotros, aunque se nos tilde de sobrada soberbia, cuando no por el talento reflexivo, nos aventuramos a colocarle más alto por su inspiración espontánea e ingenua. Tal es el concepto, espontáneo e ingenuo también, que del Quijote y de su autor formamos en el día sus compatriotas. Clara manifestación de este concepto es la fiesta unánime y el jubiloso triunfo con que recordamos la aparición de la inmortal novela.

Ni por un instante, a pesar de mi frialdad crítica y de mi propensión al escepticismo, he vacilado yo en tener por fundada la razón suficiente del homenaje, por grande que sea, que a Miguel de Cervantes tributamos hoy. No le creo nacido de arrogante jactancia nacional, sino de convencimiento claro y seguro. Esto no se opone, con todo, no a que nos empeñemos en probar lo que creemos por fe invencible y sin necesidad de prueba, sino a que investiguemos, hasta donde podamos penetrar razonando, el fundamento de nuestra admiración, incontrastable y preconcebida.

¿Por qué un libro de mero pasatiempo, una sátira literaria, una parodia, una obra de burlas, ha de descollar sobre toda la labor intelectual, así de la nación española, como de otras inteligentes y cultas naciones europeas, no en época determinada, sino durante siglos?

Cómo quiera que se explique, y sean mayores o menores el influjo y la importancia de la cultura de España, sobre todo desde fines del siglo XV hasta fines del siglo XVII, es lo cierto que a fines del siglo XVII decayó esta cultura, así como también la fuerza expansiva, el poder político y el vigor imperioso del pueblo que la había difundido por el mundo. Tal vez el odio a nuestro predominio pasado y la vanidad de otros pueblos que en el predominio nos sucedían, concurrieron entonces a desconocer nuestro merecimiento, a rebajar nuestra gloria, a menoscabar y hasta negar las facultades civilizadoras de nuestra raza. Se calificó nuestro pensamiento de estéril, de inútil o nocivo al progreso, de estorbo de la humanidad en su marcha ascendente hacia más luminosas regiones de libertad y de ventura; y singularmente en ciencias y en letras, se nos motejó de extraviados y de faltos de crítica, de orden y de buen gusto. Llegó a sostenerse que sólo habíamos tenido un libro bueno: el que se burlaba de los demás. Este libro fue el Quijote. Tan abrumados llegaron a estar los españoles bajo el peso de tanto vituperio, que no pocos aceptaron con humildad y casi sin protesta, y tomaron por justa la cruel declaración de nuestra inferioridad mental, contra la cual sólo prevalecía el Quijote, y esto porque venía a ratificar y a corroborar la sentencia.

¿Pero por qué se salvaba el Quijote del general hundimiento? Creerle merecido y renegar de nuestra casta, no son cualidades positivas que basten a salvar un libro del acerbo desprecio que sobre los demás se fulmina.

A fin de justificar la benévola excepción hecha por los extranjeros del Quijote, y por nosotros aceptada, surgieron críticos y comentadores, que se desvelaron para hacer ver que la verbosidad, la carencia de medida y de juicio y la infracción de todas las reglas no se advertían en el Quijote, cuyo autor, en dicho libro al menos, seguía las reglas y las observaba escrupulosamente, después de haberlas estudiado con muy laudable aplicación, como las estudió, por ejemplo, Homero, el cual, según sostiene Hermosilla, asistió a la cátedra de Retórica y Poética de un colegio o universidad que en su tiempo había en Esmirna, cátedra que el mismo Homero hubo de ocupar más tarde.

El análisis crítico del Quijote, hecho por los preceptistas neoclásicos del siglo XVIII, no dio, con todo, el más brillante resultado; no logró justificar, por la estricta observancia de las reglas de Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau, que la obra de Miguel de Cervantes era digna del más alto lugar entre las creaciones del ingenio humano. Aquellas mismas reglas que habían de servir, y que sirvieron, para tasar el mérito del Quijote y para medir sus grados de excelencia, sólo podían aplicarse por analogía, imaginando que el Quijote era una epopeya o algo a la epopeya muy parecido, y no otro diverso género de composición para el cual dichas reglas no habían sido dictadas.

Por otra parte, ni los autores de las ya mencionadas artes poéticas, ni sus más severos comentadores e intérpretes, pusieron nunca el valer extraordinario y positivo de una fábula o narración poética, en su conformidad completa con la Gramática, con la Retórica y con todas las artes de la palabra escrita o hablada. Tal conformidad podrá valer, y vale sin duda, para calificar un libro de muy correcto, culto y elegante, para que se le considere limpio de faltas, y para que su autor sea estimado como raro modelo de maestría; pero desde esta calificación, aunque en extremo honrosa, hasta la de que hoy abusamos con frecuencia, prodigándola y llamando genio a quien entendemos o imaginamos que la merece, hay una enorme distancia que nadie atraviesa con seguridad y sin extravío, aunque se sepa de memoria a Hugo Blair y Batteux, y aunque estudie después y vaya armado de todas las estéticas que recientemente se han escrito.

Calcular la elevación de un poeta por su mayor o menor sujeción a los preceptos, declararle por ello vencedor y concederle el triunfo, es como si de los tres príncipes hermanos en cierto cuento oriental, se hubiese concedido el premio y la mano y el corazón de la bella infanta al que disparó y envió su flecha más lejos. No la hubiera obtenido el que más la merecía. Las flechas de dos de ellos pudieron hallarse en el punto donde llegaron a caer, pero no se halló la del que tuvo más brío para disparar la suya, porque fue más allá de toda previsión razonable. Movida por atractivo más poderoso que el de la infanta, mostró y abrió al príncipe el camino de los mágicos jardines y del reluciente palacio donde el hada Parabanú, o sea la Emperatriz de los genios, la verdadera y más sublime musa, enamorada de él, le estaba aguardando.

Algo hay, sin duda en el arte que va más allá, mucho más allá de las reglas, en lo cual reside y se funda el encanto misterioso que presta superior valer a la obra del artista o del poeta.

¿Cómo acertaré yo a discurrir sobre este encanto misterioso y a demostrar, apoyándola con razones, mi firme creencia de que en el Quijote reside?

En mi sentir, es indisputable, no ya que hubiese un determinado personaje que se llamase Homero, ni que fuese muy versado en literatura, hábil expositor y catedrático y fiel observador de sus leyes, como Hermosilla supone, sino que la Iliada, o dígase el principal poema que a Homero se atribuye, está por cima de toda comparación. Aparece, al despuntar la cultura europea, como fecunda y clara luz de su aurora. Sean los que sean los diversos elementos que venidos de Fenicia, de Frigia, de Egipto, del centro del Asia y hasta del remoto Oriente, concurren a formar esta cultura, todos ellos se fundieron en uno, y adquirieron al fundirse carácter original y propio, manifestándose en el rico y hermoso idioma de un pueblo predestinado y conteniendo en germen toda la fuerza creadora y predominante que hizo primero a Grecia, a Italia y a España luego, y a otras naciones europeas más tarde, maestras soberanas y civilizadoras del mundo.

Por intuición semidivina y no por raciocinio y dialéctica, como si fuese inspirado por un numen y no premeditado, hubo de formarse el armonioso conjunto de tradiciones extrañas e indígenas, de leyendas, símbolos y creencias de diversas tribus, de sentencias de antiquísimos sabios y de conceptos imaginarios de la oculta naturaleza de las cosas, visto todo al través de un velo mágico, que sin descubrir el íntimo ser, enriquecía lo aparente de seductora belleza. Más adivinada que estudiada y pensada, más impersonal que personal, como si fuese la creación de todo un pueblo y no de un solo hombre, surgió así la verdadera epopeya primitiva, conteniendo en germen las leyes y las artes y hasta los principios religiosos y morales que habían de ir desenvolviéndose y fructificando en el alma de las futuras generaciones.

Por esto hallo incomparable la Iliada. Es la epopeya más completa de Europa. A toda epopeya ulterior falta algo. Lo épico popular difuso no desaparece sin duda; pero la ciencia, la reflexión, las nociones adquiridas por especulación o por experiencia, vienen a adelantarse al vaticinio, a la virtud adivinatoria que presta a la primitiva epopeya la trascendencia de un libro sagrado, donde lo que toda una casta de hombres piensa, siente, ve o sueña de un modo confuso, adquiere luminosa forma por virtud de palabras que dicta la deidad a una predilecta criatura humana.

Las epopeyas modernas son más artificiosas que inspiradas. La reflexión y la crítica no van en pos del numen inspirador, sino que le preceden y le guían. El vaticinio, el espíritu profético, cede el primer lugar a la previsión razonada. El poder sobrehumano que interviene en la acción épica y la virtud reveladora del poeta que la canta, no nacen en el alma del poeta mismo ni en la de su pueblo, para difundirse y adoctrinar luego a muchos otros pueblos y castas, sino que nacen en gran parte de ciencia y de experiencia adquiridas y de extrañas revelaciones.

Lo épico persiste porque no hay facultad humana que desaparezca ni que mengüe porque otras crezcan y se magnifiquen; pero lo que se sabe o lo que se cree viene a limitarse por la contradicción y la duda, pierde no poco de la firmeza y autoridad que antes tenía, vacila y no se impone.

No es ya un dios, sino mera alegoría, bajo la cual se oculta la razón o el natural discurso, la que dicta los oráculos, pronostica los arcanos destinos y se atreve a enseñar los caminos de la vida.

Sólo un poema, aunque artificioso también y más debido a un singular poeta que al alma colectiva de un pueblo, ha aparecido a mi ver, en el seno de una civilización muy adelantada, conteniendo en sí algo de la universalidad y de la enseñanza trascendente de la primitiva epopeya, lo cual, contando con el valer extraordinario del hombre que compuso el poema, se debe a un cúmulo de circunstancias dichosas, que difícilmente pueden aparecer y coincidir de nuevo. Para que apareciese y cantase Virgilio, fue menester que hubiese una gran ciudad que extendiese su dominio sobre muchas y diversas naciones y por mucha parte del mundo conocido entonces; que enseñase a hablar y que hablase una lengua majestuosa, elegante y rica; que imaginase haber creado un Imperio sin fin, Imperio que iba a dar la paz al mundo, y que se presintiese que iba a aparecer un redentor y salvador, llegada ya o próxima a llegar la plenitud de los tiempos y cumpliéndose así profecías y pronósticos de antiguos videntes y sabios.

La decadencia de Roma, la caída en Occidente de su grande imperio, la invasión de los pueblos del Norte, en la barbarie aún casi todos ellos, la corrupción del latín dando origen a nuevos idiomas, rudos e informes al principio, y la aparición de distintas y aun opuestas nacionalidades, tal vez convenían para el ulterior progreso del linaje humano, pero por lo pronto hicieron retroceder la cultura, y si trajeron y acumularon nuevos elementos, que habían de valer en lo futuro para sublimarla, los trajeron y acumularon en gran confusión y desorden. Cuanto podía poner orden y verter luz en aquel caos obscuro, más bien que concebido en él, procedía de la pasada civilización, más eclipsada y aletargada que muerta. Lo más sano de la antigua filosofía, considerado acaso como preparación evangélica, el Cristianismo que, prescindiendo de su valer y de su fundamento sobrehumanos, era importado y no nacido entre los modernos pueblos de Europa, y la afirmación y el sistemático concierto de los dogmas religiosos y morales, dilucidados y discutidos por los Padres de la Iglesia y promulgados en los concilios, todo precedía, todo era exterior y anterior a la nueva era: todo era ciencia ya adquirida que trocaba la facultad creadora en reminiscencia, y los nuevos conceptos en comentarios o explicaciones de los antiguos, y que, propendía, no a la aparición original y sin antecedentes, de una civilización más alta, sino al renacimiento de la civilización antigua, aunque depurada, amplia y completa.

No sé hasta qué punto pueda calificarse de epopeya el admirable libro de Dante Alighieri; pero no nace en él un saber nuevo, sino renace el saber antiguo, se extiende y se divulga merced a un idioma vernáculo ya formado, y propende y logra en parte hacerse popular saliendo del santuario y de las escuelas. Virgilio sirve a Dante de guía, y le preceden e iluminan su espíritu, no sólo las Sagradas Escrituras, sino Platón, Aristóteles y muchos otros sabios, griegos, judíos, muslimes y cristianos, hasta Averroes, que hizo el Gran comento, y Tomás de Aquino, que compuso la Suma.

El más frecuente y general asunto de la narración heroica, durante la edad media, sigue siendo las guerras, conquistas y hazañas de griegos y romanos, aunque sin duda en combinación con el vehemente anhelo, sentido por nuevas razas y sociedades de hombres, de renovar glorias y grandezas pasadas, prestando a los héroes que les dieron cima carácter y condiciones que los desfiguraban y los hacían muy otros de los que en su tiempo y sazón habían sido. La guerra de Troya y los altos hechos de Alejandro de Macedonia constituyeron un ciclo épico. El poderío romano fue fundamento de otro ciclo, prolongado y ampliado hasta Carlo Magno, sucesor y heredero de los antiguos césares del imperio de Roma.

Las ideas, tradiciones, fábulas, doctrinas religiosas y principios políticos y morales que los pueblos del Norte trajeron consigo al invadir y desbaratar el imperio de Roma, formando Estados y naciones nuevas, carecieron de la briosa y suficiente originalidad para eclipsar la luz de la antigua poesía o para transfigurarla al combinarse con ella, creando algo que la igualase, cuando no la superase. Bien pudo lo sobrenatural cristiano convertir en alegorías, en sombras vanas y sin consistencia, el Olimpo, el Parnaso, el Citerón y todos sus dioses, musas, ninfas y demás deidades inspiradoras; pero nada o poco importó para esto el Walhala.

Cuanto trajeron más tarde los mahometanos conquistadores o los europeos importaron de Asia en Europa, después del gran movimiento de las Cruzadas, nada logró fundirse con el persistente recuerdo de lo clásico y con el más elevado sentir y pensar cristiano y católico para crear en los siglos medios una poesía, universal y trascendente como la antigua, que mirase a lo porvenir, que tuviese finalidad y que abriese claros y dilatados horizontes en el camino del linaje humano. La ciencia, y no la poesía, fue la iniciadora en la edad media. Durante siglos, el latín, muerto para el vulgo, y aunque viciado, persistente entre los eruditos y doctores, fue el medio más poderoso del progreso.

Acaso el elemento poético más original que hubo en Europa durante la edad media, con carácter general y no nacional o regional solo, se debe a una raza creyente y noble, aunque vencida y oprimida. Libres por algún tiempo los antiguos britanos e independientes del poder de Roma, hubieron de tener religión, cultura, leyes y príncipes propios. Una gentil y delicada flor de poesía hubo de nacer y ser cultivada entre ellos. Tribus germánicas, y principalmente los anglosajones, acabaron con la independencia de aquellos isleños celtas y los sometieron a su dominio o los movieron a refugiarse en la Armórica, a la que dieron su nombre, llamándola Bretaña. La antigua poesía céltica, purificada en el infortunio por ideas y sentimientos cristianos, se conservó, y sin duda se transfiguró ocultamente, tal vez hasta el instante en que, conquistando los normandos a Inglaterra, resurgió triunfante al considerarse vengada de los antiguos conquistadores. Los druidas y los bardos volvieron entonces de la misteriosa Avalón convertidos en príncipes y reyes católicos, en andantes y enamorados caballeros y en muy discretas y hermosas damas y soberanas señoras, con brillante séquito de hadas y de encantadores activos y fecundos en estupendas maravillas, aunque sin muy razonable objeto y sin propósito claro.

El ciclo de la Tabla Redonda se extendió pronto por Europa toda, compitió con las historias y fábulas, griegas, latinas y orientales, y vino a ser como la persistente tela donde los trouvères del Norte de Francia, los refinados trovadores de Provenza y los inspirados minesinger de Alemania, con Wolfang de Eschembach al frente de ellos, bordaron vagas y primorosas leyendas, fundaron reinos que no están en el mapa y crearon palacios encantados e intrincadas selvas por donde atrevidos paladines iban en demanda del Santo Grial, o a dar cima a fantásticas empresas y enmarañadas aventuras.

Por cierto que al asegurar Montesquieu, si él fue quien lo aseguró, que el Quijote es el libro español que se burla de los demás libros españoles, mostró no estar muy enterado de todo lo dicho. Cuanto hay de sobrenatural y sofístico, de soñado y nebuloso en nuestros libros de caballerías tiene origen extranjero; por moda fue importado en España, aunque recamado y adornado luego por la vigorosa imaginación y fácil estilo de nuestros escritores, entre quienes descuella, fuese quien fuese, el autor del Amadís, «libro único en su arte y el mejor de todos los que en este género se han compuesto», como el mismo Miguel de Cervantes le preconiza.

No condenó Cervantes los buenos libros de caballerías. No sólo ensalza el Amadís, sino más ensalza aún, si cabe, a Tirante el blanco y a Palmerín de Inglaterra. Lo que Cervantes condena, lo que es blanco de sus burlas, es la exageración, el amaneramiento, las extravagancias viciosas: casi siempre lo exótico y nunca lo castizo.

Más dignos de elogio que de censura son en verdad el refinado sentir caballeresco, la admiración y devoción respetuosa, y la púdica, continente y platónica ternura con que paladines y trovadores sirven o se supone que sirven a sus damas. Dante y Petrarca hicieron brotar de este sentir un limpio y abundante venero de pura poesía. Bien merece cualquiera de ellos que le celebremos llamándole:


 

   El que al amor desnudo en Grecia y Roma

 

 

 

de un velo candidísimo adornando

 

 

 

volvió al regazo de la Urania Venus.

 

 


 

Pero este mismo sentir se exageró y vició y acabó por amanerarse. Tal vez no fue candidísimo velo, sino pesada y tupida vestidura la que se puso al amor contrahecho, para encubrir sus fealdades con postizos y falsos adornos. Tal vez el menosprecio y poca estimación que a la generalidad de las mujeres se les concedía se quiso compensar con la adoración sacrílega y mentirosa de alguna singular princesa, de alguna alta y soberana señora.

Corrompido el casto amor cristiano, vino a convertirse con frecuencia en bastardo culto de hiperdulía, el cual, merced a su vehemencia y a sus ímpetus, solía romper todo freno de moralidad y de leyes. Con razón declara, pues, el satírico maldiciente, hablando de las damas así adoradas y servidas, que no gustaba de ellas y que las que él quería que hubiese o imaginaba que en lo antiguo hubo en su patria eran:


 

   Todas matronas y ninguna dama;

 

 

 

que este nombre de halago cortesano

 

 

 

no admitió lo severo de su fama.

 

 


 

Y aunque el alambicado amor de los trovadores y de los caballeros a sus damas no traspasase los límites de lo lícito, ni tomase trágicas proporciones, siempre solía ser propenso y harto ocasionado a degenerar en cómico y risible. Así lo comprendió Cervantes, y por eso imaginó y creó a Dulcinea.

Habían sobrevenido en el mundo extraordinarios cambios y novedades inauditas, por donde el humano linaje se abrió nuevos caminos y tomó nueva dirección en su marcha. La invención de la pólvora y la de la imprenta, el más claro conocimiento de la Antigüedad clásica importado en el Occidente de Europa por los sabios griegos fugitivos de Bizancio, y, sobre todo, el descubrimiento de la total grandeza y redondez de la tierra, de inmensos continentes e islas y de dilatadísimos mares, hizo imaginar a muchos que iba a terminar la edad de la fe y que la edad de la razón empezaba.

Por extraña contradicción del pensamiento humano, cuando en la realidad de los hechos y de las cosas se revelaba un fondo poético más alto y más amplio que todo lo previsto y soñado antes, ese mismo pensamiento humano, deslumbrado, absorto, ciego por el mismo resplandor de cuanto acababa de descubrir y aún no acertaba a comprender, se rebeló contra la poesía, se empeñó en ser demasiado razonable y se aficionó a la prosa más de lo justo. Apenas vio el haz de lo descubierto y no penetró en las profundidades misteriosas que bajo el haz de lo descubierto se ocultaban. El universo, que en nuestra vanidad presuntuosa juzgábamos ya conocido por experiencia, nos pareció más pequeño y menos hermoso que el que imaginábamos o soñábamos antes en nuestra infantil ignorancia. Las hadas, los encantadores, las ninfas y los genios, todo, por tiránico decreto de la Ciencia, fue expulsado del mundo real. La epopeya, la poesía narrativa como arte, llegó al mismo tiempo a su mayor perfección en la forma, merced a la superior cultura y elegancia que los nuevos idiomas habían alcanzado. De aquí el primoroso florecimiento de la poesía artificial narrativa y la decadencia o más bien la casi imposibilidad de la verdadera epopeya espontánea, sentida y creída hasta en sus recursos y poderes sobrenaturales.

En Italia se trocó en juguete ameno y gracioso toda la romancería, con Angélica, Orlando y Medoro, con el Glorioso Imperante y sus valientes paladines. Todo ello fue menos serio que de chanzas o de burlas; todo para pasatiempo y no para más altos fines. Los entes sobrehumanos de las antiguas mitologías tuvieron que desvanecerse como ensueños o como criaturas sin substancia, y sólo persistieron como figuras retóricas, abstracciones, alegoría y símbolos sin vida. Así la Reina de las hadas de Spencer, con todos los seres amigos y enemigos que la circundan, no vienen a ser, a pesar del ingenio poderoso del poeta, sino disfrazadas personificaciones del catolicismo y del protestantismo y de otras ideas, opiniones y conceptos políticos o religiosos. Se derrochó el saber, el ingenio, el atildamiento y la habilidad primorosa, pero no pudo aparecer ni apareció la epopeya. Solo consiguió suplantarla la historia descarnada y seca, sin milagro de veras creído, sino de algo que naturalmente sucede y que tal vez gustaría o interesaría más contado en prosa que con el trabajoso artificio de las octavas reales. Y, sin embargo, apenas se concebía entonces nada mejor en lo épico. Bien lo confirma Cervantes cuando, en el donoso escrutinio de la librería, hace decir al cura que la Araucana de Ercilla y la Austriada de Juan Rufo «son los mejores libros que en verso heroico en lengua castellana están escritos y que pueden competir con los más famosos de Italia».

Lo único que por entonces, a pesar de no pocas deficiencias, se aproxima a la epopeya verdaderamente inspirada, fue las Luisiadas de Luis de Camoens. Este gran poeta presintió y adivinó todo el valer, toda la maravillosa transcendencia de las hazañas que portugueses y castellanos habían realizado para magnificar y completar en nuestra mente el concepto de la creación o de las incomprensibles obras divinas, en todas las cuales está Dios sosteniéndolas con su poder y llenándolas de su gloria.

Fuerza es confesar, no obstante, que, deslumbrado nuestro espíritu por la magnitud de la realidad descubierta, no acertó por lo pronto a penetrar en el centro de ella y a descubrir allí la nueva poesía. Más bien por virtud del prurito razonador propendió el alma humana a desnudar la naturaleza de sobrenaturales prodigios y a no ver en el mundo sino aquello que se nos aparece por observación y experiencia de los sentidos. Esto mismo lo vimos mal. Apenas tuvimos vagar para hacernos cargo de todo. Por la India pasamos con los ojos cerrados, sin llegar a comprender hasta mucho más tarde su antiquísima civilización, su filosofía y sus ideas religiosas. Al tornar posesión del gran continente americano, formamos sin duda inventario científico de cuanto en él había, de su flora y de su fauna, de las razas humanas que le poblaban y hasta de los idiomas que hablaban estas razas, trabajo todo de los españoles, trabajo utilísimo para la ciencia, pero sin la visión sintética, sin aquella más elevada y completa concepción que había de ser o podía ser núcleo y fecunda semilla de una poesía nueva.

Lo descubierto o averiguado daba bastante motivo para que las antiguas expediciones civilizadoras y triunfantes de Osiris y de Baco, de Salomón y de Hiran, y las conquistas de Alejandro y de Trajano se tuviesen en poco, y para que el poeta pudiese decir, sin pecar de arrogante y presuntuoso:


 

   Cesse tudo o que a musa antiga canta,

 

 

 

que outro valor mais alto se alevanta.

 

 


 

Pero, si hubo bastante motivo y razón para imponer silencio a la antigua musa, faltaron vigor y aliento fatídico para que la musa nueva llegase a cantar con la requerida y condigna resonancia. El prematuro racionalismo tuvo la culpa. Cuanto se decía o se escribía, mejor que en verso estaba en prosa. La prosa más sencilla, la más de buena fe, la que se limitaba a contar lo materialmente visto y no lo espiritualmente soñado, resultaba más poética que el verso.

La misma Reforma contribuyó, poco más tarde, a desnudar cuanto existe de sobrenaturales encantos, a crear en su idea un dios solitario y adusto escondido en las remotísimas profundidades del cielo, casi sin ángeles, casi sin santos y casi sin la brillante corte celestial de cándidas vírgenes y de bellas pecadoras arrepentidas.

La manía de lo experimental, el recto juicio, el método baconiano, el no apreciar sino lo bien observado por los sentidos, hubo de prevalecer así, procurando destruir la poesía como ficción dañosa o ridícula, a no considerarla como primorosa tarea de mero pasatiempo que divertía o interesaba, pero que no enseñaba. Lo substancial, lo didáctico, lo concionante se puso en prosa. Los libros científicos del Rey Sabio valen mil veces más que todos sus versos. López de Ayala es ya un grave historiador y sabio político y no un descarnado cronista o un juglar cantor de gestas. Y la narración fingida en prosa, la novela y el cuento cuyo contenido es una lección moral, política o religiosa, prevalece y se sobrepone a casi todas las coplas y discreteos sutiles de los Cancioneros.

Desde épocas muy antiguas, desde antes que se formase y puliese el habla castellana, el ingenio español dio brillantes muestras de su rara aptitud para la narración prosaica. No hubo género de novela o de cuento que entre nosotros no se cultivase y no diese sazonados frutos. Tofail y Lulio encerraron sus filosofías en novelas. Dechado perfecto del apólogo ejemplar nos dio el infante D. Juan Manuel. Restaurados recuerdos de la soñada edad de oro y de antiquísima poesía que ya pasó, en combinación con sutilezas petrarquistas y platónicas, inspiraron sus novelas pastoriles a Bernardín Ribeiro, a Jorge de Montemayor y a Gil Polo. La novela histórica, presentida y en cierto modo realizada con candidez graciosa, nace con Ginés Pérez de Hita y con Antonio de Villegas. Y la realidad vulgar de la vida humana, las costumbres, pasiones y sentimientos de la plebe, sin pesimismo tétrico, con más alegría y con menos coturno que ahora, dan ser a la novela picaresca, en la que se ensaya y sobresale el mismo Cervantes, apercibiéndose y adiestrándose para escribir el Quijote.

Lo ideal y lo real a la vez, lo novelesco y lo dramático juntos, lo más trágico y lo más cómico, maravillosamente fundidos en diálogos llenos de verdad y hermosura, producen, por último, La Celestina, libro singular, germen rico del teatro y de la fingida narración en prosa de las edades venideras.

Tales eran, en mi sentir, las corrientes del pensamiento cuando Miguel de Cervantes vino al mundo y dio razón de quién era, así en sus hechos como en sus dichos.

Miguel de Cervantes fue un gran poeta, sin duda. Y no menos que en prosa hubiera sido gran poeta en verso, si las circunstancias no le hubieran sido contrarias. Reflexivamente cedía al espíritu razonador de su época; negaba lo milagroso, poniéndolo en parodia, pero lo amaba con entusiasmo a par que lo negaba y lo parodiaba. Su chistoso y benigno humor pone de manifiesto a cada paso esta inclinación suya, en ninguna parte con mayor claridad y gracia que cuando Don Quijote, en vez de persuadir a Sancho de que era sueño o embuste el retozo que tuvo en el cielo con las Siete Cabrillas, se allana a creerlo todo, con tal de que Sancho crea cuanto él acertó a ver en la Cueva de Montesinos. Y si hasta para lo absurdo, con tal de que fuese divertido o poéticamente hermoso, Cervantes propendía a la credulidad y repugnaba el escepticismo, ¿cómo ha podido suponer nadie que Cervantes dudó nunca de la grandeza de su patria, que censuró las doctrinas y principios que informaban la civilización y el gran ser de España en su tiempo, y que lo escarneció todo, empeñándose en reformarlo, o más bien en trastornarlo, como el más audaz progresista, librepensador y revolucionario de nuestros días?

Aunque en algo harto menos esencial, arrastrado por la nueva corriente del pensamiento, Cervantes aparezca a veces como burlándose, o como censurando instituciones, doctrinas, hechos y cosas que en lo más hondo del alma todos en su tiempo respetaban, yo tengo por cierto que la censura o la burla de Cervantes no iba ni podía ir sino contra la malicia, contra la flaqueza o contra la viciosa condición de los hombres, que torcían la rectitud o maleaban y viciaban la dignidad y la conveniencia de las instituciones, base y sostén entonces del orden establecido. Para suponer además no pocas de esas censuras o burlas, apenas hay otro fundamento que el capricho de quien las supone. Muy lejos estaba de la intención de Cervantes el ofender a los monjes benitos, haciendo que Don Quijote les diga: ya os conozco, fementida canalla; y más lejos aún el burlarse de ciertas ceremonias inquisitoriales en las exequias y resurrección de Altisidora. Si alguna vez Cervantes nos presenta desmandada y pecaminosa a la gente de Iglesia, no es para injuriarla, sino porque la coloca bajo el predicamento de los demás seres humanos, y la sujeta también a sus miserias y debilidades. Así, pongamos por caso, los individuos todos de aquella congregación en la que pudo elegir cierta discreta señora sapientísimos teólogos y predicadores elocuentes, si bien prefirió a un lego sano y robusto.

Al que busca en el Quijote una doctrina esotérica de reformador revolucionario, una solapada sátira social y política, algo que propende a socavar las bases de la sociedad en que vivía, a fin de fundar ciudad y modo de ser nuevos, abominando y maldiciendo lo existente, le comparo yo al Rey de Moab cuando encantusó al profeta y le envió a que maldijese a Israel desde la cumbre de la montaría; pero el profeta vio al pueblo de Dios acampado en la llanura, y el espíritu del Altísimo se echó sobre él y llenó su alma, y, en vez de maldecir, entonó un cántico de alabanzas y colmó a Israel de proféticas bendiciones.

Imposible parece que la obcecación de algunos comentadores haya llegado hasta el extremo de convertir en desaforado progresista a un español tan de su época como Cervantes, tan a prueba de desdenes, tan resignado con su pobreza, tan conforme con su condición menesterosa y humilde, tan confiado en la grandeza de su patria, tan entusiasta de sus pasadas glorias y tan seguro de sus altos y futuros destinos.

Todavía me parece más desatinado quien califica a Cervantes, no ya sólo como contrario de su patria, sino como contrario también y desapiadado burlador de creencias llenas de benéfica poesía, calificándolas antes de ilusorias en nombre de una realidad malsana.

Cervantes, en mi sentir, en todo cuanto escribió, y más que nada en el Quijote, tuvo tal fe en el ser inmortal y en la omnipresencia de la poesía, que para buscarla y hallarla no acudió a la metafísica, no se elevó, traspasando el tiempo y el espacio, a regiones ultramundanas y etéreas, sino que casi se encerró en los no muy amenos ni pintorescos campos de la Mancha, y encantándolos con su ingenio, y tocando en ellos como con una vara de virtudes, hizo brotar del estéril suelo manantiales poéticos más abundantes y salubres que los de Hipocrene y Castalia.

Cuando lo mejor del mundo era nuestro, cuando unido Portugal a España nuestro imperio se dilataba por el remoto Oriente y nuestro pabellón ondeaba sobre ciudades y fortalezas de la China y de la India, cuando nuestros soldados y nuestros misioneros llevaban la religión, el habla y la cultura de España por mares nunca antes navegados, y así entre naciones y tribus selváticas como por Italia y por Flandes y por otras regiones no menos cultas y adelantadas de Europa, cuando atajábamos el arranque invasor del turco y empujábamos hacia el Norte la herejía luterana, no marchitos aún los laureles de San Quintín y Lepanto, y más engreídos por la gloria que recelosos de vencimiento y de caída, es gran disparate imaginar que se propusiese Cervantes en el Quijote reírse de su nación y de los sentimientos y doctrinas que la habían subido a tanta altura y que se propusiese reformarlo y cambiarlo todo. Su benignidad, su indulgencia, el cariño con que mira todo lo español haciendo simpáticos hasta los mismos galeotes, prueban lo muy lejos que estaba Cervantes de tratar mal a nuestros reyes, príncipes y gobernantes, contra los cuales no podían impulsarle ni remota envidia, ni emulación inverosímil desde la insignificante posición en que resignado y conforme él se veía. Y no digamos que esta resignación y esta conformidad hicieron abyectos a los españoles de entonces, incapaces para el adelanto y para las mejoras e indignos del Imperio. No digamos, como dice Quintana, cediendo a flamantes preocupaciones y haciéndose eco de forasteras y liberalescas calumnias, que el despotismo fanático puso en el español corazón de esclavo, degradándole y despojándole así del imperio del mundo. En ningún personaje del Quijote, representación fiel de los hombres y de la vida de España en aquella edad, se advierte el menor rastro, el más leve signo de sumisión servil, de vileza o de mansedumbre extremada. Nótase por el contrario, a par de la subordinación y el respeto a la autoridad fundada por Dios y por ministerio del pueblo a quien Dios inspira, el amor de la igualdad, el más soberbio espíritu democrático y la independencia más briosa, la cual raya a menudo en menosprecio, cuando no de la autoridad misma, de sus inferiores agentes o ministros. Don Quijote llama a los cuadrilleros «ladrones en cuadrilla», y no sólo desafía y provoca a la Santa Hermandad, sino a Cástor y Pólux, a los Macabeos y a todos los hermanos y hermandades que ha habido en el mundo. Sus fueros son sus bríos; sus pragmáticas su voluntad. Y no es sólo el caballero andante quien por serlo se considera campando por sus respetos, horro de toda servidumbre y sin miedo ni sujeción a nadie, sino que también la gente menuda y plebeya tiene los mismos humos y gasta los mismos arrestos y bizarrías. Juan Palomeque el zurdo desdeña, con mucho reposo, los ofrecimientos que le hace Don Quijote de vengar sus agravios: «yo no tengo necesidad, le dice, de que vuestra merced me vengue ningún agravio; porque yo sé tomar la venganza que me parece». Y los pelaires de Segovia y la demás gente maleante y juguetona que mantearon a Sancho tienen también tan en poco como Juan Palomeque el poder vengador de Don Quijote. No consintieron en que se atrancase la puerta de la venta para repararse contra él, ni lo hubieran consentido aunque en vez de Don Quijote hubieran venido a castigarlos todos los héroes de la Tabla Redonda y el propio rey Arturo.

¿Qué corazón de esclavo hay en el valiente, generoso y terrible Roque Guinart o en la gallarda, celosa y vehemente Claudia Jerónima, enamorada matadora de Vicente Torrellas? Si pecan por algo los personajes del Quijote, no es por lo sumisos, sino por lo desaforados. Y esto no se opone ciertamente a la cortesía, a la bondad y a la cultura. ¿Con qué franca y cordialísima hospitalidad no reciben, agasajan y regalan al caballero andante y a su leal escudero, ya los duques en su castillo, ya Camacho el rico, ya Basilio y Quiteria, ya Don Diego de Miranda, ya Don Antonio Moreno, ya las zagalas y los pastores cortesanos de la fingida Arcadia, y ya los mismos rústicos cabreros que hospedan en su choza al amo y al criado, que comparten con ellos su cena frugal y que oyen respetuosos, y embelesados el hermoso discurso que Don Quijote pronuncia, inspirado por el puño de bellotas que tiene en la mano, y que retrae vivamente a su imaginación la soñada edad de oro, la cual en aquel momento más nos parece realizada que soñada?

Ni rustiqueza, ni grosería, ni amilanamiento se advierten en las personas y en la sociedad que en el Quijote se describen, sino el gran ser y la energía de una nación que vive aún en el mayor auge de su poder y más confiada en su duración que recelosa de su decadencia.

No es abatida resignación, sino conformidad alegre, activa y sana la que Cervantes se complace en describirnos. Llega a la aldea el pintor de mala mano: el Ayuntamiento le encarga pintar las armas y él no acierta a pintar tanta baratija, pero, en vez de desesperarse, se conforma con su mala ventura, toma el azadón y se va al campo a cavar como un gentilhombre. Por la libertad debemos exponernos a los mayores peligros y aventurar la vida; pero si la libertad no se logra, no debemos caer en inactiva postración y en melancolía inútil, sino sacar ventaja hasta del cautiverio y de la mala suerte. No se desespera Ginés de Pasamonte porque le llevan a gurapas, sino que se consuela, al ir a ellas, con el alegre propósito y con la risueña esperanza de que allí ha de tener vagar para seguir escribiendo la historia de su vida, que ha de superar en amenidad y en enseñanza a la de Lazarillo de Tormes, o a la más divertida de todas las novelas picarescas.

El sufrimiento es una virtud cuando no nace de menosprecio de la ley moral o de la poca cuenta que de la honra se tiene; y de este sufrimiento sin mácula estaban mejor dotados los españoles de entonces que los de ahora. La gracia, el chiste, la risa benévola que no lastima ni hunde a quien la provoca, era y es remedio y panacea de los pesares. Risa tal, apenas se da hoy. Cervantes la tenía como precioso don del cielo. Hoy la seriedad nos abruma. Se diría que hemos nacido para llorar y no para reír. Un poeta contemporáneo asegura que nos ponemos feos riendo y que llorando estamos muy guapos:


 

   El rostro que nos dio naturaleza,

 

 

 

nuestro destino avisa;

 

 

 

en la aflicción, vestido de nobleza,

 

 

 

y disforme en la risa.

 

 


 


 

Yo, no obstante, me atrevo a entenderlo al revés de como lo entiende este poeta. Nada más propio que la risa del noble ser racional y humano. Los animales se afligen y se lamentan, pero nunca ríen. La risa sin hiel es celeste propiedad de los dioses, y en la tierra privilegio exclusivo de los hombres sanos y fuertes. Seguro indicio de salud y de fortaleza es reír con suavidad y dulzura. Este es el mayor y más misterioso encanto del libro del Quijote. No se concibe tal risa sin la debida conformidad con Dios y sin reconocer y declarar que cuantas cosas Dios creó son buenas como el mismo Dios dijo al crearlas. A nada conduce el ser quejumbroso y maldiciente. No por el ansia furiosa de trastornar y destruir, sino conservando y mejorando con lentitud y perseverancia, es como el progreso se consigue. Empecatada filosofía de la historia es, a mi ver, la que supone que la humanidad no adelanta sin aborrecer lo presente y sin procurar derribarlo, con violentos trastornos, lucha y ruinas. Tan absurdo me parece considerar que fuera indispensable requisito, para que fuese España la primera nación del mundo, el expulsar, expilar y quemar a unos cuantos millares de judíos y de herejes, como el entender que convenía pasar por el trance de la Reforma con su recrudecencia de fanatismo, con sus guerras civiles e internacionales, con sus matanzas y suplicios, para alcanzar al cabo la libertad de conciencia, o como el imaginar que el más próspero estado y la mayor cultura de la Europa de nuestros días, aun suponiendo que no es problemático todo ello, se deben a la sangrienta revolución francesa y al más sangriento fruto que dio de sí: al déspota que, sin más alto propósito que su ambición y su capricho, llenó durante años a Europa de estragos y muerte para dejarlo todo al fin como antes estaba.

Como quiera que sea, aun siendo verídica tal filosofía de la historia, aun siendo fatal o providencialmente ineludible que haya violentas revoluciones para que adelante la humanidad, yo no noto el menor indicio de que Cervantes las prepare o las anuncie, ni puedo tampoco fundar en tan imaginaria preparación la más mínima parte de la gloria de nuestro admirable novelista. Lejos de castigar él con suaves burlas y benigna risa nada de cuanto en España se veneraba, sólo castigó, venciendo el afecto que le movía a amarlo, lo ya condenado y castigado por nuestras leyes y por nuestros más castizos, ortodoxos, teólogos y moralistas: por Luis Vives, Benito Arias Montano, Melchor Cano, Alejo de Venegas y Fray Luis de Granada.

No todo cuanto Cervantes vio y experimentó durante su agitada y trabajosa vida podía causarle contento ni inspirarle alabanzas, pero su invencible alegría se sobrepuso a todo. En nada vio lo feo, sino lo moral y noblemente hermoso. No ya Lucinda, Dorotea, la inocente y amorosa doña Clara y Ana Félix la morisca, sino hasta la Tolosa, la Molinera y la desdichada Maritornes tienen algo que, como criaturas de Dios, las dignifica y hermosea, vedando el desprecio y moviendo a compasión respetuosa el sello divino del Hacedor en el alma humana indeleblemente estampado. La fuerza mágica del estilo de Cervantes, más que en acumular tesoros poéticos, se muestra en el hacer surgir la poesía de la misma realidad desnuda y pobre. El amor con que Cervantes pinta y representa esta realidad, la ilustra con vivos y gratos resplandores.

Cuando Cervantes dice: «en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme», entienden no pocos comentadores que Cervantes tenía muy desagradables recuerdos de dicho lugar y que deseaba tomar venganza de los malos tratos que en él le dieron; pero los comentadores se quiebran de puro sutiles, o bien la venganza de Cervantes fue generosa y en extremo dulce. Alonso Quijano el bueno, salvo su graciosa locura, es un dechado de perfección moral, de talento y de recto juicio, de urbanidad y cortesía. Maese Nicolás, el barbero, es persona de buenas prendas y apacible trato. El señor cura no puede ser mejor de lo que es, ni el bachiller Sansón Carrasco puede ser más regocijado, más ameno y más dispuesto a suaves burlas, sin perjuicio ni mortificación de nadie. La vida del lugar es tan grata que, en vez de desear nadie olvidarse hasta de su nombre, siente el prurito de ir a pasar en él una temporada, entreteniéndose en sabrosas pláticas y en saludables paseos con los personajes ya nombrados, o yendo al arroyo donde, nueva Nausicáa, lavaba la ropa Sanchica, cuando acertó a llegar el paje con la carta de la Duquesa, el vestido verde de cazador y la bonita sarta de perlas.

Todavía hay otro comentario o interpretación insufrible y arbitraria a todas luces: interpretación ofensiva y calumniosa para Sancho Panza, sin el más leve y razonable fundamento. ¿Cómo suponer que Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho gracioso, Sancho que sigue a su amo, no por las esperanzas de la Ínsula, sino porque le ama y le respeta, aun cuando duda de su cabal juicio, y porque sólo la pala y el azadón pueden apartarle de él; cómo suponer que Sancho, que monta intrépidamente en Clavileño y traspone al remotísimo reino de Candaya para rapar las barbas de la Trifaldi y de sus compañeras, es un egoísta, codicioso, glotón e interesado? Su inocente malicia, sus gracias y donaires, que le ganan el favor, el cariño y la confianza de la Duquesa, su rectitud y tino en el gobernar mientras le duró el gobierno de la Barataria, el desprendimiento digno de Job con que dejó de ser Gobernador y volvió a ser escudero, todo muestra que el alma de Sancho, tal como Cervantes la ha creado, no es triste y fiel trasunto de la mezquina realidad donde Cervantes arroja y deposita desdeñosamente las impurezas todas. No es Sancho personificación de la realidad grosera, vulgar y egoísta que se contrapone a lo ideal, a lo sublime, hasta rayar en locura, que llena el alma de Don Quijote, haciéndola merecedora de respeto y de admiración aun en medio de sus mayores extravíos. Sancho, en suma, no es contraposición, sino complemento de Don Quijote. Sancho es el rústico ideal español de aquella época, como Alonso Quijano el bueno es el modelo ideal del hidalgo español de la época misma, sobre todo no bien recobra su cabal juicio, poco antes de su tranquila y cristiana muerte. Alonso Quijano no la teme, ni la desea, porque ama la vida, porque el ansia de goces y de venturas, superiores acaso a nuestra condición y a nuestros merecimientos, no le acibara o emponzoña lo presente con el anhelo atormentador de un porvenir soñado. Ni a la prolongación de los tiempos, durante la vida terrestre del linaje humano, ni fuera de esta vida, a más altas y ultramundanas esferas, acude Cervantes para consuelo de nuestras cuitas, para compensación de nuestros infortunios y para justificación de la Providencia divina. Y no porque Cervantes carezca de esperanza, sino porque su felicidad no la exige, sino porque dice como el poeta místico:


 

Aunque no hubiera cielo yo te amara.

 

 


 


 

Para saciar su sed de bienaventuranza no es menester una eternidad; un leve momento le basta, si humildemente se conforma con la voluntad de Dios, a quien ama y adora. La paz de la conciencia, la dulce satisfacción del deber cumplido, valen y duran tanto para un corazón humilde como la más perdurable gloria. No necesita acudir Dios a sobrenaturales recursos para la paga de nuestras buenas acciones. Hermosamente lo expresa Don Quijote al terminar los preceptos y reglas que da Sancho para adorno y salud de su alma: «Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos, como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes; y en los últimos pasos de la vida, te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos.»

¿Qué rastro, qué indicio de amargura, qué queja ni que odio, ni contra el orden social, ni contra la gente contemporánea suya, ni menos aun contra el mismo Dios puede atribuirse a quien viejo, en humilde posición, enfermo y pobre y poco atendido y considerado, tan dulces y amorosas palabras escribe? Por eso le hemos comparado al profeta que fue a maldecir a Israel desde la cumbre de la montaña y cayó sobre él el espíritu del Altísimo y llenó su alma, y el profeta rompió en un cántico de alabanzas y colmó a Israel de bendiciones.

Tal vez contra su reflexivo propósito infundió el amor en el alma sana y fuerte de Cervantes esta inspiración tan opuesta al tétrico pesimismo, al furor antisocial o blasfemo que nos contrista y nos atormenta en el día de hoy.

Como quiera que ello sea, yo busco y no hallo la sátira amarga que en el Quijote se esconde. No veo el triste reconocimiento de los males y menos aún el violento remedio que se les debe aplicar. La manía de convertir el arte liberal en arte servil y útil, de cifrar la mayor excelencia y perfección del arte en algo que está fuera del arte mismo, sometiéndole profanamente a tan extraño propósito, es a mi ver la causa de tan infundadas interpretaciones. ¿Qué más puede pedirse a una obra artística, para reconocerla perfecta y merecedora de alabanzas inmortales, que la abundancia de gracia con que nos regocija el alma, y la elevación y nobleza del sentido moral con que la purifica, la mejora y la ilustra?

Es por otra parte contradictorio suponer, para que el arte no sea inútil, que toda su utilidad se cifra y resume en una doctrina oculta, cuyo significado no se aclara hasta mucho después de haber pasado la ocasión oportuna de aclararle. La declaración tardía del misterio anagógico del Quijote convertiría libro tan ameno en una broma pesada y cruel que acabaría por hacernos a su autor aborrecible.

Supongamos que Cervantes notó y deploró muchos males que había en su época, los censuró con tanta acritud como disimulo y se propuso ponerles eficaz remedio cifrando la receta para su curación en el más enmarañado logogrifo. Como nadie entendió bien el logogrifo, nadie tampoco pudo valerse de la virtud terapéutica que en logogrifo se escondía, ni curar por medio de ella, ni reformar ni mejorar a los hombres.

Señor:

Hasta aquí llega el discurso del Sr. Valera. Aquí cortó con implacable tijera, la dura mano de la Parca, el doble hilo de oro del discurso y de la vida del escritor, consagrando con el rapto violento de su personalidad y su tránsito al mundo de las realidades eternas y de los destinos realizados, el juicio definitivo y perfecto de una larga vida de estudio sobre la obra maestra que nos envidia y celebra a la vez, asombrado y regocijado el mundo de las opiniones opuestas y de las disputas irreductibles, que al saludar al Quijote con el rendido homenaje de su unánime admiración, no se da suficiente y acabada cuenta tal vez, de que saluda en él no sólo al monumento literario erguido como una pirámide colosal, insumergible en el diluvio de la publicidad contemporánea; no sólo al portentoso genio creador de las dos imperecederas figuras en que se reconoce personificada la humanidad, sino al pueblo que cooperó a su creación suministrando la rica sangre de sus venas para darlas vida y calor, y lo más puro de su alma, para informarlas con el espíritu caballeresco y cristiano que brilla con inextinguibles destellos de nobleza y generosidad hasta en los rasgos más burlescos de sus inmortales aventuras.

Porque todo se podrá armonizar en síntesis más o menos alambicadas y confusas, menos la perenne y cada vez más entusiasta admiración por el Quijote, y el menosprecio constante hacia la patria de su autor y hacia el ideal luminoso que lo inspira y que lo agiganta y que tan heroicamente realizó en la Historia aquella gran democracia cristiana que se llamó el Pueblo Español, y que si por haberse apartado de él perdió el privilegio de que el Sol no se pusiese nunca en sus dominios, contempla todavía con amor y satisfacción que ningún error ni ninguna deformidad pasajeramente triunfantes han logrado conseguir que el glorioso libro español que lo cifra y que lo consagra se ponga en los dominios civilizados del orbe, como astro de viva y radiante luz que alumbra y que regocija a la Tierra.

 

De la crítica estructuralista a la disolución de la estética, el lenguaje y la realidad

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Todo empezó, y no es comienzo baladí, con la crítica que lejano día un impetuoso Nietzsche izara en contra del concepto de Verdad.

Lúcido y premonitor, sus ojos vieron lo que ningún otro supo advertir: la confabulación que Sócrates, Platón, los judeocristianos luego, los temerosos de vivir, los cobardes, los resentidos, los hombres teóricos todos, hasta Hegel, habían urdido en torno a la Verdad y en perjuicio de los hombres sobrados de fuerzas y pasión.

Aquellos hombres con miedo a vivir, a incursionar en el oscuro interior de sus instintos, idearon el gran artificio de Occidente, la más descomunal de sus mentiras: la Verdad. La creencia en la Verdad es la premisa fundamental para validar la objetividad del conocimiento, y la pretendida objetividad del conocimiento no es ni más ni menos que la carnaza que Sócrates arroja a la cultura grecolatina para desviarla de su pasión vital. Sócrates-Platón representa el triunfo de la pura racionalidad, desvinculada de su sentido trágico, entregada a la sola especulación teórica, olvidada de los deleites del mundo concreto y sensible. Pero el infeliz Sócrates-Platón perdió de vista las fuerzas oscuras que mueven y sacuden el mundo, sus pusilánimes reparos lo llevaron a rechazar la mirada de Dioniso. Debemos a Nietzsche –sin desdeñar a Schopenhauer– la recuperación del antiguo "equilibrio" entre la belleza y el horror, el orden y el caos, la luz y la noche, el principio de individuación y la embriaguez centrífuga del instinto; entre, en definitiva, lo apolíneo y lo dionisiaco.

También debemos a Nietzsche la exaltación de la mentira en sentido extramoral. Fingir, engañar, adular, la mentira y el fraude, la murmuración, el convencionalismo, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, son los mecanismos –y no las fauces o las garras– que desarrolla el intelecto humano como medio de conservación. De todas, la más gorda, patética y necesaria de las mentiras es aquélla con la que disfrazamos lo insignificante de nuestra existencia.

Fue Hans Vaihinger, en el estudio que acompaña al fragmento de la versión española de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873) de Nietzsche, en ese estudio que lleva por título La voluntad de ilusión en Nietzsche, quien hizo de la idea de ficción nietzscheana pieza clave de una nueva visión del pensamiento filosófico. Vaihinger –junto con otros como G. Marchesini o J. Bentham– es responsable del más o menos reciente nacimiento del ficcionalismo; así, la idea de ficción es llevada a su máximo refinamiento en obras como La filosofía del "como si". Sistema de las ficciones teóricas, prácticas y religiosas de la Humanidad a base de un idealismo positivista (1911). Términos como sumptio, principium, suppositio, conjectura, praesumptio o fictio, irrumpen precipitadamente en el nuevo universo cultural contemporáneo a manera de instrumentos necesarios para otras formas de saber; algunos, como el último, no se refieren sólo a la invención poética o mítica, sino también, lo que es mucho más demoledor, a la científica en su sentido más amplio.

Sin saber ni cómo, las ficciones se convierten de improviso en elementos sustancialmente reguladores de la vida psíquica, moral, social y cognoscitiva del hombre, en elementos imprescindibles para la reconstrucción que se avecina.

Pero no cometamos el error de apresurarnos demasiado en nuestra historia. Algo debió ocurrir a la humanidad que se acercaba al final del segundo milenio, porque, a la par o adelantándose a la vena pragmática irracionalista que Nietzsche abre en el seno del pensamiento occidental, un coetáneo suyo, en la Europa de más arriba de las montañas y los lagos alpinos, allá por 1845 da forma a La ideología alemana. Cuando Karl Marx nos invita a horadar en la maraña de la superestructura ideológica que emana de nuestra sociedad, a escindir el velo de valores morales, estéticos o religiosos que los intereses de la minoría nos imponen, no está haciendo otra cosa que proponernos otro modo de interpretar la realidad: un modelo de interpretación que de nuevo destituye de su situación de privilegio a la razón especulativa, y que de nuevo retorna el sentido al mundo sensible, a los modos materiales.

La realidad que ve Karl Marx no es la realidad que ve el resto de los filósofos que ya está dejando atrás, porque no es una realidad de meras relaciones entre conceptos abstractos, de categorías, prejuicios o ideologías, sino una realidad que se sitúa más allá de la razón y que ostenta efectiva existencia. Lo irracional-material existe, más quizá que lo racional, y es el verdadero motor del mundo.

Paradójicamente el marxismo no tardó en convertirse en ideología, y el tiempo dio oportunidad a que el método marxista se intentara aplicar a todo. Como el modelo de interpretación de la realidad que era, todas las relaciones y acciones humanas eran susceptibles de ser abrazadas por él; no sólo la filosofía, también la literatura quedó impregnada de sus efectos: "escritura y revolución hacen causa común", dictó Althusser. Es sorprendente que una doctrina que aclama lo sensible acabe pensando que el texto no es la representación de la Historia, sino su encarnación. Afincada en todos los flancos, la literatura comprometida cimienta los muros de una nueva realidad.

Es el fin, asistimos a la destrucción de la vieja realidad. En verdad la contienda se libra en contra de la realidad conceptual, de la realidad especulativa: pero como todo modelo alternativo a la razón es también racional, las contradicciones se apoderan de los nuevos paradigmas. Al fin y al cabo la contradicción es un componente esencial de nuestra mente. En Viena, desde 1900 en adelante, el padre del psicoanálisis Sigmund Freud se rinde a la tarea de dejarnos bien claro que aquello que lleva las riendas de nuestra vida no es la pequeña parcela consciente de nuestra mente, sino todos esos engranajes borrosos que asedian nuestro entendimiento. El subconsciente adquiere ahora de esta forma un inesperado cariz dominante. Los miedos inexplicados, los deseos ocultos, las fobias, las manías, las obsesiones, los complejos, los sueños, los lapsus: la irracionalidad de nuevo.

¿Es esta doctrina, el psicoanálisis, una simple teoría psiquiátrica, o más bien como el marxismo se esgrime como un innovador método de interpretación extensible a toda la realidad? En efecto, los enunciados freudianos, que se derraman desde el ángulo de Europa que nos faltaba para completar el fatal triángulo, se asoman a la cultura con pretensiones conquistadoras. Desde este instante la entera sociedad –sus valores, sus leyes, sus costumbres, sus denominaciones– puede ser explicada en base a imperativos del subconsciente. Nada, ni el arte, puede resistirse a la fuerza devastadora del psicoanálisis; recuerdos de infancia o sentimientos parricidas son los verdaderos motores de las obras de Da Vinci, Goethe o Dostoievski. La cultura, en todos sus ámbitos, es transformada por los nuevos métodos interpretativos; nada es ya lo que era, todo queda envuelto por una explicación más profunda, por desgracia casi siempre inaccesible.

El francés Paul Ricoeur supo ver que los que él llamó "los tres maestros de la sospecha" son los tres grandes destructores de la cultura. Sin embargo, los tres pensadores ofrecen nuevas herramientas para establecer un nuevo reinado de la Verdad, los tres se inventan nuevas formas de interpretar, todas basadas en invertir la relación entre lo oculto y lo mostrado. Cuando la mente intenta superar a la mente la paradoja acontece: nuestros tres hombres batallan contra la ingenuidad, contra la creencia ciega en el modelo interpretativo vigente, pero al caer en la tentación de concebir una nueva práctica de interpretación se incurre en una segunda ingenuidad. El nihilismo activo de Nietzsche es el primer paso para la reconstrucción, pero tal reconstrucción tiene por fuerza que ir más allá de la ficción e incidir nuevamente en la fe. La oscilación entre la desmitificación y la restauración del sentido lleva al círculo: comprender para creer, creer para comprender, éste es el círculo hermenéutico.

En pos a las tinieblas que levantó el ocaso de los ídolos, advinieron los adeptos. Tras ese universo de apolíneo-dionisiaco, superestructura-infraestructura, consciente-subconsciente, entrado el siglo XX se consolidó el estructuralismo. Capitaneando diversos frentes surgieron flamantes paladines: Ferdinand de Saussure en representación de la lingüística, Lévy-Strauss de la sociología, Lacan y Piaget de la psicología, Michel Foucault de la filosofía, Roland Barthes de la crítica literaria.

Empero no quisiéramos cometer el imperdonable desliz de considerar a Saussure un seguidor más del movimiento, en vez de un fundador, a la altura quizá de Nietzsche, Marx o Freud. Sólo a partir de 1916, a través de los apuntes que recopilaron los aventajados alumnos del profesor ginebrino –el famoso Curso de lingüística general–, le fueron dados a conocer al mundo todos los conceptos duales, dialécticos y bicornutos que encerraba la teoría saussureana: el habla es parte accidental de la lengua, al significante y al significado los une un lazo arbitrario, el estudio sincrónico prevalece sobre el diacrónico. Nuevamente hay algo que se nos escapa –la lengua, verbigracia, se nos escapa, ni la masa ni el grupo de especialistas es capaz de controlar sus cambios–, algo que se nos oculta, una estructura profunda; y el análisis de esa estructura profunda, la del lenguaje en este caso, debe ser por lo tanto sincrónico, en contraposición con el estudio diacrónico, histórico o cronológico, que al cabo sólo propiciará estructuras superficiales.

Lo que en Saussure es válido para el lenguaje, es rápidamente aplicado a casi todas las demás disciplinas. Es entonces cuando los buscadores de las estructuras profundas instauran –no de manera organizada ni deliberada– el estructuralismo.

Lo que tienen en común los diversos modelos estructuralistas de comprensión de la realidad es rechazar el causalismo y el historicismo, en favor de las formaciones sincrónicas. Las consecuencias de esta determinación son desoladoras: las circunstancias concretas y los pequeños cambios quedan reducidos al mínimo (ni Nietzsche ni Marx hubieran imaginado que sus teorías, nada más ser consumadas, iban a escabullirse de nuevo del mundo sensible y de las relaciones materiales), el sujeto humano se diluye en la sociedad, y las estructuras profundas quedan siempre fuera de la observación de ese desamparado sujeto, porque en cierto sentido ni siquiera existen (sólo son las formas por las que se articulan las realidades).

No es éste mal momento para que recapitulemos lo que hasta aquí ha ocurrido en nuestra historia. Con nuestro crítico primordial, Nietzsche, el "yo" y las "cosas" perdieron sus condiciones de sustancias, quedando ambos transformados en meras ficciones producto de nuestro tan limitado lenguaje, que nos impone necesariamente locuciones predicativas, diferenciando siempre entre sujeto y predicado; el lenguaje asimismo se presenta como una atadura para el libre pensamiento, en especial el lenguaje conceptual, el metafísico, que representa para Nietzsche la necrópolis de las intuiciones; el fruto del lenguaje metafísico, es decir, todas las proposiciones racionales, quedan de golpe convertidas en un vasto artificio momificado y decadente, inservible casi en su totalidad; la Verdad, en definitiva, es, como veníamos diciendo, el ardid soberano que sustenta todas las demás invenciones del hombre teórico. La Verdad es una ficción, y aunque Nietzsche aplaude la ficción lo hace en sentido extramoral: la Verdad metafísica es una ficción construida con los más inmorales fines, negar la vida, la intuición y la pasión. Con Nietzsche, en conclusión, el yo, las cosas y el propio Dios, perecen a finales de milenio en la cultura occidental (cualquier lector avezado advertirá la clara huella de Kant, el padre de la crítica moderna, en todos estos planteamientos; el alma, el mundo y Dios son las tres ideas de la razón pura; y el problema del lenguaje merodeado por Nietzsche y después por el resto de los estructuralistas y deconstructivistas, es llevado por el neokantiano Cassirer a sus últimas consecuencias, al identificar la función simbólica en general con la mediación entre la conciencia y todos los universos de percepción y de discurso). Por su parte, la crítica de Marx no tiene menos alcance, es crítica a la religión, a la teología, a la filosofía, al derecho, a la economía, a la política; la sociedad entera es afectada por la transformación, la sociedad entera tiene que ser desinfectada de la superestructura ideológica que la engloba, y que no produce sino fetiches fantasmagóricos y luchas de clases. Pero qué queda en pie después de Freud: no hay cosa alguna que eluda al psicoanálisis, cualquier acto ejecutado por cualquier ser humano tiene unos fines ocultos, más profundos, dictados por nuestro subconsciente, cualquier palabra, cualquier movimiento, cualquier relación con los otros; lo que uno mismo piense de sus propios actos no tiene mayor importancia, hay algo encubierto que dirige el mundo desde las sombras; el yo de nuevo es una ficción, la sociedad otra vez es un ente incontrolable. Y con el resto de los estructuralistas los resultados no son otros. Siempre hay una explicación compleja, global, imprecisa, inaccesible, para cualquiera que sea el objeto de conocimiento; sólo que cada vez la estructura profunda es más hipostizada, y los seres y hechos concretos más abismados en la nada.

Todos nuestros críticos interpretando a la realidad es como la modifican. Todos nuestros críticos escriben obras que critican otras obras, e inmediatamente se introducen en el conjunto de la tradición cultural y se convierten en el objeto de reflexión de otras obras posteriores. Penetran en la cultura en todos sus niveles porque sus métodos todoterrenos admiten cualquier campo o disciplina. Sus obras escritas no son sólo objeto de otras obras, sino que se invisten como metaobras que decretan las normas de funcionamiento de las demás obras, de los mismos textos: la historia, la filosofía, la estética, la teoría del arte y de la literatura, cada vértebra de la cultura es conquistada.

¿Pero por qué sucede todo esto? Es la estampida de la irracionalidad, recluida durante siglos en las polvorientas mazmorras europeas.

Sin embargo, se debe entender el irracionalismo como una nueva conquista. Pese a lo ingente de los nuevos continentes descubiertos, pese a la apariencia inabarcable de la nueva tarea que se despliega allende los nuevos horizontes, al menos las expediciones están emprendidas y el logocentrismo ha sido rebasado. El desconcierto epistemológico es comprensible: son los efectos de haber libertado a la ficción como instrumento cognoscitivo, de haber indultado a la metáfora.

Si el conocimiento debe llegar a todos los lugares donde llega la ficción o la metáfora, su misión es ciertamente extraordinaria. En esta misión se sitúan los lances de los estructuralistas que venimos narrando. Pero aún no hemos dado fin a nuestra historia.

Los críticos estructuralistas, decíamos, interpretando la realidad es como la modifican. La cultura está engendrada a base de ficciones, y los críticos al interpretar unas ficciones crean otras nuevas. La crítica de la cultura, nada más es llevada a cabo, se convierte automáticamente ella misma en cultura. En el caos de los géneros –el ensayo es un relato, el relato y la poesía pueden ser ensayos–, la crítica puede ser cualquier cosa. Para el crítico literario estructuralista Roland Barthes todos los sistemas son ficciones, y el sistema de la semiología de la literatura no es sino el análisis de elementos a su vez imaginarios. Todo este episodio, que recuerda demasiado a un relato de Jorge Luis Borges –"Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"–, en el que las realidades del mundo van mutando a imagen y semejanza de las ficciones que sobre él se dicen, vino a culminar en el surgimiento del deconstructivismo.

Con la doble influencia de Nietzsche y de Heidegger, el francés Jaques Derrida instaura a finales de los setenta las bases de la teoría postestructuralista de la deconstrucción. Heidegger –y en esto podemos ver coincidencia con nuestros restantes críticos– intenta poner en crisis toda la tradición occidental que ha venido pensando al ser como presencia, propone el estudio del no-origen del lenguaje, y por tanto de la diferencia originaria, que nada tiene que decir salvo su propio "juego" continuo; propone que del texto entendamos no lo que dice, sino lo que no dice pero a lo que se refiere; propone la validez cognoscitiva de la metáfora. También Foucault habla de la mirada de reojo para "ver" la carencia de ser que constituye la realidad; y entiende que la ficción consiste "no en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible". Derrida lleva todo esto a sus últimas consecuencias: si la diferencia es la que posibilita toda comunicación posible, ésta no se puede reducir a ninguna presencia, y la diferencia se convierte por tanto en la nueva estructura profunda. Sólo que Derrida no habla de estructura, sino más bien de una teoría probabilística, una "teoría de los juegos", que permita saber lo que podría suceder allí donde no hay ninguna estructura determinada. Aprehender lo irracional con una estructura concreta sería disparatado, por eso al no-origen se llega mediante el juego.

Nos estamos moviendo –jugando–, como se puede ver, en los márgenes del texto. El modo tradicional de lectura, el modo metafísico, cree que se puede expresar el significado de un texto de una forma unívoca, es decir, que el texto tiene un único e inalterable significado que puede ser evocado una y otra vez con diferentes palabras sin que haya ningún tipo de desgaste. Para Derrida nuestra cultura establece una prioridad logocéntrica a la palabra frente a la escritura, pero: la palabra no valoriza a la escritura, sino que es mera sustituta desconstructiva de las presencias del texto. El poder estético de un texto está en el conjunto de todos sus significados simultáneos, no en sus elementos aislados. En conclusión, la labor de la crítica no puede ser entonces buscar el sentido del texto (si es que éste existiera), pues este intento daría lugar a su dispersión.

Entonces, ¿tenemos que pensar que la deconstrucción es un tipo de crítica literaria? No, porque no lo es. La deconstrucción se mueve en los márgenes de los textos y también en el umbral de la propia teoría literaria, no fuera de ella, sino en el marco mismo. La deconstrucción tiene por labor buscar la diferencia en el texto, lo no-dicho; la deconstrucción tiene la cualidad escurridiza de los espectros; a la deconstrucción le está incluso permitido divergir radicalmente en la interpretación de un texto con el propio autor del texto. Su función es, al cabo, sondear los océanos de la metáfora, la sugerencia y la ficción, y para ello casi todo vale. De hecho, si la reconstrucción que prosiguió a la desconstrucción nihilista ya contenía contradicciones, la deconstrucción que sobreviene a la reconstrucción es esencialmente contradictoria: en cuanto se desconstruye un texto, en cuanto se logra su diseminación, se forma una nueva construcción, que nuevamente habrá de ser desconstruida.

Todos los textos, incluyendo las obras que versan sobre otras obras, se entrecruzan, se construyen y desconstruyen una y otra vez los unos a los otros. De la lectura y la escritura farragosas, de la interpretación de los márgenes, de la creación de nuevas posibilidades ficticias, de la postulación de sentidos apócrifos, del análisis claro y del oscuro, de la metáfora válida y de la inválida, de lo que puede y no puede ser dicho se nutre la deconstrucción. A finales del siglo XX parece que la contienda cognoscitiva no ha hecho más que desplegar su logística, la última orden ha sido la de asediar todo lo asediable, y luego retomar lo ya tomado, y los caminos, y las hondonadas, y los fondos abisales, y así mientras se pueda. El propio texto del cual ahora ustedes están leyendo las últimas líneas es una crítica de críticas de críticos, una vuelta de tuerca más, otra reinterpretación, otra posibilidad de decir lo mil veces dicho, otra deconstrucción posiblemente más desatinada que acertada, una más: por eso no tiene ningún valor, o lo tiene todo.

 

 

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